CAPÍTULO UNO

DAYAN abrió los ojos y su primer impulso fue levantarse de la

cama. El dolor que sentía por todo el cuerpo lo hizo retroceder muchos años

hasta la época en que era un huérfano en el templo de Garúh, cuando las

pequeñas indisciplinas se pagaban con brutales palizas. Tardó un segundo en

darse cuenta que de todo aquello había pasado mucho tiempo.

Una cálida mano se posó sobre su hombro y lo obligó a volver a

acostarse.

—No tan rápido, machote —dijo con sorna una voz femenina.

Erinni estaba allí a su lado. ¿Qué hacía la sanadora allí? ¿Y por qué lo

miraba con cara de preocupación?

—¿Te acuerdas de algo, Dayan? —le preguntó con una sonrisa indecisa.

Dayan entrecerró los ojos y la miró fijamente.

—¿Qué tengo que recordar?

—El motivo por el cuál estás postrado en cama.

Dayan cerró los ojos y los cubrió con el antebrazo, forzándose a dejar

de mirarla para poder concentrarse, algo que era imposible mientras tuviera

ante él el rostro de Erinni. Esta mujer morena lo dejaba sin aliento con una

sola mirada.

Los recuerdos volvieron poco a poco. Kayen, el gobernador de Kargul,

había sido reclamado en Ciudad Imperial y había tenido que partir. Kisha, la

esclava de la que se había enamorado como un tonto, había oído una

conversación entre Yhil, el senescal de palacio, y la princesa Rura, esposa de

Kayen: en ella confesaban haber enviado a un asesino para que lo matara.

Kisha había sido apresada y encerrada en una mazmorra, pero no antes

que pudiera enviar un mensaje a Dayan avisándole del peligro. Dayan había

rescatado a Kisha y la había escondido, dejándola al cuidado de Erinni, ya que

la habían torturado. Pero Yhil descubrió dónde estaba y al intentar protegerla,

Dayan resultó herido de gravedad.

Lo último que recordaba ver, era el rostro de Kayen inclinado sobre él.

—Yhil casi acaba conmigo —dijo avergonzado. Para un guerrero

orgulloso como él, admitir una derrota no era nada fácil.

—Tuviste mala suerte.

—La suerte no tiene nada que ver con esto —replicó Dayan con

irritación.

—La suerte tiene que ver con todo —contraatacó Erinni dulcemente—.

Ni siquiera los dioses pueden controlarlo todo, Dayan. No pretendas poder

hacerlo tú.

Dayan se removió inquieto en la cama y la miró de soslayo. Erinni se

rio con suavidad al verlo comportarse como un niño malhumorado, y se sentó

en la cama a su lado.

—¿Y Kayen y Kisha? —preguntó él, queriendo cambiar de tema.

—Ambos están bien. Y antes que lo preguntes, Yhil está encerrado en

una mazmorra, y la princesa Rura, confinada en sus aposentos.

—Bien.

No dijeron nada durante unos segundos, mirándose en silencio. Ella

esperaba más preguntas, y él se deleitaba saboreando la belleza morena de esta

mujer. Erinni tenía las manos sobre el regazo y se rascaba inconscientemente

el dedo pulgar.

—Es hora de mirar tu herida —dijo finalmente, incómoda por la mirada

escrutadora de él.

Dayan le devolvió una sonrisa traviesa; había cambiado de registro y

había emergido el Dayan seductor que hacía que en el estómago de Erinni

aletearan colibrís.

Desde el mismo instante en que lo había visto por primera vez, en el

patio de armas de palacio atendiendo a un soldado herido, supo que aquel

hombre iba a traerle muchos problemas para su salud mental.

Era guapo como solamente un guerrero podía serlo, con hombros

anchos, espalda poderosa y brazos enérgicos. Llevaba las piernas siempre

enfundadas en unos pantalones de cuero que se pegaban como una segunda

piel, y las tenía ligeramente arqueadas, probablemente a consecuencia de

todos los años que había vivido a caballo. Normalmente llevaba el pelo negro

recogido en una trenza, pero durante las horas que había estado inconsciente

ella se había entretenido deshaciéndosela para que estuviera más cómodo, y

ahora se desparramaba sobre la almohada, acentuando considerablemente su

atractivo sexual.

La miraba con sus ojos verdes como el jade y una sonrisa torcida, como

si estuviera burlándose de ella. Erinni bajó la sábana hasta dejar al descubierto

el vendaje y pasó las manos con suavidad sobre los abdominales para retirar

con cuidado la tela que cubría la herida.

La piel de Dayan se estremeció con su contacto y dejó ir un casi

inaudible suspiro que la sorprendió.

—No voy a hacerte daño —le dijo con ternura interpretando mal la

reacción de él. Dayan se envaró, sintiéndose ofendido.

—No me asusta un poco de dolor, hechicera. Estoy acostumbrado a él.

—Mantuvo la sonrisa incólume, disimulando la molestia que sintió al creerle

ella un pusilánime. Teniendo en cuenta las cicatrices que había visto en su

espalda, a Erinni no le costó creer esa afirmación—. ¿Cuánto tiempo he estado

inconsciente?

—Tres días. Habías perdido mucha sangre, aunque afortunadamente la

daga no alcanzó ningún órgano vital. ¿Tienes hambre?

Dayan lo pensó mientras la observaba manipular la herida descubierta.

La limpió con delicadeza y volvió a aplicarle el ungüento para evitar que se

infectara.

—¿Y bien?

—No tenía hasta que lo mencionaste, pero ahora me siento famélico. Y

muerto de sed.

Ella se rio y su risa sonó a oídos de Dayan como los cascabeles con los

que adornaban las crines de los caballos cuando entraban triunfantes en

Ciudad Imperial después de una victoria. Cuando se levantó de la cama para ir

hasta la mesa y llenarle un vaso de agua, él se deleitó con el balanceo de sus

caderas voluptuosas.

Desafortunadamente para él, Erinni vestía una falda larga de tela vasta

que le llegaba hasta los pies, y un corpiño cerrado hasta el cuello con mangas

abullonadas que le llegaban hasta poco antes del codo. Teniendo en cuenta las

altas temperaturas que había durante el día en Kargul, debía pasar mucho calor

con toda aquella ropa encima.

Se la imaginó ataviada como una de las esclavas de Kayen, el

gobernador, con tules casi transparentes y mucha pedrería. Su polla se tensó

bajo las sábanas y emitió un gemido sordo. Con esas caderas tan exquisitas,

sus abundantes pechos y la piel morena casi dorada, traería de cabeza a la

mayor parte de la población masculina de palacio.

—¿De dónde eres? —le preguntó mientras se incorporaba para poder

beber sin derramar el agua—. Es evidente que no eres de Kargul. Las mujeres

de aquí no visten como tú.

Erinni se tensó ante la pregunta. ¿Por qué Dayan quería saber su

procedencia? Durante un segundo estuvo tentada de decírselo, pero el buen

juicio acudió en su ayuda.

—De aquí y de allá. He vivido en muchos sitios en los últimos años.

No era mentira, pero tampoco toda la verdad. Durante los últimos trece

años había estado huyendo de su tutor, pero no iba a confesarlo.

Dayan bebió, y ella regresó el vaso a su lugar. Después se encaminó a la

puerta mientras decía:

—Voy a la cocina a buscarte algo para comer. Vuelvo en seguida.

Cuando Erinni salió, Dayan empezó a pensar en Kayen. El gobernador,

enamorado. Y de una esclava. Estando casado con una princesa, nieta del

Emperador, que además lo había traicionado enviándole un asesino para

acabar con su vida.

No, no envidiaba a Kayen en absoluto. Las decisiones que se vería

obligado a tomar no iban a ser precisamente fáciles.

Por eso Dayan no se había casado nunca, ni tenía intención de hacerlo.

Las mujeres, en su mayor parte, eran traicioneras; eso lo había aprendido

siendo todavía un niño. Que tu propia madre intente venderte a un tratante de

esclavos cuando aún no has cumplido los ocho años, es algo que a cualquiera

lo dejaría tocado en ese aspecto.

Para Dayan, las mujeres estaban para pasar un buen rato y después, si te

he visto no me acuerdo. Por eso aprovechaba el hecho de tener vía libre al

harén de Kayen. Las mujeres que allí vivían sabían qué se esperaba de ellas, y

qué podían esperar a cambio, y nunca eran ni palabras de amor ni promesas de

matrimonio.

Matrimonio. La sola palabra producía en Dayan un efecto de repulsa,

como el vómito de un borracho, y por eso huía como de la peste de todas las

mujeres supuestamente decentes y solteras, pues lo que esperaban de un

hombre como él cuando las cortejaba, era una boda, y todas tenían detrás una

familia llena de hombres que velaban por ellas.

Erinni entraba en ese saco, y aunque no tuviera familia en Kargul, con

toda probabilidad la tendría en su lugar de procedencia. Además, era una

sanadora errante, y de su cuello colgaba el medallón que la identificaba como

discípula de Leigheas, el dios de la medicina y la curación, una joya que la

protegía tan eficazmente como una espada, pues hasta los más depravados le

temían al dios de las enfermedades. Todo el mundo sabía que aquél que se

atreviera a atacar a alguno de sus hijos o hijas, vería terminar su vida de una

forma rápida y espantosa.

Pero... por Garúh, la muchacha era hermosa y despertaba en él los

instintos más básicos.

Siempre que la miraba no podía evitar imaginarla desnuda, en una

cama, debajo de él (o encima), gritando de placer. Era una visión que se

repetía una y otra vez; e incluso en momentos como aquel, en que estaba

convaleciente en una cama sin fuerzas siquiera para ponerse en pie, su polla se

reafirmaba en su obsesión y se levantaba firme y dispuesta a jugar.

Quizá debería aprovechar el rato que Erinni tardaría en regresar y

hacerse una buena paja. Estaba dolorido, y no sólo por la herida, pero esa idea

voló de su cabeza cuando la puerta se abrió y entró Kayen.

—Ni se te ocurra intentar levantarte —le espetó el gobernador cuando

Dayan intentó hacer eso precisamente. El herido se dejó caer de nuevo en la

cama, de la que se había incorporado levemente, emitiendo un gruñido.

—No estoy muerto —protestó.

—Pero te ha faltado poco, hermano —replicó Kayen mirándolo con una

pizca de ternura que desapareció rápidamente. Al fin y al cabo eran hombres y

guerreros: no se andaban con ternuritas entre ellos.

—Al infierno me hubiera ido con gusto por haber permitido a Yhil

apuñalarme como a un idiota. Debí haberme imaginado que alguien como él

llevaría un arma escondida.

—Pues yo me alegro que sigas vivo, así que déjate de decir estupideces.

Todos cometemos errores. Yo debí haberme imaginado algo cuando Rura me

suplicó que no me llevara a Kisha.

Cuando Kayen recibió la orden desde Ciudad Imperial de dirigirse allí

de inmediato, pensó en llevarse a su esclava Kisha con él, pero Rura, su

esposa, le suplicó que no lo hiciera, alegando lo humillante que sería para ella.

Lo quería en la cama a solas cuando el asesino que había contratado fuera a

por él en la oscuridad de la noche.

—Las mujeres nunca son de fiar —sentenció Dayan.

—No todas, hermano. Kisha ha demostrado con creces serme leal.

Después de la marcha de Kayen, Kisha había oído hablar a Yhil, el

senescal de palacio, con Rura, y ambos se jactaban del plan de traición que

habían puesto en marcha. La esclava a duras penas consiguió enviar un

mensaje a Dayan para que avisara al gobernador del complot que se había

puesto en marcha, y hacerlo casi le había costado la vida.

—La excepción que confirma la regla —refunfuñó Dayan—. Y tú

mismo pensabas como yo hasta hace unos días.

—Hasta hace unos días no sabía lo que era estar enamorado.

A Dayan se le hacía muy extraño oír a su amigo hablar así.

—¿Qué piensas hacer ahora?

Kayen se encogió de hombros, despreocupado.

—Voy a repudiar a Rura, por supuesto. Y cumpliré mi amenaza de

enviarla al monasterio de las Hermanas Entregadas.

—¿Y si a su padre no le parece bien?

El rostro de Kayen se oscureció profundamente.

—Entonces tendremos un verdadero problema.

Cuando Erinni regresó al dormitorio de Dayan, el gobernador estaba

allí. Ambos hombres hablaban de algo que era evidente que no querían que

nadie supiera, pues se callaron en cuanto ella entró.

—Excelencia —saludó a Kayen haciendo una leve genuflexión y

agarrando con fuerza la bandeja que llevaba en las manos.

—Sanadora —correspondió él.

Erinni entró decidida y dejó la bandeja sobre la mesita que había al lado

de la cama. Dayan tenía que comer para recuperar las fuerzas, y no iba a

permitir que la presencia de ese hombre tan intimidante la apartara de sus

obligaciones.

Ayudó a Dayan a incorporarse en la cama y le puso varios almohadones

en la espalda, ahuecándolos antes enérgicamente. Él se tensó con su contacto,

y Erinni pensó que había sido de dolor.

—Lo siento —le dijo y él le devolvió la sonrisa.

—No pasa nada.

En realidad el dolor que sentía no era en el costado. Tenerla tan cerca

había vuelto a poner en solfa la erección que se había ido deshinchando al

hablar con Kayen. El olor de su pelo era a hierbas refrescantes y a tierra

mojada, y cuando le rozó el hombro con sus pechos no pudo evitar tensarse de

anticipación.

Cerró los puños con fuerza, recordándose que Kayen estaba presente y

que Erinni no era el tipo de mujer tras el que corría. De otra forma, ya la

tendría en la cama desesperada por su toque.

—Tú eres la sanadora que cuidó de Kisha.

—Sí, Excelencia —contestó Erinni mientras ponía delante de Dayan la

bandeja. Intentó darle de comer, pero él la fulminó con la mirada mientras

agarraba con resolución el bol con la sopa y la cuchara. Ella se resignó a tener

las manos desocupadas y se giró hacia el gobernador, que la miraba con

curiosidad.

—¿En qué escuela te graduaste?

—En Bató, excelencia.

—Eso está muy lejos de Kargul. ¿Por qué has venido hasta aquí para

ejercer tu talento?

“Porque vine huyendo de mi tutor, que quiere imponerme un

matrimonio que me resulta repugnante”.

—Las sanadoras vamos allá donde somos más necesarias, excelencia.

Demasiado tarde se dio cuenta que sus palabras podrían interpretarse

como un reproche, incluso ser insultantes. Kayen era el gobernador de Kargul,

y sobre sus espaldas recaía la responsabilidad de gestionar los recursos de la

provincia, incluida la salud de sus habitantes.

—Toda ayuda es bienvenida, sanadora. —Erinni respiró tranquila.

Kayen no se lo había tomado a mal—. Y estoy en deuda contigo por lo que

hiciste por Kisha. ¿Hay algo que pudiera hacer por ti?

Erinni se atrevió a mirarlo a los ojos por primera vez, y vio sinceridad

allí. Realmente quería recompensarla.

—Sí hay algo, Excelencia. En mis días libres acudo a ayudar en un

pequeño hospital que hay en el barrio norte. —Al oír esas palabras, las manos

de Dayan se cerraron con fuerza. El barrio norte era el más pobre y peligroso

de la ciudad; estaba plagado de prostíbulos, casas de juegos u tabernas de mala

muerte, y era donde se escondían los delincuentes más peligrosos—. Está

ubicado en unas antiguas caballerizas que se están cayendo a pedazos, y nos

faltan camas, sábanas y toda clase de utensilios. Su generosidad en forma de

donativo sería muy bien recibida.

Kayen la miró y sonrió ante la valentía y el altruismo de esta mujer.

Podría haberle pedido cualquier cosa para ella misma, pero lo hacía para

beneficio de otros a los que ni siquiera conocía.

Asintió con la cabeza.

—Me ocuparé de ello.

—Gracias, Excelencia.

—Y tú procura descansar, Dayan. Vendré a verte más tarde.

Erinni hizo una genuflexión cuando el gobernador abandonó la

habitación. Se giró y se encontró con la mirada furibunda de Dayan.

—¿Estás loca, mujer? —le preguntó—. ¿El barrio norte? ¿Sabes lo

peligroso que es?

Erinni cogió el medallón que colgaba de su cuello y que la señalaba

como sanadora de Leigheas, el dios de la medicina, y lo levantó para que

Dayan pudiera verlo con claridad.

—Esto me protege —afirmó con rotundidad.

—Un medallón no te protege de nada.

—En eso te equivocas, machote. Todo el mundo en el Imperio nos

reverencia como dadoras de vida, incluso los asesinos. Ninguno se atrevería a

atacar a una sanadora.

—¿De veras crees que si alguien decide atacarte, un simple medallón lo

detendrá?

Dayan parecía incrédulo ante esa afirmación, y habló con una

condescendencia que a Erinni la puso de los nervios.

—No solo lo creo, sino que ya ha sucedido. ¿De veras crees que en mi

camino hasta aquí, no he pasado por ninguna dificultad?

—Los caminos del Imperio son seguros. Kargul es diferente. Hay

núcleos rebeldes que...

—Que también son heridos y caen enfermos. Nos necesitan. Y en esta

provincia no es que abunden médicos y sanadoras. Nunca matarían a alguien

como yo.

—Quizá no —le concedió—. Pero matarte no es lo único que pueden

hacerte. ¿Secuestrarte? Eso sería mucho más probable. ¿Cuánto crees que

pagarían por alguien como tú en las zonas que no están gobernadas por el

Imperio? Una sanadora con tus capacidades, y que además es hermosa.

Erinni lo miró, derritiéndose involuntariamente. “Que además es

hermosa”. ¿Dayan pensaba que era bonita? ¿Por qué eso hacía que le

temblaran las rodillas, le sudaran las manos, y sintiera una extraña inquietud

en la parte baja de la barriga?

Carraspeó, intentando ganar algo de tiempo para recuperarse del aleteo

en el estómago y de las furiosas palpitaciones de su corazón.

—No irás más al barrio norte sola, Erinni. Eres una sanadora de palacio.

A partir de ahora, yo te acompañaré.