Cuatro
LAS fiestas en casa de una familia respetable se caracterizaban por su decencia y pundonor, pero aquella estaba siendo excesivamente decorosa. Había invitados de todas las edades y lady Folkestone había organizado un meticuloso programa de actividades, pero aunque las jóvenes eran muy guapas y las viudas y otras damas solteras gustaban de flirtear con los caballeros, todas y todos se comportaban de manera muy correcta. Al tercer día, Merrick decidió que el recato de las invitadas más jóvenes solo podía compararse a la picardía de las gemelas Greenfield. Así lo manifestó ante el grupo de caballeros que se habían reunido en la sala de billar después de que el resto se hubiera ido a la cama.
Los ocho caballeros se echaron a reír al oír sus quejas. No era que Merrick no apreciara la fiesta. Todo estaba preparado al detalle y había entretenimientos para todos los gustos. Aquel día los hombres habían podido disfrutar de la pesca en Postling y de unas partidas de billar y de cartas que permitieron a Merrick aumentar ligeramente su escaso capital. En Londres habría ganado mucho más, pero tampoco podía quejarse. La comida era excelente, y los aparadores del comedor estaban continuamente repletos de suculentas viandas y té con pastas.
En suma, Merrick estaba agradecido. Aunque allí no pudiera satisfacer sus vicios carnales sí que disfrutaba de dos ventajas muy importantes. Una, estar lejos de su padre. Y dos, reducir sus gastos al mínimo. Durante las dos siguientes semanas podía sentirse libre y afortunado.
Lo único que debía hacer a cambio era complacer a las damas fuera del dormitorio, lo cual era un precio muy pequeño a pagar. Hasta el momento había cumplido sus obligaciones a la perfección y les había brindado compañía y conversación a todas las damas presentes, desde la anciana señora Pottinger hasta la tímida joven Viola Fleetham. La única dama a la que no había podido agasajar era a la esquiva Alixe Burke, a quien solo había visto de pasada desde la primera noche. Era una auténtica lástima; le encantaría provocarla para escuchar sus mordaces réplicas.
—St Magnus, háblanos de tus escándalos en Londres —le pidió uno de los caballeros más jóvenes—. He oído que participaste hace poco en la carrera de carruajes.
—Y yo he oído que te acostaste con las gemelas Greenfield a la vez —intervino otro descarado joven—. Cuéntanos cómo fue.
—Eso no es nada comparado con lo que le pasó mientras venía hacia aquí —dijo Riordan, balanceándose por el contenido que había ingerido de su inseparable petaca. A Merrick le parecía que había bebido demasiado desde que llegaron, pero se abstuvo de decir nada para no dar la imagen de un puritano—. Cuéntales lo del lago.
Merrick lo fulminó con la mirada. Aquel hombre era peor que una vieja cotilla. Lo último que Merrick quería era hablar del lago.
—En realidad no pasó nada —dijo, intentando quitarle importancia.
—¿Cómo que no? —protestó Riordan—. No importa, si tú no lo cuentas lo haré yo —se inclinó hacia delante, con las manos en los muslos, consciente de la atención que había despertado en todos los presentes—. Nos detuvimos en un estanque para darnos un baño antes de llegar aquí.
—¿Qué estanque? —preguntó uno, antes de que lo golpearan en el hombro por zoquete.
—El que está en el límite de la finca, cerca de la granja de Richland —aclaró Riordan—. Pero lo que importa no es dónde esté el estanque, sino lo que ocurrió en el mismo… Fuimos allí, nos desnudamos y nos metimos en el agua. Estábamos chapoteando y riendo cuando de repente aparece la chica entre los árboles —hizo una pausa y le dio una palmada en la espalda a Merrick—. Nuestro amigo salió del agua y le dio el susto de su vida a la chica. Se quedó tan impresionada al ver su verga que se tropezó con un tronco y no pudo levantarse, y este buen samaritano le ofrece una mano para ayudarla. ¿Os lo imagináis? Desnudo como un recién nacido y con su miembro colgando sobre la cabeza de la chica.
La audiencia estalló en carcajadas y algunos le dieron fuertes palmadas en la espalda.
—St Magnus, eres el tipo con más suerte que he conocido —le dijo uno—. Las mujeres caen a tus pies, literalmente.
Merrick intentó reírse con ellos. En otras circunstancias lo hubiera hecho. Riordan era un gran narrador y había convertido el incidente en leyenda. Pero el hecho de que la chica en cuestión fuera la hermana de Jamie ya no le hacía tanta gracia. Más bien todo lo contrario.
Realmente las mujeres caían rendidas a sus pies y a lo que él ofrecía, pero eran mujeres que podían permitirse el lujo. Las gemelas Greenfield eran cortesanas, por amor de Dios. La clase de mujeres con las que podía tontear cuanto quisiera porque eran como él. Nunca jugaba con una mujer que no estuviera a la altura, y mucho menos la convertía en una apuesta. Las gemelas Greenfield se habían ofrecido gustosa y voluntariamente, pero Alixe Burke no había deseado protagonizar el incidente del lago. Merrick podía ser un mujeriego, pero a diferencia de su padre tenía su propio código moral y ello lo obligaba a defender a los inocentes.
—Es muy fácil seducir a las complacientes —declaró un tipo apuesto pero de mirada astuta que se mantenía al margen. Se llamaba Redfield y Merrick no le prestó atención. Siempre estaba observando a los demás con sus ojos de zorro—. ¿Qué tal si nos demuestras de lo que eres capaz? Hagamos una apuesta…
Merrick arqueó las cejas. ¿De qué manera podría retar aquel puñado de jovenzuelos a alguien como él?
—Yo apuesto por St Magnus —dijo Ashe. Sacó un monedero del chaleco y vació su contenido en la mesa—. ¿Nos repartimos las ganancias, viejo? —le propuso a Ashe con un guiño.
Merrick agradeció la muestra de apoyo, pero no la presión que conllevaba. La situación económica de Ashe no era mucho más estable que la suya. Si Ashe apostaba por él, no podría echarse atrás. Y, en honor a la verdad, no quería echarse atrás. El dinero que se acumulaba en la mesa no era un simple puñado de calderilla. Ni ganando todas las partidas de cartas de las próximas dos semanas podría conseguir una suma semejante. Con todo, una pequeña parte de su conciencia le advertía que tuviera cuidado.
Respiró hondo y clavó la mirada en el joven gallito.
—¿Qué quieres que haga?
—Bueno, ya que la fiesta es, según tus palabras, demasiado… recatada, creo que deberías conseguir un beso antes del amanecer.
—Puedes besarme a mí, St Magnus, y ganaremos la apuesta antes de la medianoche —propuso Ashe desde su rincón.
—Regla número uno, el beso ha de ser de una dama —impuso Redfield—. Nada de bajar al sótano a despertar a las criadas. Eso sería demasiado fácil —hablaba con mucha seguridad. Seguramente se pasaba el tiempo acosando a las criadas al no poder conseguir a nadie más. Todo el mundo sabía que las criadas tenían que soportar aquel tipo de abusos si deseaban conservar su empleo.
Merrick nunca se había aprovechado de una criada, y despreciaba a los hombres capaces de hacerlo.
—¿Más reglas? —preguntó tranquilamente. Ya estaba pensando en quién sería su objetivo para ganar la apuesta. La atractiva viuda Whitely, tal vez.
—Pruebas. Necesitaremos una prueba —dijo uno de los amigotes de Redfield. La apuesta había creado una división entre los jóvenes y el «viejo régimen».
—No, eso sí que no —rechazó Merrick tajantemente—. Una prueba podría incriminar a la dama en cuestión. Tendréis que aceptar mi palabra de caballero —como era de esperar, el comentario arrancó una sonora carcajada en el grupo y Redfield tuvo que ceder en aquel punto.
—Pues ya que vamos a ser tan decentes —dijo Redfield con un brillo malicioso en los ojos—, propongo que St Magnus limite sus esfuerzos a la biblioteca—. Así no tendrá que deambular por la casa ni colarse en las habitaciones.
Merrick no creía que la viuda Whitely fuese muy aficionada a la lectura, pero tampoco él lo era.
—Es más de medianoche. Dudo que haya muchas mujeres en la biblioteca a esta hora. ¿Y si me quedó allí sentado toda la noche y nadie aparece?
—En ese caso, nadie gana ni pierde —declaró Redfield, pero por su expresión debía de saber que habría alguien en la biblioteca.
A Merrick no le gustaba nada aquel tipo. Era un pedante y un imbécil que no tenía otra forma de divertirse. Pero también era obvio que lo tenía todo planeado. ¿Quizá sabía a ciencia cierta que la mujer que estuviera en la biblioteca sería inmune a sus encantos?
Pues se iba a llevar un chasco, porque Merrick estaba demasiado seguro de sus habilidades seductoras. No en vano había besado a más mujeres de las que podía contar, y hasta la fecha ninguna se había quejado. Se despidió con un gesto de gran afectación y abandonó la sala para dirigirse hacia la biblioteca.
Se la encontró vacía y a oscuras, como era lógico. Era tarde para que hubiese alguien leyendo, a menos que alguien tuviera problemas para conciliar el sueño. Encendió algunas lámparas y miró a su alrededor. Una larga mesa rectangular de lectura ocupaba el centro. Frente a una gran chimenea de mármol había un sofá y varios sillones, y otros asientos y mesas de pequeño tamaño desperdigadas junto a las amplias ventanas.
Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros. Al examinarlos por encima reconoció la mano de Jamie en la selección de los volúmenes. Jamie había despuntado en Historia cuando estudiaban en Oxford y el tema lo seguía apasionando. No como él, quien tampoco compartía el gusto de Riordan por el arte renacentista ni las aptitudes de Ashe para la música italiana. Su talento radicaba en las lenguas y la retórica.
Sacó un libro al azar y se sentó a esperar en un sillón junto a la chimenea. Había conseguido hojear las cinco primeras hojas cuando la puerta se abrió y apareció una mujer, vestida con una bata azul bajo la que se adivinaba el borde de un camisón blanco. Se giró para cerrar la puerta sin hacer ruido, mostrando una larga trenza de cabellos castaños. Quienquiera que fuese no debía estar allí, o al menos no quería que la descubrieran.
De nada le servirían sus precauciones. De un momento a otro se daría la vuelta y se llevaría una gran sorpresa al encontrarse con Merrick.
Pero entonces se giró y el sorprendido fue él.
Masculló una furiosa maldición en voz baja. La única persona a la que se le ocurría visitar la biblioteca de noche era la única persona a la que Merrick no había visto desde hacía días. Alixe Burke.
Una sospecha lo asaltó de repente. Solo llevaba unos minutos allí sentado, apenas había comenzado a leer un aburrido tratado sobre la historia de los reyes franceses y de pronto había aparecido ella. Si Merrick se hubiera entretenido por el camino tal vez habría perdido la oportunidad de encontrársela. ¿Sabría Redfield que Alixe estaría allí? Lo que había empezado como una simple apuesta adquiría una complejidad mayor.
—Así que es aquí donde te escondes —dijo Merrick con una sonrisa.
Alixe se llevó instintivamente la mano al cuello de la bata.
—¿Qué hace aquí?
—Pareces sorprendida de verme —Merrick movió el libro que tenía en la mano—. Estoy leyendo un libro sobre los reyes franceses.
—No esperaba encontrarme a nadie en la biblioteca después de medianoche —los azules ojos de Merrick la escrutaban con tal intensidad que Alixe sintió mariposas revoloteando en el estómago. Aquella mirada hacía pensar que la estaba esperando a ella… Pero no, eso era imposible. Él no sabía que la encontraría allí—. ¿Por qué no está jugando al billar con los otros hombres? —estaba sorprendida, horrorizada, desconcertada y muchas cosas más. Llevaba tres días evitándolo y sin embargo bastaban un par de minutos en su presencia para que sus pensamientos se volvieran locos e incoherentes.
Necesitaba que se fuera y la dejara en paz para poder trabajar. Le había prometido al reverendo Daniels que tendría la traducción lista para la feria del pueblo, para la que faltaban menos de dos semanas.
—Apenas te he visto desde que llegué a esta casa. Espero que no me estés evitando a propósito… —dijo Merrick mientras apoyaba las botas en la rejilla de la chimenea, dando a entender que no pensaba irse de allí. Al parecer, los reyes franceses eran más interesantes de lo que ella pensaba.
—Claro que no. ¿Por qué iba a hacerlo? —protestó Alixe, confiando en que la mentira no fuera muy evidente.
—Me alegra saberlo. Pensaba que podrías estar molesta por nuestro encuentro en el lago a pesar de mis garantías —abrió el libro y reanudó la lectura.
¿Por qué tenía que escoger precisamente aquella noche para leer en la biblioteca? Alixe lo maldijo en silencio y sopesó sus escasas opciones: ¿quedarse o marcharse? Era una pregunta absurda. El decoro la acuciaba a marcharse de allí inmediatamente. Las mujeres solteras no frecuentaban la compañía de los hombres si iban en camisón. Aunque tampoco se acercaban a un hombre desnudo en un lago, y eso ya lo había hecho…
Su carácter obstinado le impedía aceptar la derrota, y la idea de marcharse dejando su trabajo a medias le resultaba intolerable. Ningún hombre había influido jamás en sus decisiones, y St Magnus ya le había costado una tarde. No iba a dejar que le robase también una noche. Y seguro que él acabaría marchándose antes que ella.
—¿Vas a quedarte en la puerta? —le preguntó él—. No tienes de qué preocuparte. He visto vestidos más provocadores que esa bata —se lo dijo sin levantar la vista del libro, pero el desafío no podía ser más claro. La estaba retando para que se quedara.
Alixe puso una mueca. Debía de estar dando una imagen de boba, inmóvil junto a la puerta mientras se aferraba con fuerza a la bata. ¿Sería así como la veía él? ¿Como una solterona impresionable que se encogía de miedo al estar en presencia de un hombre arrebatadoramente atractivo?
La sangre le hirvió en las venas.
No era una solterona.
No tenía miedo.
Y no iba a marcharse.
Caminó hacia la larga mesa del centro y retiró una silla. Se sentó e intentó concentrarse en su trabajo, pero tendría que hacerlo mejor para ignorar a St Magnus. No había luchado con uñas y dientes por defender su libertad para luego rendirse a unos ojos azules, pero era mejor conocer sus propias debilidades antes de que las descubriera el enemigo. Aquel día en el estanque había reconocido el poderoso atractivo de St Magnus y la reacción de su cuerpo. Debía alejarse de la tentación lo más posible.
Había conseguido hacerlo con sus jóvenes pretendientes, pero ninguno le afectaba tanto como él. El ingenio y la conversación de St Magnus en la cena la habían hecho sentirse única, lo bastante hermosa para atraer a un hombre apuesto y atractivo sin que este se fijara en su dote.
Pero St Magnus era un mujeriego y un libertino, y nada bueno podría salir de él. Lo había tenido claro desde el principio.
Su concentración solo duró cinco minutos.
—¿En qué estás trabajando?
Alixe levantó la mirada de los libros y textos. Él había girado la cabeza y la estaba mirando.
—Estoy traduciendo un manuscrito medieval sobre la historia de Kent —la explicación debería de aburrirle lo suficiente para que dejara de hacer preguntas—. El vicario quiere organizar una exposición sobre la historia de la región en la feria del pueblo y este documento debe formar parte de la misma —le puso un énfasis especial a la última frase para insinuar que no apreciaba las interrupciones. Normalmente bastaba con una simple insinuación y no había necesidad de recurrir a medidas extremas. Los hombres perdían el interés con mucha facilidad, sobre todo ante un manuscrito antiguo.
Pero en aquel caso sus palabras tuvieron el efecto contrario. St Magnus descruzó sus piernas, sus larguísimas piernas, soltó el libro de los reyes franceses y se acercó a la mesa con un brillo de interés en sus ojos azules.
—¿Cómo va?
—¿El qué? —Alixe volvió a cerrarse instintivamente el cuello de la bata.
—La traducción. Supongo que el original no está en inglés moderno.
No iba bien en absoluto. El francés antiguo estaba resultando más difícil de la cuenta, sobre todo en aquellos lugares donde el manuscrito estaba deteriorado. Pero no iba a confesárselo a un hombre que le provocaba estragos en sus sentidos.
Tres días intentando evitarlo y al final se lo encontraba allí, en la biblioteca. En su biblioteca, la única habitación en toda la casa donde pensaba que estaría sola.
Pero su empeño por evitarlo tampoco había servido para atenuar la impresión que él le producía. Incluso a medianoche seguía siendo tan perfecto e imponente como lo recordaba. Sus anchos hombros, sus largas piernas, sus esbeltas caderas… Recordaba muy bien la poderosa musculatura que se ocultaba bajo su ropa. Pero nada podría compararse a sus intensos ojos azules, que la miraban como si pudieran penetrar en su interior, despojarla de su ropa y su coraza invisible y hacerla sentirse, por un momento, el centro del universo.
Tuvo que recordarse que eran muchas las mujeres que habían sido el centro de su universo. La advertencia de Jamie resonó en su cabeza. St Magnus era un buen amigo para un caballero, pero no para las hermanas de los caballeros. Alixe no tenía ninguna duda al respecto.
—A lo mejor puedo ayudarte —le sugirió él, sentándose junto a ella en el banco.
Alixe se puso en guardia al instante. Podía oler los restos de su colonia mezclados con el jabón. Era una mezcla de roble, lavanda y algo más que no lograba identificar.
—Lo dudo, a menos que conozca el francés antiguo —pretendía ser despectiva y alejarlo con una actitud arrogante. ¿Cómo se atrevía a aparecer de improviso en su vida y revolucionarlo todo? Y encima lo hacía sin darse cuenta. Era un desconocido que no sabía nada de ella. No se imaginaba lo que su mera presencia le provocaba. Lo último que Alixe necesitaba era creerse que un hombre como St Magnus la apreciaba por lo que era y no por su dote. La experiencia le había enseñado que era un camino demasiado peligroso, y decepcionante, para recorrer.
—La verdad es que se me da bastante bien —le dijo él, aumentando su estupor.
¿Aquel seductor de pelo rubio y ojos azules sabía hablar francés antiguo? Apenas se había recuperado Alixe de su asombro cuando él se quitó la chaqueta, se arremangó la camisa y se acercó a ella en el asiento, ajeno al choque de sus muslos bajo la mesa.
Ella, en cambio, fue muy consciente del contacto. Todos los nervios de su cuerpo estaban en tensión.
—El documento no es nada interesante —dijo en un último y desesperado esfuerzo por librarse de él—. Es tan solo el informe de un granjero sobre sus animales. Está especialmente obsesionado con sus cerdos.
Merrick inclinó la cabeza y la miró tan fijamente que ella se removió incómoda en el asiento.
—¿Un granjero, dices? En ese caso, lo importante no es lo que escriba, sino el hecho de que escriba.
La observación sorprendió a Alixe. Con las prisas por traducir el texto se había olvidado de situarlo en su justo contexto histórico y cultural.
—Claro —murmuró—. Un granjero que sepa escribir debe de ser algo más que un granjero o que un simple arrendatario. Seguramente era alguien que gozaba de un buen estatus social.
Merrick sonrió. Pero en esa ocasión su sonrisa era distinta, más radiante y llena de entusiasmo.
—¿De cuándo es el documento?
—Creo que de mediados del siglo XIII, alrededor de 1230.
—Posterior a la Carta Magna —murmuró Merrick, para sí mismo más que para ella—. Puede que no fuera un noble, sino un miembro de la nueva clase burguesa que hubiese amasado su propia fortuna.
—Con los cerdos —le recordó Alixe con una sonrisa.
Él se rio.
—Enséñame dónde habla de los cerdos.
Alixe le pasó las páginas correspondientes y él se puso a leerlas con el ceño fruncido, mientras iba subrayando con el dedo cada palabra. Al cabo de unos segundos se había enfrascado por completo en la lectura y Alixe casi se olvidó de que estaba trabajando en un texto antiguo con Merrick St Magnus, el mujeriego más famoso de Londres. Y aquel libertino le estaba demostrando ser algo más que un rostro atractivo y una retórica embaucadora. Era inteligente, culto, intuitivo y se interesaba por los textos antiguos… Absolutamente increíble, pero así era. Alixe empezaba a entender por qué su hermano y Merrick habían hecho tan buenas migas en Oxford. Al igual que ella, a Jamie le encantaba la historia, mientras que Merrick comprendía mejor los aspectos sociológicos de la misma.
De pronto, Merrick soltó una carcajada que rompió el silencio compartido.
—Aquí no habla de sus cerdos, Alixe —los ojos le brillaban de regocijo—. Habla de su mujer.
Alixe frunció el entrecejo.
—De eso nada —protestó, señalándole una línea—. Aquí lo pone claramente. Más concretamente, «cerda».
Merrick asintió.
—Cierto, pero te olvidas de esta otra palabra… «como». Creo que lo has interpretado como «es una cerda muy gorda», pero la traducción correcta sería «está tan gorda como una cerda». Enséñame las últimas páginas. Tengo la impresión de que su mujer estaba a punto de dar a luz —leyó atentamente el resto—. ¡Sí! Definitivamente está hablando de su mujer. Echa un vistazo, Alixe —empujó la hoja hacia ella y se inclinó para examinar juntos el escrito.
—Tienes razón —admitió Alixe sin ocultar su entusiasmo—. Me preguntó si habría archivos parroquiales y si podríamos encontrarlo. Si lo hiciéramos, tal vez pudiésemos averiguar dónde estaban sus tierras y descubrir cómo acaba esta historia y si su hijo nació sin problemas —se mordió el labio al darse cuenta de que había hablado en plural—. Lo siento, me estoy dejando llevar por un exceso de celo. Lo más probable es que nunca sepamos qué fue de él.
Merrick sonrió.
—O tal vez sí. Me quedaré aquí dos semanas. Tiempo suficiente para averiguar qué le ocurrió a tu granjero —parecía estar disfrutando de verdad, como si prefiriera estar allí con ella en vez de estar jugando al billar con los otros hombres.
Alixe se miró las manos, avergonzada por las primeras impresiones que había tenido de él.
—Te pido disculpas. No imaginé que pudiera ser así.
Él le puso una mano encima de las suyas. Fue un gesto delicado y su tacto era cálido y firme. Alixe no creyó que estuviera intentando seducirla, pero de todos modos sintió una corriente de calor propagándose por el brazo.
—¿No imaginas que esto pudiera ser así… o que yo pudiera ser así? —puntualizó él en voz baja, sosteniéndole la mirada.
—Tú —respondió ella sinceramente—. No imaginé que pudieras ser así. Te había juzgado mal.
—Me alegra haberte sorprendido —repuso él. Su voz prendió el aire que los separaba, y un pensamiento fugaz cruzó la mente de Alixe.
Iba a besarla.
Fue la misma idea expresada segundos más tarde, cuando Archibald Redfield irrumpió en la biblioteca seguido por el conde de Folkestone, quien se estaba atando el cinturón de la bata mientras gritaba lo que gritaría cualquier padre si sorprendiera a su hija en una situación comprometedora.
—¿Qué significa esto?
A lo que Alixe respondió como respondería cualquier hija.
—No es lo que parece…
Sabía muy bien lo que parecía. Merrick pegado a ella, con la camisa arremangada, y ella en bata y camisón.
Archibald Redfield esbozó una sonrisa desdeñosa.
—Es exactamente lo que parece. Hace una hora, en la sala de billar, St Magnus se apostó con los caballeros a que besaría a una dama esta misma noche… Tengo testigos —añadió con gran satisfacción.
Alixe gimió débilmente. Todo había sido una apuesta… Y ella había caído en la trampa como una tonta. ¿Por qué no se había marchado de la biblioteca en cuanto lo vio allí?
—No, por favor, nada de testigos —dijo su padre, levantando una mano en un gesto autoritario. Ya se había atado el cinturón de la bata y se había hecho con el control de la situación—. Aquí todos somos hombres de honor —miró significativamente a St Magnus al decirlo—. Seguro que podemos solucionar esto de un modo tranquilo y discreto. No hay necesidad de armar un escándalo.
Alixe nunca había visto a su padre tan enfadado. Era uno de esos hombres que jamás perdía el control de sus emociones, ni siquiera en los momentos más irascibles. Pero cuando la miró y se fijó en su atuendo, Alixe vio en sus ojos algo peor que la ira. La decepción. No era, por desgracia, la primera vez que la veía. En su vida lo había decepcionado muchas veces, pero la expresión de su rostro le dijo que aquella iba a ser la última.
—Vete a tu habitación y quédate allí. Hablaremos por la mañana. En cuanto a usted, St Magnus, póngase la chaqueta y aclaremos esto ahora mismo.
Alixe miró a St Magnus, aunque no sabía qué consuelo iba a encontrar en sus ojos. Él nunca había tenido el menor interés en ella ni en su trabajo. Solo la había visto como un objetivo para ganar una estúpida apuesta. Habría besado a cualquier mujer que hubiese entrado en la biblioteca. No tenía ninguna razón para ayudarla, y, en esos momentos, estaría pensando en salvar su propio pellejo.
St Magnus se había levantado, tenía los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos entornados y ardiendo como dos ascuas azules. Su expresión era terrible, pero no se dignó a mirar a Alixe. Toda su atención estaba fija en Archibald Redfield.