28 de diciembre de 2095:

Desayuno

Así que vas en serio con tu guardaespaldas? —le preguntó Holly a su hermana.

Las dos mujeres se sentaban en la cocina de Holly. Esta había invitado a Pancho al desayuno y a una charla a solas. No había huevos en el hábitat, ni gallinas. La mayor parte de las proteínas procedían del pescado de las piscifactorías, fueran ranas o marisco, o de la proteína desarrollada genéticamente que los habitantes de la Goddard llamaban cariñosamente «McGlup». Holly había puesto en el microondas un plato de proteína procesada y añadió rodajas de fruta cosechadas de los huertos del hábitat.

Pancho encogió sus delgados hombros:

—Llevamos varios meses viviendo juntos. Nos llevamos realmente bien.

— ¿En la cama?

—Eso no es asunto tuyo, enana —dijo Pancho. Pero sonrió de oreja a oreja al decirlo.

Holly se tornó más seria:

—Sabes que estoy al cargo de recursos humanos, ¿verdad?

—Una posición de mucha responsabilidad.

—Si tú y Jake pensáis solicitar la residencia permanente, debo saberlo cuanto antes.

— ¿Residencia permanente? —El rostro de Pancho mostró a las claras su sorpresa—. Ni siquiera había pensado en ello.

— ¿Quieres decir que solo has venido a visitarme? —Holly se dio cuenta de que también estaba sorprendida.

—Sí. Te lo dije, ¿verdad?

—Sí, claro, pero pensé que...

—Pensaste que te estaba mintiendo por toda la cara.

—Bueno... —Holly sintió arder sus mejillas—. Vale, supongo que sí. Un poco.

Pancho bajó la vista hacia las rodajas de proteína de su plato:

—No sé, quizá sí lo hice. Un poco. La verdad es que no sé qué quiero hacer.

—Malcolm teme que consigas la ciudadanía y te presentes para ocupar su puesto.

— ¿Yo? ¡Ni por asomo! Bastante he tenido ya de sentarme tras una mesa. Ya he hecho todas las decisiones ejecutivas que haré en la vida. ¡Ni una más!

Lo dijo con tal fervor que Holly se preguntó qué ocultaba el arranque de su hermana.

—Aparte de eso —prosiguió Pancho—, quiero que conozcas a Jake. Y quiero ver más a ese chico con el que sales.

— ¿Raoul?

—Sí, Raoul. Suena como a un bailaor flamenco.

Holly sonrió.

—Es ingeniero. De Nueva Jersey.

—Raoul —repitió Pancho—. Parece un verdadero muermo, si quieres saber mi opinión.

—No te la he pedido —dijo Holly, directa—. Y no es un muermo. Es solo que... bueno, Raoul no fue uno de los primeros en llegar. Trabajaba como ingeniero en la estación de Júpiter. Se nos unió tras sufrir un accidente mientras recargaba el combustible en Júpiter, cuando se marchaba ya de aquí. Posteriormente solicitó la ciudadanía... después de los problemas que tuvimos con esos fanáticos religiosos. También le golpearon a él.

— ¿Y decidió quedarse aquí?

—Creo que lo hace por mí —dijo Holly.

—Vaya, vaya.

Tornándose más sombría, Holly confesó:

—La cuestión, Panch, es que ha perdido la oportunidad de volver a casa por mí. Y eso es mucho.

— ¿Te gusta?

Holly asintió, un tanto indecisa.

— ¿Os lleváis bien?

—Oh, sí, claro.

— ¿En la cama?

Holly levantó la barbilla:

—Como has dicho, eso no es asunto tuyo.

—Pero no tienes queja.

Una tenue sonrisa asomó a la cara de Holly:

—No me quejo.

— ¿Entonces, cuál es el problema?

—Creo que antes o después querrá volver a casa.

— ¿A Nueva Jersey?

—Es su hogar. Su familia, sus amigos, todos están allí. Los echa de menos. Estuvo en Júpiter cumpliendo con sus dos años de servicio público obligatorio.

—Así que te asusta que pueda dejarte.

—Y eso hace difícil llegar a un verdadero compromiso.

—Lo cual incrementa las posibilidades de que te deje.

—Trampa veintidós —replicó Holly, infeliz.

—Bueno, también puedes regresar a la Tierra con él.

Los ojos de Holly se abrieron de par en par:

— ¿Y dejar la Goddard? No podría hacerlo, Panch. Aquí soy alguien. Todos mis amigos están aquí.

—Y también tu familia —agregó Pancho con suavidad—. Aunque no sé cuánto tiempo me quedaré.

—Es un buen sitio, Panch —dijo Holly, con total seriedad—. Tiene todo lo que cualquiera puede desear.

—Quizá —valoró Pancho, con un ligero indicio de astucia en su voz—. Pero el sistema solar es muy grande. Hay infinidad de sitios. Han reconstruido el hábitat Ceres. Incluso lo han alargado. Y cada día que pasa encuentran algo nuevo en Marte, por todas partes.

Holly dedicó una larga mirada a su hermana, en tanto Pancho divagaba acerca de las terminales de energía solar que se estaban construyendo en Mercurio y las nuevas ciudades que se estaban levantando en el subsuelo del baqueteado regolito lunar. Reparó en que Pancho tenía auténticas ansias de conocer mundo, un anhelo de ver nuevos lugares, de viajar por todo lo largo y ancho del sistema solar. Eso era lo que la había traído a Saturno, advirtió Holly. Ella cree que es por visitarme, pero en realidad es esa ansia suya por conocer mundo.

Holly se dio cuenta de que aquello casi la aliviaba.

 

A Oswaldo Yáñez casi le supuso un gran placer el que aquel pobre tipo se hubiera machacado el dedo de manera tan dolorosa. Por lo general, sus horas de trabajo en el hospital del hábitat eran tan aburridamente tranquilas que recibía con los brazos abiertos cualquier oportunidad de practicar la medicina. La población del hábitat era en su mayoría joven; incluso la mayor parte de aquellos que empezaban a ver cómo aumentaba su edad cronológica seguían terapias de rejuvenecimiento para mantener sus cuerpos jóvenes.

Yáñez estaba pensando en hacerse él mismo una cura de rejuvenecimiento, aunque aún no había hablado a nadie de ello, ni siquiera a la que había sido su mujer durante treinta y dos años. Aún se sentía lleno de vigor, su cabello oscuro todavía se mostraba espeso y abundante, pero había ganado casi diez kilos de peso desde que se uniera al hábitat, y eso le preocupaba. Yáñez no ignoraba que aquello tenía que ver con la buena vida que se daba, pero su resolución de hacer ejercicio y seguir dieta siempre se derretía ante los platos que cocinaba su mujer.

Una vez aclaró la sangre, comprobó que el pulgar del técnico no estaba tan mal como había creído en un principio.

—Estaba trabajando en la bomba principal de agua —explicó el más joven—, en el subterráneo. Mi llave inglesa eléctrica se apagó, ¡puf!, sin más. Cuando quise saber qué le había pasado, la mierda esa se cerró de nuevo. Me pilló el pulgar con todas sus fuerzas.

—No es nada serio —le aseguró Yáñez—. Le extraeré algunas células madre de la médula, haré un cultivo con ellas y se las inyectaré de nuevo para reconstruir los tejidos dañados. Estará bien en una semana, tal vez menos.

El técnico asintió, pero siguió mascullando sobre su llave inglesa.

—No tenía que haberme puteado de esa forma —insistió—. Era como si estuviera tratando de pillarme el dedo, ¿sabe?

 

Vernon Donkman miró la pantalla de su portátil con el ceño fruncido. Esto no tendría que estar pasando, se dijo.

Donkman era el principal funcionario de finanzas de la Goddard, una posición que para los no iniciados detentaba un aire imponente hasta que descubrían que él era el único funcionario de finanzas en todo el hábitat. Aun así, la suya era una posición de responsabilidad, pese al hecho de que virtualmente cada transacción financiera entre los ciudadanos del hábitat se realizaba por vías electrónicas. Del mismo modo, el ordenador del banco se encargaba de realizar todos los enlaces financieros con la Tierra, así como con los restantes asentamientos humanos que se hallaban repartidos por todo el sistema solar.

El fruncimiento que se grababa en el rostro delgado y casi descarnado de Donkman lo inspiraba el hecho de que el sistema de contabilidad del banco central mostraba una anomalía. ¡La cuenta matriz no cuadraba! Fallaba en solo unos pocos cientos de créditos, pero no tenía que fallar en nada. Ni en un solo penique, se dijo Donkman, severo.

Sabía que el problema era bastante fácil de arreglar. Bastaba simplemente con liquidar la cantidad que no cuadraba de las cuentas internas del hábitat. Eso haría cuadrar los libros. Pero el pensamiento irritaba enormemente a Donkman. Las cuentas deberían cuadrar sin trampas. En primer lugar, era su obstinación en trabajar con total pureza lo que le había exiliado de Ámsterdam. Algún alto jerarca de los Discípulos Santos había hecho una verdadera sangría en el dinero del sistema bancario de la Iglesia. Donkman había intentado localizar al desfalcador y se encontró con que él mismo fue acusado del crimen y exiliado al hábitat Goddard.

El recuerdo de aquella injusticia le hería en lo más profundo, pero este pequeño descuadre en la cuenta del hábitat lo agravaba aún más. El monto implicado era demasiado pequeño como para que nadie lo hubiera robado deliberadamente. Era un error achacable a algún rincón del sistema de cuentas, un simple error.

Pero por más que lo buscase, Donkman no podía encontrar el origen de ese error. Por fin, la alarma de su reloj de pulsera emitió un zumbido. Con un suspiro de desazón, Donkman se apartó de la mesa y se dirigió a la clínica cosmética. Todo el mundo recibía inyecciones de enzimas para que su piel tomase un color dorado. No quería ser él el único entre sus conocidos que pareciese un idiota de tez pálida.

Titán
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