12 de abril de 2096:

Recogida en los anillos

Puedes verle en el radar? —preguntó Wanamaker, que, tenso, se encontraba junto a Pancho en la estrecha y pequeña carlinga del transbordador.

— ¿Con todos esos residuos de los anillos? La única opción que tenemos es que de pronto le sobrevenga el «efecto Doppler».

Wanamaker asintió y dio unos golpecitos en la pantalla central del panel de control. Mostraba un plano de la trayectoria de Gaeta y la ruta seguida por la nave. Las dos líneas se unían a la perfección, mucho más abajo del lugar en que se extendían los anillos.

—Esto ya no nos vale —sentenció Pancho, señalando con un dedo la pantalla—. Tenemos que recogerle mucho antes de lo que dice ahí.

—Pero eso nos conducirá al anillo —repuso Wanamaker.

—Sí. Preparémonos para un viajecito de todos los demonios, Jake.

 

Holly miraba la pantalla de Wunderly.

— ¿Pancho va a recoger a Manny más cerca del anillo? ¿No es peligroso?

A la luz que surgía de la pantalla, el rostro con forma de corazón de Wunderly parecía tan gris como la ceniza.

—Es peor que eso, Holly. El rumbo que está siguiendo en estos momentos la llevará directa al mismísimo anillo.

— ¡Pero se supone que no iba a meterse en el anillo!

—Pues lo está haciendo. De otro modo no podría recoger a Manny a tiempo. Se asfixiaría dentro de ese traje.

Por primera vez, Holly se dio cuenta de que Pancho estaba arriesgando la vida. ¡Puede morir!, se dijo Holly.

— ¿Puedo hablar con ella?

Wunderly vaciló un momento, y luego sacudió la cabeza:

—No la distraigas, Holly. Va a estar más que ocupada en menos de un minuto.

Wanamaker echó una mirada a la pantalla del radar.

— ¡Ahí! —Señaló un parpadeo borroso que se movía contra el fulgurante trasfondo—. ¡Ese debe ser él!

—Hola, Manny —le llamó Pancho desde el micrófono integrado del panel de control—. ¿Aún no has salido del anillo?

—No veo una mierda —respondió la voz de Gaeta—. El visor se ha congelado y los sensores externos están apagados. Debería haber salido, según el horario previsto.

Volviéndose a Wanamaker, Pancho le ordenó:

—Jake, haz que la cámara delantera trabaje exclusivamente para el radar y ponla en ampliación máxima.

Con un asentimiento, Wanamaker pasó los dedos sobre el teclado. La pantalla principal mostró una extensión de brillantes partículas blancas del anillo.

—Ahí —exclamó Pancho, señalando un diminuto objeto oblongo que se movía por el rango de visión—. Eso de ahí tiene que ser él.

—Ojalá le tuviésemos en una posición mejor.

—Puedo hacerlo a ojo —respondió Pancho, maniobrando los controles.

Una brusca andanada les hizo oscilar en las presillas. La figura que apareció en la cámara del telescopio se hizo más y más grande, hasta adquirir forma. En ese momento alcanzaron a ver los brazos y las piernas.

—Debe estar encostrado en hielo —murmuró Wanamaker.

—Será mejor que te pongas un traje y vayas a la zona de carga —replicó Pancho.

—Voy.

Wanamaker cruzó agachado la escotilla de la cabina de mando y extrajo uno de los trajes de presión, fabricados con nanotejidos, del estrecho armario empotrado en el mamparo. Deslizó en él brazos y piernas, en tanto un hormigueo de aprensión se abría paso en su interior al colocarse la capucha en la cabeza. Uno imagina los trajes espaciales como objetos grandes y voluminosos, pensó Wanamaker. Y este nanotraje parece un chubasquero de plástico. Pero Pancho ya había usado uno de ellos, en la Luna. Y quienes podían permitírselo se estaban pasando a los trajes de nanotejido. Al contrario de lo que ocurría en los antiguos trajes espaciales presurizados, el nanotejido podía vestirse en segundos y proporcionaba una mayor protección contra el vacío que los pesados trajes a los que Wanamaker estaba acostumbrado.

Todavía sintiéndose incómodo, pese a todos sus intentos por tranquilizarse, Wanamaker flotó ingrávido hasta la zona de carga y, tras pasar al otro lado, cerró herméticamente la escotilla. La zona de carga era un armazón metálico no mucho más grande que la parte trasera de una furgoneta de tamaño medio, vacía salvo por la nevera criogénica, a escala humana, donde se transportarían las cajas con las muestras que Gaeta traería consigo.

Wanamaker sabía que podía manipular la escotilla desde donde estaba y quedarse a salvo en el interior de la zona de carga. Pero Manny va a necesitar toda la ayuda que se le pueda prestar, se dijo. Pancho es buena, pero no va a ser capaz de ajustar con total precisión los vectores de velocidad.

Así pues, extrajo una botella de oxígeno del estante del mamparo, se lo pasó sobre los hombros y lo conectó al cuello del nanotraje. Luego bajó el visor sobre su rostro y cerró herméticamente el cuello; era como pegar unas tiras de velcro. La capucha se infló hasta tomar la forma de un pez globo, al tiempo que el aire procedente de la botella lo rellenaba.

— ¿Preparado para abrir la escotilla? —La voz de Pancho surgió por los auriculares integrados a la capucha.

—Abriendo escotilla —respondió Wanamaker, apoyando su palma nanoenguantada en el panel de control.

Muy bien, marinero, dijo para sí. Es hora de ser un héroe.

 

— ¿Qué está haciendo? —preguntó Holly, temblando por dentro de ansiedad.

Wunderly dio unos golpecitos a la pantalla táctil y esta cambió lo que aparecía en ella para mostrar una imagen en tiempo real de Saturno, además de dos líneas extremadamente finas que surcaban su superficie en un par de arcos.

—La línea roja es Manny —dijo, señalándola—. En estos momentos estará saliendo del anillo, si aún sigue el horario previsto.

—Bien —respondió Holly.

—La línea de color verde es Pancho. Está maniobrando el transbordador para recoger a Manny en este punto, donde confluyen las dos líneas.

— ¡Eso es prácticamente el anillo!

Wunderly asintió:

—La velocidad de Pancho va a llevarla directamente al anillo y saldrá por la cara superior, si es que no les golpea algo lo bastante grande como para dañar la nave.

— ¿Cuáles son las opciones de recibir un golpe?

—Condenadamente altas —replicó Wunderly, lúgubre—. La mayoría de las partículas de hielo son muy pequeñas, como copos de nieve o guijarros cubiertos de hielo. Pero a la velocidad a la que Pancho está volando, incluso un guijarro puede tener la fuerza de un iceberg.

 

A solas en la carlinga, Pancho veía a través del puerto de observación que el anillo se precipitaba hacia ella. Va a ser un viajecito de lo más chungo, se dijo, apretando aún más los pies en las presillas de plástico que la anclaban a la cubierta.

A la reveladora luz del panel de control, vio que la escotilla de la zona de carga estaba abierta:

—Jake, ¿estás fuera?

La voz de Wanamaker replicó en un tono rígido:

—Estoy en el compartimento estanco. La escotilla exterior está abierta al vacío.

— ¿Te has asegurado?

—Llevo dos seguros. Uno para mí y otro para Manny.

—Prepárate. Nos estamos acercando.

—No le veo.

—Lo verás. —Pancho acarició el control de movimiento de los propulsores con las yemas de los dedos. Con suavidad, dijo para sí. Poco a poco. Nada de movimientos bruscos.

Cerniéndose sobre el borde de la escotilla del compartimento estanco, Wanamaker sintió una ligera fuerza de empuje. Tuvo que cerrar los ojos casi por completo para protegerlos del deslumbrante resplandor que dimanaba de los anillos de Saturno. Tan cerca que puedo tocarlos, se dijo. Demonios, los tocaremos de lleno en unos cuantos minutos.

— ¿Lo ves? —preguntó Pancho.

—Aún no… ¡espera! ¡Ahí está! —Vio la figura del enorme traje de Gaeta, en la que los brazos y las piernas descollaban rígidamente—. Está de arriba abajo cubierto de hielo.

—No puedo ver una mierda —se quejó Gaeta, que sonaba más enfadado que asustado.

—Está bien, Manny —le dijo Wanamaker—. Yo sí te veo a ti. Salgo para recogerte.

— ¡Espera! —gritó Pancho—. Deja que me acerque un poquito más.

La figura de Gaeta aumentó de tamaño, hasta que se reafirmó en la visión de Wanamaker.

—Vale, esto es lo máximo que puedo hacer —dijo Pancho.

Wanamaker calculó que Gaeta estaría a unos cincuenta metros de la escotilla, moviéndose despacio por su campo de visión. Sabía que el amarre que llevaba en la mano era de cincuenta metros. No hay tiempo para coger otro y unir los dos. Esto va a estar muy justito.

Tomó una profunda bocanada de aire y se precipitó fuera del compartimento estanco en pos del espacio vacío, olvidándose de que todo lo que había entre él y aquel vacío yermo era una única pieza de tejido compuesta de nanomáquinas.

Gaeta parecía una de esas antiguas momias cuando pasó junto a él, fuera de su alcance. Wanamaker desenganchó el amarre que llevaba prendido a la cintura y lo engastó al extremo del que sostenía entre las manos. Asiéndose al doble cierre con tanta fuerza como si estuviera aferrándose a su propia vida, se dejó arrastrar hacia la figura cubierta de hielo de Gaeta y atenazó el extremo libre del cierre alrededor de la pechera de su traje.

— ¿Es que no tienes ninguna vía de amarre en ese maldito traje? —gruñó Wanamaker.

El doble cierre quedó algo tirante. Pero funcionaba.

—Debajo del hielo —replicó Gaeta, y luego tosió.

Sin atreverse a soltar el amarre, Wanamaker lo aseguró alrededor de la pechera de Gaeta, pasándolo bajo los brazos, y luego cerró su extremo con un clic que sus manos percibieron pero que él no pudo oír porque allí solo les rodeaba el vacío. Por un momento levantó la vista y vio que flotaban en mitad de la nada, con la enorme mole de la rayada Saturno y sus brillantes anillos cerniéndose sobre ambos: solo el espacio anegado de estrellas se extendía bajo sus pies. Wanamaker tragó saliva y sintió que la bilis ardía en su garganta.

—Vale —murmuró—, allá vamos. —Empezó a tirar de él y de Gaeta hacia el compartimento estanco del transbordador, una mano tras otra, a lo largo del amarre.

—Sigo sin ver una maldita cosa —murmuró Gaeta.

—No pasa nada, Manny. Te tengo. Estamos llegando. —Condenadamente despacio, pensó Wanamaker.

— ¿Le tienes? —preguntó Pancho.

—Le tengo —respondió Wanamaker, jadeando de esfuerzo—. Regresamos al compartimento estanco.

—Mejor que os deis prisa. Nos dirigimos de cabeza al anillo.

Titán
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