CAPÍTULO DIECISIETE
DOS días más tarde, Erinni caminaba frenéticamente de un lado a otro
del despacho oficial del gobernador.
Estaba sola con Dayan, que la miraba divertido, sentado detrás de la
enorme mesa, repantingado en la silla tapizada de terciopelo rojo y con la
madera de alrededor dorada.
No era para nada una silla sobria, ni cómoda, pero sí muy aparente y
horrorosa.
—Deberías tranquilizarte, hechicera —dijo con la sonrisa torcida
iluminándole el rostro—. La alfombra no tiene ninguna culpa, y la estás
torturando con tus paseos.
—No sé cómo puedes estar tranquilo —contestó ella, parándose en
medio de la habitación y mirándolo con el ceño fruncido.
Estaba tan hermosa, que Dayan no pudo resistir el impulso de
levantarse, cruzar la distancia que los separaba con dos pasos, y besarla con
pasión.
Erinni le devolvió el beso, aferrándose a sus amplios hombros,
olvidándose de los motivos que los había llevado al despacho del gobernador.
El día anterior, Dayan le había pedido al gobernador poder utilizar su
despacho porque tenía algunos asuntos que tratar con la antiguo tutor de su
esposa, y este se lo había cedido amablemente, contento de poder ser de
utilidad a uno de los generales más renombrados del Imperio.
Se lo contó a Erinni con una sonrisa, burlándose de manera infantil del
afán por complacerlo del gobernador, pero ella se quedó ceñuda porque nunca
había pensado en Dayan como en “uno de los generales más renombrados del
Imperio”. Para ella, solamente era Dayan, el hombre que amaba.
—Ayoan estará a punto de llegar —dijo en un murmullo cuando dejó de
besarla.
—Mmmmm —contestó él mientras enterraba los labios en la curva de su
cuello para besarla allí.
—Nos sorprenderá así. —Enterró las manos en su pelo y casi le estropeó
la trenza tan pulcramente hecha—. Basta, cariño...
Dayan se separó de ella a regañadientes, le dio un rápido beso en los
labios y la abrazó.
—Tenía que hacer algo para que te tranquilizaras, hechicera. Me estabas
sacando de quicio con tus paseos.
—Pues ya lo has conseguido, machote. —Le dio un par de golpecitos
con la palma de la mano en el pecho—. Hala, vuelve a tu sitio, que la función
está a punto de empezar.
Dayan volvió a sentarse en la silla, y Erinni se posicionó detrás de él,
muy erguida, con la mano en el respaldo.
Al cabo de pocos minutos, uno de los guardias de su escolta entró,
saludó, y anunció la llegada del Ilustre Ayoan, Comisario Imperial, e
inmediatamente entró el hombre al que Erinni había tenido miedo durante
tanto tiempo.
Era alto, pero no tanto como Dayan, y tenía una barriga prominente que
sobresalía por encima del cinturón de seda con que se había rodeado la túnica.
El pelo brillaba por su ausencia, y en los ojos había un fulgor malicioso.
Caminó decidido hasta la mesa y se inclinó levemente en señal de
respeto por el estatus de Dayan, pero sus ojos nunca apartaron la mirada del
rostro del guerrero.
—Me ha llegado su misiva, Señoría —dijo con una voz gruesa y
profunda—. ¿En qué puedo ayudarle?
Dayan hizo un gesto con la mano para invitarle a sentarse. No se había
levantado para recibirle, ni había dicho nada hasta aquel momento,
limitándose a mirarlo con seriedad.
Ayoan se sentó y esperó. Dayan continuó en silencio, con los codos
apoyados en los brazos de la silla, las manos unidas por los dedos delante de
su rostro, observándole atentamente.
Ayoan empezó a ponerse nervioso ante el silencio de Dayan. Carraspeó,
y apartó la mirada del guerrero, fijándose por primera vez en la mujer que
había de pie al lado de la silla.
—Erinni... —susurró, impactado por la presencia de su sobrina allí.
Giró el rostro hacia Dayan, sorprendido—. Señoría, habéis encontrado a mi
sobrina —exclamó con alegría y se levantó con intención de ir hacia ella
rodeando la mesa.
—Siéntate y no te acerques a mi mujer.
El rugido de Dayan, dicho con tranquilidad pero con la prestancia de
alguien que está acostumbrado a ordenar y ser obedecido, reverberó en la
estancia. No había levantado la voz, y así y todo, congeló a Ayoan, que se dejó
caer de nuevo en la silla.
—Su... ¿mujer?
Dayan bajó las manos y se inclinó hacia adelante, apoyando los brazos
sobre la mesa.
—¿Realmente quieres jugar a esto, Ayoan?
—¿Jugar...? —El rostro del interpelado se contrajo, abandonando la falsa
beatitud que lo había cubierto hasta aquel momento—. Muy bien, dejémonos
de juegos. Sabe perfectamente que su matrimonio no es válido. Como tutor de
Erinni, jamás firmé el consentimiento para que se convirtiera en sanadora de
Leigheas. Es más, está prometida a mi hijo. —Se quedó en silencio observando
a Dayan, sopesando la inteligencia de su enemigo. Una sonrisa asomó en sus
labios—. Ella no me importa. Solo quiero su fortuna.
Erinni miró con asco al hombre que debería haber cuidado de ella
cuando su padre murió. Lo recordaba más alto y fornido, no gordo. La última
vez que lo vio, le pareció un ogro terrorífico que había sido capaz de cambiar
su vida de una forma horrible. Ahora, viéndolo allí sentado, sonriendo
maliciosamente y subestimando a Dayan, le pareció un hombre egoísta y
malvado, pero nada terrorífico.
Dayan deslizó un papel por encima de la mesa. Ayoan lo cogió y lo miró
sin dejar de sonreír. Después lo volvió a poner encima de la mesa y miró a
Dayan.
—No pienso firmar eso.
La sonrisa torcida de Dayan apareció en su rostro, y sus ojos brillaron
amenazantes.
—Lo harás.
—¡No puede obligarme! Firmar ese consentimiento liberaría a Erinni.
No pienso hacerlo. —Se levantó con intención de abandonar el despacho, pero
un nombre, casi susurrado por Dayan, lo congeló de espaldas a él. Se giró con
brusquedad, con el rostro enrojecido por la rabia.
—¿Qué ha dicho? —preguntó, girándose lentamente.
—Creo que me has oído perfectamente —contestó Dayan, indicándole
que se sentara de nuevo—. ¿Seguimos hablando?
Ayoan se sentó y Dayan sonrió complacido antes de seguir hablando.
—Conozco todos tus sucios secretos, Ilustre Ayoan. —Pronuncio el título
con una inflexión en su voz que lo convirtió en una burla—. Todos y cada uno
de ellos. Incluso la forma en que negocias con el grano imperial para tu propio
beneficio. ¿Falsificar los registros para venderlo por tu cuenta, Ayoan? Tsk tsk,
no creo que al gobernador le guste nada enterarse de algo así, sobre todo
cuando sepa que los negocios los haces con su peor enemigo político,
ayudándolo a enriquecerse y dándole así más poder.
—Eso no es cierto —murmuró con violencia contenida.
Dayan soltó una carcajada que cortó de repente, golpeando la mesa con
la palma de la mano e inclinándose hacia adelante.
—Todos los burócratas tienden a subestimarme. —Los ojos de Dayan
brillaron con furia—. Cuando me ven, piensan: grandes músculos, cerebro
pequeño. No cometas el mismo error. Tengo pruebas, Ayoan, y si no las
tuviera, podría fabricarlas. En realidad, podría acusarte de cualquier cosa que
se me antojara, y aparecerían pruebas y testigos que ratificarían mis palabras
hasta de debajo de las piedras. —Se quedó silencioso durante unos segundos,
dándole tiempo a Ayoan a digerir sus palabras—. Firma la autorización. Ahora
—ordenó—. Y podrás seguir tranquilamente con tus sucios negocios, incluidas
las casas de prostitución y la venta de armas a las tribus rebeldes de Tartás,
país con quien el Imperio tiene un tratado, entre cuyas cláusulas está
precisamente la prohibición de vender armas a sus sublevados. No cumplirla
es alta traición. ¿Sabes con qué se castiga un delito semejante?
Ayoan asintió con la cabeza, muy lentamente.
—Cómo sabes...
—Eso no importa. Lo único verdaderamente importante, es que
firmarás la autorización, y si alguien te pregunta, dirás que fue firmada hace
trece años, cuando mi esposa abandonó tu casa para convertirse en una
sanadora. ¿Has comprendido?
Ayoan, visiblemente derrotado, asintió. Se inclinó hacia adelante, cogió
la pluma y firmó la autorización, rubricándola con su sello, que siempre
llevaba colgado del cuello, y que convertía en oficial e irrevocable cualquier
documento. Al fin y al cabo, era un Comisario Imperial.
Se levantó, dispuesto a marcharse, cuando la voz de Dayan lo
interrumpió otra vez.
—Hay otra cosa. —Ayoan se giró, esperando—. La madre de mi esposa.
¿Está viva aún? —Asintió con la cabeza—. Bien. A partir de ahora está bajo mi
protección. La enviarás aquí inmediatamente, en palanquín, como una dama
debe ir. Mi esposa tiene muchas ganas de abrazarla. Han pasado muchos años
desde la última vez que pudo disfrutar de su madre... gracias a ti.
Ayoan no dijo nada. Se limitó a inclinar ligeramente la cabeza y salir de
allí.
Estaba derrotado y lo sabía, pero no había nada que le impidiera buscar
venganza. Y quizá... una forma de arreglar el desaguisado. Sonrió con
perversidad.
En cuanto su tutor abandonó la habitación, Erinni volvió a respirar y se
dejó caer sobre el regazo de su marido.
Este la acurrucó contra el pecho, notando el temblor de sus hombros
cuando rompió a llorar.
—Ssssht, tranquila, cariño. Ya pasó todo.
—Mi madre está viva —hipó levantando el rostro.
Dayan le limpió las lágrimas con dulzura y le dio un beso en la frente.
—Está viva, cariño, y pronto podrás abrazarla.
—Te amo, Dayan. Si no te hubiera amado antes, lo haría ahora.
—Yo también te amo, mi hechicera.
Poco más de una hora después, Erinni lloraba abrazada a una mujer que
a duras penas reconoció. En su faz vio rastros de la cara que tenía grabada en
la mente, aunque ahora estaba surcada por el dolor y el sufrimiento en forma
de arrugas y canas. Sus manos temblorosas la acariciaron, y no dejaba de
repetir en un susurro:
—Mi niña, mi preciosa niña...
Aquella noche no hicieron el amor. Erinni estaba agotada
emocionalmente y Dayan se limitó a abrazarla, sosteniéndola con ternura
contra su cuerpo.
Había sido un día difícil y muy duro para ella, obligada a enfrentar la
presencia del hombre que tanto la había hecho sufrir, y reuniéndose por fin
con una madre que hacía tantos años que no veía. Los nervios y la emoción la
habían fatigado, y cayó rendida en cuanto entró en contacto con la cama.
Pero él no podía dormir.
El miedo a que lo abandonara ahora que por fin era libre y ya no lo
necesitaba, era demasiado.
Algo lo alertó. No supo si fue un sonido que más había percibido en
lugar de oído, o quizá fue un leve cambio en la corriente de aire que pasaba
por debajo de la puerta del dormitorio, pero supo instantáneamente que había
alguien en la recámara que precedía la alcoba.
Dudó durante un segundo si despertar a Erinni para avisarla, o dejar que
siguiera durmiendo. Al final se levantó con cuidado y cogió la espada,
intentando no hacer ruido.
Seguramente no sería nada. Había dos guardias apostados en las puertas
de entrada a sus dependencias, que había ordenado estar ahí porque esperaba
algún tipo de contraataque por parte de Ayoan. Había aceptado la derrota
demasiado fácilmente para su paz de espíritu.
No encendió ninguna luz; no la necesitaba. Entre sus aptitudes como
guerrero, estaba una prodigiosa memoria que le facilitaba recordar la
disposición de cada mueble y cada objeto en cualquier lugar, con echar un
solo vistazo.
Abrió un poco la puerta, y observó por el resquicio. Dos sombras se
movían por la recámara donde, un rato antes, su esposa y él habían cenado.
Tenían una vela encendida, y se movían buscando en los cajones,
abriéndolos tan silenciosamente que apenas hacían ruido. Pero para alguien
como Dayan, acostumbrado a prestar atención hasta al más mínimo detalle,
ese pequeño sonido al deslizarse la madera contra la madera, había sido
suficiente para encender todas las alarmas.
Afortunadamente no se había dormido aún.
—¿Puedo ayudarles en algo, caballeros?
La voz profunda de Dayan sorprendió a los furtivos, que se giraron
hacia él como un rayo, desenvainando las espadas.
Lo atacaron, uno por cada lado. Dayan fintó, esquivando a uno y
parando la estocada del otro con su espada, acercándose y golpeándolo con el
puño en el rostro, haciendo que trastabillara hacia atrás con un gruñido de
rabia. Giró, trazando un arco descendente con el arma, alcanzando a su
enemigo en el hombro, clavándole la espada profundamente. Empujó con el
pie en el pecho de su enemigo, liberando el arma, y atacó al otro, dándole un
golpe en la cabeza con la empuñadura, dejándolo inconsciente. Necesitaba
vivo por lo menos a uno de ellos.
Erinni se despertó con el estruendo de la pelea. Encendió la lamparilla
rápidamente, se cubrió con una bata de seda, y salió, con la luz en una mano y
un puñal en la otra, dispuesta a defenderse. Se encontró a Dayan en mitad de
la recámara, con la espada chorreando sangre, y dos hombres en el suelo.
Ahogó un grito de horror.
—¿Qué ha pasado?
Dayan se dio la vuelta hacia ella, y se avergonzó que lo viera así, con
las manos llenas de sangre, jadeando, y un rictus feroz en el rostro. Luchó por
tranquilizarse, y poco a poco sus facciones se relajaron.
—No lo sé exactamente, pero supongo que los envió tu tutor. Vuelve
adentro y vístete.
Ella asintió y desapareció tras la puerta.
Dayan salió al pasillo. Los dos guardias de palacio que deberían estar
allí apostados, habían desaparecido. Un gruñido de rabia salió de su garganta.
No debería haber confiado en nadie más que en sus propios hombres, aunque
eso supusiera una ofensa para el gobernador.
Volvió al interior y tiró furiosamente del cordón que avisaría que
necesitaba un criado. Este apareció al cabo de pocos minutos, y palideció
cuando vio el espectáculo que había ante sus ojos.
—¿Señoría? —La voz del criado, temblorosa y titubeante, era un claro
indicador del miedo que Dayan inspiraba en aquel momento.
—Corre al cuartel y diles a mis hombres que muevan el culo; los
necesito aquí inmediatamente.
El criado abandonó la habitación a la carrera, después de inclinarse en
una reverencia. Dayan oyó el ruido de los pies del hombre patear el suelo con
rapidez.
Estaba furioso y tenía ganas de cortar algunas cabezas, pero no podía
culpar a nadie más que a sí mismo de su falta de previsión.
Estaba seguro que Ayoan había sobornado a los guardias de su puerta
para que se largaran. Lo que no entendía era qué buscaban los ladrones: ¿el
documento que había firmado? ¿De qué iba a servirle?
Miró hacia el mueble donde había varias botellas con licores, un regalo
gentileza del gobernador. Tenía la garganta seca y pensó que le vendría bien
tomar un trago de algo fuerte, pero desistió. No era el momento.
Cogió la candela que uno de los ladrones había dejado al lado para
encender las lámparas que había en la habitación, y entonces se dio cuenta de
un pequeño detalle: una de las botellas estaba destapada, y el tapón
permanecía posado cuidadosamente a su lado. Uno de los ladrones había
estado allí cuando él irrumpió en la habitación, sorprendiéndolos.
Frunció el ceño. Aquel hombre, ¿estaba a punto de tomar un trago? Lo
dudaba.
Cogió la botella abierta y la olió. No se percibía ningún olor extraño. La
volvió a dejar en su lugar, encendió las lámparas, y se puso a registrarlo. En el
bolsillo tenía una botellita de cerámica bien cerrada.
Erinni apareció en ese momento, cruzando la puerta. Miró hacia su
marido, que estaba arrodillado al lado del hombre muerto y sostenía en su
mano un frasco.
—¿Sabes qué es esto? —le preguntó mirando hacia ella.
Se levantó y fue hacia ella para que no tuviera que caminar pisando el
charco de sangre que se había extendido sobre la alfombra, y se lo entregó.
Ella abrió el frasco y lo olió.
—Acércame un vaso de cristal —le pidió.
Cuando Dayan se lo dio, ella vertió unas gotas del líquido que había
dentro del frasco, lo levantó y miró a trasluz. Abrió los ojos con consternación.
—Es jahara —murmuró de forma casi inaudible. Dayan frunció el ceño
—. Extracto de la flor del inframundo —explicó—. Un veneno muy poderoso y
difícil de conseguir.
—¿Estás segura?
—Completamente. Es un veneno muy especial, que no tiene una acción
inmediata y se amolda al cuerpo que lo ingiere. Si eres una persona sana ataca
al corazón, pero lo hace lentamente, y al cabo de los días mueres de un ataque.
Si estás enfermo, ataca directamente la parte débil de tu cuerpo, con lo que la
muerte se suele atribuir a un progreso normal en la enfermedad que se
padece... Y solo es necesario una pequeña dosis.
—Ese cabrón iba a envenenarnos. Y por eso estaban revolviendo a ver
si encontraban el documento que Ayoan firmó. Con nosotros dos muertos, no
le iba a ser difícil demostrar que el permiso que está en los archivos de la
escuela son falsos, y reclamar tu herencia. Hijo de puta. Lo mataré por esto.
En aquel momento entró el capitán de la escolta que los había
acompañado hasta Niam. Miró a los dos hombres en el suelo y ahogó una
maldición.
—¿Señoría?
—Despierta a este —dijo señalando al ladrón que había dejado
inconsciente—. Tengo que interrogarlo minuciosamente.
No había pasado ni media hora, cuando Dayan, seguido de su escolta y
acompañado por su esposa, irrumpían en las estancias privadas del
gobernador.
El hombre salió de su dormitorio hecho una furia, atraído por los gritos,
y en cuanto puso un pie ante Dayan, este empujó al suelo al ladrón que había
sobrevivido.
—¿Es así como en Niam tratan a sus huéspedes importantes?
¿Enviando asesinos a sus dormitorios?
El rugido de Dayan, unido a su rostro desencajado, los músculos tensos
por la ira y, sobre todo, por los restos de sangre que lo salpicaban, hizo
empalidecer al gobernador.
—¿Señoría? —dijo, indeciso, mirando de Dayan al hombre tirado a sus
pies, que gemía de dolor, y que tenía evidencias físicas de haber sido
torturado.
Dayan le dio una patada a su prisionero, que gritó y se hizo un ovillo
sollozante.
—Cuéntale a Su Excelencia lo que me has contado a mí, bastardo —
exigió con un gruñido.
El hombre, entre balbuceos y sollozos, explicó cómo el Ilustre Ayoan le
había contratado para verter el veneno en los licores de Dayan, y para buscar
un documento entre sus pertenencias.
El gobernador se fue poniendo cada vez más colorado con cada palabra
que el ladrón pronunciaba, hasta que la ira lo hizo estallar.
—¡Guardias! —ordenó a sus hombres que estaban allí presentes—. ¡Id a
casa de Ayoan ahora mismo, y traedlo hasta aquí! ¡A rastras si es necesario!
Después, se deshizo en disculpas ante Dayan, asegurándole que el peso
de la ley caería sobre Ayoan, que al fin y al cabo no era más que un burócrata
innecesario, mientras que el general era un hombre absolutamente
imprescindible para el Imperio. Añadió un montón de alabanzas exageradas
mientras aleteaba con las manos, obviamente nervioso por las consecuencias
políticas en que podría verse envuelto si la noticia de lo ocurrido llegaba hasta
Ciudad Imperial.
Dayan permaneció impasible, con su esposa al lado. Erinni intentaba
mantenerse serena a pesar de las circunstancias, comportándose con altivez,
mirándolo todo por encima de la nariz, y manteniendo la barbilla levantada en
un gesto típico orgulloso.
Media hora más tarde, los guardias regresaron llevando a Ayoan
escoltado.
En cuanto echó un vistazo a la habitación y vio apaleado en el suelo al
hombre que había contratado, dejó ir un grito de rabia y, cogiendo por
sorpresa al guardia que tenía a su lado, le robó la espada corta del cinto y
arremetió contra Dayan.
Erinni lo vio, e instintivamente se puso en la trayectoria de la espada
para escudar al hombre que amaba, mientras sacaba el puñal en un acto reflejo
y levantaba el brazo para protegerse.
El acero cantó. Hubo gritos. Otros desenvainaron sus armas y la sangre
salpicó los aposentos privados del gobernador.