CAPÍTULO CATORCE

EL palacio de Marún era muy distinto del de Kargul. Para empezar, era

más pequeño y oscuro, y no estaba rodeado de jardines. No había grandes

ventanales, ni majestuosas escaleras, y en lugar de mármoles y sedas, los

suelos eran de madera, y las cortinas, de tupida lana.

Incluso los baños privados eran más rústicos.

En Kargul eran piscinas preciosas, con agua caliente que llegaba de las

termas subterráneas sobre las que estaba construido el palacio. En Marún, una

bañera que los criados tuvieron que llenar transportando agua calentada en las

cocinas.

Así y todo, Erinni agradeció poder sumergirse y quitarse todo el polvo y

la suciedad que había acumulado durante días y días de viaje.

Estaba relajada, sumergida en el agua, cuando Dayan entró y empezó a

quitarse la ropa para meterse en el agua con ella.

—Échate hacia adelante, hechicera —le dijo, y cuando le obedeció, se

metió en la bañera detrás de ella, sentándose.

Erinni se echó hacia atrás en cuanto él hubo entrado en el agua, y apoyó

la cabeza en su pecho.

—¿Nos iremos por la mañana temprano? —le preguntó mientras él

empezaba a frotarle los brazos.

—No —contestó ensimismado con lo que estaba haciendo—. Nos

quedaremos un par de días aquí. El kahir se ha empeñado en celebrar una

fiesta en nuestro honor mañana por la noche.

Erinni bufó, nada entusiasmada con la idea.

—¿En serio? ¿Y tenemos que asistir? Preferiría seguir viaje.

Dayan la abrazó y apretó contra su pecho mientras hundía la nariz en su

pelo.

—Lo sé, hechicera. Pero uno de los inconvenientes de ser la mano

derecha de uno de los generales más temidos del Imperio, es que todo el

mundo quiere agasajarme. —Se quedó en silencio un momento antes de

continuar, pensando si decírselo todo. Al final decidió que sí—. La verdad es

que estas estúpidas fiestas son la única forma que tienen cierto tipo de

personas de sentirse... superiores. —Suspiró—. Verás, Kayen, Faron, Lohan y

yo tenemos cierta fama entre la aristocracia.

Erinni se giró para poder verle el rostro, y como no estaba cómoda con

el cuello retorcido, decidió darse la vuelta y sentarse a horcajadas encima de

él, quedándose así cara a cara.

—Nena... —susurró él—. Si sigues así voy a ocupar mi boca en otras

cosas, y no será hablando precisamente.

Empezó a recorrer su cuello con los labios, repartiendo besos sobre su

piel.

—Ya sé que tenéis gran fama como guerreros indómitos y feroces —

murmuró Erinni mientras echaba la cabeza hacia atrás para facilitarle la tarea a

Dayan.

—Y de brutos incultos, también. —dijo entre beso y beso—. De no saber

comportarnos en ese tipo de ocasiones. Todos creen que ni siquiera sabemos

qué cubiertos debemos usar en la mesa.

Erinni le cogió el rostro con las manos y lo obligó a dejar los besos para

más tarde y a mirarla.

—Pero eso no es cierto.

—No, pero ellos creen que sí. Y piensan que será muy divertido ponernos

en situación de quedar en ridículo.

—Eso es cruel. —Dayan se encogió de hombros e intentó seguir con su

preciosa tarea de cubrir de besos la piel de Erinni, pero ella se lo impidió—. ¿Y

por qué querrían hacerlo?

—Porque nos tienen miedo. —Viendo que ella lo miraba con la

incredulidad dibujada en el rostro, se resignó a dejar de besarla y se echó hacia

atrás, apoyando la espalda en la bañera—. Los aristócratas y políticos del

Imperio, saben que nosotros, los guerreros, somos las columnas sobre la éste

que se sustenta. Mantenemos los caminos limpios de bandoleros y asaltantes,

hacemos que las fronteras sean seguras, mantenemos el orden y la paz. Es

gracias a nosotros que el comercio es tan fluido, y que los grandes señores de

piel pálida pueden darse el lujo de vestirse con sedas y adornarse con joyas.

La unidad del Imperio depende de nosotros, por lo que nos necesitan, y se ven

obligados a ensalzarnos a pesar de despreciarnos. Y como no pueden

desairarnos abiertamente, organizan este tipo de eventos para poder hacerlo de

forma solapada —terminó encogiéndose de hombros—. Pero ya estamos

acostumbrados. En realidad, hasta nos divierte.

—Estúpidos ególatras, presuntuosos y envanecidos —exclamó Erinni,

totalmente indignada por Dayan—. Les golpearía con una vara en las piernas.

Dayan estalló en risas mientras ahuecaba las mejillas de ella con las

manos, atrayéndola hacia él hasta poder besarla en la boca.

—Mi dulce hechicera —susurró contra sus labios—. Me gusta que te

enfurezcas por mí. No sabes cómo me pone...

Erinni deslizó una de sus manos entre los dos, dejándola resbalar por su

abdomen hasta llegar a la ingle y acariciar su polla.

—¿En serio?

—Mmmm... —Suspiró, cerrando los ojos.

—Mi capitán, tú te pones hasta con un parpadeo.

—Sí, si eres tú la que agita las pestañas, hechicera. Mi polla se altera solo

con que respires.

Erinni tembló ante el tono bajo y seductor de su voz, le atravesó el

cuerpo y le tensó el sexo. Los pechos se hincharon y los pezones se le

endurecieron de anticipación. Todo su cuerpo se ruborizó.

Dayan movió las manos, utilizando el dorso de las manos para

acariciarla, dejando un rastro de fuego sobre los pechos que subían y bajaban.

La miró con ojos soñolientos y una sonrisa torcida cruzó su rostro.

—Hechicera... —susurró antes de introducir un pezón en su boca y

morderlo suavemente.

Erinni gritó y arqueó la espalda, aferrándose a los hombros de su

guerrero mientras frotaba el pubis contra la dura polla.

—Me gusta verte desnuda, —susurró separando los labios de los pezones

con los que había estado jugando—. Jadeante, mojada de deseo y ansiosa por

tener mi polla en tu interior. ¿Estás ansiosa, hechicera?

Erinni se preguntó si alguna vez había deseado algo tanto, y la respuesta

era un rotundo no. Él la volvía loca de deseo, y en sus manos se convertía en

arcilla, tan maleable como cera fundida. ¿Ansiosa? La palabra se quedaba

corta para describir cómo se sentía.

Por toda respuesta, incapacitada para pronunciar un solo vocablo,

deslizó una de sus manos por el amplio pecho y el musculoso abdomen, hasta

llegar a la endurecida polla, prisionera entre sus muslos. Se alzó levemente, lo

justo para que su mano cupiera y pudiera agarrarla para guiarla hasta donde

aquel vigoroso miembro pertenecía: dentro de su coño.

Dayan siseó de placer al sentir las apretadas paredes vaginales

oprimiendo su pene, mientras se introducía poco a poco. Bajó una mano y le

rozó el clítoris con los dedos. A ella se le detuvo el aliento cuando trazó un

círculo justo donde más lo necesitaba, pero con demasiada suavidad para

lanzarla por el borde.

—Dayan, por favor —gruñó en protesta. Estaba tan a punto, tan cerca.

Él le cubrió los labios con un beso duro. Erinni le rodeó el cuello con

los brazos y se aferró a él como si en ello le fuera la vida, mientras se movía

arriba y abajo con rudeza, desesperada por llegar al orgasmo.

Las manos de Dayan recorrieron su cuerpo, deteniéndose en las caderas.

Le ardía la piel con su contacto, hormigueándole por allí donde sus dedos

pasaron. Bebió de su apasionada boca, deseando que aquel momento no

terminara jamás. Fundirse, hacerse una con él, buscar un rinconcito en su

corazón y construirse allí un hogar, un lugar cálido y acogedor en el que

sentirse siempre a salvo.

Dayan cogió sus nalgas y empezó a impulsarse contra ella con más

fuerza, bombeando en su interior. Con cada brusco movimiento se resbalaba

en el interior de la bañera, pero no fue consciente de ello. Solo existía Erinni y

su dulce coño, tan apretado alrededor de la polla, exprimiéndolo

implacablemente, exigiéndole más y más de sí mismo.

Erinni convulsionó en un orgasmo extasiado, y Dayan se tragó su grito,

profundizando más el interminable beso mientras la seguía en una explosión

que le hizo ver luces detrás de los párpados cerrados.

Horas después, el amanecer sorprendió a Dayan despierto. Tumbado de

lado sobre la cama, reposaba la cabeza sobre una mano y los ojos fijos en el

apacible rostro de Erinni, que aún dormía.

Trazó una suave caricia en su mentón con las yemas de los dedos, desde

el nacimiento debajo de la oreja hasta la barbilla.

No podía dejarla escapar. Ahora se daba cuenta que su vida había estado

sumida en la oscuridad hasta que la conoció, y que su aparición la había

llenado de luz, haciendo que lo viera todo de forma muy diferente. No sabía

qué iba a hacer si ella se empeñaba en apartarse de él cuando pasara el peligro.

Tenía que enamorarla pero, ¿cómo? Llegaría un momento en que el

sexo que compartían no sería suficiente para mantenerla a su lado. Erinni era

del tipo de mujer que necesitaba mucho más de un hombre, algo que él se

esforzaría en darle aunque no sabía si sería capaz.

Su relación con las mujeres se había limitado durante toda su vida a la

cama... bueno, al sexo, algo que no implica una cama necesariamente, como

ya le había demostrado en varias ocasiones. No sabía relacionarse con ellas de

otra manera. Escuchar su interminable parloteo, hacer gala de una sensibilidad

que no poseía, fingir preocupación por cosas que le importaban una mierda

para hacerlas felices.. todo eso no iba con él.

La sorpresa llegó cuando se dio cuenta que con Erinni no tenía que

esforzarse, porque todo lo que a ella la preocupaba, a él lo afectaba; lo hacía

sentir unos remordimientos que habían apagado en su niñez a base de castigos

y palizas durante su entrenamiento en el templo, y escucharla hablar, incluso

de tonterías que no tenían importancia, lo fascinaba.

Quizá era el sonido de su voz, que lo acariciaba como una pluma; o la

energía que desprendía cuando hablaba de las injusticias y de cómo

corregirlas; o la mirada tan pícara que brillaba en sus ojos cuando le contaba la

multitud de travesuras que había hecho de niña.

Lo cautivaba su voz, incluso cuando le gritaba enfadada.

Se miró las manos, abatido. ¿Qué probabilidades tenía que una mujer

como Erinni se enamorara de él? Prácticamente ninguna. Era un guerrero. Con

sus manos dañaba, mataba, causaba dolor y muerte. Erinni sanaba con las

suyas, se desvivía por eliminar el dolor, tanto de los cuerpos como de las

mentes de sus pacientes. No había dos personas más distintas que ellos. Y sin

embargo, la amaba con toda su alma, tanto, que era capaz de cualquier cosa

por ella, incluso morir.

Llegó la noche, y con ella, la cena de gala y el baile.

Erinni había pasado el día descansando en sus aposentos, aprovechando

las horas muertas para hacer el vago en la cama, mientras Dayan había ido

hasta los barracones donde estaban sus hombres para comprobar que estaban

siendo atendidos adecuadamente, y que no necesitaban nada.

Después de comer, hicieron una breve siesta, y a media tarde acudieron

dos doncellas con ropa de fiesta cedida por la esposa del kahir (Erinni no

llevaba nada adecuado en sus alforjas), y la ayudaron a prepararse para el poco

deseado baile al que estaban obligados a acudir.

Cuando Dayan la vio por primera vez vestida como una dama de la

corte, con un largo kimono de seda roja ribeteada en negro y dorado, que

llevaba un precioso colibrí bordado en la espalda con varios tonos de verde

brillante, sujeto a la cintura con un estrecho obi del mismo color que el ribete,

y su salvaje pelo rizado recogido, con varios mechones rebeldes que le caían

graciosamente por la frente, perdió el aliento durante un instante.

—Estás preciosa.

—Gracias —murmuró Erinni ruborizándose al ver la intensa mirada de

Dayan—. Pero la verdad es que esto es un poco incómodo —sacudió

ligeramente las mangas, sonriendo—. Las meteré en la sopa y verás que risa.

Dayan se acercó a ella y le cogió el rostro con las manos, acariciándola.

—Si alguien se atreve a reírse de ti, le cortaré la cabeza —susurró contra

sus labios, para besarlos ligeramente después.

Erinni lo miró enarcando una ceja.

—Espero que no. Algo así retrasaría indefinidamente nuestro viaje, y eso

sería un engorro.

Dayan dejó ir un suspiro inaudible.

—Supongo que sí, pero me quitas toda la diversión, hechicera. Debes

tener muchas ganas de deshacerte de todos estos hombres molestos que

estamos en tu vida —bromeó, aunque la idea no le hacía puñetera gracia.

Erinni pasó las palmas de las manos por el pecho de Dayan, y le dirigió

una sonrisa coqueta.

—De todos menos de uno. Hasta el momento, estar casada contigo está

resultando ser bastante divertido.

Dayan soltó el aliento sin ser consciente hasta aquel momento que lo

había retenido, esperando la réplica de su mujer. Así que estar casada con él no

le parecía tan malo, después de todo. Era más de lo que había esperado. Y sus

manos acariciándolo distraídamente por encima de la ropa, le estaban

despertando la libido con mucha rapidez.

—Si sigues acariciándome así, voy a mandar a tomar por culo la fiesta, y

nuestros anfitriones se sentirán muy ofendidos —susurró contra su oído.

—Y eso... ¿sería muy malo?

—Extremadamente malo.

—Pues es una verdadera pena. Me quitas toda la diversión, machote.

Erinni se separó de él haciendo un mohín y se encaminó hacia la puerta

del dormitorio. Dayan la siguió, admirando los gráciles movimientos con que

se desplazaba.

La cena transcurrió sin incidentes. Erinni, sentada delante de Dayan tal

y como mandaba el protocolo, no se cansó de admirar a su marido.

Se había vestido de forma sencilla pero elegante, sustituyendo sus

habituales pantalones de cuero por un conjunto sobrio de túnica y calzas de

seda negra, sin adornos ni bordados.

No pareció cohibido ni un solo instante, comportándose correctamente

durante toda la cena, entablando conversaciones inocuas y vanas como un

experto.

Era un hombre magnífico, en todos los aspectos. Nadie sería tan

estúpido como para tomarlo a broma, ni siquiera vistiendo todas aquellas

sedas que parecían suavizar sus músculos. Sólo con mirarle a los ojos, se

podía ver claramente que no era un hombre con el que se pudiera jugar y salir

indemne.

Después de la cena, los veinticuatro comensales pasaron al salón de

baile, e inmediatamente empezaron a llegar todos aquellos invitados que no

habían tenido la suerte de tener la categoría suficiente como para sentarse a la

mesa con el invitado de honor.

La orquesta empezó a tocar, y la pareja protagonista abrió el baile.

Pocos minutos después, la pista fue invadida por muchas otras parejas, ávidas

de divertirse, y Dayan y Erinni pudieron abandonarla sin que prácticamente

nadie se percatara.

Sin darles tiempo a reponerse, el kahir y su esposa se acercaron a ellos,

y los acompañaron en una ronda por el salón para presentarles a un montón de

gente que deseaba conocerles.

Erinni se mareó con tantos nombres, pero Dayan memorizó todos y

cada uno de ellos. Su salvaje guerrero se movía por aquellas aguas como un

tiburón: con gracilidad y contundencia, seguro de sí mismo hasta en el más

ínfimo detalle.

Las mujeres empezaron a suspirar por él y a rodearlo esperando ser

invitadas a bailar, pero Dayan sólo tenía ojos para Erinni.

A media noche abrieron la sala de juegos, y algunos hombres

abandonaron el salón de baile para poder dedicarse a los naipes. El kahir

invitó a Dayan a una partida y éste no pudo negarse, aunque abandonó a

Erinni a regañadientes, prometiéndose que sería una sola partida y volvería a

por ella.

Erinni aprovechó el quedarse sola para sentarse y descansar. Se adentró

en un saloncito adyacente al salón de baile, saludando a las pocas personas

que estaban allí. Cerró los ojos, intentando abstraerse del bullicio que provenía

del salón. Cuando volvió a abrirlos, todos los invitados que estaban allí se

habían ido, menos uno, que se había sentado delante de ella y la miraba con

intensidad.

—Es usted muy hermosa —le dijo con un susurro provocativo, y Erinni se

envaró, sintiéndose muy incómoda con el cumplido.

Los ojos del desconocido la miraron de arriba abajo, desnudándola con

la mirada, y ella se levantó como si un resorte la hubiese expulsado del sillón

en el que había estado recostada. Dio dos pasos, pero el desconocido también

se levantó y le cortó el paso.

—No tenga tanta prisa por irse. Me gustaría hablar con usted un rato.

—Pero yo no quiero hablar con usted —replicó ella, visiblemente

molesta—. He venido aquí a descansar, no a entablar conversación con un

desconocido.

El hombre emitió una risita.

—Me llamo Taumaha Commata —se presentó, haciendo un remedo de

reverencia que pareció una burla—. Y es usted la mujer más hermosa que he

visto nunca.

—Muchas gracias —contestó ella muy seria—. Ahora, si me disculpa...

Intentó pasar por su lado, pero él la cogió del codo y se lo impidió.

—Debe ser muy duro para una mujer como usted, estar casada con un

bruto como su marido.

Erinni miró la mano que la retenía y después levantó la vista hasta mirar

directamente a los ojos a Taumaha.

—Se equivoca totalmente, señor. Dayan no es un bruto, y es el mejor

marido que cualquier mujer podría soñar. Y ahora es mejor que me suelte.

Taumaha se acercó más a ella, hasta que sus cuerpos se rozaron. Erinni

tuvo la tentación de apartarse, pero sabía muy bien que a veces, mostrar miedo

era la peor reacción que podría tener si se trataba con una alimaña como la que

tenía delante.

—Si viniese conmigo, hermosa dama, podría mostrarle cómo se

comporta un amante de verdad.

—Y si no fuese un invitado en esta casa —replicó la voz dura y cortante

de Dayan— le mostraría cómo se comporta un guerrero cuando un cobarde

intenta seducir a su esposa.

Taumaha se giró. La sangre había abandonado su rostro.

—¡Señor! —intentó protestar.

Dayan dio dos pasos dentro de la habitación y el otro hombre

retrocedió, tropezando con la alfombra y cayéndose de culo en el suelo.

Erinni corrió hacia Dayan y se abrazó a su cintura. Necesitaba el

contacto de su cuerpo para tranquilizarse y tranquilizarlo. No podía permitir

que aquello fuera a más.

Dayan la rodeó con los brazos durante unos segundos, tiempo que

Taumaha aprovechó para levantarse.

—Solo... solo era una broma, caballero, se lo aseguro —intentó

justificarse.

Dayan apartó suavemente a Erinni hacia un lado. Ella intentó retenerlo

pero no lo consiguió.

—Por favor, Dayan... —suplicó. No quería que se peleara, pero él no le

hizo caso y caminó decidido hacia Taumaha, que había reculado hasta topar

con la pared.

Dayan cogió al otro hombre por el cuello con una mano y lo levantó

hasta que sus ojos quedaron a la misma altura. Lo miró intensamente antes de

soltarle un puñetazo en el estómago con la mano que tenía libre. Taumaha

gruñó de dolor y empezó a lloriquear, y Dayan lo soltó. Cayó al suelo y se

hizo un ovillo sollozante.

—No vuelvas a acercarte a mi mujer, saco de mierda, o te juro por Garúh

que te rebanaré el pescuezo. ¿Has entendido?

El otro asintió sin atreverse a levantar la cabeza para mirarlo, y cuando

Dayan sacó a Erinni de allí, siguió en el suelo un buen rato.

—Cariño, yo... —Erinni intentó contar lo que había pasado. Odiaba que la

hubiera encontrado en una situación tan ambigua que podía mal interpretar.

—Silencio, hechicera. Hablaremos cuando lleguemos al dormitorio —

contestó secamente Dayan.

Erinni tenía ganas de llorar, pero se reprimió. Volvían al salón de baile y

no quería que nadie pudiese llegar a sospechar que algo había pasado. Plantó

en su rostro la mejor sonrisa que pudo improvisar y siguió el paso a Dayan,

que caminaba con rapidez hacia donde estaba el kahir.

Una vez allí, se disculparon aduciendo que ella aún estaba muy cansada

por el viaje, y se retiraron a sus dependencias en el palacio.

Casi no había cerrado la puerta, y Dayan ya la tenía aplastada contra la

pared, aprisionándola con su propio cuerpo, comiéndose su boca con avaricia

en un beso salvaje, mientras sus manos volaban sobre el obi hasta deshacer el

lazo que lo ataba a la cintura de ella.

Abrió el quimono con violencia sin dejar de besarla, y rompió la

delicada ropa interior que la cubría como un camisón pegado al cuerpo,

dejándola desnuda y vulnerable. Le levantó una pierna y la obligó a rodearle la

cintura con ella, abriéndola a él. Con la mano libre, se bajó ligeramente los

pantalones para liberar su erección, y la penetró con rudeza, sin caricias

previas ni preparación.

Erinni cerró los puños en el pelo de Dayan, aceptando su furia,

recibiéndole en su interior sin protestar a pesar del dolor que experimentó.

Sus bocas se separaron y Dayan escondió el rostro en la curva del cuello

de Erinni. Se sentía traicionado y humillado, con el corazón destrozado.

Había llegado justo en el momento en que aquel montón de seda con

forma humana invitaba a Erinni a su cama, y ver el brillo en los ojos de ella, lo

mató.

No podía ser que desease a ese mequetrefe de tres al cuarto, a un

hombre que solo podía calificarse de tal por lo que le colgaba entre las

piernas. Un aristócrata de manos suaves como los de una mujer, incapaz de

protegerla.

La siguió embistiendo con rudeza, penetrándola hasta el fondo sin

ningún tipo de cuidado. Se sentía como un animal herido y acorralado, porque

le había entregado el corazón a una mujer que había estado a punto de

traicionarlo.

Las lágrimas pugnaron por salir, pero no se lo permitió. Hacía muchos

años que había aprendido a reprimirlas, a sonreír cuando era azotado y el dolor

le quemaba las entrañas. Las lágrimas delataban la debilidad, y un guerrero

nunca podía ser débil porque eso significaba morir.

Pero ella sí lloraba. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, y se

mordió los labios con fuerza hasta hacerlos sangrar para que los sollozos no

saliesen por su boca.

No lloraba por el dolor que sintió al principio y que había pasado, pues

aún en ese estado de furor y con sus maneras toscas, Dayan había conseguido

excitarla y se había lubricado lo suficiente. Lloraba porque con su

comportamiento, él le estaba diciendo que la creía una traidora, si no de

hecho, sí de pensamiento. El dolor que sentía estaba en su alma, porque Dayan

la había juzgado y condenado sin siquiera darle la oportunidad de explicarse.

No confiaba en ella, y nunca lo haría.

Dayan llegó al orgasmo y se apartó de ella inmediatamente, dejándola

rota e insatisfecha. No dijo nada, solo la miró mientras se derrumbaba en el

suelo envuelta con la ropa hecha jirones, y estallaba en incontrolables

sollozos. Se guardó la polla dentro de los pantalones y abandonó la habitación

sin pronunciar una palabra.

Erinni se arrastró hasta la cama, se subió a ella y se acurrucó para seguir

llorando.