Diecisiete
UNA palabra de dos letras y Merrick sería su amante. Sería una experiencia salvaje y maravillosa, y no habría vuelta atrás. Una vez podía ser perdonada como algo espontáneo, pero dos veces era deliberado. Alixe levantó las manos y se quitó las horquillas que le sujetaban el pelo.
—Sí.
Su voz fue un susurro casi inaudible, pero Merrick no necesitaba más confirmación. Ni ella tampoco. Un segundo después estaba en sus brazos, sacándole la camisa de los pantalones mientras él le subía los pliegues del vestido por los muslos. Sería una locura desnudarse en aquella biblioteca, pero no había por qué quitarse la ropa. Alixe le introdujo las manos por debajo de la camisa y las subió por su recio y musculoso torso, deleitándose con la sensación.
La boca de Merrick le abrasó el cuello y sus besos le propagaron las llamas por todo el cuerpo. Ella respondió con un gemido de desesperación y deleite. No había vuelto a encontrar su sitio desde que abandonó el calor de sus brazos, pero todo volvía a ser como antes. En aquellos momentos nada importaba, salvo colmarse con su tacto, su olor, su sabor…
—Cuánto te he echado de menos… —le confesó. Palabras simples e inapropiadas, insuficientes para hacerle ver todo lo que significaba para ella.
—Dios, Alixe —murmuró él, enredando las manos en sus cabellos y tirándole suavemente de la cabeza hacia atrás para mirarla a los ojos—. Este deseo me está matando —la levantó y apretó contra él—. Rodéame con tus piernas.
Ella lo hizo y se aferró a él con todas sus fuerzas, como si pudiera retenerlo para siempre. Merrick la pegó a la pared y sin más miramiento la hizo suya.
Una sola embestida, profunda y poderosa, y ella lo recibió hasta el fondo de su cuerpo. No pudo hacer nada salvo retorcerse de placer mientras él la penetraba una y otra vez. Pero cada embestida no hacía sino avivar la pasión que la consumía, y entre jadeos y gemidos ahogados se preguntó si alguna vez podría saciarse de él.
Solo sabía una cosa, y era que estaba perdida. Perdida e indefensa ante el placer, el deseo y Merrick.
Lo único que podía hacer era rendirse a la realidad mientras durara.
Con una última arremetida, Merrick se abandonó por entero a la locura y se vació en el interior de Alixe con un temblor que sacudió todo su ser. Aquello era lo que había buscado mientras vagaba sin rumbo entre Kent y Londres. Era aquella liberación absoluta que solo podía sentir aceptando lo que ya sabía: que amaba a Alixe.
Ella levantó el rostro de su hombro, donde había ahogado sus gritos de placer, y lo miró con una expresión soñadora y también interrogativa.
—¿Qué es esto, Merrick?
—Una locura —era la única respuesta que podía darle—. Una completa locura —no podía confesarle sus otros sentimientos, y menos cuando aún estaba recuperándose de un orgasmo glorioso—. Podríamos llevar la locura hasta el matrimonio, Alixe… —se aventuró a sugerir.
—Una opción muy apropiada dadas las circunstancias. La verdad es que estoy sorprendido, Merrick, aunque solo un poco —dijo una voz en tono sarcástico desde la puerta, que se cerró sin hacer ruido detrás del intruso—. Creía que después del incidente con Lucy habrías aprendido a cerrar la puerta con llave —la figura avanzó hasta la tenue luz de la sala.
—Tan oportuno como siempre —murmuró Merrick, sin hacer el menor intento por arreglarse la ropa.
—Y esta debe de ser la deslumbrante Alixe Burke. ¿O sería más exacto decir la deslumbrada Alixe Burke?
Merrick apretó los puños. Alguien iba a recibir una buena tunda.
Sorprendentemente, Alixe no se amedrentó.
—Lamento que su reputación no lo preceda, señor…
—Es Martin St Magnus —dijo Merrick—. Mi hermano.
—Me ha costado la misma vida seguirte el rastro… —empezó Martin, pero Merrick lo cortó.
—Hay una buena explicación —quería que Martin saliera de allí enseguida. No era el momento para una reunión familiar. Tenía muchas cosas que aclarar con Alixe.
—Si dejarás atrás los escándalos con la misma facilidad con que escapas de nuestro padre, tu vida mejoraría mucho.
—Yo no escapo de nada ni de nadie. Le dejé muy claro que no acepto órdenes suyas. Voy a donde quiero y cuando quiero.
—Por tu forma de hablar, deduzco que no crees que yo disfrute de los mismos privilegios —repuso Martin, desviando la mirada hacia Alixe—. Pero esta vez te has superado al seducir a la hija de un conde. ¿De verdad piensas casarte con esta… chica?
Merrick sintió que Alixe tensaba el cuerpo a su lado y lo invadió un instinto protector.
—Puedes insultarme todo lo que quieras, pero no te atrevas a ofender a lady Alixe.
—¿O qué? ¿Me darás una paliza igual que hiciste con Redfield en la fiesta? A ese paso no habrá quien quiera invitarte a su casa —suspiró exageradamente y se sentó en un sillón—. Aunque tampoco creo que te lluevan las invitaciones estos días… He oído que ni siquiera tienes casa propia y que compartes alojamiento con ese degenerado de Bedevere. No quiero ni imaginar las depravaciones que haréis juntos.
—No te pongas muy cómodo, Martin. Tienes que irte —Merrick dio un paso amenazador hacia delante—. Lady Alixe y yo estábamos hablando cuando nos has interrumpido.
Martin volvió a mirar a Alixe.
—Quizá debería acompañarla de nuevo al baile antes de que la situación se complique, lady Alixe. Sin suda sabrá que no puede estar sin acompañante en estas circunstancias —se levantó y le ofreció una mano—. Venga conmigo. Aléjese de esta locura mientras pueda.
Merrick esperó con un nudo en el estómago. ¿Aceptaría Alixe aquella mano? ¿Lo miraría y se daría cuenta de la imprudencia que habían cometido?
«No te vayas con él, Alixe», le suplicó en silencio.
Alixe no lo dudó un instante.
—Creo que le han pedido que se marche.
Martin asintió.
—Entiendo. Está enamorada de él… La compadezco, lady Alixe —caminó hacia la puerta y siguió hablando por encima de hombro—. He venido a buscarte porque nuestro padre quiere verte mañana a las tres. Te aconsejo que no faltes a la cita, porque creo que quiere hablar de dinero y de tierras —se detuvo en la puerta y se giró hacia ellos—. Lady Alixe, espero que sepa dónde se está metiendo. Con él solo encontrará angustia y dolor. Mi hermano no es capaz de ofrecer otra cosa, y usted sabe que le estoy diciendo la verdad —se marchó, dejando un malévolo silencio tras él.
—Esta interrupción no cambia lo que te estaba preguntando, Alixe —insistió Merrick en cuanto se quedaron solos. Tal vez Martin tuviera razón en una cosa. Una mujer del estatus de Alixe se lo pensaría dos veces antes de aceptar a un hombre como él.
Alixe le dedicó una triste sonrisa.
—¿Y yo debo decir que no importa? ¿Qué pasa con todo lo que me dijiste en Kent sobre tu incapacidad para amar? ¿Qué ha cambiado para que de repente quieras casarte y puedas ser fiel? ¿Quién eres tú, Merrick? ¿El libertino sin principios o el hombre de familia y sólidos valores?
Era lógico que Alixe Burke le exigiera una fidelidad total a su futuro marido, pero a Merrick no le gustó nada su tono frío y distante. La estaba perdiendo. Si dejaba que se fuera en aquel momento, ella no volvería a buscarlo e intentaría evitarlo igual que había hecho en la fiesta.
La agarró suavemente del brazo.
—Alixe, siempre estaré a tu disposición por si alguna vez me necesitas.
—No, Merrick. ¿Es que no lo ves? Para mí no basta con tenerte a mi disposición. Por nada del mundo querría ser un motivo de agobio o hastío para ti y que te buscaras las atenciones de otra —respiró profundamente para hacer acopio de dignidad—. No podría vivir conmigo misma sabiendo que me he vendido de una forma tan mezquina. No sé cómo tú puedes hacerlo.
A las tres en punto Merrick se presentó en la casa de su padre, una magnífica residencia palladiana de cuatro plantas en Portland Square. Hacía siete años que no ponía un pie allí, y nada parecía haber cambiado. Los inmensos jarrones de la entrada seguían llenos de flores frescas, y el suelo de mármol estaba tan impecable como siempre.
Era como entrar en un museo, todo tan pulcro y perfecto que Merrick sintió ganas de pisotear con fuerza el suelo para dejar una huella de suciedad. Pero solo sería una pequeña victoria. Un criado limpiaría inmediatamente la mancha y devolvería a la mansión su aspecto inmaculado. En la residencia St Magnus no se toleraba la menor tacha ni desorden, y por eso estaba allí Merrick. Quería liberarse para siempre del único desorden familiar en el que estaba implicado.
El mayordomo lo hizo pasar al despacho donde su padre se ocupaba de sus negocios. A Merrick no se le pasó por alto el mensaje. De «hijo» había pasado a ser un simple asunto de negocios.
Gareth St Magnus, quinto marqués de Crewe, estaba sentado tras su mesa, imponente y austera. Merrick había olvidado lo grande que era todo en aquella casa. La mesa, las sillas, los jarrones…
—Merrick, qué bien que hayas venido —su padre se levantó, le indicó que se sentara frente a la mesa, el lugar que ocuparía cualquier conocido o socio, y empujó un fajo de papeles hacia él—. Una tía abuela de tu madre te ha dejado una pequeña herencia. Parece ser que le resultabas encantador… Los papeles están en orden, aunque puedes buscarte a un abogado para que les eche un vistazo. La propiedad se encuentra cerca de Hever y solo hay una condición —un brillo desafiante apareció en los ojos de Gareth—. No puedes venderla para pagar deudas de juego y debes casarte para poder heredarla.
Merrick sintió una euforia momentánea. Era propietario… algo que jamás había soñado ser. Alixe estaría complacida.
Pero la euforia dejó rápidamente paso a la desilusión. Alixe lo había abandonado la noche anterior, después de que su hermano le hiciera ver la fría y amarga realidad.
—Puede que ahora puedas pedir la mano de esa chiquilla mimada de los Burke —los ojos del marqués, tan azules como los de Merrick, ardían de un modo extraño. A sus cincuenta años, Gareth aún conservaba un extraordinario parecido con su hijo. Merrick siempre había intentado negar sus semejanzas. No quería ser como su padre, un hombre que había sido infiel durante su matrimonio con una mujer tan buena y decente como su madre—. Sé que quieres casarte con ella. ¿Está embarazada o vas detrás de su dinero ya que no quieres gastarte el mío?
—Eso no es asunto tuyo.
—¿Te ha rechazado?
A Merrick debió de delatarlo un involuntario movimiento de sus ojos.
—Ya veo que sí… y con razón. Ella es demasiado buena para un gandul como tú. Esto es inaudito. El vividor más famoso de Londres rechazado por una mujer. ¿Estás perdiendo tus facultades, Merrick? No está siendo un año precisamente bueno para ti… He oído que no puedes pagar el alquiler y que vives con Bedevere. Qué lástima, con todo mi dinero pudriéndose en el banco…
—No pienso tocar ni un penique. No quiero tener nada que ver contigo ni nada que sea tuyo —declaró, aunque su padre ya lo sabía. Su padre lo sabía todo.
El marqués esbozó una fría sonrisa.
—Toma tu herencia y lárgate. Búscate una novia a la que no le importe que estés sin blanca. Recuerda… está muy bien acostarse con un pobre, pero no te engañes a ti mismo, Merrick. Ninguna mujer quiere quedarse con un pobre para siempre.