17 de abril de 2096:

Mañana

Esto no cambia nada —dijo Eberly, tenso, sentado en la silla que tenía frente a la mesa.

Eduoard Urbain, sentado en el otro lado, sonreía con frialdad.

—Au contraire. Creo que esto lo cambia todo.

—No pueden impedir que explotemos los yacimientos de los anillos. Y recuerde, usted dio su aprobación. Tengo su firma.

—Eso fue un chantaje, y usted lo sabe —repuso Urbain—. Puedo retirarle mi aval ahora que Wunderly ha demostrado que los anillos alojan una vida autóctona.

— ¿Y qué más da? —saltó Eberly—. Aun así, podemos explotar los yacimientos, si se nos antoja.

—No podemos, a no ser que la aia lo apruebe. Y teniendo en cuenta que las universidades al completo propenden a rechazar cualquier tipo de explotación, la aia no lo aprobará.

Eberly unió las puntas de los dedos frente a su rostro, dejando que hablase el silencio. Sabía que marcarse un farol era una parte importante de la política, pero también sabía que uno debía estar preparado para respaldar un farol con una acción, por si tal cosa era necesaria.

—No me importa lo que el ciu o la aia o cualquier pandilla de burócratas de la Tierra digan. Explotaremos los yacimientos de los anillos, con o sin su consentimiento.

—Le detendrán.

— ¿Y cómo lo harán? Su jurisdicción no se extiende hasta nosotros.

—La jurisdicción de la aia abarca todo el sistema solar —replicó Urbain—. Selene y los demás asentamientos lunares, los mineros de los asteroides, todas las estaciones de investigación emplazadas en Marte, Júpiter y Venus, incluso el proyecto Yamagata de energía solar que hay en Mercurio, reconocen la autoridad de la aia.

—Ah —repuso Eberly, apuntando con su dedo índice como si se tratara de una pistola—. Así que reconocen la autoridad de la aia. La han aceptado. Nosotros no.

—Quizá oficialmente no, pero eso no es más que una cuestión de forma.

Eberly se inclinó hacia delante en su silla, sintiendo crecer la excitación en su interior. Sí, se dijo a sí mismo. Podría hacerlo. Me seguirían. Puedo hacer que la gente de este hábitat me siga hasta donde les lleve y me respeten por mi valeroso liderazgo.

Malinterpretando su silencio, Urbain prosiguió:

—Así que ya ve, la aia deberá…

— ¡Al infierno la aia! —exclamó Eberly—. Lo someteré a votación. Haré un referendo. La gente votará su rechazo a la aia. Votará por la independencia a cualquier vestigio que sugiera el dominio de la Tierra.

Urbain palideció:

—Entonces la aia no tendrá otro recurso que el de enviar sus tropas hasta aquí para obligarnos a obedecer sus dictados.

— ¿Ah, sí? ¿De veras cree que se arriesgarían a empezar una guerra?

— ¿Acaso los combatiría? ¿Con qué?

—Con todas las armas que podamos construir o conseguir —respondió Eberly, ya viéndose a sí mismo guiando a su gente, arengando a sus tropas—. Y recuerde, este hábitat es mucho más férreo que cualquier nave que la aia quisiera enviar. Podríamos hacerles más daño a ellos del que ellos pudieran hacernos a nosotros.

—Está loco —susurró Urbain.

Eberly se rio de él.

—Estoy seguro de que nada de esto desembocaría en una verdadera contienda. Esos gusanos de la Tierra tratarían en primer lugar de negociar con nosotros. Y permitiré que lo hagan. Pasaré meses encenagado en discusiones y reuniones con los burócratas de la aia. Hablaré y hablarán durante meses, y meses…

—Pero al final…

—Y en tanto estamos envueltos en esas negociaciones tan educadas, habremos empezado la explotación de los anillos. Les tiraré a la cara a esos gusanos de la Tierra un hecho consumado. Explotaremos los anillos y ellos no podrán hacer nada para detenernos.

— ¡Pero matará una forma de vida alienígena! —rogó Urbain—. ¡Eso va contra todo aquello que defendemos! ¡Todo aquello en lo que creemos!

—Quizá sea aquello en lo que ustedes, los científicos, creen. Pero tengo la impresión de que aun varios de los científicos presentes en su equipo no se quejarían mucho si pudieran enriquecerse por el mero hecho de explotar los yacimientos de los anillos. La gente cree en su propio bienestar; eso es lo primero y principal.

—No —respondió Urbain con voz débil—. Eso no es verdad.

— ¿Ah, no? —Eberly le dedicó su sonrisa más tibia—. Haré que quede libre de explotaciones una amplia sección de los anillos. Haré que la doctora Wunderly se encargue de preservar y proteger sus preciados bichitos. No hay razón para que la gente de nuestra comunidad no vaya a enriquecerse si además no se destruyen por completo a las criaturas del hielo.

Sin palabras, Urbain permaneció inmóvil frente a la mesa de Eberly.

 

Wunderly creía estar demasiado emocionada como para conciliar el sueño, pero se durmió como una roca en cuanto apoyó la cabeza en la almohada. Y despertó con una sensación de impaciencia, llena de entusiasmo y energía.

Este es el primer día del resto de tu vida, se dijo, sonriendo a la imagen que le devolvía el espejo del lavabo. Vas a convertirte en una mujer famosa, Nadia. Así que es hora de parecerlo.

Mientras se vestía, le ordenó al teléfono de la mesilla de noche que programase una cita con Kris Cardenas durante la mañana, lo más pronto posible. En cuestión de segundos, el teléfono confirmó que la doctora Cardenas la recibiría a cualquier hora antes del mediodía, en su laboratorio.

Echando una mirada al lector del reloj digital de la pantalla del teléfono, Wunderly comprobó que ya eran pasadas las nueve. Se te han pegado las sábanas, se amonestó. Luego sonrió de oreja a oreja. ¿Y qué? Me lo he ganado.

 

Negroponte también se levantó tarde. Habib aún dormía a su lado, roncando suavemente.

Nadia tenía razón, se dijo la bióloga, mientras abandonaba la cama. No le envíes señales ni esperes a que tenga que interpretarlas. Sé directa. Sé sincera.

Y sobre todo, pensó, haz que sea tuyo antes de que se te adelanten. Especialmente Nadia.

Se estaba secando con la toalla tras la ducha cuando oyó la voz de Habib desde el dormitorio:

—Tengo… tengo que irme.

—Pasa —le dijo Negroponte, entreabriendo la puerta del lavabo—. Estoy visible —añadió con una sonrisita lobuna, mientras se envolvía en la toalla de baño.

Habib ya casi se había vestido. Estaba sentado en el borde de esa cama que ambos se habían cuidado de deshacer a fondo, poniéndose sus mocasines de ante.

—No, no es eso —dijo, mientras le despuntaban los colores en las mejillas—. Tengo que irme a mi casa. Tengo una reunión con Timoshenko a las diez y debo ducharme y cambiarme y…

Negroponte se sentó en la cama, a su lado.

— ¿Te da corte?

— ¡No! —exclamó. Luego dijo:

—Bueno, sí, un poco.

—No hay por qué. Has estado muy bien.

—Y tú has estado maravillosa.

—Puedes llamar para cancelar tu cita de las diez.

—Oh, no, no puedo hacerlo. Es importante.

Negroponte sonrió y le dio una palmadita en el muslo.

—Comprendo.

Habib salió casi a la carrera del apartamento. Negroponte se levantó de la cama y regresó al lavabo, desconcertada por lo sola que de pronto se sentía.

 

Cardenas no sabía cómo darle la noticia a Wunderly, de modo que intentó ganar tiempo para ver si se le ocurría la manera de hacerlo.

— ¿Regresas a la Tierra, Nadia? —le preguntó.

Rebosante de felicidad, Wunderly sonreía a Cardenas, frente a la mesa de trabajo de esta en el laboratorio nanotecnológico. Tavalera no se encontraba a la vista; el laboratorio estaba vacío, salvo por las dos mujeres.

Asintiendo, respondió:

—Volveré con el equipo de científicos que vienen hacia aquí. Voy a hacerme famosa, Kris.

—Te lo mereces —respondió Cardenas—. Has trabajado muy duro para conseguirlo.

La sonrisa de Wunderly remitió un poco:

—Pero no puedo regresar con estas nanomáquinas que tengo dentro. No van a permitir que nadie…

—Lo sé —cortó Cardenas—. A esos terrícolas les da pavor la nanotecnología.

La expresión de Wunderly se fue tornando más seria:

—Así que —prosiguió— tendrás que quitarme estos bichos antes de que vaya a la Tierra.

Mordiéndose los labios, Cardenas decidió que la mejor manera de decírselo era rápido y a las claras, como si fuera a clavarle a alguien una aguja:

—Nadia, no tienes ninguna nanomáquina en tu interior. Nunca las tuviste.

Wunderly pareció contener el aliento.

—Lo hiciste tú sola, Nadia —continuó Cardenas—. Fuiste tú quien perdiste por ti misma todo ese peso.

La sonrisa volvió al rostro de Wunderly, más ancha que nunca.

— ¡Te lo inventaste! ¡Nunca me inyectaste las nanomáquinas!

—Eso es.

— ¡Lo hice yo sola!

—Dieta y ejercicio —dijo Cardenas—. Es algo que nunca falla.

Entrelazando los dedos alrededor del cuello de Cardenas, Wunderly exclamó:

— ¡Kris, eres maravillosa! Tú… quiero decir… ¡este es el mejor regalo que me han hecho en la vida!

—Te mentí —susurró Cardenas.

—Me diste una poción mágica. Como un hada madrina.

Cardenas asintió.

—Y tú hiciste el trabajo más difícil.

—Lo hice yo sola… —Wunderly parecía verdaderamente emocionada con aquella noticia.

—Vaya que sí.

—Entonces puedo seguir haciéndolo, cuidarme, vigilar mi peso…

—Y tendrás cada vez mejor aspecto.

— ¡Kris, te amo!

Cardenas le devolvió la sonrisa:

—Bueno, pues asegúrate de que tienes un aspecto excelente en la ceremonia del Nobel.

Titán
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