16 de febrero de 2096:
Noche
En honor a la verdad, lo cierto es que Eberly pasó varias horas luchando con su conciencia. Pero, como siempre, fue él quien ganó.
Solo, sentado entre el frugal mobiliario de su apartamento, mientras los paneles solares se oscurecían para dar paso a la noche, Eberly decidió por fin que no tenía otra opción: tengo que librarme de Holly. No puedo tenerla trabajando para mí como jefa del departamento de Recursos Humanos al mismo tiempo que se presenta como oposición en las elecciones.
Pero esto hay que hacerlo con sumo cuidado, se dijo. No puedo despedirla, sin más. Todo el mundo lo verá como un movimiento político de lo más descarado. Como una vendetta. Debo actuar con la mayor sutileza.
No se sentía del todo cómodo con aquella decisión. Personalmente, Holly le gustaba. Siempre había sido leal en el trabajo que desempeñaba para él. Pero ahora lo había dejado plantado, le había clavado un puñal en la espalda. Por supuesto, aquello era cosa de su hermana. No había tenido problemas con Holly hasta que apareció Pancho en escena. Pancho Lane era su verdadero enemigo; utilizaba a Holly como una fachada, como una víctima, como una máscara tras la que ocultaba su ambición. Y pretende mucho más que eso, se dijo Eberly. Pancho y Cardenas y esa científico, Wunderly. Están tramando algo, están cociendo algún plan a mis espaldas. Tengo que averiguar qué están haciendo.
Eberly se enderezó en su sillón reclinable y ordenó a su ordenador que tomase notas. Una de las pantallas inteligentes se iluminó, y mientras Eberly hablaba, las palabras aparecieron impresas en una de las pantallas murales. Eberly dictó, corrigió y reescribió su memorando hasta que se sintió del todo satisfecho con él:
Por el bien de un gobierno eficiente, y respetando las reglas del juego, por la presente eximo a Holly Lane de mantener su puesto como directora del departamento de Recursos Humanos. Su decisión de presentarse como candidato al cargo de administrador jefe requerirá de todas sus energías durante el tiempo en que se prolongue la campaña electoral, y sería injusto exigirle que además cumpla con sus obligaciones en el departamento de Recursos Humanos mientras, al mismo tiempo, emprende su campaña política. De modo que nombro al subdirector de Recursos Humanos nuevo director principal de dicho departamento, para que asuma tanto el título como las responsabilidades que su cargo conlleva. Habrá quien ponga en duda tanto la lealtad como el buen hacer de la señorita Lane, pero, por mi parte, solo me cabe aplaudir su decisión de oponer una reñida lucha por el puesto desde el cual he servido a la gente de este hábitat durante sus primeros y muy cruciales meses.
Eberly revisó su redacción una última vez, y después asintió, satisfecho. Se lo enviaré a Berkowitz a medianoche para que pueda emitirlo en las noticias de la mañana. Voy a hacer un gran discurso mañana por la noche; será la guinda del pastel.
Contento con su trabajo, Eberly se levantó y se dirigió a la cafetería. Allí comía más gente que en los dos restaurantes del hábitat. Había más manos que estrechar, más votantes a los que sonreír. Que me vean como uno más, comiendo donde ellos comen, compartiendo su estilo de vida.
Mientras avanzaba por el pasillo, sonriendo y asintiendo a la gente con la que se encontraba en el camino, elaboró una nota mental para recordarse que debía enviar a Holly una copia del memorando. Mañana, pensó, después de que los informativos de la mañana hagan saltar la noticia. Junto con la orden de que abandone su cargo al momento.
Urbain estaba tenso, sentado ante la consola principal del centro de control de la misión. Once ingenieros se encorvaban sobre otras tantas consolas, cada una de las cuales mostraba imágenes, en un color ficticio, de la vista de Titán que enviaban las cámaras infrarrojas de uno de los satélites.
A la memoria central de Alpha solo le quedan unos días de almacenamiento, se dijo Urbain por milésima vez. Debemos encontrarla antes de que entre en el modo de suspensión.
Pero aun con once satélites peinando a órbitas polares el suelo de Titán, envuelto, por lo demás, en aquellas nubes tóxicas, encontrar a Alpha estaba demostrando ser una labor más dura de lo que había imaginado. En teoría, las cámaras infrarrojas de los satélites permitían una resolución de cinco metros, lo que hubiera sido más que suficiente para encontrar aquel vehículo errante. Pero hasta la fecha no había ni rastro de Alpha.
El equipo especial al que Urbain había asignado la reconstrucción de una vista tridimensional de la superficie de Titán tenía previsto presentarle el trabajo durante la mañana. ¡Bah!, se dijo a sí mismo, apartando de un empujón la silla rodante de la consola. No puedo esperar. El tiempo pasa volando.
Se dirigió apresuradamente a su oficina y llamó al equipo de vigilancia. El teléfono del ordenador comprobó que se encontraban en un pequeño taller del hábitat, a mitad de camino desde la oficina de Urbain.
—Doctor Urbain —dijo Da’ud Habib, visiblemente sorprendido. En la pantalla del teléfono, su rostro alargado y de ojos oscuros parecía más delgado de lo que Urbain lo recordaba, casi hasta demacrado. La rala barbita que festoneaba su mandíbula era ahora más espesa, como si no se la hubiera arreglado en varias semanas.
—Doctor Habib —replicó Urbain, no menos sorprendido—. ¿Qué está haciendo con el equipo de vigilancia?
—Les estoy ayudando con la interfaz de los ordenadores, señor. Necesitan que les eche una mano con…
—Da igual —le interrumpió Urbain, impaciente—. Necesito ya mismo el informe del equipo.
— ¿Ahora? —preguntó Habib. Tras él aparecieron otros rostros, apiñándose en la pantalla, hombres y mujeres, todos ellos con aspecto cansado, ojerosos y con el cabello alborotado.
—Estamos dejándonos el pellejo para hacer la presentación de mañana —dijo uno de los hombres.
—Hemos convertido esto en una pensión nocturna —añadió una mujer, que parecía irritada al retirarse el cabello de la cara.
—Lo entiendo y agradezco que estén trabajando con tanto ahínco —replicó Urbain, tratando de guardarse de que su propio enfado le asomase al rostro—. Aun así…
— ¿Por qué no viene? —sugirió la mujer.
Por un momento, Habib pareció respingar, y luego asintió:
—Sí. Eso sería lo mejor, señor. Que venga al laboratorio.
Urbain sopesó la idea durante cinco segundos. Luego respondió.
—Muy bien. Lo haré. —Pero al momento añadió:
—Eh… ¿El laboratorio ese dónde está?
Pancho soltó el arnés de seguridad y se incorporó, todavía rígida, de la silla del simulador. Por un instante, las pantallas tridimensionales que cubrían las paredes de aquel estrecho y recoleto compartimento parpadearon hasta quedar en negro. Pancho se agachó para pasar por la escotilla e ingresó en la cámara de control del simulador, donde Wanamaker se ocupaba de cerrar los sistemas informáticos que ejecutaban la simulación.
Estirándose cuan larga era y levantando los brazos por encima de la cabeza, Pancho sintió el crujido de sus vértebras:
—Ocho horas —dijo Wanamaker, masajeándole los hombros—. Has hecho la simulación de una misión completa.
— ¿Qué tal lo he hecho?
Wanamaker señaló con la cabeza hacia la hilera de consolas:
—Los ordenadores dicen que lo has hecho bastante bien.
— ¿Bastante bien?
—Estuviste un poco lenta de reflejos en la secuencia de captura.
—Pero la cogí sin problemas, ¿no?
Wanamaker asintió:
—Puede hacerse mejor, Pancho. Cuando te encuentres de verdad en los anillos estarás trabajando codo con codo con una novata. No vayas a esperar mucha ayuda de ella.
—Es su vida la que pone en juego.
—Y es responsabilidad tuya sacarla de los anillos y traerla de vuelta a salvo —replicó Wanamaker.
Pancho hizo un gesto burlón.
—Como jefe eres un asco.
Sonriendo, Wanamaker replicó:
—No llegas a capitán siendo un blandengue.
Estirándose de nuevo, Pancho cambió de tono y dijo:
—Vale, marinero. ¿Me invitas a un trago?
—Te lo has ganado. Y también la cena.
Pancho le tomó de un brazo y dejó que Wanamaker la llevase hasta la puerta de la cámara de estimulación.
Pero se detuvo antes de llegar, y se volvió hacia las consolas:
—Mejor programar otra prueba completa para mañana por la mañana —dijo—. Y esta vez que Nadia esté en el circuito.
Urbain se sentía ligeramente ridículo al tener que pedalear en una electrobici el breve sendero que conducía hasta el pueblo de Delhi, pero, o bien el motor eléctrico tenía un defecto, o es que no tenía ni idea de cómo hacer que arrancase de manera apropiada. Cada vez que lo intentaba, el motor se negaba a encenderse. De modo que Urbain pedaleó todo aquel sinuoso sendero que separaba Atenas de Delhi. El pueblo apenas tenía una baja ocupación, y la mayoría de sus edificios parecían oscuros y vacíos. En el mismo instante en que se preguntaba si sería capaz de dar con el edificio que Habib le había indicado, divisó por delante de él a una joven que le hacía señas con una lámpara de mano.
Frenó y se detuvo frente a ella, y a la luz de la lámpara reconoció en sus rasgos a la mujer que le había sugerido acudir al laboratorio de Habib. Era más alta de lo que había esperado, y el cabello, de un color rubio ceniza, lo llevaba tan largo que le caía por debajo de los hombros.
—Buenas noches —saludó Urbain, jadeando ligeramente, debido a lo desacostumbrado que estaba en hacer ejercicio—. Señorita, eh…
—Negroponte —respondió—. Yolanda Negroponte. Formo parte de su equipo de geociencia desde que partimos de la Tierra.
Había sonado como un reproche, y Urbain lo sabía:
—Sí, desde luego —replicó, tratando de reponerse—. Desde luego.
—Y soy bióloga —añadió por encima del hombro, mientras le abría la puerta que daba entrada al edificio.
Urbain la siguió al interior, preguntándose por qué una bióloga habría de trabajar en el equipo de vigilancia. Enseguida comprendió que no había demasiado trabajo biológico que llevar a cabo, al menos de interés, mientras Alpha siguiera perdido y en silencio.
Tan pronto como Negroponte abrió la puerta de aquel improvisado laboratorio, Habib se precipitó a llegar hasta Urbain. Era un poco más bajo que Negroponte, y su piel unos tonos más oscura que el bronceado que lucía ella. Cerca de doce hombres y mujeres más se agruparon en torno a ellos. Urbain podía oler el hedor a comida pasada y café de recuelo. Varios recipientes de comida precocinada atestaban las mesas plegables que se alineaban contra la pared del fondo. Se dio cuenta de que tampoco él había comido desde el almuerzo, varias horas atrás.
—Me alegra mucho que haya podido reunirse con nosotros —dijo Habib, casi como si pidiera disculpas—. Sé que se trata de un trecho muy largo…
Urbain, que podía sentir cómo le corría el sudor tras el pedaleo, replicó:
—El tiempo es vital. Debemos encontrar a Alpha antes de que entre en modo de suspensión.
—O se desprenderá de la información que haya acumulado —continuó la frase otro de los científicos.
Urbain trató de no dedicarle una mirada de furia.
— ¿Qué han conseguido?
—Menos de lo que hubiéramos querido —respondió Habib.
—Pero, con todo, es algo bastante sustancioso —añadió Negroponte. Estaba junto a Habib, casi envolviéndole en un gesto protector. Era una mujer de fuerte constitución ósea y pelo lacio, de un tono dorado. Urbain se preguntó qué relación unía a ambos.
—Hemos creado un entorno tridimensional a partir de lo que los satélites han observado —dijo Habib—. Teníamos intención de pasar la noche ejecutándolo para asegurarnos de que no tuviera ningún fallo técnico.
Urbain repuso:
—Lo veré, con fallos técnicos y todo.
Asintiendo sin mucha seguridad, Habib respondió:
—Sí, señor. Si es tan amable de tomar asiento… —Señaló una silla de plástico, de aire bastante cochambroso, que había frente a la pared que estaba en blanco.
Urbain se sentó y el equipo al completo pareció revolotear de un lado a otro, manipulando los terminales acoplados a sus espaldas. Todos salvo Habib, que seguía en pie junto a Urbain, ya sentado.
La pantalla mural se iluminó y comenzó a emitir una vista de un terreno grisáceo, escarpado e irregular. Antes de que Urbain pudiera hacer algún comentario, la vista adquirió de repente la claridad y profundidad que le faltaba; se convirtió en una imagen tridimensional perfecta. Urbain afinó la mirada, pero no pudo ver las marcas de las bandas de rodamiento, ni huellas u hondonadas en la superficie.
—Ese es el lugar donde originalmente aterrizó Alpha —explicó Habib.
— ¿Está seguro? —interrogó Urbain.
—Señor, es la única cosa de la que estamos totalmente seguros.
Durante las siguientes dos horas, Urbain observó con creciente fastidio las escenas que Habib y su equipo habían adherido a través de los envíos de los satélites. Era difícil distinguir las huellas de Alpha, salvo algún breve trecho de rodaduras aquí y allá, esparcidas como al desgaire. Una de las vistas mostraba un pequeño lago helado con una diminuta montaña de hielo apilado en el centro.
—Es agua helada —explicó la voz de Negroponte.
—Y puede verse la leve señal de unas huellas en las inmediaciones del lago —dijo Habib.
— ¿Se ha hundido Alpha en ese lago? —preguntó Urbain, alarmado.
—Creemos que no —replicó Habib—. Hay otras huellas en el otro lado… ¡ah! Ahí están.
—Pero tiene que haber más huellas —exigió Urbain—. Conocemos el peso de Alpha y la resistencia del suelo. Hemos calculado la profundidad a la que se imprimirían las huellas.
Habib asintió de nuevo, pero su rostro mostraba aprensión:
—Señor, sabemos que las bandas de rodamiento de Alpha fueron diseñadas para repartir su peso y, de esa forma, impedir que se hundiera demasiado en el hielo.
—Aun así, tiene que haber dejado huellas. Es imposible que no lo haya hecho.
—Estoy de acuerdo, señor. Pero si echa un vistazo al tiempo en que han sido registradas las imágenes que le hemos mostrado, las huellas solo aparecen en las más recientes.
—O en aquellos lugares en los que el vehículo se haya hundido más profundamente en la tierra —dijo uno de los otros científicos—, como en las orillas del lago.
—No hay señal alguna de huellas en el lugar del aterrizaje original —añadió Negroponte, avanzando por la habitación, débilmente iluminada, para situarse junto a Habib.
Girándose en su silla, Urbain echó un vistazo a la pareja:
— ¿Qué está sugiriendo? ¿Que las huellas se han visto corroídas por la acción de los elementos?
—No, señor —contestó Habib, sacudiendo la cabeza—. Los índices de erosión natural serían insuficientes para corroer las huellas.
— ¿Entonces qué?
—Algo las está borrando a propósito.
— ¿Algo? —Urbain se sintió alarmado—. ¿Qué quiere decir? ¿Qué significa «algo»?
—No lo sabemos, señor. Pero alguna clase de fuerza, o agente, está borrando por su cuenta las huellas de Alpha casi al mismo tiempo en que este las deja.
—Algo vivo, quizá —añadió Negroponte, la bióloga.