Veintiuno

ALIXE recorrió la multitud con la mirada en busca de un último milagro. El destino se había conspirado contra ella de la forma más angustiosa posible. Redfield no se había separado de ella en toda la velada. Incluso la había acompañado al aseo y la había esperado en la puerta. Alixe veía pasar inexorablemente el tiempo sin poder librarse de Redfield.

Quería golpearlo con todas sus fuerzas y acusarlo de haber frustrado sus planes, pero entonces estaría admitiendo que planeaba algo. En cualquier caso, ya era demasiado tarde. A menos que Merrick hubiera intuido su dramática situación y fuera a buscarla, y aun así sería un escándalo. No podrían escapar con la discreción que habían previsto y su familia tendría que sufrir la humillación pública.

Su padre estaba dando golpecitos en su copa para llamar la atención. Redfield la tenía agarrada por el brazo. Su madre sonreía y, al fondo del salón, se elevaba un murmullo entre los invitados. Entonces vio un destello de cabellos dorados y unos anchos hombros abriéndose camino.

Merrick.

Había ido a por ella.

Su padre carraspeó y empezó a hablar.

—Mis queridos amigos, quiero agradeceros a todos que estéis aquí esta noche para asistir a un anuncio muy especial. Por fin me complace compartir con vosotros el compromiso de mi hija con el señor Archibald Redfield, residente desde hace poco en Tailsby Manse. Hasta ahora había sido un orgullo tenerlo como vecino y a partir de ahora será un honor tenerlo también como yerno.

Los invitados aplaudieron cortésmente. Redfield se congratuló y Alixe miró desesperada a Merrick, quien se acercaba al estrado. Fue un error, porque Redfield siguió la dirección de su mirada y la apretó del brazo.

—Querida, llega demasiado tarde para reclamarte. Cualquier plan que hayáis tramado ha sido desbaratado —le susurró al oído. Ella intentó soltarse, en vano—. Compórtate y no te pongas en ridículo resistiéndote aquí arriba —se volvió hacia Merrick, quien ya había llegado al pie del estrado—. Llegas tarde, St Magnus. Demasiado tarde, dirían algunos…

Se oyeron algunas risas, pero la gente se apartó y dejó libre el espacio entre Redfield y Merrick.

Su padre también lo miró.

—¿Cómo te atreves a venir aquí?

—He venido para oponerme a este compromiso —declaró Merrick con una voz tan alta y clara que acalló los murmullos a sus espaldas—. Si le pregunta a la dama en cuestión, descubrirá que prefiere a otro hombre —extendió el brazo hasta casi tocarla y la miró con ojos ardientes—. Ven conmigo, Alixe.

—Vete con este sinvergüenza, Alixe, y no verás ni un penique de tu dote —la amenazó Folkestone. Los abanicos se agitaban frenéticamente. Ni siquiera una obra teatral en Drury Lane podría ser más dramática—. ¿Qué dices, St Magnus? ¿La sigues queriendo ahora que no tiene nada?

Merrick miró fijamente a Alixe, sin retirar la mano que le tendía.

—La quiero y siempre la querré.

Alixe dio un paso adelante. Solo quería estar con Merrick y le daba igual el escándalo. Le importaba un bledo lo que pensaran de ella. Merrick había ido a buscarla y había declarado su afecto delante de toda aquella gente.

Pero Redfield no la soltó. Tiró de ella y la retuvo fuertemente contra su pecho. Alixe ahogó un gemido al sentir el frío del acero en la garganta. Redfield tenía un cuchillo… Los espectadores de la primera fila gritaron de horror, y Alixe oyó vagamente el intento de su padre por razonar con él.

—¿Se puede saber qué haces, Redfield? ¿Es qué te has vuelto loco?

Fue Merrick quien respondió.

—No está loco, está desesperado. Sabe que si pierde a Alixe no podrá pagar sus deudas —agitó una hoja de papel—. Archibald Redfield es solo uno de los muchos nombres que ha utilizado. Antes fue Henry Arthur, buscado por estafar a tres viudas de Herefordshire y dos damas mayores de York.

Redfield apretó aún más a Alixe y se estremeció.

—No hagas ninguna tontería, St Magnus, o le cortó el cuello y los dos saldremos perdiendo.

La hizo bajar los escalones, usándola como escudo, y se dirigió hacia la puerta del jardín. Desde allí podría alcanzar fácilmente la calle y alejarse sin que nadie pudiera impedirlo. Alixe se debatió e intentó zafarse, pero no le sirvió de nada.

—En cuanto a ti, deja de resistirse si quieres seguir con vida —le advirtió Redfield.

Alixe sintió el hilillo de sangre que le resbalaba por el cuello. Sus esfuerzos por liberarse habían provocado que el cuchillo la cortara. Redfield hablaba en serio. Había pasado de ser un patético cazafortunas a convertirse en un monstruo frío y letal.

 

 

 

Lo que iba a ser una huida se había convertido en un rescate, o más concretamente, un rescate malogrado. El caos reinaba en el salón de baile una vez que Redfield salió por la puerta. La gente corría de un lado para otro, impidiendo que Merrick pudiera perseguir a Redfield.

—¡Jamie! —gritó para hacerse oír sobre el revuelo—. No podemos dejar que salga de aquí —recordó, con una mezcla de miedo y esperanza, que su coche estaba aparcado en la calle. El cochero de Ashe sería un valioso aliado, pero no quería que Redfield encontrara el carruaje y desapareciera con Alixe.

Jamie asintió y los dos se abrieron camino entre la muchedumbre. Otros se unieron a ellos en la persecución.

El temor por Alixe lo avivaba. Aquella noche Redfield había mostrado su verdadero rostro y ya nunca podría codearse con la nobleza. Pero aún podría conseguir un rescate si lograba huir con Alixe.

Llegaron a los escalones de la terraza y Merrick vio un destello de luz. El vestido de Alixe.

—¡Allí! —le gritó a Jamie, y se agachó rápidamente para sacar sus armas. Algunos hombres llevaban un cuchillo en la bota. Merrick siempre llevaba dos, uno en cada bota, por si tenía que enfrentarse a algún marido celoso o algún mal perdedor a las cartas.

Se alegró de llevarlos. Lo seguían veinte hombres, al menos, pero no importaba cuántos fueran. La duda era quién moriría primero, no cuántos. Y Merrick no creía que nadie más lo entendiera.

Redfield había alcanzado la verja, pero su huida se vio ralentizada por tener que abrir la puerta sin soltar a Alixe. Merrick arrojó su primer cuchillo con una puntería certera. La hoja pasó silbando sobre el hombro de Redfield y se clavó en la verja, impidiendo abrirla.

—Estás atrapado, Redfield —se detuvo y lo mismo hicieron todos tras él. Vio la locura en los ojos de Redfield y el pánico en los de Alixe. Solo por asustarla se merecía morir. Pero entonces vio la sangre que manaba del cuello de Alixe y él mismo enloqueció de ira. No bastaría con matar a aquella alimaña. Apretó el segundo cuchillo y se obligó a conservar la cabeza fría. No podía actuar cegado por un odio asesino.

—Tú eres el que está atrapado —se mofó Redfield—. Mi libertad a cambio de su vida. Es el único trato que te ofrezco. Ya la he cortado una vez… —volvió a apretar la hoja y Alixe gritó.

—Te equivocas, Redfield —Merrick pensaba a toda prisa. El hombro de Redfield era la única parte desprotegida por el cuerpo de Alixe—. Ya ves cuántos somos. No podrás salir del jardín con vida —tal vez Redfield no se hubiera percatado aún de cuántos hombres lo seguían.

—Ella morirá la primera —replicó Redfield—. O quizá seas tú. ¿Quieres apostar? —la expresión de Redfield cambió ligeramente y Merrick apenas tuvo tiempo de reaccionar. Redfield apartó a Alixe de un empujón y lanzó el cuchillo hacia Merrick, cuya respuesta fue igualmente rápida y certera.

La hoja de Merrick impactó en el cuerpo de Redfield, y el cuchillo de Redfield se le clavó en el costado derecho. Oyó a Alixe gritar su nombre y cayó de rodillas. Lo último que supo antes de perder el conocimiento fue que Alixe estaba a salvo.

 

 

 

Durante la semana siguiente la casa de los Folkestone fue un hervidero de actividad a pesar de las severas órdenes del médico. Había impuesto calma y reposo, pero todo Londres aguardaba con la respiración contenida para ver si su último héroe lograba sobrevivir.

El cuchillo de Redfield se había clavado peligrosamente cerca de un pulmón y le había hecho perder muchísima sangre. Alixe se hizo inmediatamente cargo de la situación. Ordenó que lo llevaran a la casa y que lo metieran en el mejor dormitorio, aunque su madre temía que las sábanas se echarían a perder para siempre. Se quedó junto a él mientras el médico lo atendía y no se separó de su lado más que para descansar un poco e informar a las visitas que abarrotaban los salones.

Ashe Bedevere tampoco se movió de la casa, aunque se quedó en el salón jugando interminables partidas de ajedrez con Jamie. El conde aún no se explicaba cómo nadie había sospechado las verdaderas intenciones de Redfield. Otra presencia constante fue la de Martin St Magnus. Se pasaba las horas leyendo, pero levantaba la mirada con ansiedad cada vez que ella entraba en la sala. Estaba cansado e intranquilo, como todos los demás. Alixe no le había perdonado el desdén con que trató a Merrick en casa de los Couthwald, pero se veía que estaba sinceramente preocupado por su hermano y ella lamentaba no poder darle buenas noticias. El estado de Merrick no mejoraba y permanecía inconsciente salvo por unos escasos e impredecibles segundos de lucidez.

Alixe estaba agotada por los continuos cuidados que le dedicaba. Muchos se ofrecían a ayudarla y a veces aceptaba la ayuda, pero casi siempre insistía en ser ella quien lo cuidara. Merrick había estado a punto de morir por ella. Aún podía morir, y Alixe no podría pedirle una prueba mayor de fidelidad. Se había enfrentado a Redfield en el jardín, conociendo el riesgo mortal, y en ningún momento había dudado lo que hacía ni por qué lo hacía.

Y mientras cuidaba su cuerpo inconsciente, supo que nunca había sido consciente de los sentimientos de Merrick hacia ella. Tan absorta había estado con sus propias emociones que no las vio reflejadas en Merrick. Él la amaba. La amaba de verdad, y cuando más lo pensaba con más certeza lo sentía.

«No puedes morirte ahora, Merrick», suplicaba en silencio noche y día. Pero debía prepararse para lo peor. El médico les había dicho que si Merrick no recuperaba pronto la consciencia no sería la herida la causa de su muerte, sino la desnutrición. Llevaba cinco días sin ingerir alimento. A pesar de los denodados esfuerzos por alimentarlo, solo podían hacerle tragar caldo y agua a través de sus labios inertes.

 

 

 

Un día llegó el médico, volvió por la noche, le cambió el vendaje a Merrick y sacudió la cabeza al levantarse.

—Está en las últimas. Su pulso es mucho más débil que esta mañana —le puso una mano compasiva a Alixe en el hombro—. Si se despierta, deben estar preparados para despedirse.

No, no era posible. No podía morirse. No cuando los dos se amaban. No con un amor por explorar y una vida entera aguardándolos. No cuando había un hijo en camino…

Cerró la puerta sin hacer ruido, pero con determinación. Llevaba queriendo hacer eso toda la semana, pero la decencia no se lo permitía. Se acostó en la cama, junto al costado sano de Merrick, apoyó con cuidado la cabeza en su hombro y cerró los ojos. Se imaginó que estaban en St Eanswythe, yaciendo bajo los árboles, y que él estaba despierto y lleno de vitalidad y pasión.

Dejó que las lágrimas resbalaran por sus mejillas y cayeran sobre el pecho desnudo de Merrick. Él la había cambiado, y había sido para mejor. Muchas veces habían hablado de la redención de Merrick, pero nunca de la suya. Él la había rescatado de la soledad y le había enseñado, fuera o no su intención, el poder de transformación del amor. Muchos podrían decir que era St Magnus el que había cambiado, pero en el fondo ella sabía que había sido al revés. Y ojalá pudiera decírselo…

Maldito fuera. ¿Cómo se atrevía a abandonarla?, se preguntó por milésima vez. ¿Cómo se atrevía…? ¿Cómo se atrevía…? La frustración y la furia se apoderaron de ella e hizo algo impensable.

Le dio un puntapié.

—¡Ay! Otra vez.. dándome… patadas… —se quejó una voz débil.

Alixe chilló y se incorporó de un brinco. Después de un silencio eterno oía la respuesta que había anhelado con toda su alma. Era una respuesta gruñona, eso sí, pero una respuesta al fin y al cabo.

—¡Estás despierto! —exclamó, pero enseguida volvió a invadirla el pánico—. No puedes volver a dormirte —le prohibió frenéticamente—. El médico dice que si lo haces no volverás a despertarte —le puso una mano en el cuello como había visto hacer al médico. El pulso era fuerte y constante—. ¿Cómo te sientes? —sus ojos azules parecían estar más alerta que en otras ocasiones, y al tocarle la frente comprobó que no tenía fiebre.

—Hambriento —una breve respuesta era todo lo que su voz podía soportar tras el arrebato inicial.

Alixe agarró la campanilla y la hizo sonar con exagerada insistencia. No se atrevió a apartar la mirada de Merrick por temor a perderlo si pestañeaba. Pero entonces sintió el roce de su mano y bajó la vista. Su tacto le decía lo que su voz no podía expresar: «Estoy aquí, Alixe. Todo va a salir bien».

 

 

 

El estado de Merrick fue mejorando durante los siguientes días, desafiando los anteriores pronósticos del médico, y pronto pudo recibir visitas breves. Fueron a verlo Ashe, Jamie, Martin… Los dos hermanos apenas intercambiaron palabra, pero su reencuentro fue muy emotivo y Alixe se permitió albergar la esperanza de que pudieran superar sus diferencias.

Por último, fue a verlo su padre.

—Parece que te debo una disculpa —comenzó Folkestone, dejándose caer en una silla junto a la cama. Alixe nunca había visto a su padre tan cansado. Los acontecimientos lo habían consumido tanto física como mentalmente, y la actuación de Merrick lo obligaba a extraer nuevas conclusiones. Una tarea nada fácil para el conde de Folkestone.

—Te he juzgado mal. Salvaste a mi hija la vida arriesgando la tuya, y eso es algo que no se puede pasar por alto. Si sigues dispuesto a casarte con ella, tienes mi permiso.

Merrick asintió y se incorporó ligeramente en la cama.

—Quiero casarme con ella en cuanto pueda levantarme de aquí. Estoy impaciente por comenzar mi nueva vida lo antes posible.

—Bien —su padre se puso a toser, obviamente incómodo por la emotiva situación—. Os dejaré para que solucionéis los detalles.

Merrick le sonrió a Alixe y la invitó a sentarse junto a él en la cama.

—Déjame abrazarte. Es una de las pocas cosas que puedo hacer con un brazo sano.

Alixe no le hizo esperar y se regocijó al poder estar junto a él, sobre todo después de haber estado a punto de perderlo para siempre. No habían hablado de lo sucedido en el jardín y se aventuró a sacar el tema mientras lo acariciaba alrededor del pezón.

—Te has convertido en el último héroe de Londres… Todo el mundo habla sobre lo valiente que fuiste, y creo que hasta circulan unos cuantos versos por ahí. Yo estaba muerta de miedo y tú no perdiste la calma en ningún momento. Sabías lo que hacías… —hizo una pausa—. De no ser por ti, Redfield me habría matado. Estoy segura de ello. No sé qué le ocurrió aquella noche, pero sospecho que nunca estuvo muy bien de la cabeza.

Merrick la apretó con su brazo bueno.

—Yo también estaba asustado. Solo pensaba en ti, y cuando vi que estabas herida supe que eras lo único que me importaba y que debía salvarte a toda costa. Eras lo único, lo primero en mi vida por lo que merecía la pena luchar —le acarició el pelo y la miró con un brillo de sinceridad en los ojos—. Creo, Alixe Burke, que Londres se equivoca… No fui yo quien te salvó a ti. Fuiste tú quien me salvó a mí.

Alixe negó vehementemente con la cabeza.

—De eso nada. Tú me has salvado en todos los aspectos, no solo de lo que pasó en el jardín.

—Bueno… —Merrick suspiró—, en ese caso parece que estamos empatados.