28 de diciembre de 2095:

Edificio de almacenamiento

Holly condujo a Nadia Wunderly por el corredor de elevados techos del complejo de almacenamiento. A ambos lados de las dos mujeres las paredes estaban vacías, excepto por la larga serie de números que había en cada puerta, todas ellas cerradas con llave. A todo lo largo del techo, los fluorescentes iluminaban el pasillo con una luz intensa, pero para Wunderly el lugar tenía un aire polvoriento, como arenoso por el desuso, y resultaba inquietantemente tranquilo.

— ¿Y bien? ¿Con quién vas a ir a la juerga de Año Nuevo? —preguntó Holly, mientras rondaban por el pasillo.

—Con uno de los informáticos —replicó Wunderly, de buen humor—. Da’ud Habib.

Aquello impresionó a Holly:

—Es el principal responsable del equipo informático de Urbain. De la Universidad de British Columbia.

— ¿Lo conoces? —preguntó Wunderly, sorprendida.

—Solo por los archivos de recursos humanos.

—Ya.

—Es musulmán.

—Pero no es sexista —contraatacó Wunderly de inmediato—. La verdad es que es más bien un tipo muy dulce.

Avanzaron por el silencioso y polvoriento pasillo. Wunderly echó una mirada a la figura esbelta de Holly y sus largas piernas. Apuesto a que nunca en la vida ha tenido que utilizar una máquina de correr, se dijo para sí. Con todo, su propia silueta tenía mejor aspecto cada día, gracias a los nanos de Cardenas, pensó. Y se estaba suministrando inyecciones de enzimas para que su piel adquiriese un tono dorado, como hacía todo el mundo, y perder aquel aspecto blancuzco. Casi todo el mundo, advirtió. Holly no necesita enzimas: su piel ya tiene ese maravilloso color cobrizo.

—Esto es como un laberinto —murmuró Wunderly, mientras Holly caminaba a su lado con total confianza.

—Solo hay que pasar dos pasillos que se cruzan y luego doblar a la izquierda. Dos puertas más y está hecho.

Una indisimulable admiración se dibujó en los hoyuelos del rostro de Wunderly.

— ¿Lo tienes memorizado?

Holly sonrió con dulzura:

—Lo tengo todo memorizado, Nadia. El plano entero. Cada cosa y cada persona del hábitat.

— ¿Memorizado?

—Soy una renacida, Nadia. Espero que eso no te moleste.

Los ojos de Wunderly se abrieron ligeramente:

— ¿Criónica? ¿Cuánto tiempo estuviste ahí?

—Poco más de veinte años.

—Pero pensaba que los recuerdos de los renacidos prácticamente se borraban al ser revividos.

Asintiendo, Holly replicó:

—Sí. No recuerdo nada de mi antigua vida. Bueno, tal vez algo por aquí y por allá, pero no son más que memorias sueltas...

— ¿Entonces cómo es que...?

—El equipo de rehabilitación me suministró un montón de tratamientos de arn y refuerzos de memoria. No funcionaron, al menos en lo que toca a mi vida pasada, pero sin duda me dieron una memoria casi perfecta. En cuanto veo algo, lo recuerdo para siempre casi con total fidelidad.

—Memoria eidética —murmuró Wunderly.

—Así es como los psiquiatras lo llaman, sí.

Giraron en un cruce de pasillos y se detuvieron ante la segunda puerta de la izquierda.

—Aquí es —señaló Holly, con tan aplastante seguridad que Wunderly no preguntó nada—. Manny tiene la combinación —añadió, mirando el teclado numérico engastado a la puerta.

—Ya debería estar aquí —comentó Wunderly, mirando el reloj de muñeca—. Dijo a las nueve y media.

Holly sonrió:

—Seguro que se ha perdido.

Las luces del techo parpadearon una, dos veces, y luego se apagaron de golpe, dejándolas en la más absoluta oscuridad. Wunderly sintió que la respiración se le detenía en la garganta, pero antes de que ninguna de ellas pudiera decir una palabra, las luces volvieron a alumbrar por completo la estancia.

Una sombra de duda cruzó la mente de Wunderly cuando levantó la vista al techo:

—Esto no debería pasar —dijo.

 

Al margen de lo que Eberly quiera de mí, pensó Ilya Timoshenko mientras caminaba desde el edificio de su apartamento hasta las oficinas de administración, no puede ser muy urgente. En lugar de encontrarse conmigo la pasada noche, después de mi turno, ha puesto la cita para esta mañana.

Timoshenko caminaba con los hombros hundidos, la cabeza inclinada ligeramente hacia delante, acompañándose de unos andares un tanto bamboleantes, como los de los marineros de antaño. Tenía un aire fornido, agresivo, y aunque era por lo común tan tranquilo y retraído como cualquier introspectivo ingeniero, cuando bebía demasiado se volvía muy beligerante. Era más alto de lo que parecía a primera vista, y sus miembros eran largos y desgarbados. Su rostro tenía una expresión de escepticismo tan intensa que la mayoría de la gente, al conocerle, lo tomaba por un arrogante sabelotodo. Su cabello castaño oscuro era espeso y rebelde; su barbilla puntiaguda por lo común se mostraba hirsuta. Solo cuando uno miraba sus grises ojos lobunos podía ver el alma atormentada que aquel hombre era en realidad.

Silenciosas, las oficinas de administración eran una imagen de calma: burócratas sin prisa dirigiéndose a sus pausados asuntos y empleándose para ello con la menor cantidad posible de auténtico esfuerzo. Zánganos, se burló Timoshenko en silencio, mientras avanzaba por el pasillo que separaba las hileras de mesas. Hay más en la máquina del café que en sus respectivos lugares de trabajo, reparó con desdén. Al menos, solo son un puñado, comprobó. En San Petersburgo, cada oficina de Gobierno tenía verdaderos enjambres de zánganos haciendo el vago, poniendo todo de su parte para evitar herniarse. Aparte de los Discípulos Santos que iban de acá para allá entonando sus salmos para asegurarse de que nadie rompía ninguna de sus reglas morales. Trabajar duro no era una de sus reglas, gruñó Timoshenko para sí. Percibir un salario por hacer lo menos posible no quebrantaba ninguno de sus mandamientos.

Dejó atrás las mesas sin solicitar ayuda, a sabiendas de que de hacerlo le conminarían a esperar, solo por demostrarle quién mandaba allí. Sabía dónde estaba la oficina de Eberly; en ella, uno podía ver una puerta con su nombre, en la parte trasera de la colmena de zánganos.

—Señor —le llamó uno de los zánganos, una mujer—. Señor, no puede entrar ahí sin que se le anuncie. —Vestía una túnica marrón y pantalones de un color más oscuro, al igual que el resto, fueran hombres o mujeres.

Timoshenko, que vestía uno de esos monos de una pieza propios de su profesión, pasó por su lado sin inmutarse:

—Eberly me está esperando —contestó con brusquedad.

—Pero debe ser anunciado —insistió la mujer, mientras él la apartaba de un zarpazo. Los demás se quedaron donde estaban; nadie se movió para detenerle.

—No puede...

Timoshenko dio un solo golpe a la puerta y luego la abrió de par en par. Eberly, tras su mesa, pareció sorprendido por un instante, pero enseguida disimuló con una forzada sonrisa.

—Justo a tiempo —dijo—. Por favor, pasa y toma asiento.

Timoshenko se acercó al par de poco tentadoras sillas de cromo y cuero que había frente a la mesa y se sentó en una de ellas. Oyó cerrarse la puerta a su espalda. Si uno de los zánganos la había cerrado, o si el propio Eberly lo había hecho con un mando a distancia, ni lo sabía ni le importaba.

—Querías verme —respondió—. Aquí me tienes.

La sonrisa de Eberly mostró los dientes:

—Eres muy puntual.

—Soy ingeniero. En mi trabajo tratamos de ser exactos.

—Sí, ya veo.

— ¿Y bien?

—La razón por la que he pedido verte es precisamente porque eres ingeniero. Tal y como yo lo veo, ya no hay mucho que hacer en el centro de navegación.

Timoshenko gruñó:

—Por eso me he ofrecido voluntario para ayudar a la gente de Urbain. Parece ser que tampoco ahí hay mucho que hacer, salvo preguntarse qué ha ido mal con la sonda.

—De modo que no estás haciendo ningún trabajo útil.

—No hay tanto que hacer.

— ¿Acaso ocupas tu tiempo planificando la próxima campaña electoral?

Timoshenko se sintió verdaderamente sorprendido con aquello:

— ¿Las próximas elecciones? ¡No! Con una tuve bastante. Tú ganaste, yo perdí. Ese es el final de mi carrera política.

Eberly unió las yemas de los dedos frente a su rostro y examinó a Timoshenko durante unos segundos, como tratando de saber si le estaba diciendo la verdad.

— ¿No te has tomado mal lo de perder, entonces? —preguntó.

—A decir verdad, fue un alivio. Ni soy jefe, ni quiero serlo.

—Pero eres un ingeniero de enorme talento, y no estamos usando tus capacidades al máximo.

Timoshenko pensó: aquí está, la razón por la que me ha hecho venir.

— ¿Qué te parecería dirigir el departamento de Mantenimiento? —preguntó Eberly, ensanchando otra vez su sonrisa.

— ¿El de cuidadores?

—Vamos, tú sabes que el equipo de mantenimiento es el responsable de que todo funcione en el hábitat. Es una posición de importancia, mucho más importante que ocuparse de una de las consolas de Urbain.

Asintiendo con cautela, Timoshenko aceptó a regañadientes:

—La verdad es que el de mantenimiento es todo un trabajo.

—Ahora que estamos en órbita alrededor de Saturno —prosiguió Eberly—, el equipo de mantenimiento tiene la responsabilidad de conservar el fuselaje exterior del hábitat en condiciones óptimas.

—La abrasión producida por las partículas del anillo —murmuró Timoshenko.

— ¡Ah! Estás al tanto del problema.

—No es un problema tan serio. El nivel de abrasión está dentro de la escala que se calculó antes de salir de la Tierra.

—Sí, pero aun así requiere una vigilancia constante. Y reparaciones, en caso necesario.

—Te preocupa el escudo de radiación.

Eberly pareció quedarse en blanco por un instante, y luego asintió vigorosamente:

—Exacto. Si el escudo superconductor falla, nos veremos expuestos a niveles peligrosos de radiación, ¿no es así?

— ¿Peligrosos? —Timoshenko casi sonrió—. Letales, diría yo.

—Pues ya te harás una idea de lo importante que es este trabajo.

— ¿Pero no está Aaronson al cargo de Mantenimiento? Está haciendo un trabajo decente.

—El trabajo le viene demasiado grande —dijo Eberly—. A diario recibo quejas sobre fallos en la conducción eléctrica, averías mecánicas, cosas que no deberían pasar, pero pasan. No es mucho, vale, pero es irritante. Nuestro complejo tendría que funcionar mucho más engrasado de lo que lo hace.

—Para eso tienes un departamento de Mantenimiento —dictaminó Timoshenko:

—Para cuidar esos problemas.

—Lo sé, pero la responsabilidad del mantenimiento exterior e interior es demasiada para una sola persona —prosiguió Eberly—. He decidido dividir el departamento de Mantenimiento en dos grupos, interior y exterior. Y quiero que tú dirijas la sección exterior.

Timoshenko se hundió en el sillón. ¿Por qué hace esto?, se preguntó. ¿Qué pretende? No es un tipo de fiar, y no hace nada por pura bondad. Ni por el bien del hábitat, para el caso.

Pero una voz en su cabeza contraatacó: es una posición de responsabilidad. Es una labor necesaria, y lo sabes. Trozos de hielo y de roca agujerean constantemente este cascarón. Tenemos que reparar los daños que causen.

—Es mejor que estar sentado y no hacer nada —trató de persuadirle Eberly.

—Muy cierto —murmuró Timoshenko.

—Es una posición verdaderamente importante. De mucha responsabilidad. ¿Piensas que estás a la altura?

Timoshenko sintió una sacudida de ira prender en su interior. Pero lo reprimió y dijo meramente:

—Puedo hacerlo.

— ¿Lo harás, entonces?

Sintiéndose manipulado, pero sin saber por qué o cómo librarse de ello, Timoshenko se encogió profundamente de hombros y respondió:

—Vale, lo haré.

— ¡Bien! —Eberly se puso en pie de un salto y extendió su mano por encima de la mesa. Timoshenko la tomó entre sus gruesos dedos, con cuidado de no apretar demasiado.

—Se lo diré a Aaronson —remachó Eberly, sonriendo de oreja a oreja—. Se sentirá aliviado.

Otro zángano, pensó Timoshenko, mientras abandonaba la oficina de Eberly.

Al salir el ingeniero y cerrarse la puerta del despacho, Eberly pensó, feliz: eso me lo quitará de encima. Estará demasiado ocupado con el mantenimiento exterior como para molestarme, y el trabajo no es tan ingente ni tan glamuroso como para que recaiga la menor atención sobre él. Aaronson puede concentrarse en estas insignificantes pero insistentes quejas, a fin de que las cosas se clamen mientras llegan las elecciones. ¡Bien!

Al abandonar el edificio de administración y salir otra vez a la luz de la mañana, Timoshenko pensó: quizá quiere librarse de mí. Quizá piensa que allá fuera me mataré. Podría pasar.

 

Holly escuchó unos ligeros pasos en el pasillo, a la vuelta de la esquina. Debe ser Manny, pensó. Pero se detuvieron.

Asomándose al pasillo principal, vio que Gaeta echaba un vistazo a una pared mural en la que se visualizaba un mapa, al tiempo que pasaba un dedo por la pantalla.

—Manny, estamos aquí —le llamó.

Gaeta corrió hasta las dos mujeres:

—Me he perdido —admitió, avergonzado.

—A mí me hubiera pasado lo mismo —dijo Wunderly—, de no ser por la memoria fotográfica de Holly.

—Al menos me acuerdo de la combinación —suspiró Gaeta, tecleando en el panel numérico.

La puerta se entreabrió ligeramente y Gaeta la empujó hasta abrirla del todo. Las luces del techo se encendieron automáticamente en la pequeña y casi vacía habitación. Ante ellos se erguía el traje que en el exterior Gaeta había usado en muchas de sus arriesgadas proezas. Flotaba sobre los tres humanos como el monstruo de Frankenstein, como un robot inerte, enorme e intimidatorio.

—Hola, amigo —lo saludó Gaeta con dulzura, mientras se acercaba a él y le pasaba una mano por sus antebrazos de cermet, repletos de hoyuelos—. Hemos pasado por muchas cosas, este traje y yo —murmuró—. Infiernos de cosas.

—Escalaste las montañas Olimpo en Marte —dijo Wunderly.

—Y descendiste esquiando por la cara opuesta —añadió Holly—. E hiciste surf sobre el macizo de nubes de Júpiter. Y te zambulliste en las nubes de Venus.

— ¿Cuál es la hazaña más difícil entre todas las que hiciste? —le preguntó Wunderly, con los ojos brillantes.

Gaeta no titubeó ni un solo instante:

—La marcha en solitario por el Mare Imbrium. Por un momento llegué a pensar que no iba a conseguirlo.

—Y luego surcaste el anillo B de Saturno —se admiró Wunderly.

—Y luego me retiré —replicó Gaeta con firmeza.

—Como especialista.

—Pero te quedaste el traje —apuntó Holly—. ¿Por qué? Quiero decir, si de verdad te retiraste, ¿por qué no vendiste el traje al mejor postor? ¿O por qué no lo donaste al Royal Museum, o el Smithsonian, o cualquier otro sitio?

Gaeta se mordió los labios antes de responder:

—No lo sé. Supongo que por sentimentalismo. Como acabo de decir, este traje y yo hemos pasado juntos muchas cosas.

— ¿Te plantearías cruzar otra vez los anillos? —le preguntó Wunderly de sopetón, como temiéndose que si dudaba un segundo las palabras no saldrían de su boca.

Gaeta la miró fijamente:

— ¿Es de eso de lo que se trata? ¿Queréis que atraviese ese fregado de anillos otra vez?

— ¿Lo harías?

Negó con la cabeza.

—Ya lo he hecho. No hay nada nuevo en hacerlo otra vez.

—Pero no sería una prueba —dijo Wunderly—. En esta ocasión sería parte de una investigación científica.

Gaeta tomó aire y lo dejó escapar lentamente. Se había acostado con aquellas dos mujeres, y ambas lo sabían.

Por fin respondió:

—No podría aunque quisiera, Nadia. Necesitarás algo más que yo y mi traje. Fritz y el resto de mi equipo técnico han regresado a la Tierra para tratar de dar con algún nuevo individuo que haga el papel de «mascota especialista».

—Aquí tenemos técnicos —dijo Holly—. Y también ingenieros. Podríamos formarte un equipo.

Gaeta sacudió la cabeza:

—No es fácil improvisar un grupo de gente así como así. A Fritz y a mí nos llevó años asentar las cosas. Uno tiene que confiar en sus técnicos cuando se juega la vida.

—Pero es en aras de la ciencia —rogó Wunderly—. Podemos entrenar un equipo. Escogerás a quien quieras.

—No. Estoy retirado. He encontrado la vida que quiero, con la mujer que quiero. No voy a arriesgar eso.

El rostro de Nadia enrojeció y Gaeta se dio cuenta de que había cometido un error al mencionar a Kris. Voy a seguir oyendo esta cantinela, se dijo. Más y más.

Titán
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