Dos

GRACIAS a Dios nadie podía verla de aquella guisa. Ataviada con una sencilla túnica verde oliva y unas botas llenas de arañazos, Alixe no parecía precisamente la hija de un conde. A su familia le daría un ataque si la viese con aquella pinta. Uno más en la larga lista de disgustos. Y como nadie quería escenas aquel fin de semana, seguramente habían hecho la vista gorda para que Alixe se escabullera mientras llegaban los invitados a la fiesta.

Pero en aquellos momentos a Alixe no le importaban los invitados, ni aunque el mismísimo rey de Inglaterra se presentara en persona. Tenía una tarde de libertad para ella sola y pensaba disfrutarla al máximo. Lucía un sol espléndido que la animaba a perderse más allá de los límites de la finca, pero su destino era la vieja residencia de verano situada en el linde de la propiedad. Allí podría refugiarse tranquilamente en su trabajo y en los libros que llevaba en una bolsa colgada al hombro.

Al acercarse a la casa el sendero se internaba en una zona boscosa y se iba cubriendo de maleza. Alixe sonrió mientras apartaba los helechos. Hacía fresco bajo las densas copas de los árboles. Vio la casa a lo lejos y aceleró el paso hasta los deteriorados escalones de la entrada, los cuales subió impacientemente de dos en dos.

Abrió la puerta y suspiró. El lugar era perfecto. Ideal como lugar de retiro y de estudio. Dejó la bolsa en el suelo y recorrió la estancia con la mirada. Era más un cenador que una casa, pero ofrecía infinitas posibilidades. Allí podría estar sola y tranquila, lejos de todo el mundo, en particular del odioso Archibald Redfield, y de las expectativas que tenían puestas en ella. Cerró los ojos y respiró profundamente el delicioso aroma de la soledad…

Entonces lo oyó. Un sonido procedente del bosque que rompió la calma y le hizo ver que no estaba tan sola como había creído.

¿Sería un pájaro?

Volvió a oírlo… Y no era un pájaro. Sonaba más bien como un grito humano.

El lago…

Se puso rápidamente en movimiento y atravesó el bosque en dirección a los gritos. Alguien debía de estar en serios apuros para gritar así.

 

 

 

Salió al claro donde estaba el lago y se detuvo en seco. Ni siquiera pensó en anunciar su presencia, porque lo único que allí estaba en riesgo de ahogarse era su pudor. Tres hombres retozaban, sí, era la única palabra que podía describirlo, retozaban en el agua. Se zambullían, luchaban amistosamente entre ellos, se reían… y la vieron.

Ella no quería que la vieran. No se lo merecía después de haber actuado como una buena samaritana. Había corrido como nunca en su vida, con el corazón en un puño, tan solo para encontrarse a tres hombres bañándose desnudos en un lago escondido. Alguien debería tener la decencia de estar ahogándose, por lo menos.

—Hola, ¿estamos haciendo mucho ruido? No creíamos que hubiera nadie por aquí cerca —dijo uno de ellos, sin inmutarse lo más mínimo ante la inesperada aparición de Alixe. Se separó de sus amigos y vadeó hacia la orilla, emergiendo poco a poco del agua hasta que Alixe estuvo segura de dos cosas: primera, no había visto a un hombre tan espectacularmente formado en toda su vida, y segunda, aquel hombre espectacular estaba indudablemente desnudo.

Tendría que desviar la mirada, pero ¿adónde? ¿A sus ojos? Eran demasiado cautivadores. Ni siquiera el cielo era tan azul. ¿A su pecho? Demasiado fibroso y torneado, especialmente los músculos de su abdomen…

¡Su abdomen!

No había pretendido bajar tanto la mirada. El hombre seguía acercándose, absolutamente despreocupado por su desnudez. Alixe tenía que detenerlo o acabaría viendo algo más que los firmes músculos de su abdomen.

Por desgracia, su buena educación parecía haberla abandonado por completo.

Tenía la vista fija en el vientre del hombre. Unos segundos más y sería demasiado tarde. Pero ¿qué se le podía decir a un hombre desnudo en un estanque?

Optó por una respuesta casual e intentó aparentar que se tropezaba con hombres desnudos todos los días.

—No hace falta que salga del agua por mí. Ya me marcho. Simplemente oí los gritos y pensé que alguien necesitaba ayuda.

Perfecto. Había sonado casi normal.

Dio un paso hacia atrás y tropezó con un tronco semienterrado en el fango de la orilla. Cayó sobre el trasero y sintió como le ardían las mejillas. Demasiado para fingir normalidad…

El hombre se rio, aunque no de un modo ofensivo, y continuó avanzando hasta mostrarse en todo su esplendor. Y Alixe se quedó petrificada ante la gloriosa imagen que se erguía ante ella. Tal perfección la hizo olvidarse de su turbación y desató una curiosidad del todo inesperada. Era perfecto, absolutamente perfecto en todos los sentidos… sobre todo en la parte baja de su anatomía.

—Parece que alguien necesita ayuda, después de todo… —dijo el hombre. Se acercó y le ofreció una mano a la que Alixe apenas prestó atención. ¿Cómo fijarse en una simple mano cuando había otros apéndices más carnosos colgando a escasa distancia de sus ojos?

—No, no. Estoy bien, de verdad —le aseguró con toda la firmeza que pudo, pero las palabras le salían atropelladamente.

—No seas cabezota y dame la mano. ¿O es que quieres volver a tropezar?

—¿Qué? Ah, sí, la mano… —Alixe la aceptó como si acabara de verla y subió la mirada hasta el pecho y el rostro. El hombre le estaba sonriendo y sus ojos eran más azules que un cielo cerúleo de verano.

Tiró de ella para levantarla, sin preocuparse por no llevar ropa.

—¿Soy el primer hombre desnudo que ves?

—¿Qué? —tan difícil le resultaba mantener una conversación como alejar la mirada de sus muslos. Intentó recurrir a la sofisticación con la esperanza de recuperar su dignidad—. La verdad es que no. He visto muchos desnudos en… —no supo seguir. ¿Dónde podría haberlos visto?

—¿En las obras de arte? —sugirió él. Las gotas de agua centelleaban como si fueran diamantes esparcidos por su pelo.

—He visto al David —respondió, desafiante. Era cierto. Lo había visto en dibujos, pero la estatua de esos dibujos no podía compararse a aquel desconocido, que se erguía alto, imponente y con sus impresionantes atributos expuestos a la luz del sol.

Paseó la mirada por la orilla del estanque en un desesperado intento por no contemplar sus virtudes carnales. Todo era culpa de aquel hombre, quien ni siquiera se molestaba en recoger la ropa que yacía en el suelo. ¿Qué clase de hombre permanecía desnudo en presencia de una dama? No la clase de hombre que solía conocer en los círculos sociales de sus padres.

La idea le provocó un estremecimiento de excitación. Rápidamente agarró la prenda que tenía más cercana, una camisa, y se la tendió.

—Debería cubrirse, señor —en realidad no quería que se cubriera, pero no había más remedio. Nadie mantenía una conversación decente sin ropa.

Él aceptó la camisa y adoptó una expresión burlona.

—¿En serio? Me daba la impresión de que estabas disfrutando mucho de la vista…

—Creo que el único que está disfrutando aquí es usted —replicó Alixe.

—Al menos yo lo admito.

Aquel comentario terminó de provocarla.

—Es usted un grosero —con el cuerpo de un dios y la cara de un ángel—. Tengo que irme —se sacudió las faldas para ocupar las manos en algo—. Ya veo que todos están bien por aquí. Me marcho —en esa ocasión consiguió abandonar el claro sin tropezar con más troncos.

Merrick se rio mientras la veía alejarse y metió los brazos por las mangas de la camisa. Tal vez no debería haberla provocado tan impúdicamente, pero le había resultado muy divertido y ella no se había acobardado. Sabía cuándo una mujer sentía curiosidad y cuándo se asustaba, y aquella joven con el vestido verde oliva no se había escandalizado tanto como quería hacer creer. Sus bonitos ojos dorados se lo habían comido de arriba abajo.

Recogió los pantalones del suelo y se los puso. Ella había intentado apartar la mirada, pero no había podido resistir la tentación visual. A él no le había molestado en absoluto el descaro con que contemplaba su anatomía masculina. No era la primera mujer que lo veía desnudo. Ni mucho menos.

A las mujeres les gustaba su cuerpo, con sus líneas esbeltas y músculos definidos. En una ocasión, lady Mansfield llegó a afirmar que era la octava maravilla del mundo. Y lady Fairworth se había pasado horas y horas contemplándolo extasiada por las noches. Incluso adquirió la costumbre de pedirle que recogiera cualquier cosa en el otro extremo de la habitación y así poder verlo caminar desnudo para ella.

A él no le importaba. Comprendía las necesidades de aquellas experimentadas mujeres, y a cambio ellas comprendían las suyas. Pero aquel día había sido diferente. La mirada de aquella joven, pura y virginal, había prendido una chispa de erotismo totalmente desconocida para Merrick. No estaba acostumbrado a ser el primer hombre que una mujer viera desnudo.

No solo eso; el carácter honesto y directo de aquella joven le había llamado la atención. Sabía que podía poner a prueba su sensibilidad y así lo había hecho, convencido de que, a pesar de su aparente desasosiego, la joven era capaz de manejar la situación. Las señoritas indefensas y melindrosas no corrían a través del bosque para ayudar a un desconocido en apuros.

Lástima que no supiera su nombre.

 

 

 

A Alixe le seguían ardiendo las mejillas cuando regresó a la casa de veraneo. Se enfrascó en la lectura de su libro para no pensar en el encuentro del lago, pero su cabeza prefería seguir recordando, y con todo detalle, aquel torso musculoso, aquellos abdominales marcados, aquellas esbeltas caderas que delimitaban sus impresionantes atributos viriles… Y aquella sonrisa letal que seguía provocándole cosquilleos en el estómago.

Había estado coqueteando con ella. Aquellos brillantes ojos azules sabían exactamente los estragos que provocaban en sus sentidos. Hacía años que nadie coqueteaba con ella. Y nunca hasta ese día había visto a un hombre sin ropa. Ni siquiera había visto a un hombre sin chaleco desde su presentación en sociedad. Un caballero jamás se atrevería a quitarse la levita en presencia de una dama. Aquel hombre, en cambio, se había quitado algo más que la camisa…

¿Qué clase de persona haría algo así? Un caballero no, desde luego.

Volvió a sentir como le ardían las mejillas. Había visto a un hombre desnudo en carne y hueso.

De cerca.

Muy de cerca.

Extremadamente cerca. Y le había encantado…

¿En qué la convertía su reacción? ¿En una mujer curiosa? ¿Licenciosa? ¿O algo más? Quizá mereciera la pena buscar la respuesta. Reprimió la necesidad de abanicarse como si fuera una señorita remilgada. Aquel día no había visto más que los atributos que Dios había concedido a la mitad de la humanidad. Cada hombre tenía uno.

Así de simple.

Por desgracia, ningún razonamiento lógico podía borrar la imagen de su cabeza. Tenía que admitir su derrota. En su estado actual le resultaría imposible leer nada, de modo que metió el libro en la bolsa y decidió cambiar de lugar. Volvería a la casa aunque estuviera sonriendo como una tonta todo el camino de regreso.

 

 

 

Para cuando se refugió en sus aposentos ya había recuperado la perspectiva. Ciertamente había estado sonriendo durante todo el camino, e incluso podría continuar sonriendo durante la tediosa velada que tenía por delante. Si los invitados querían creer que les estaba sonriendo a ellos, que así fuera. Solo ella sabría el verdadero motivo. Además, no había nada malo en guardar aquel pequeño secreto. El hombre del lago no la conocía, ni ella lo conocía a él. Nunca volverían a verse, salvo tal vez en sus sueños y fantasías…

Sin embargo, lo sucedido en el estanque la hizo sentirse más mundana de lo que se había sentido hasta entonces. Se arregló con más esmero del habitual e hizo que su criada sacara el vestido azul claro con el ribete marrón y el corpiño escotado. Aquel vestido era una de las pocas excepciones que tenía en su austero armario. Siempre le habían interesado más los libros y los manuscritos que la ropa y la vida social, algo que su familia no estaba dispuesta a aceptar, por mucho que ya fuese una solterona de veintiséis años. A pesar de sus denodados y persuasivos esfuerzos, no toda la familia había perdido la esperanza de casar a la controvertida hija del conde de Folkestone. Ella se había negado a ir a Londres para la Temporada, de modo que su familia había llevado la Temporada hasta ella. Una fiesta por todo lo alto en casa con lo mejor de la sociedad londinense.

Se puso los pendientes de perlas y se miró por última vez al espejo. Era hora de bajar al salón y fingir que nunca había visto a un hombre desnudo.

—Ah, aquí estás, Alixe —dijo su hermano Jamie al pie de la escalera—. Estás muy guapa esta noche. Deberías vestir de azul más a menudo —enganchó el brazo al suyo y por una vez Alixe agradeció su presencia—. Hay algunas personas a las que quiero que conozcas.

Alixe ahogó un gemido de frustración. Jamie se preocupaba demasiado por ella, y como consecuencia siempre estaba buscándole marido.

—Son unos amigos míos de la universidad, así que puedes estar tranquila. Intenta ser agradable, ¿de acuerdo? —le susurró al oído mientras la introducía en el salón.

Junto a la puerta había un grupo de caballeros que se volvieron hacia ella. Reconoció al hijo del hacendado. Dos eran unos desconocidos de pelo negro. Y el cuarto…

El dios de carne y hueso al que había visto desnudo en el lago.

Se quedó petrificada y su mente creó toda clase de situaciones a cada cual más embarazosa. Aunque quizá no la reconociera… Con aquel elegante vestido de noche no se parecía en nada a la chica que corría por el bosque.

Jamie la hizo avanzar. No había escapatoria.

—Me gustaría presentaros a mi hermana, lady Alixe Burke —les dijo sin disimular su orgullo—. Alixe, estos son los amigos de la universidad de los que te hablaba… Riordan Barrett, Ashe Bedevere y Merrick St. Magnus.

Genial. El dios ya tenía nombre.

 

 

 

—Enchanté, mademoiselle —Merrick se inclinó sobre su mano, sin apartar la mirada de su rostro. Conocía bien a las mujeres y sabía que un vestido elegante y un sofisticado peinado con frecuencia ocultaban un montón de pecados o de verdades, según cómo se mirara. Para conocer la verdadera identidad de una mujer había que mirarla a la cara.

Definitivamente, era ella…

Habría reconocido aquellos ojos dorados de largas pestañas en cualquier parte. Horas antes los había visto muy abiertos en una interesante expresión de conmoción y curiosidad. Y si los ojos no fueran suficientes, también estaba su boca. Merrick se consideraba un gran conocedor de las bocas femeninas y aquella en particular pedía a gritos que la besaran.

Pero no iba a ser él quien lo hiciera. La hermana de Jamie Burke era intocable, y él ya había jugado bastante con fuego aquel día.

Ella asintió brevemente con la cabeza, saludó a los otros de manera superficial y se disculpó para ir en busca de una amiga. Pero Merrick la siguió con la mirada y vio que se quedaba con lady Folkestone y un grupo de viejas matronas junto a la chimenea. Él no jugaba con quien no le seguía el juego, y normalmente se habría sentido culpable por incomodar a un joven tímida y mojigata. Alixe Burke no era una señorita retraída y apocada, por mucho que intentara demostrarlo. Podría soportar un poco de provocación… Además, ella lo había provocado aquella tarde y merecía recibir un poco de su propia medicina.

A Jamie no se le pasó por alto que la estaba mirando.

—Quizá pueda conseguir que acompañes a Alixe en la cena…

 

 

 

Jamie era uno de esos raros individuos que hacían realidad cualquier deseo. En Oxford solo había que pedir algo en voz alta para que Jamie lo consiguiera, y desde entonces no había dejado de perfeccionar esa habilidad. Gracias a ello, y a pesar de que había dos caballeros que superaban en rango al hijo de un marqués, Merrick se encontró sentado junto a Alixe Burke.

La joven parecía haber adoptado una actitud mucho más fría y distante, pero eso iba a cambiar. Merrick quería ver la sorpresa o cualquier otra emoción reflejada en su rostro. Aquella expresión de apática solemnidad no hacía justicia a sus rasgos.

—Señorita Burke, no dejo de pensar que nos hemos visto en otra ocasión —le dijo mientras les servían el primer plato.

—No lo creo. Apenas voy a Londres —fue la seca respuesta, acompañada de una sonrisa igualmente seca.

De modo que aquella iba a ser su táctica… Fingir que no reconocía o confiar en que él no la reconociera. Pero todo era mero disimulo. La mano izquierda yacía sobre su regazo, cerrada en un puño. Un signo inequívoco de tensión.

—Entonces quizá nos hayamos visto por aquí —sugirió Merrick amablemente. Quería reencontrarse con la mujer que tanto lo había fascinado en el lago, esa joven directa y radiante que se comportaba como si viera hombres desnudos todos los días mientras otra parte de ella bullía de excitación e inquietud. La mujer que tenía sentada junto a él no era más que un disfraz.

Ella dejó la cuchara y se giró elegantemente hacia él.

—Lord St Magnus, yo casi nunca salgo de casa. Me paso todo el tiempo trabajando con historiadores. Así que, a no ser que vos también os dediquéis a copiar documentos medievales de Kent, dudo mucho que nos hayamos visto antes.

Merrick reprimió una sonrisa. Era el disfraz el que hablaba, no la mujer. Y poco a poco se iba soltando la lengua…

—Pero seguro que de vez en cuando sale a pasear por el bosque. Quizá nos hayamos visto en algún lago o estanque perdido…

—¡Qué lugar más inapropiado para un encuentro! —exclamó ella, ruborizándose. Debía de saber que la farsa había acabado o que estaba a punto de acabar.

Merrick le concedió un momento para recobrar la compostura mientras los criados servían el segundo plato.

—Aunque también es posible que, simplemente, no me reconozca… Si mal no recuerdo, llevaba un viejo vestido verde oliva y yo iba… como Dios me trajo al mundo.

Lady Alixe consiguió no atragantarse con el vino.

—¿Cómo dice?

—Como Dios me trajo al mundo quiere decir… desnudo.

Ella dejó la copa de vino y le clavó una mirada feroz.

—Ya sé lo que quiere decir. Lo que no logro entender es por qué se empeña en recordarlo. Un caballero jamás incomodaría a una dama hablándole de un incidente tan embarazoso.

—Puede que sus suposiciones no sean correctas… —repuso Merrick, y se recostó en la silla para permitir que le retiraran el plato.

 

 

 

—¿Está familiarizada con los silogismos, lady Alixe? —le preguntó cuando los criados hubieron terminado— Todos los hombres son mortales, Sócrates es un hombre, luego entonces Sócrates es mortal. O aquí tiene otro: los caballeros no incomodan a las damas, Merrick St Magnus es un caballero; por tanto, no hablará de lo que ocurrió esta tarde en el lago. ¿Es ese su razonamiento, lady Alixe?

—No sabía que se estaban bañando en el lago.

—Ah, ¿entonces me recuerda?

Alixe torció el gesto y capituló.

—Sí, lord St Magnus. Lo recuerdo.

—Bien. No me gustaría que las mujeres se olvidaran de mí tan fácilmente… ni de mi cuerpo. Afortunadamente, todas lo encuentran muy… memorable.

—Estoy segura de ello —se llevó un bocado de ternera a la boca para intentar acabar la conversación.

—¿Otro silogismo, lady Alixe? Todas las mujeres encuentran memorable mi cuerpo. Lady Alixe es una mujer, por tanto…

—No, no es otro de sus silogismos. Es más bien la excepción a la regla.

Merrick le sonrió.

—Tendré que esforzarme por hacer que cambie de opinión —era, con diferencia, la conversación más interesante que había mantenido en mucho tiempo. Quizá porque no podía prever el resultado, algo a lo que no estaba acostumbrado. Con el resto de mujeres la conversación era siempre el preludio a un resultado bastante predecible. No desagradable, en absoluto; simplemente predecible.

Por desgracia, se acercaba el momento de girarse en la silla y empezar a hablar con la mujer que se sentaba a su otro lado. El suspiro de alivio de lady Alixe así se lo hacía saber.

Pero él no iba a dejarla escapar tan fácilmente.

Se acercó a ella lo suficiente para oler su fragancia a limón y lavanda y le habló en voz baja.

—No se preocupe. Podemos seguir hablando después.

—No estaba preocupada —respondió ella con los dientes apretados y una sonrisa forzada.

—Sí que lo estaba.

Lady Alixe se giró hacia el hombre que estaba sentado a su derecha, pero no antes de darle un puntapié a Merrick en el tobillo por debajo de la mesa. Merrick se habría echado a reír si no hubiera sido tan doloroso.