Diez
CUATRO días después, Alixe ya se estaba arrepintiendo. Merrick había cumplido con su parte del trato y no la había besado ni tentado para que desatara sus pasiones ocultas. Al menos no de manera explícita, porque hasta el más ligero de sus roces en el codo conseguía prenderle una chispa de excitación, recordándole otra clase de roces no tan inocentes y las infinitas posibilidades que la aguardaban.
Y esos roces le recordaban también que todo aquello era culpa suya. Ella sola se había buscado la frustración que la acosaba por las noches en su solitaria cama.
Merrick lo estaba haciendo a propósito, pero ella no podía echárselo en cara. Como tampoco podía corroborar la sospecha de que Merrick aún no había dicho su última palabra.
Y así fue, una mañana temprano, cuando menos se lo esperaba. Debería haberse imaginado que ese tipo de cosas siempre sucedían de manera imprevista.
Alixe se despertó con la habitación bañada por el sol, consciente del peligro y la emoción que aquel día traía consigo. Era el día en que debía llevarle la traducción al reverendo Daniels y ayudarlo a preparar la muestra de la sociedad histórica para la fiesta del pueblo que tendría lugar al día siguiente. Esa era la parte emocionante. La parte inquietante era que ya quedaba un día menos para marcharse a Londres y afrontar el destino que allí la aguardara.
La fiesta en casa había alcanzado su cenit y se precipitaba hacia su conclusión, que tendría lugar en la feria del pueblo, seguida por el baile que su madre organizaba siempre a mitad del verano. Y Alixe no había conseguido impedirlo… no el baile, sino su inminente marcha.
No era su único fracaso. Tampoco había logrado librarse de Merrick, y ese fracaso se traducía en que él triunfaba. Tal vez aún no fuese la estrella de Londres, pero sí que se había convertido en la estrella de la fiesta. La continua presencia de Merrick a su lado suscitaba una atención en los demás que ni siquiera podían contrarrestar sus vestidos más sosos. Estar con él la hacía visible al resto.
No se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde que Merrick había diseñado sus días de la forma más sencilla posible. Por las mañanas se encerraban en la biblioteca para trabajar en el manuscrito, siendo acompañados a veces por Jamie o Ashe. Durante las tardes, frecuentaban varios grupos hasta que a nadie se le ocurrió invitar a Merrick sin ella. Jugaban a los bolos con Riordan y sus jóvenes amigos, y al croquet o al bádminton contra Ashe y la señora Whitely. Merrick vitoreó a Alixe en un improvisado concurso de tiro con arco entre las jóvenes damas, y ella lo animó a él en una prueba de puntería con Ashe.
Nunca había vivido de aquella manera. Nunca se lo había permitido en su exilio voluntario. Poco a poco, sin embargo, empezaba a descubrir lo mucho que le gustaba jugar, reír y ser el centro de atención. Pero, sobre todo, le gustaba estar con Merrick y olvidarse de por qué era él su acompañante.
Ese olvido era la prueba de su fracaso. Merrick la estaba atrayendo hacia Londres y desaparecería de su vida cuando hubiera completado su misión. Aquello tenía que parar. Y aquel iba a ser el día en que empezara una nueva campaña de resistencia. Lo primero que tenía que hacer era vestirse. Su vestido de muselina de un apagado color cetrino sería ideal para sus propósitos.
Abrió con decisión las puertas del armario, esperando encontrarse con el caos que siempre reinaba en su interior, donde medias y cintas se amontonaban sin orden ni concierto en los cajones.
Pero no había nada de nada. Le costó unos momentos asimilar la visión de su armario completamente vacío.
No tenía ropa.
El vestido verde oliva que había llevado a la residencia de verano también había desaparecido. Y su atuendo gris de amazona. Y el vestido azul que había lucido la primera noche. Ni siquiera había una bata con la que cubrirse el camisón. Agarró la campanilla y la hizo sonar frenéticamente. ¿Qué había pasado allí? La ropa no desaparecía por si sola, y a Meg nunca se le ocurriría hacer la colada con todo a la vez.
Meg llegó enseguida. A duras penas conseguía ocultar una sonrisa y Alixe la miró con recelo.
—Pareces muy contenta hoy.
—Sí, milady. Supongo que será por la feria de mañana —se le escapó una risita—. Fillmore, el criado de lord St Magnus, me ha preguntado si podría acompañarme.
Genial. También su doncella había caído en las garras de Merrick.
—A mí también me gustaría ir a la feria, pero no sé cómo podré hacerlo si no tengo nada que ponerme —soltó un dramático suspiro y Meg tuvo la decencia de ruborizarse ligeramente—. Mi armario está vacío, Meg. ¿Sabes tú por qué?
—Porque tiene un vestuario nuevo, milady —exclamó Meg con una radiante sonrisa—. ¿Verdad que es emocionante?
Alixe se sentó en la cama.
—¿Cómo es posible? Yo no he ordenado nada.
Meg abrió la puerta, hizo un gesto con la mano y un desfile de doncellas entró en la habitación portando cajas de todas las formas y tamaños.
—Ha sido obra de lord St Magnus, aunque yo lo he ayudado un poco —añadió Meg con orgullo—, ya que él no podía ponerse a revolver el vestuario de una dama.
Alixe se había quedado muda de asombro. Meg debía de haberlo ayudado a elegir su talla y a librarse de sus viejos vestidos durante la cena.
La radiante criada le mostró un vestido de muselina blanco con flores rosas.
—Este será perfecto para hoy, milady. Lleva un chal rosa y un parasol a juego.
El vestido era precioso sin ser excesivamente sofisticado, pero ella quería recuperar su ropa. Se sentía muy cómoda con sus vestidos, le recordaban sus limitaciones y sin ellos no podría llevar a cabo su plan. ¿Cómo iba a convencer a St Magnus de que no tenía remedio si aparecía con una ropa tan bonita?
Pero no tenía alternativa. O se ponía aquel vestido o se quedaba todo el día en camisón. Y entonces se perdería la feria, no vería el manuscrito en la muestra y tendría que explicar el motivo de su ausencia. Y la explicación le sonaba patética incluso a ella. No podía excusarse diciendo que no tenía nada que ponerse cuando su habitación estaba llena de ropa nueva.
Además, estaba segura de que Merrick no le permitiría quedarse en su habitación. Si no se presentaba para ir a la feria, él subiría a exigirle una razón. La sorprendería en camisón, sin una mísera bata con que cubrirse, le recorrería el cuerpo con sus intentos ojos azules, le diría algo provocativo que la pondría colorada y luego algo divertido para hacerla reír y olvidar su insolencia.
—¿La vestimos, milady? —le preguntó Meg, que aún sostenía el bonito vestido de muselina.
—Sí —decidió ella. No se quedaría esperando el inevitable enfrentamiento. La única forma de detener a Merrick era venciéndolo en su propio terreno—. ¿Dónde está lord St Magnus, Meg? Quiero darle las gracias personalmente.
—Creo que está desayunando con el señor Bedevere en la terraza.
Alixe sonrió. Perfecto. Sabía exactamente lo que debía hacer. Una visita a los aposentos de Merrick para redefinir su concepto de elegancia y devolverle… el favor.
Ashe y Merrick estaban sentados en una pequeña mesa en la terraza, disfrutando de un tranquilo desayuno. Casi todas las damas habían pedido que les sirvieran el desayuno en sus habitaciones, y los otros invitados desayunaban en el comedor o en otras mesas cercanas, disfrutando del frescor matinal, antes de que empezara el calor.
—¿Todavía no se ha levantado Riordan? —preguntó Merrick.
—No creo que aparezca hasta el mediodía, y estará de un humor de perros. El celibato y la resaca no son una buena combinación para él.
—Apenas llevamos aquí una semana y media —dijo Merrick, riendo—. Hasta Riordan puede aguantar ese tiempo.
—Nosotros no hemos tenido la compañía de lady Alixe para mantenernos ocupados —le recordó Ashe con una expresión ladina—. El billar y la pesca están muy bien, pero un hombre necesita algo más. Estoy impaciente por volver a Londres y disfrutar de su inagotable surtido de mujeres hermosas y complacientes. Esta fiesta es demasiado casta para mí —le dio un codazo a Merrick—. Deberíamos celebrar una fiesta en mi refugio de caza después de la Temporada, solo para hombres. Podemos pedirle a madame Antoinette que envíe algunas de sus chicas francesas y apostarnos a ver quién consigue más. ¿Cuántas llevas tú, por cierto? ¿Doscientas?
Doscientas… Merrick había dejado muy atrás esa marca. Ashe y él llevaban mucho tiempo compitiendo por el mayor número de conquistas. Actrices, damas de la nobleza y cortesanas conformaban la lista de amantes, pero aquella mañana no se sentía especialmente orgulloso de sus logros como seductor. ¿Qué pensaría Alixe de él? Nunca le había preocupado que censuraran su estilo de vida, pero aquella mañana lo sentía de un modo distinto… especialmente si se trataba de Alixe.
—¿Y tú, Ashe? ¿Has llegado ya a cincuenta?
—Estás muy huraño, Merrick —observó Ashe, riendo—. ¿Qué me dices de lady Alixe? ¿Hay esperanzas de convertirla en mujer?
A Merrick no le gustó el tono de Ashe y sintió la irrefrenable necesidad de defender a Alixe.
—Es una mujer muy decente cuando llegas a conocerla, y tienes que entender lo difícil que es su situación. Su padre la obliga a casarse. Ella no lo ha elegido. La verdad es que admiro su fortaleza ante la adversidad.
Ashe se inclinó hacia delante con interés.
—¿Te estás escuchando, Merrick? Hablas como si esto fuera una obra de teatro. ¿Su padre la obliga a casarse? Todos nos vemos obligados a casarnos cuando llega el momento. Es el precio por haber nacido en la nobleza. Tú y yo somos afortunados al ser segundogénitos. Podemos librarnos del matrimonio mientras nuestros hermanos mayores sigan vivos. Pero el destino de lady Alixe quedó sellado desde su nacimiento, y si no tienes cuidado acabará casándose contigo —hizo una breve pausa—. A menos que sea eso lo que estés buscando… Casarse con ella tendría muchas ventajas, desde luego. Sería la solución a tus problemas económicos.
—Yo no tengo problemas económicos.
—Por tener, no tienes ni un penique —Ashe volvió a reírse—. Eres un viejo zorro, Merrick. Creo que te casarás con ella y que convencerás a Folkestone de que no lo habías planeado todo desde el principio.
—De eso nada —gruñó Merrick, conteniendo el impulso de estampar el puño en la perfecta mandíbula de Ashe. Alixe era una mujer llena de vida y pasión y no quería imaginársela atada a un marido al que no amara, ya fuera él o cualquier otro.
—Tú no eres su protector —repuso Ashe, arrastrando las palabras en el tono que siempre precedía a una de sus profundas declaraciones: No te engañes a ti mismo pensando que eres un caballero de reluciente armadura que lo ha hecho todo por el bien de lady Alixe. No la estás ayudando. La estás apartando de sus verdaderos deseos solo para salvar tu libertad. Si es tan inteligente como dices que es, se acabará dando cuenta. Y más te vale estar preparado para cuando eso suceda.
«Porque te odiará por ello», fue el mensaje tácito de Ashe. Merrick sacó su reloj de bolsillo y lo abrió. Alixe debía de estar en su habitación, odiándolo. Según sus cálculos, Meg ya debería de haberle enseñado su nuevo vestuario. Con esa ropa bastaría para empezar a moverse por Londres. El resto la estaría esperando a su llegada. Merrick había enviado las medidas a un modisto de Londres para que confeccionara los vestidos de gala. Los otros vestidos los había proporcionado un comerciante de telas del pueblo. El conde había pagado gustosamente la factura, y a Merrick le había encantado gastar el dinero de otra persona.
Alixe estaría despampanante con su nuevo vestuario. Pero el comentario de Ashe se le había quedado clavado como una espina. Él no era su protector. Más bien era su traidor. Gracias a sus esfuerzos iría bien vestida, y el dinero de su familia le permitiría elegir al marido adecuado, una elección que no podía permitirse rechazar por tercera vez. Merrick no quería traicionarla. Él no era un hombre malvado, pero si no la ayudaba a encontrar un buen marido tendría que casarse con ella… y eso sería muchísimo peor.
—Mira eso —murmuró Ashe, apuntando con la cabeza por encima del hombro de Merrick—. ¿Se puede saber qué has estado haciendo con lady Alixe? Parece que vas a librarte del matrimonio, después de todo…
Merrick se giró y vio a Alixe en la terraza. Se había puesto el vestido de muselina que él le había indicado a Meg y su aspecto era exquisito. El ajustado corpiño atraía la mirada a sus pechos, y el pronunciado escote de encaje recordaba al espectador que aquellos pechos pertenecían a una dama. El pelo lo llevaba elegantemente recogido en un rodete en la nuca. Todo en ella era perfecto. Estaba realmente hermosa.
Y también furiosa.