Tres

DESPUÉS de aquello la cena perdió gran parte de su interés. La mujer del hacendado, sentada a la izquierda de Merrick, intentaba mantener con él una insinuante conversación, pero no era tan excitante, ni mucho menos, como discutir con lady Alixe, quien intentaba ignorarlo por todos los medios y a quien le había costado Dios y ayuda arrancarle un atisbo de sonrisa. Todo lo contrario a la esposa del hacendado, quien se deshacía en sonrisas y se reía por todo. Conquistarla no tenía el menor mérito.

El aburrimiento continuó en el brandy posterior a la cena. Merrick se pasó casi todo el tiempo intentando relacionar a la hermosa pero distante lady Alixe con la chica curiosa y locuaz del lago, y llegó a vislumbrar algunos atisbos. Lady Alixe hacía gala de un fino sentido del humor cuando le daba rienda suelta a su ingenio. Pero era obvio que no quería que la reconociera, y no le faltaban motivos. Si alguien se enterara de lo ocurrido en el lago las consecuencias serían dramáticas para ambos.

Tendría que dejárselo claro a Ashe y Riordan, aunque en realidad no le preocupaba que pudieran relacionar a la chica del lago con lady Alixe. En el lago los dos habían estado demasiado lejos para verla bien, y lady Alixe no era el tipo de mujer a la que les gustara mirar dos veces. No porque no fuese atractiva, sino por su empeño en pasar desapercibida y frenar con su lengua mordaz a cualquiera que intentara acercarse demasiado. Tampoco Merrick le habría dedicado mucha atención si no hubiera sido por el incidente en el lago.

Pero, habiéndolo hecho, quería saberlo todo sobre lady Alixe Burke y por qué había elegido aquel confinamiento rural en vez de frecuentar los salones de Londres. Tenía un gran potencial atractivo, inteligencia y el dinero de su padre. No había razón para no deslumbrar a los solteros de la aristocracia, o al menos para darles puntapiés en las espinillas.

Merrick sonrió. Un misterio… Si no había ninguna razón, entonces, por extensión lógica, había una muy buena razón por la que no estaba en Londres.

Al volver al salón localizó rápidamente a lady Alixe. Estaba justamente donde él había pensado que estaría, sentada en un sofá junto a una anciana señora a la que escuchaba con gran paciencia. Al parecer, se las daba de mujer retraída y estudiosa. ¿Qué había dicho en la cena? Que trabajaba con historiadores… Intrigante.

Se acercó al sofá y le hizo los oportunos halagos a la señora, quien seguramente solo oyó la mitad de ellos.

—Lady Alixe, ¿podría hablar con usted un momento, por favor?

—¿Qué más tiene que decirme? —le preguntó ella mientras Merrick los llevaba a mirar un cuadro en la pared del fondo.

—Creo que ambos estamos de acuerdo en que el encuentro del lago debe permanecer en secreto —le dijo él en voz baja—. No me gustaría que se fuera de la lengua, igual que a usted tampoco le gustaría que yo lo fuera contando por ahí. Los dos sabemos cuál sería la reacción social ante un escándalo semejante.

—Yo no me voy de la lengua con nadie.

—Claro que no, lady Alixe. Le pido disculpas. Confundí «irse de la lengua» con darme una patada bajo la mesa.

Ella hizo caso omiso del comentario.

—Supongo que sus amigos tampoco hablarán más de la cuenta.

—No, ninguno de ellos dirá nada —le prometió Merrick.

—En ese caso, todo está aclarado y ya no me necesita para nada más.

—¿Por qué es tan hostil, lady Alixe?

—Conozco a los hombres como usted.

Él sonrió.

—¿A qué se refiere, exactamente, con un hombre «como yo»?

—Problemas, con mayúsculas.

—Quizá se deba a que ha empezado la frase con la palabra «problemas».

—O quizá a su habilidad para poner en una situación comprometida a toda mujer que se acerque lo suficiente. Sé reconocer a un libertino cuando lo veo, señor.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo puede reconocerlo? Oh, perdón, olvidaba que había visto el David… Bueno, pues para su información le diré que yo también conozco a las mujeres como usted. Cree que no necesita a los hombres, pero eso es porque aún no ha conocido al adecuado.

—¿Cómo se atreve a hablarme así? Usted no es un caballero.

Merrick se rio.

—No, no lo soy. Debería haber prestado más atención, lady Alixe. ¿No le enseñaron en la escuela a reconocer a un caballero por su ropa?

Ella apretó la mandíbula.

—En eso, milord, he de admitir que está en franca desventaja —se giró sobre sus talones y se alejó muy digna hacia el carrito del té.

 

 

 

Desde un rincón del salón, Archibald Redfield presenciaba el encendido intercambio entre St Magnus y Alixe Burke. Era la segunda conversación que habían mantenido aquella velada. No podía oír lo que decían, pero St Magnus se reía y Alixe Burke estaba colorada al alejarse. Aquello no era ninguna novedad. En su opinión, Alixe Burke era una arpía. A él no le gustaban mucho las mujeres de lengua viperina, a menos que fueran ricas o supieran usar la lengua de otra manera.

Por suerte, Alixe Burke era rica y podría hacerle olvidar sus defectos.

Redfield tamborileó con los dedos en el brazo del sillón mientras reflexionaba. Las cosas no habían empezado muy bien. Había asistido a aquella aburrida fiesta solamente para intentar ganarse la simpatía de Alixe Burke, quien meses antes había frenado sus avances.

Por eso había procurado llegar a la casa antes que el resto, solo para descubrir que ella había salido y que nadie sabía dónde estaba. No había vuelto a aparecer hasta la cena, se había sentado demasiado lejos de él, y luego aquel libertino de Londres intentaba arrebatársela…

No podía tolerarlo. Él había elegido específicamente a Alixe Burke después de buscar por todo Londres a las herederas olvidadas y a las solteronas ricas. En otras palabras, mujeres poco agraciadas a las que sus familias querían casar desesperadamente o aquellas más fácilmente impresionables. Fue entonces cuando oyó hablar de Alixe Burke a un vizconde al que ella había rechazado. No se la había vuelto a ver por la ciudad, de modo que él había ido hasta ella fingiendo ser un perfecto caballero. Incluso se compró una vieja casa parroquial en la zona para darle más credibilidad a su papel. Después de tantos esfuerzos no iba a renunciar a su objetivo por un segundón que no se merecía el título de lord más que el propio Redfield.

St Magnus… ¿Dónde había oído aquel nombre? Ah, sí, el hijo del marqués de Crewe. Siempre en medio de algún escándalo, como el que había protagonizado recientemente con las gemelas Greenfield.

Tal vez pudiera aprovecharse del carácter libertino y disoluto de Merrick. Vigilaría todos sus movimientos y esperaría la oportunidad para actuar.

 

 

 

Alixe no perdió la primera ocasión que se le presentó para retirarse.

En la intimidad de sus aposentos, se quitó las horquillas del pelo y sacudió la cabeza con un suspiro de alivio para soltarse la melena.

La velada había estado bastante bien, sobre todo si tenía en cuenta que en aquella ocasión había conseguido conservar la dignidad y compostura en su presencia. Darle un puntapié en la espinilla quizá no hubiera sido la idea más sensata, pero al menos había resistido hasta el final de la cena sentada a su lado sin quedar como una tonta ante su ingeniosa palabrería. No había sido la velada ideal, ni muchísimo menos, pero podría haber sido mucho peor. En una velada ideal él no habría aparecido, y en una velada horrible… No, mejor no pensar en ello. Al fin y al cabo, él no había hecho público el encuentro en el lago y le había jurado guardar el secreto.

Su secreto estaba a salvo con él… por desgracia. Si la verdad salía a la luz, él tendría que casarse con ella, y Merrick St Magnus no quería una esposa como ella. Seguramente buscaba una mujer hermosa, con estilo y que dijera cosas sofisticadas.

Le sonrió sensualmente a su imagen en el espejo, una sonrisa que jamás se atrevería a esbozar en público, y se bajó un poco el corpiño del vestido.

—St Magnus, es usted… No lo había reconocido con ropa —ladeó la cabeza y bajó la voz a un susurro—. Empezaba a dudar que usara ropa… —una mujer sofisticada le pasaría una uña por el pecho, lo miraría con ojos cargados de deseo y él sabría exactamente lo que le estaba pidiendo. Y se lo daría. Un cuerpo como el suyo no prometía placer en vano. Mientras que ella solo sería aquella mujer atrevida y sofisticada en la soledad de su habitación.

Volvió a subirse el corpiño e hizo sonar la campanilla para llamar a la criada. Era hora de poner las fantasías a dormir, entre otras cosas. Y St Magnus solo era una fantasía.

Sabía lo que para la sociedad era un matrimonio ideal. Era lo que buscaban sus mediocres pretendientes cuando intentaban cortejarla: una alianza con una familia de impecable linaje, una dote respetable y unos buenos pechos. Nadie se había esforzado aún en mirar más allá, y ella tampoco iba a facilitarlo. Había visto lo que la realidad podía deparar y prefería encerrarse con su trabajo en una casa de campo antes que verse atrapada en una relación desgraciada.

La doncella entró en la habitación y la ayudó a desvestirse, le cepilló el pelo y la arropó en la cama. Era la misma rutina de cada noche y seguiría siendo igual el resto de su vida. Alixe se acurrucó bajo las mantas y cerró los ojos, pero los intensos ojos azules de Merrick St Magnus seguían bailando en su cabeza y una pregunta dominaba sus pensamientos:

—¿Por qué no podría ser algo más que una fantasía?

 

 

 

Al cabo de media hora dando vueltas en la cama, se levantó y se puso una bata. Si no podía dormir, al menos podría aprovechar el tiempo para hacer el trabajo que debería haber hecho aquella tarde. Iría a la biblioteca y se pondría a trabajar en su manuscrito hasta que le entrara sueño. Y al día siguiente evitaría a St Magnus a toda costa. Un hombre como él solo podía acarrearle problemas. Las mujeres no querían resistirse a sus encantos y ella no era tan arrogante para pensar que en su caso sería distinto.

Que Dios ayudara a las pobres incautas que se enamoraran de él…

 

 

 

Durante los siguientes días consiguió evitar a Merrick St Magnus casi por completo. Solo bajaba al salón después de que los hombres hubieran salido a alguna excursión mientras las mujeres se quedaban leyendo el correo y haciendo bordados. En la cena se sentaba tan lejos de él como le era posible, y después se retiraba tan pronto como permitía la cortesía y pasaba las veladas en la biblioteca, para consternación de su hermano.

Pero a pesar de todas sus precauciones no conseguía abstraerse de su presencia, y durante la cena no podía evitar mirarlo de reojo. Era imposible no fijarse en él. Cuando St Magnus estaba presente se convertía en el centro de la sala, como un sol dorado alrededor del cual giraba el resto. Lo oía reírse en los salones, siempre contando la ocurrencia más ingeniosa. Si ella estaba leyendo en el balcón, él estaba en el césped jugando a los bolos con Jamie. Si ella estaba tocando el piano por la noche, él estaba jugando a las cartas en una mesa cercana y embelesando a las damas de más edad. Pronto fue evidente que el único refugio era la biblioteca, la única sala que él no tenía interés en visitar.

Mejor así… Una chica necesitaba tiempo para ella sola.