12 de abril de 2096:

El primer debate

Holly aún estaba que echaba humo por culpa de la señora Urbain cuando enfilaba los cuatro peldaños que daban al escenario del auditorio. El lugar estaba lleno a rebosar: hasta donde sus ojos podían ver, todos los asientos se encontraban ocupados. Y allí estaba Jeanmarie Urbain, sentada al lado de su marido en la primera fila.

¡Cómo no!, pensó Holly. Malcolm ha conseguido que Jeanmarie Urbain se oponga a nuestro recurso por temor a que el crecimiento de la población influya en el trabajo científico de su marido. Tengo que hacer ver a la gente la estupidez de ese planteamiento.

El profesor Wilmot le tendió la mano cuando Holly ya había llegado al escenario, y la llevó hasta una de las tres sillas que se habían dispuesto tras el atril. Eberly aún no había aparecido. Típico en Malcolm, se dijo Holly para sí, hirviendo por dentro. Esperará hasta que haya llegado todo el mundo para hacer una entrada triunfal.

Echó una mirada a la audiencia, en busca de alguna cara conocida. Caray, aún no ha llegado ninguno de mis amigos. No ignoraba que Pancho, Jake y Gaeta se hallaban enfrascados en ese mismo momento en la misión de los anillos, y que Raoul dirigía las operaciones de control. Pero tampoco podía divisar a Kris Cardenas. Quizá esté en el centro de control, preocupada por Manny, se dijo. Vio al doctor Yáñez y su esposa sentados en la quinta fila, y a los Mishima detrás, junto a un nutrido grupo de voluntarios que habían estado trabajando en el recurso. Pero nadie a quien Holly considerase uno de sus íntimos.

Suspiró por dentro. Supongo que se está solo en la cima.

Las dos hojas de la puerta que había al fondo del auditorio se abrieron de par en par y Malcolm Eberly irrumpió en él, seguido por un séquito formado por varias docenas de personas. Eberly formulaba una sonrisa presuntuosa mientras avanzaba con pasos firmes por el pasillo central. La gente se puso en pie y le aplaudió. Vendidos, pensó Holly. Todos ellos trabajan en las oficinas de administración.

Eberly ascendió los peldaños con juvenil agilidad y se dirigió directamente hacia el profesor Wilmot. El profesor se levantó de su silla, con un gesto que fluctuaba entre el educado desdén y la obligación incómoda. Eberly le estrechó la mano y la sacudió varias veces mientras la audiencia murmuraba y conversaba.

—Hola, Holly —saludó Eberly mientras se inclinaba sobre ella, deshaciéndose en sonrisas.

—Hola, Malcolm. Me alegra ver que has conseguido llegar.

Eberly rio.

—El sentido del humor es muy importante. Te ayudará a superar la derrota.

Holly le devolvió la sonrisa:

—Ya veremos.

Mientras Eberly se sentaba al otro lado de Wilmot, el profesor se incorporó y acudió al atril. Holly reparó en que el séquito de Eberly no tenía sitio donde sentarse, de modo que se alinearon en las paredes laterales del auditorio y permanecieron en pie. Espero que esto dure horas, se dijo Holly. Anda y que se enteren.

Wilmot acalló a la muchedumbre y explicó las reglas del debate: cada candidato realizaría una presentación inicial de cinco minutos, a lo cual seguiría una réplica de tres minutos. Acto seguido, el debate quedaría abierto a las preguntas de la audiencia.

—Cada candidato tendrá la oportunidad de realizar un discurso final de tres minutos —concluyó Wilmot. Volviéndose ligeramente en dirección a Eberly, dijo:

—El titular del cargo hablará en primer lugar.

 

Kris Cardenas iba de un lado a otro del taller que utilizaban como centro de control de la misión. Era la misma cámara adonde habían llevado el traje tras sacarlo del almacén y donde lo habían acondicionado para el vuelo. La habitación, con sus paredes yermas, parecía demasiado grande, vacía, ahora que Manny y su traje no estaban en ella.

Timoshenko se hallaba sentado ante la hilera de ligerísimos ordenadores desplegables que Tavalera había hecho llevar desde el compartimento estanco y había adherido a las mamparas de la habitación; el rostro del ruso parecía galvanizado en un ceñudo gesto de concentración. Cardenas escuchaba las voces de Pancho y Wanamaker a través de los altavoces de cada una de las computadoras, pero no habían oído una palabra de Manny desde hacía casi media hora.

Tenía miedo de ir, se dijo Cardenas. No quería hacer esta misión. Dijo que era un fugitivo de la ley de probabilidades. Pero ahora está ahí afuera, arriesgando el cuello por Nadia. Cardenas sacudió la cabeza. No, no solo por Nadia. Por todos nosotros. Ese sentido del honor tan condenadamente macho que tiene... Vuelve conmigo, Manny. No te mates ahí fuera. Vuelve conmigo.

Tavalera se estaba sirviendo una taza de café de la cafetera que poco antes habían conectado. También él parecía serio, casi lúgubre. Pero y qué, Raoul siempre tiene aspecto de amargado, se dijo Cardenas. Quería preguntar a los hombres si todo iba bien, pero no deseaba interferir en su trabajo, ni distraerlos. Y tampoco quería parecer una «mujercita» preocupada y fastidiosa.

—Prepárate para la separación en cinco minutos, a partir de mi señal —resonó la voz de Pancho, calmada y profesional—. Empiezo a contar. Cinco minutos para la separación.

—Recibido, cinco minutos —dijo la voz de Manny.

— ¿Quieres un café?

Cardenas casi dio un brinco. Tavalera la había asustado, tan concentrada estaba en las voces que procedían del transbordador.

—Oye, doctora —le dijo Tavalera con la mayor amabilidad—, va a ser una misión muy larga. Siéntate, e intenta relajarte. Manny estará bien.

—Lo sé, Raoul. Lo sé, pero no puedo evitar preocuparme.

Raoul le puso el tazón de café entre las manos.

—Al menos siéntate. No vas a tirarte todo este rato de pie.

Luchando contra los temores que se arremolinaban en su interior, Cardenas se dirigió a la silla abatible que había junto a Timoshenko y se sentó. No debería beber café, se dijo, dando un cauto sorbo de aquel hirviente brebaje. Ya estoy lo bastante nerviosa.

Como si pudiera leer sus pensamientos, Timoshenko le dedicó una sonrisa astuta:

—Lo que necesitas es un trago de vodka, ¿a que sí?

Tavalera dijo:

—Cuando vuelvan abriremos una botella de champán.

Desde el menudísimo y delicado altavoz, la voz de Wanamaker anunció:

—Separación completa. Luz verde para todos los sistemas.

—Estoy fuera —respondió la voz de Gaeta—. Dirigiéndome al anillo B.

Está fuera. El aliento se le trabó a Cardenas en la garganta. Ahora está completamente solo.

 

Nadia Wunderly no era religiosa, pero había pintado una réplica del viejo signo contra el mal de ojo de los holandeses de Pensilvania que recordaba de su infancia, un juego de círculos epicéntricos, de apenas doce centímetros en horizontal. Estaba colgado en lo alto de la pantalla del portátil de su atestada oficina, para mantener lejos a los malos espíritus. Es una bobada, se dijo. Pero, por algún motivo, se sentía mejor teniéndolo cerca.

Hasta el momento, la misión marchaba sin problemas. Manny ya estaba en el exterior, y Pancho maniobraba el transbordador hasta la parte inferior del anillo B, a través del hueco Cassino que había entre el anillo A y el B, rumbo al punto donde debía recoger a Manny.

Después de que haya atravesado el anillo y recogido mis muestras, se dijo Wunderly en silencio. Reprimió una repentina necesidad de alargar la mano y tocar el símbolo mágico.

 

Como Holly había esperado, el discurso inicial de Eberly había versado casi en su totalidad en la idea de explotar los yacimientos de los anillos.

—Ahí fuera hay riqueza —dijo a la audiencia en el colorido tono mesurado que utilizaba para dominar a las masas—. El bien más preciado de todo el sistema solar es el agua, y tenemos al alcance de nuestras manos billones y billones de toneladas de agua helada. Será la máxima prioridad de mi segundo mandato al frente del Gobierno comenzar la explotación de los anillos de Saturno y hacer que todas y cada una de las personas de este hábitat amasen tanto dinero como cualquier millonario de la Tierra.

Los espectadores le aplaudieron animadamente. Holly permaneció inmóvil en el escenario y se limitó a observar cómo la muchedumbre rugía de aprobación, aplaudiendo e incluso silbando, más de la mitad de ellos poniéndose en pie para dedicarle una cerrada ovación.

Wilmot esperó durante unos instantes; luego, con toda tranquilidad, se dirigió al atril e hizo un gesto con ambas manos para llamar a la calma. Lentamente, la masa se detuvo y volvió a tomar asiento.

Me tendría que haber traído mi propia claque, pensó Holly. Mentalmente, se reprochó no haber organizado un grupo de acérrimos partidarios para recibir la clase de ovación que Eberly había preparado para sí mismo.

—Y ahora la aspirante al cargo —anunció el profesor Wilmot, volviéndose ligeramente hacia Holly—, la señorita Holly Lane, antigua jefe del departamento de Recursos Humanos.

Por mera educación, una serie de desperdigados aplausos se dispersaron por el auditorio. Mejor que nada, pensó Holly, mientras subía al atril. Su discurso, previamente preparado, apareció en la pantalla integrada.

—Hay otra clase de riquezas más allá del dinero —comenzó, recorriendo con una mirada aquel océano de rostros—. Por motivos tan justos como apropiados, todos acordamos respetar el protocolo de Crecimiento Cero de la Población al dar inicio a este viaje hacia Saturno. Pero eso fue entonces, y esto es el ahora.

Vio algunas cabezas asintiendo aquí y allá. Todas de mujeres.

—Este hábitat es nuestro hogar. La mayoría de los que estamos aquí pasaremos el resto de nuestras vidas en este lugar, algunos por propia elección, muchos porque no les está permitido regresar a la Tierra. —Tomó aliento—. Bien, si este es nuestro hogar, entonces debemos hacer lo que esté en nuestra mano para que sea lo más parecido a un verdadero hogar. Y no me refiero únicamente a los lugares que nos rodean. A lo que me refiero es a que antes o después nos veremos en la tesitura de empezar a traer hijos a nuestro mundo. De otro modo, seguiremos viviendo en un cascarón yermo y vacío. Necesitamos el calor, el amor y la humanidad que hay en fundar una familia.

— ¿Tenemos que pasar por el aro? —gritó alguien desde el fondo. Era la voz de un hombre.

Varias cabezas se volvieron para localizar a aquel follonero. Uno de los esbirros de Eberly, según pudo apreciar Holly. Varias personas rieron.

Holly esbozó una sonrisa:

—Necesitamos un futuro —replicó—. Los niños representan el futuro, y sin ellos esta comunidad se hará más y más vieja y, tarde o temprano, desaparecerá.

En tanto Holly continuaba hablando, Eduoard Urbain se volvió hacia su mujer y susurró:

—Esto es una bobada. El crecimiento poblacional destruirá el hábitat.

Jeanmarie Urbain asintió, a sabiendas de que su marido quería decir que el crecimiento de la población representaría una amenaza para su trabajo.

Titán
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