CAPÍTULO DIECISÉIS

CUANDO varios días después, cruzaron por fin las puertas amuralladas de

Niam, el tiempo pareció detenerse.

Todas las preguntas que la habían atormentado durante la última parte

del viaje, perdieron importancia.

¿La había creído Dayan? ¿Dudaba aún de ella? ¿Confiaría alguna vez?

¿La amaba? ¿Por qué no le había perdido perdón por su comportamiento

injustificado? ¿Aún quería que ella pidiera el divorcio cuando todo estuviera

solucionado?

Nada de aquello fue relevante durante los minutos que tardaron en

cruzar al otro lado de la muralla y penetrar en la ciudad.

Niam olía como recordaba: a agua salina, pescado, y la brea con la que

calafateaban los barcos en el puerto.

La gente llenaba las tumultuosas calles a esas horas del mediodía, y una

nube de ropas multicolores las inundaban, revoloteando con la brisa marina

que llegaba desde el puerto.

Era tan distinta de Kargul.

La humedad era casi palpable, y aún se veían restos del rocío que por la

madrugada había empapado tejados, paredes y calles.

Dayan la miró de reojo, calibrando su estado de ánimo.

Iban acompañados por dos guardias de la ciudad, que les hacían de

guías para llevarlos con rapidez hasta el palacio del gobernador, donde se

instalarían antes de encarar el problema que los había llevado hasta allí.

—¿Estás bien? —le preguntó finalmente.

Ella lo miró y sonrió con tristeza.

—Sí, aunque un poco asustada.

—No has de tener miedo, hechicera. Todo saldrá bien.

Desde que se habían reconciliado, él había estado atento, amable y

cariñoso con ella. Por eso no entendía por qué seguía sintiendo tanto frío en el

corazón, como si se hubiera abierto una ventana y la corriente de aire se

llevara todo el calor.

Se quitó estos pensamientos de la cabeza cuando divisaron el palacio

del gobernador de Niam.

Niam era la capital de la provincia de Sutagidia, la más oriental del

Imperio, junto al mar Indómito. También era la metrópoli en la que se

centralizaba el comercio marítimo, y tenía el puerto más grande de todo el

Imperio. Desde aquí salían y llegaban barcos de todos los países que había

más allá del océano, trayendo todo aquello que el Imperio era incapaz de

producir.

El palacio estaba a la altura de lo que se esperaba de una ciudad tan

importante. Era enorme, pero no era tan luminoso como el de Kargul.

Estaba hecho de piedra negra, y aunque tenía grandes terrazas y amplios

ventanales, éstas estaban cerradas para evitar la intrusión del viento del norte y

la humedad.

El mayordomo de palacio los llevó hasta los aposentos que les habían

preparado en cuanto recibieron el aviso del cabo de guardia de la puerta

amurallada, de quién era Dayan.

Pronto, un ejército de criados se apresuraron a atenderles, preparándoles

el baño, trayéndoles comida y bebida, y cualquier otra cosa que necesitaran.

Erinni pronto tuvo un montón de vestidos entre los que escoger, y a las

costureras a su disposición para hacer los arreglos pertinentes para que le

quedaran como un guante.

Niam era una ciudad orgullosa, que, al igual que Kargul, no había

adoptado la moda Imperial de los quimonos de seda entre sus murallas.

Vestían con largas faldas y ajustados corpiños, con escotes generosos que

resaltaban los abundantes pechos de las mujeres.

El Imperio era un lugar extraño, reflexionó Erinni. Estaban todos unidos

bajo un mismo gobernante y bajo unas mismas leyes, pero las costumbres y

las modas eran muy diferentes de un lugar a otro.

—¿Qué es lo que haremos ahora?

Erinni se decidió a hacer la pregunta porque Dayan no le había dado

ninguna pista, excepto el “le obligaré a aceptar nuestro matrimonio y a firmar

la autorización para tu ingreso en el templo” de hacía tres semanas.

—Pronto me reuniré con tu tutor, pero no hoy. Primero he de ir a ver al

gobernador.

Él la miró, y cuando vio que sus ojos se entrecerraban, sonrió y fue

hacia ella. Le cogió el rostro entre las manos y le dio un dulce beso en los

labios.

—Confía en mí.

—Confío en ti —contestó ella, y para sí pensó que no era ese el

problema. Era él que seguía sin confiar en ella, ni siquiera para explicarle qué

había planeado.

Porque Dayan tenía un plan, de eso estaba segura. No creía que fuese

del tipo temerario que se lanzaba a una batalla sin haber estudiado bien a su

enemigo antes, y considerado todas las posibilidades. Pero estaba claro que no

le iba a contar nada, y eso la enfureció.

Maldita sea, pensó amargada mientras lo veía abandonar la habitación.

Desde que había conocido a Dayan, su estado emocional era similar al del

sedal de una caña de pescar, que tanto podía estar volando en el cielo más alto,

como sumergido en las aguas más turbias.

Estaba empezando a considerar que quizá la vida que llevaba antes, a

pesar de la ausencia de sexo y pasión, no era tan mala. Por lo menos tenía paz

y tranquilidad, y no estaba constantemente preocupada por cosas que ahora la

mantenían en vilo.

Estaba acostumbrada a regir su vida y su destino, y que Dayan la

mantuviera apartada y no la informara de algo que incidía directamente en su

futuro, la ponía nerviosa y alterada.

Cuando volviera, hablaría seriamente con él. No iba a permitir que la

mantuviera al margen por más tiempo.

Dayan salió de las dependencias y se encaminó directamente a la calle.

Tenía una cita muy importante, pero no había querido decirle nada a Erinni

porque sabía que habría querido ir con él, y no podía permitirlo.

Caminó directamente hacia una taberna en los muelles. Había

memorizado el camino antes de salir de Kargul, e iba a encontrarse con uno de

los espías que Lohan le había “prestado”. Había varios en la ciudad; los había

enviado poco después de conocer los problemas de Erinni con su tutor, y

haber tomado la decisión de solucionarlos.

A estas alturas sabrían todo lo que había que saber del infame Ayoan, y

utilizaría la información para obligarlo a aceptar sus demandas.

No era un plan muy honorable, y desde luego, no era digno de un

guerrero, pero como Kayen le había dicho una vez, la mejor guerra era aquella

que se ganaba antes de desenfundar la espada.

La ventaja que tenía, era que todos pensaban de él que solo era un brazo

musculoso, y que su cerebro brillaba por su ausencia. La fama de estratega

brillante, la tenía Kayen; el solamente era el brazo ejecutor.

A estas alturas estaba seguro que Ayoan había hecho lo mismo que él:

intentar informarse de quién era el hombre con el que se había casado su

tutelada. No tenía duda que la noticia de su matrimonio había llegado hasta

allí. Los hombres que habían secuestrado a Erinni en Kargul, no podían estar

solos. Había averiguado que eran simples criminales que habían sido

contratados, probablemente por un puñado de monedas de cobre, para

secuestrarla. Pero el hombre que les había contratado en el barrio norte, un

extranjero de pelo blanco y piel extremadamente blanca, había desaparecido y

no había sido encontrado.

El pájaro había volado, directamente a Niam, estaba seguro, para

informar a su amo de los nuevos acontecimientos.

Entró en la taberna, y se sentó en una mesa alejada de puertas y

ventanas. Esperó pacientemente durante un buen rato hasta que una mujer se

sentó en su regazo. Cuando iba a rechazarla, le susurró algo al oído, él asintió

con la cabeza, sonriendo, y se levantó para seguirla al piso de arriba.

Lo llevó hasta una habitación que olía a moho y humedad, bastante

sucia, con una cama con las sábanas alborotadas. Ella salió y cerró la puerta.

En una esquina, al lado de la ventana y con la mirada fija en el exterior,

había un hombre esperándolo, que se giró y sonrió, ofreciéndole la mano,

cuando lo reconoció.

—Bienvenido a Niam, Señoría —le dijo cuando Dayan le aferró el

antebrazo para saludarlo.

—Es un placer verte, Kush. ¿Tienes noticias para mí?

La sonrisa del hombre se ensanchó, y mostró un diente partido.

—Ya lo creo, Señoría. Y le van a encantar.

Dos horas más tarde, Dayan estaba al tanto de todos los sucios secretos

que atañían a Ayoan.

Anochecía cuando regresó al dormitorio que compartía con Erinni.

Después de dejar la taberna donde se había reunido con el espía de

Lohan, había ido a encontrarse con el gobernador de Niam. Se habían

intercambiado los saludos ceremoniales de costumbre, junto con los

cumplidos y demás tonterías, y había huido de allí en cuanto le fue posible,

para volver al lado de su mujer.

Estaba hecho un lío en lo que se refería a ella.

La noche en que se enfrentó a él y le gritó, su primera reacción fue salir

corriendo de allí para no oír sus palabras. A duras penas se había obligado a

permanecer de pie inmóvil, mientras ella le lanzaba las duras palabras que se

negó a escuchar.

Aquella noche había revestido su corazón de nuevo con el duro

caparazón con que lo había protegido durante toda su vida, decidido a

permanecer impasible, fueran cuales fueran las razones, disculpas o

explicaciones que Erinni le ofreciera.

Lo que jamás se hubiera imaginado era que, en lugar de intentar

convencerlo de su inocencia, arremetiera contra él dirigiéndole frases como

“saca la cabeza de tu culo y madura de una vez”.

Ahora casi sonreía al recordarlo, pero en aquel momento lo había

dejado desconcertado y estupefacto.

Jamás se había parado a pensar que quizá su comportamiento se debía a

un sentimiento de auto compasión e inmadurez, provocado por el

resentimiento que tenía hacia su madre.

Había pensado en ello durante toda la semana, y llegó a la conclusión

que podía ser que tuviera razón. Él no era la única persona que había sufrido

una infancia terrible, ni que había sido traicionado por un progenitor; y sin

embargo se aferraba a ese dolor como si fuese lo único que tenía sentido en el

mundo, utilizándolo como excusa para su comportamiento y su desconfianza.

Erinni estaba en lo cierto cuando le dijo que tenía que superarlo de una

vez, y mirar hacia adelante sin que ese pasado doloroso lo coaccionase. Solo

así tendría una oportunidad de ser feliz al lado de Erinni, porque si alguna

cosa estaba clara en su ahora confuso mundo, era que ella no iba a aguantar su

mierda muchas más veces.

Esta vez había perdonado su comportamiento injustificable, pero no

soportaría muchos más arrebatos irracionales como ese.

La perdería, y eso sí lo mataría.

Entró en las dependencias que les habían asignado, y en el salón que

precedía al dormitorio, encontró la mesita con una bandeja llena de comida y

vino.

Erinni no estaba por ningún lado, y pensó que se habría acostado ya,

cansada como debía estar del viaje.

En la bandeja no parecía faltar nada de comida, y se preguntó si ella

habría cenado algo antes de meterse en la cama.

Entró en el dormitorio, y se encontró con el fuego de la chimenea

encendido, lanzando destellos por toda la estancia.

Erinni estaba en la cama, pero despierta. Sonrió cuando lo vio entrar, y

tiró de la sábana hasta que su cuerpo desnudo quedó totalmente a la vista.

—Has tardado mucho, machote —le dijo.

El asintió con la cabeza, sus ojos perdidos en las curvas de su mujer.

Erinni vio sus ojos refulgir con el reflejo del fuego, o quizá era de la

pasión que se apoderó de él ante la magnífica vista que se le ofrecía. Estiró el

brazo hacia adelante, con la mano extendida, invitándolo a unirse a ella.

—Ven aquí —susurró con voz sensual.

Él no se hizo esperar y con cuatro pasos estuvo a su lado, medio

desnudo ya. Había tirado el jubón y la camisa al suelo en un solo movimiento,

y ya se estaba quitando las botas de pie, dando saltitos mientras seguía

acercándose a ella.

Erinni rio al verlo.

—Pareces impaciente —susurró, burlándose de él.

—No te rías de mí, mujer. Desde que te vi salir del baño, con solo una

toalla cubriéndote, he estado duro y necesitado.

Tiró de los pantalones y, ya completamente desnudo, se acostó al lado

de ella, fijando sus brillantes ojos en ella.

—¿Y por qué no dijiste nada? —preguntó ella mientras se inclinaba hacia

adelante, apoderándose de un pezón con la boca.

Dayan siseó ante el intenso placer que sintió, y se dejó caer de espaldas

arrastrándola con él.

—Tenía cosas importantes que hacer —se justificó, jadeando.

Con la lengua trazó un círculo alrededor de la yema endurecida. Dayan

gimió y todo su cuerpo se tensó. Erinni sonrió contra la piel, y pellizcó la

punta del pezón con los dientes. La polla de Dayan respondió al instante,

endureciéndose y saludando enhiesta.

Erinni soltó el pezón y le recorrió las costillas con las manos,

arañándolo levemente en su recorrido. Dayan se arqueó contra su pecho.

—Dime qué tienes planeado hacer con Ayoan —le susurró sin mirarlo a

los ojos, porque los tenía completamente ocupados deleitándose con la vista

de sus marcados abdominales.

—No te preocupes por eso —jadeó él.

En respuesta, Erinni lamió la piel entre los pezones. Se lo imaginó

recubierto de miel, y lamentó no tenerla a mano. Lo lamería de arriba abajo

sin dejar huérfano ni un centímetro de piel.

Dayan le levantó el rostro para besarla. A ella siempre la maravillaba la

forma que tenía de hacerlo, dominando su boca, con los labios carnosos

moviéndose sobre los suyos con mucha seguridad. Gimió y se arqueó contra

él, deseando que le hiciera el amor, pero tenía otros planes. Rompió el beso, y

cuando él intentó ir detrás de ella, lo detuvo poniéndole una mano sobre el

pecho.

—Sssssh, estate quieto y déjame hacer a mí, machote.

Se levantó de la cama, fue hasta las alforjas, y hurgó dentro durante

unos segundos. Dayan no la perdió de vista, luchando consigo mismo para

levantarse de la cama y llevarla de vuelta.

Al fin, Erinni dio un breve gritito de alegría y volvió a la cama con una

botellita en la mano, sentándose en el borde.

—¿Qué vas a hacer con eso? —le preguntó él, entrecerrando los ojos.

—Sssssh. Relájate.

—Como si fuera tan fácil —masculló.

Abrió la botellita y vertió unas gotitas de un líquido dorado en las

manos. Las frotó una contra la otra, extendiéndolo.

Dayan se arqueó, sorprendido, y gimió en el mismo instante en que

Erinni puso las manos untadas sobre su excitada polla y empezó a bombear.

—Cuéntame tus planes —susurró, inclinándose sobre el masculino pecho

y lamiéndolo.

Él soltó un “mmmmm”, pero no dijo nada. Erinni apretó la mano sobre

su polla, y él respingó, abriendo los ojos y mirándola con la risa chispeando en

las pupilas.

—¿Estás intentando torturarme para que confiese, hechicera?

—¿Está dando resultado, machote?

Dayan negó con la cabeza.

—Tendrás que esmerarte más.

Erinni le acarició lentamente mientras su mano empezó a bombear de

nuevo el duro eje.

—Cuéntamelo.

—Sigue así, hechicera.

Le lamió un pezón mientras acarició con el pulgar la corona de la polla.

Las caderas de Dayan se movían con el mismo ritmo de sus caricias mientras

jadeaba de placer.

Erinni no apartó la mirada de su cara mientras lo acariciaba. Quería

verlo correrse, deleitarse con su rostro contraído por el placer, contemplarlo

mientras se mordía los labios o sus ojos brillaban por la pasión.

—Dímelo, Dayan, o pararé —lo amenazó.

—Llévame hasta el final, hechicera, y te lo contaré —claudicó

finalmente. Su voz fue un susurro entrecortado.

Erinni bombeó con más fuerza, dándole lo que le pedía, y se perdió en

sus ojos verde tormenta cuando se tensó y su cuerpo se estremeció, llegando al

clímax.

Verlo la fascinó. Su mano se movía con rapidez, arriba y abajo por el

eje, y los chorros calientes de semen empezaron a salir.

Dayan echó la cabeza hacia atrás y gritó su nombre mientras se corría.

Erinni sonrió y Dayan le cogió las manos para detenerla. La miró a los ojos, la

acercó de un impulso y la giró sobre la cama, poniéndose encima de ella.

—Te amo, hechicera —le dijo antes de besarla profundamente.

Erinni quedó momentáneamente impactada. ¿Había dicho que la

amaba? Pero la pregunta desapareció con rapidez, igual que todo pensamiento,

cuando él se deslizó con la boca por su cuerpo hasta llegar a su sexo.

Dayan le masajeó el clítoris y el cuerpo de Erinni se arqueó contra su

mano, y abrió los muslos para facilitarle el acceso. Dayan se posicionó allí y

bajó la cabeza hasta enterrar el rostro sobre su vulva.

Erinni clavó las uñas en las sábanas y, cuando le lamió el coño, arqueó

las caderas contra su boca. Movió la lengua, y ella gimió para hacerle saber

cuánto le gustaba lo que le estaba haciendo. En respuesta, él le abrió los labios

vaginales con los dedos y mordisqueó el clítoris; Erinni gritó de placer.

—¡Oh! ¡Dayan! ¡Por Garúh!

Dayan rio entre dientes al oír en sus labios la maldición que tanto usaba

él.

—¿Qué pasa, hechicera? —preguntó separando la boca del coño de ella.

Erinni lo agarró por el pelo y lo obligó a volver al lugar que había

abandonado.

Los hombros de Dayan se estremecieron por la risa contenida, pero

pronto dejó de reír para volver a saborear los sabrosos jugos de su mujer.

La lamió y se ayudó con un dedo, introduciéndolo en su coño,

sorbiendo con los labios, mordisqueando el clítoris con los dientes, hasta que

ella estalló en un grito desgarrador que sacudió todo su cuerpo mientras se

impulsaba frenéticamente con los talones, fuera de sí por el orgasmo tan

arrollador que había tenido.

Después, su cuerpo quedó laxo sobre la cama, con los ojos cerrados.

Notó el movimiento del colchón cuando Dayan gateó por él para tumbarse a

su lado. La abrazó con fuerza y le dio un beso en el pelo, que yacía

desparramado sobre la almohada.

—Ahora, ¿me contarás por fin qué planes tienes? —preguntó medio

dormida.

Dayan, con los ojos cerrados, sonrió mientras la apretaba contra su

pecho.

—Pensaba hacerlo desde un principio.

Erinni se incorporó y lo miró, furiosa. Le dio un golpe en el pecho, y

Dayan abrió los ojos y la miró, divertido.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—¿Y perderme esta tortura tan seductora? Ni hablar, hechicera.

—¡Oh!

Dayan rio con ganas y la atrajo hacia su cuerpo de nuevo. La abrazó,

pasándole una mano con suavidad por la espalda.

—Ssshhht, calla y escucha, hechicera.

Mientras Dayan hablaba contándole qué iban a hacer, Erinni sonreía

cada vez más ampliamente.