21 de marzo de 2096:

A media mañana

Ahí está otra vez, se dijo Vernon Donkman. Solo en aquel cuchitril que tenía por oficina, Donkman dedicaba una mirada colérica a la pantalla de su anticuado ordenador de mesa.

Como siempre, Donkman vestía una fúnebre túnica oscura y pantalones holgados, a pesar de que su piel había adquirido un cálido tono dorado, gracias a los tratamientos enzimáticos que había estado siguiendo. Pero, en aquel preciso momento, su aspecto era lo que menos podía preocuparle. Sus ojos ligeramente saltones miraban con encono la pantalla, donde aparecían las cifras sin cuadrar. Por cuarto mes consecutivo, el depósito principal del hábitat no cuadraba. La diferencia aún era minúscula, solo unos cientos de los nuevos dólares internacionales, pero a Donkman aquello le irritaba más que si hubieran sido mil millones.

Es una cifra irrisoria como para que alguien vaya a malversarla, pensó. Además, no ha habido ningún acceso no autorizado a las cuentas. Donkman había pasado tantas inacabables noches de insomnio repasando las cuentas, que hasta su mujer le había acusado de tener una aventura. No, le había asegurado Donkman. Su rival era el maldito sistema de cuentas, que se negaba a cuadrar las cifras como debía.

Por un tiempo, Donkman pensó que el problema debía estar en el ordenador. Había acudido a Eberly y le solicitó los servicios de los mejores analistas informáticos del hábitat. La mayoría de ellos se contaban entre el equipo científico comandado por Urbain y no estaban disponibles. Los que examinaron el programa de cuentas no encontraron ningún error ni en el programa ni en el propio ordenador. Donkman se pasó a otros ordenadores y llevó su querida computadora a que le hiciesen una revisión exhaustiva. No sirvió de nada. Las cuentas seguían sin cuadrar.

Para volverse loco. A finales de cada mes, el depósito principal mostraba aquel ligero y apenas significativo descuadre. Nunca era la misma cifra; nunca algo más de unos cientos de dólares. Cada mes, Donkman trataba de rastrear la fuente de aquella anomalía, pero, al no encontrarla, no le quedaba otro remedio que pasar por la humillación de corregir el depósito principal a mano. A veces incluso se veía obligado a añadir dinero para arreglar la diferencia. A veces tenía que restárselo. Alguna vez se detuvo a comprobar las sumas que había añadido o quitado cada mes, pero estas no coincidían ni aportaban nada, al menos, nada que a Donkman le resultase apreciable.

Donkman llegó a pensar que aquellos apagones intempestivos que el hábitat estaba sufriendo podían ser la causa del errático comportamiento del ordenador. Pero el sistema informático contaba con el refuerzo de una batería estacionaria triple y una serie de células de combustible. Jamás sufrían un bajón, ni siquiera cuando la luz se iba durante una hora o más.

Lo único que tenía cierta consistencia en todo aquel asunto era que, de media, el descuadre aparecía en intervalos de dos semanas. No el mismo día de la semana, ni a la misma hora del día, pero cada dos semanas, más o menos, las cuentas se descuadraban. Ni siquiera se trataba de dos semanas, para ser justos. Dieciséis días. No es que fuera exacto, pero la constante en que aparecían las diferencias tenía una media de unos dieciséis días. Cada dieciséis días, doce horas arriba o abajo, las cuentas sufrían un bache.

Para asegurarse de ello, Donkman había pasado casi veinte horas seguidas en su despacho, mirando la pantalla del ordenador, dieciséis días después de que tuviese lugar el último descuadre. Su mujer le había llevado la comida y la cena. Incluso se quedó con él, hasta que el aburrimiento fue tal que decidió marcharse a casa.

Donkman se quedó en la oficina, con los ojos clavados en los números que iban pasando por la pantalla. Lo que aquí se muestra es la vida interior del hábitat, se dijo. Cada transacción, daba igual lo pequeña que fuese, daba igual si era entre un zapatero y su cliente o entre el banco central del hábitat y un banco en la Tierra o la Luna, cada transacción desfilaba ante sus ojos. Al final de la pantalla, una barra mostraba el monto general a que ascendía el depósito principal.

Donkman debió de quedarse traspuesto por unos segundos. Se despertó dando un respingo, parpadeó, y vio que el total del depósito principal tenía ahora un descuadre de ciento cincuenta nuevos dólares internacionales.

Quiso gritar.

 

Jake Wanamaker ya estaba en el laboratorio de simulaciones cuando llegó Gaeta. El enorme ex almirante estaba sentado en una de las mesas que había al fondo de la sala, con los hombros hundidos y la cabeza inclinada sobre su portátil.

—Buenos días, amigo —saludó Gaeta en tono amistoso—. Has venido temprano.

Wanamaker se volvió hacia Gaeta; tenía un aire sombrío:

—No la estoy cagando, ¿verdad?

—Lo estás haciendo bien —dijo Gaeta, pasando junto a la enorme mole cuadrangular de color negro que conformaba la apagada cámara del simulador en dirección a Wanamaker—. Otro par de meses más y…

—No tenemos dos meses —repuso Wanamaker—. Debemos ir hasta los anillos antes de que Holly y Eberly celebren su primer debate.

—No veo motivos para ello.

Con un vago ademán de su enorme y carnosa mano, Wanamaker dijo:

—Pancho dice que eso es lo que Holly quiere, y Holly dice que eso es lo que Wunderly quiere.

Gaeta se dejó caer pesadamente en la silla que había junto a Wanamaker:

— ¿Así que nosotros tenemos que jugarnos el culo porque las mujeres quieren que así sea?

—Tengo miedo de matar a Pancho cuando estemos ahí fuera —respondió Wanamaker, con una voz dura e inconmovible.

—La recogida es bastante chunga, la verdad.

—Pues entonces será mejor que consigamos un tipo mejor que yo para llevar la nave.

— ¿Tavalera?

—El mismo.

—No quiere hacerlo.

Con una expresión tan grave como la de un verdugo, Wanamaker replicó:

—Llevemos al muchacho a comer con nosotros y metámosle un poco de juicio en las entendederas.

Gaeta asintió, pero con una idea en la cabeza: Raoul tiene más juicio que nadie. Le asusta llevar la nave, y es lo bastante inteligente como para decir «no».

Saltaba a la vista que Timoshenko no se sentía nada cómodo cuando se sentó ante la fastidiosamente impoluta mesa de Eberly.

—Ya se lo he dicho antes —estaba diciendo el ingeniero—. No soy ningún jefe.

Eberly se meció ligeramente en su silla de respaldo alto y trató de elaborar su sonrisa más seductora:

—Está haciendo un buen trabajo como jefe de Mantenimiento externo.

Timoshenko le miró con el ceño fruncido:

—No quiero ser director de todo el departamento de Mantenimiento. Usted mismo ha dicho que es demasiado trabajo para una sola persona.

—Es demasiado trabajo para alguien como Aaronson. Estoy convencido de que usted podría hacerlo.

—Declinaré ese honor.

Eberly unió las puntas de los dedos. Por unos instantes no dijo nada, mientras dejaba que su mente trabajase furiosamente. Tiene que haber un modo de empujarle a ello, pensó. Tiene que haber algo que el tipo desee. Por fin respondió:

—La gente de este hábitat merece tener al mejor hombre posible como responsable del departamento de Mantenimiento.

Timoshenko ni siquiera pestañeó:

—Pues encuéntrenlo. O encuéntrenla. Hay cientos de ingenieros entre nosotros.

—El ordenador escogió su nombre de la lista de personal cualificado —mintió Eberly.

—Vuelva a escoger y asegúrese de apartar mi nombre de la lista.

—Aaronson ha tenido que desmarcarse —dijo Eberly, sintiendo que perdía la paciencia. Este ruso es demasiado obstinado y sabe lo que le conviene—. No podemos permitirnos más apagones, ni pérdidas de energía. Es peligroso.

—Estoy de acuerdo, pero estoy hasta arriba con el trabajo de mantenimiento externo. Y sabrá que también es muy importante.

—Puede llevar adelante las responsabilidades tanto del mantenimiento interior como del exterior. Sé que puede.

—Mire —dijo Timoshenko, inclinándose hacia delante en su silla con un gesto serio—. Trabajo en el exterior. Y ya es mucho trabajo. Salgo con mi equipo. Me ensucio los guantes. Si además de eso acepto el trabajo del interior, acabaré sentado ante una mesa, diciendo a los demás lo que deben hacer. Me convertiría en un burócrata, al igual que esos zánganos que tiene ahí sentados en su oficina. Y no quiero que eso ocurra.

— ¡Pero es necesario! —rogó Eberly—. Estos apagones intempestivos están yendo a peor. Tengo que reemplazar a Aaronson.

—No seré yo quien le sustituya —zanjó con firmeza Timoshenko. Sentado al otro lado de la mesa, frente a Eberly, cruzó los brazos sobre su pecho y compuso un gesto ceñudo e imperturbable que oscureció los duros rasgos de su rostro.

Exasperado, inseguro de qué debía hacer para que aquel tipo aceptase su oferta, Eberly dijo en un tono suave:

—Bueno, ¿al menos pensará en ello? Estoy seguro de que en cuanto recapacite sobre los…

El ingeniero se puso en pie.

—Pensaré en ello cuando en Siberia crezcan palmeras. Y aun así la respuesta será «no».

Y, volviéndose, abandonó la oficina, dejando a Eberly sentado a su mesa con la boca abierta.

La puerta se cerró con un leve clic. Eberly se dijo: Tiene que haber una manera de que haga lo que quiero. Todo hombre tiene una flaqueza, un talón de Aquiles. Todo hombre quiere algo, algo que no puede tener. ¿Qué es lo que quiere este ruso tan obstinado? ¿Cuál es su deseo más secreto? Tengo que echar un vistazo a fondo a su archivo personal, estudiarlo en detalle. Tengo que encontrar su flaqueza.

 

las doce y media la cafetería estaba en lo más álgido, hormigueante de gente ruidosa que se alineaba ante los mostradores de servicio, ocupando mesas, encontrándose con los amigos, hablando, riendo, haciendo chocar la cubertería y los platos. Una mezcolanza de olores ondeaba en la sala: pseudocarne a la brasa, café hirviendo, la penetrante y ácida dulzura de los pasteles recién sacados del horno…

Sentado entre Wanamaker y Gaeta, el rostro alargado y sombrío de Raoul Tavalera tenía una expresión que fluctuaba entre la ceñuda suspicacia y una cólera hosca.

—Necesitamos a un segundo hombre a bordo —le estaba explicando Wanamaker—. No soy tan buen piloto como para hacer todo el trabajo yo solo.

A lo que Gaeta añadió:

—No te lo pediríamos si estuviera en nuestras manos, amigo. Jake puede llevar la nave hasta los anillos sin problemas, pero va a necesitar ayuda a la hora de recoger a Pancho al final de la misión.

—Mirad, chicos, como ya os he dicho…

Wanamaker le cortó en redondo:

—Es una cuestión de vida o muerte, tío.

Tavalera asintió, sombrío:

—Sí. Mi vida y mi muerte.

—De Pancho —le corrigió Wanamaker—. No voy a permitir que salga ahí fuera y se juegue el cuello a menos que esté absolutamente seguro de que puedo traerla de vuelta.

—Viva —apuntó Gaeta.

—Buscaos a otro —murmuró Tavalera, bajando la vista a la bandeja de su almuerzo.

—No hay tiempo para buscar a otro y entrenarlo. Debemos hacer esto en unas semanas —dijo Wanamaker—. Antes del debate entre Eberly y Holly.

Aquello prendió algo de interés en los ojos de Tavalera:

— ¿Qué tiene que ver el debate en todo esto? —preguntó.

Gaeta respondió:

—Eberly va a centrar el tema en explotar los yacimientos de los anillos y vender agua helada a las ratas que viven en el cinturón, Selene y las demás ciudades de la Luna.

— ¿Y?

—Wunderly quiere demostrar que en los anillos hay organismos vivos —dijo Wanamaker—. Eso impediría que pudieran explotarse los yacimientos de los anillos.

— ¿Y pretendéis que me juegue el cuello por eso? —preguntó Tavalera.

—Tú quieres que Holly gane las elecciones, ¿no?

Los ojos de Tavalera brillaron otra vez, pero se arrellanó en la silla y murmuró:

— ¿Qué diferencia hay?

Wanamaker iba a responder, pero Gaeta levantó una mano para silenciarle:

—Oye, Jake, ¿por qué no traes otra taza de café? Tengo algo que decirle a Raoul, algo que debe quedar entre él y yo.

Por un momento, Wanamaker lanzó una dura mirada a Gaeta, pero después se levantó y atravesó la atestada cafetería hacia las cafeteras.

Encorvándose sobre Tavalera, Gaeta dijo:

—Mira, muchacho, Kris me ha hablado de lo que hay entre tú y Holly. —Antes de que Tavalera pudiera contestar, Gaeta prosiguió:

—Y aunque no merezca la pena, Holly se siente bastante mal por la pelea que habéis tenido. ¿Quieres ayudarla a ganar las elecciones? ¿Quieres volver con ella? Entonces lleva la nave.

Con una mirada furibunda, Tavalera dijo:

—Eso es lo único que le interesa. No le importo una mierda. Solo quiere utilizarme.

—No seas cabrón, sabelotodo. A Holly le importas mucho más de lo que crees. Ya era así antes de que toda esta historia de los anillos apareciese en vuestras vidas, ¿no es verdad?

—Quizá. Supongo que sí.

—Pues entonces. Y sois tan idiotas como para haberos metido en un berenjenal, pero no sabéis cómo salir del aprieto.

—Ella cree que soy un cobarde —gruñó Tavalera.

—Demuéstrale entonces que no lo eres.

— ¿Por qué no vas tú? —preguntó Tavalera—. Tú eres el que ha hecho todas esas proezas. Ya has estado allí antes.

Gaeta iba a replicar, pero dudó en hacerlo. ¿Por qué no voy yo?, repitió para sí. ¿Por qué le pido a este muchacho que haga algo que debería hacer yo? ¿Por qué estoy intentando asustar a este chaval para que haga algo que yo puedo hacer mejor que nadie?

Porque tengo miedo, se respondió. Me he jugado el pellejo muchas veces; pero tal vez es ahora cuando por fin saldrá mi número. Por eso le estoy pidiendo a este chico que haga lo que debería hacer yo.

Tomó aire profundamente y lo soltó despacio:

—Tienes razón —reconoció Gaeta—. Tienes toda la razón.

Tavalera se quedó boquiabierto.

Antes de que pudiera decir nada, Wanamaker regresó a su silla y cuidadosamente colocó su taza llena de café reciente en la mesa antes de sentarse. Su escarpado rostro parecía oscurecido como por una nube que anticipa la tormenta.

—Jake —dijo Gaeta en tono amistoso—. Cambio de planes. Yo iré a los anillos. Tú y Pancho llevaréis la nave y yo cogeré las muestras que Wunderly necesita.

El humor de Tavalera pareció mejorar:

—Yo puedo llevar el control de la misión.

—Cierto —admitió Gaeta.

Los ojos de Wanamaker se estrecharon:

— ¿De veras quieres hacerlo? —le preguntó a Gaeta.

Sintiéndose lleno de emoción, aunque muy a su pesar, Gaeta replicó:

—Es el único modo de que esta puñetera misión salga adelante.

—A Kris no le va a gustar.

Con un gesto poco entusiasta, Gaeta se encogió de hombros y respondió:

—Kris tendrá que aceptarlo. Mi última misión. Y luego se acabó. Más vale.

Wanamaker se mantuvo en silencio, pensando: es lo mejor que a Pancho le puede pasar. Puede pilotar la nave. Yo le serviré de refuerzo y le ayudaré a recoger a Manny cuando este se haya hecho con las muestras.

La mirada del ex almirante se volvió hacia Tavalera, que ahora parecía realmente aliviado. Además, se dijo Wanamaker, de esta manera no tendré que dejar al niño en mitad del bosque y hacer que se cague en los pantalones.

Titán
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