CAPÍTULO TRES

¿ACASO he perdido la cabeza?

Dayan no supo qué lo había impulsado a comportarse como un

completo idiota.

Todo había empezado de forma bastante inocente. En la terraza, cuando

la sorprendió mirándolo con aquellos ojos caldeados, no pudo librarse del

incómodo impulso de desear más tiempo con ella. Y cuando vio la curiosidad

dibujada en su mirada mientras observaba el jardín salvaje, no tuvo más

remedio que llevarla hasta allí.

No tenía intención de besarla, ni de coquetear con ella. Sólo quería verla

sorprendida. Sus ojos brillaban de una forma tan hermosa cuando se

sorprendía. Pero en cuanto llegaron al lago no pudo evitar pensar en ellos dos

allí, solos, metidos en el agua, haciéndole el amor con toda la fuerza con que

lo deseaba.

Había algo dentro de él, un agujero inmenso que era incapaz de llenar

con nada, pero cuando tenía a Erinni a su lado, parecía que ese boquete que se

tragaba cualquier sentimiento, se hacía más y más pequeño.

Y de repente necesitó sentir el contacto con sus labios, el roce de su

piel, el calor de sus manos. Lo necesitó con tanta urgencia que creyó que

moriría si no lo conseguía.

Perdió la cabeza y la besó. Tan fantástico como fue el beso, fue igual de

estúpido.

Se le escapó una risita cansada. Tenía una erección de caballo, y la

mujer que la había provocado había salido huyendo de él como si fuese el rey

del infierno.

Erinni paró de correr antes de llegar al final del bosque. Se apoyó en un

árbol e intentó recobrar la normalidad en su respiración. Estaba agitada y

sudorosa, la ropa le molestaba, y el dolor que seguía sintiendo entre sus

piernas era aterrador.

Lo había deseado con tanta intensidad que se asustó. Nunca había

sentido nada así por un hombre. Jamás se había ahogado de necesidad,

sintiendo que su cuerpo se derretía y que moriría si no obtenía su toque, sus

caricias. Estuvo a punto de abandonar, de entregarse allí mismo, sobre el suelo

cubierto de hojas; o con la espalda apoyada contra el árbol, sostenida por los

enormes y musculosos brazos de Dayan.

Pero el recuerdo de su madre, de todo lo que había padecido a manos de

su tío Ayoan, se le apareció claro en su mente y le dio las fuerzas necesarias

para negarse.

¿Había hecho bien? Ahora ya no estaba segura. Era una mujer y deseaba

a Dayan. ¿Era él el tipo de hombre que golpeaba a las mujeres? No, de eso

estaba segura. Las esclavas del harén hablaban mucho con ella cada vez que

las atendía, y eso era con regularidad. Decían de él que era un amante brusco y

dominante a veces, pero también tierno y considerado.

Erinni no acababa de entender cómo podía ser cosas tan opuestas, pero

las creía. Hablaban de él con cariño, y a todas se les iluminaba la mirada

cuando pronunciaban su nombre.

¿Se perdería la oportunidad de estar con un hombre que la haría sentirse

así de bien?

Los hombres no la asustaban; lo que le daba miedo era el matrimonio,

el pertenecer a uno como si fuera un trozo de tierra o un caballo. Pero en

cambio, tener un amante no sonaba tan mal. ¿Podría ser Dayan ese hombre?

Sus pezones se endurecieron cuando se lo imaginó haciéndole el amor y

sintió una pulsación insoportable en la ingle que se extendió por la pelvis

haciendo latir el clítoris.

Podía ser virgen, pero no era una ignorante. Por su profesión conocía

perfectamente el funcionamiento del aparato reproductor y todo lo que

conllevaba. Y tenía curiosidad. Mucha curiosidad. ¿Sería tan fantástico como

decían algunas? ¿O tan horrible como decían otras?

Sonrió. Con Dayan seguro que era increíble, y el que hubiera tomado la

decisión de permanecer soltera no tenía por qué privarla de disfrutar de la

pasión.

Volvió sobre sus pasos, decidida. Había vivido asustada durante

demasiado tiempo, y había dejado perderse todas las sensaciones que venían

acompañando al sexo.

Ya era hora de romper esa cáscara. Era una mujer libre que no

pertenecía a nadie más que ella misma, y era hora que dejara de ser virgen.

Encontró a Dayan bajo la cascada. Se había desnudado y metido en el

agua, y podía ver toda su magnífica masculinidad mientras dejaba que el agua

le cayera sobre la cabeza y resbalara sobre su duro cuerpo.

Le picaron las manos por acariciarlo, y la respiración se volvió más

agitada e irregular. Dioses, cómo lo necesitaba.

Salió del refugio que le suponían los árboles y caminó sobre la hierba

de alrededor del lago mientras iba desabotonándose el vestido.

Él la oyó llegar y se giró para mirarla. En sus ojos pudo ver la sorpresa

de verla allí, deshaciéndose del vestido.

Lo dejo caer despacio hasta que quedó en el suelo, amontonado a sus

pies, y se quedó sólo con la camisola. Salió del cerco de la ropa y caminó

lentamente hacia él.

Tenía los pezones erguidos y anhelantes, rozándose contra la fina tela

que apenas los cubría. La mirada de Dayan se desvió hacia allí y su polla se

disparó de deseo. Se zambulló en el agua sin pensárselo y Erinni lo vio

desaparecer durante unos segundos, para aparecer de nuevo en la orilla

saliendo del agua como un elfo marino, indudablemente bello.

Se acercó a ella mientras el agua le resbalaba por el cuerpo, mirándola

intensamente. Los ojos de Erinni se dirigieron a su polla, relamiéndose los

labios. ¿Cómo sería lamerlo, chuparlo? ¿A qué sabría?

Dayan vio hacia donde se dirigía su mirada y se rodeó la verga con una

mano mientras la otra la extendía hacia ella.

—Ven aquí —dijo ronco.

Erinni sabía lo que quería y no lo dudó. Fue hacia él y se arrodilló

delante. Él la agarró por la cabeza y guio la polla hacia su boca. Lanzó un

gemido cuando la deslizó en su interior. Olía a almizcle y a salvaje, y un sabor

tan exótico como Kargul.

—¡Dioses! —exclamó Dayan estremeciéndose.

Ella no esperó que le marcara el ritmo. Estaba ansiosa por explorarlo.

Succionó, chupándolo más profundo en su boca. Era grande y estaba muy

duro. No creyó que pudiese tragarlo entero, pero por su honor que iba a

intentarlo.

Las caderas de Dayan se mecieron y comenzó a empujar con más

urgencia.

—¡Por Garúh! Tu boca se siente tan bien... —exclamó en un gemido

torturado, deslizándose dentro y fuera más rápido. Las pelotas le dolían y

sintió que iba a explotar en cualquier momento si no la detenía.

La cogió del pelo y tiró hacia atrás, obligándola a soltar su presa.

Ella se quejó y lo miró enfurecida, como un niño al que le han quitado

un caramelo. Le rozó la mejilla con el dorso de la mano para consolarla.

—Si te permito seguir, esto acabaría demasiado pronto. Y antes, quiero

oírte gritar de placer, hechicera.

El ronco sonido de la voz de Dayan la hizo temblar. Él se arrodilló

delante de ella y tiró de la camisola con suavidad hasta quitársela por encima

de la cabeza. Después la cogió por la cintura obligándola a tumbarse sobre la

hierba.

Se acostó sobre ella y la besó en el vientre.

—Tan hermosa...

Sus labios dibujaron un camino ardiente hacia el sur. Le separó las

rodillas con delicadeza y le pasó los dedos sobre los pliegues del coño.

Tembló. Dioses, estaba mojada y su clítoris palpitaba desesperado por

ser tocado.

Acarició la entrada con un dedo, luego con dos. Se inclinó con un

movimiento rápido y pasó la lengua sobre el clítoris. Ella se sacudió,

sorprendida por el torrente de sensaciones que la inundaron.

Dayan rodeó el clítoris con la lengua y lamió su entrada. Levantó el

rostro un instante y la miró.

—Acaríciate los pechos —le ordenó. Ella se ruborizó de vergüenza y él

dejó ir un sonido parecido a una risita burlona—. Cariño, ¿nunca te has dado

placer a ti misma?

Ella negó con la cabeza y Dayan la miró sorprendido. Se incorporó y le

cogió una mano, que ella mantenía aferrada a la tierra. La guió hasta uno de

sus pechos y le enseñó cómo debía hacerlo, trazando círculos alrededor del

pezón, burlándose primero, amasando los pechos después.

Cuando ella empezó a hacer lo mismo con la otra mano sin necesidad

de su guía, Dayan volvió su atención a la vagina. Deslizó un dedo dentro de

ella y la oyó gemir. Volvió a lamerla e introdujo otro dedo, adentro y afuera,

follándola con ellos, mientras chupaba el clítoris como si fuera un dulce.

Lo mordisqueó con suavidad y sintió que el cuerpo de Erinni se tensaba

hasta que el mundo estalló a su alrededor. Gritó mientras el orgasmo arrasaba,

atravesando su cuerpo, y una erupción de humedad se vertía entre sus piernas.

Dayan se incorporó y sintió la polla apoyándose en su entrada. Se

inclinó para besarla y ella supo lo que se avecinaba. Lo ansiaba tanto.

Con un único y firme empujón se deslizó dentro de ella. Abrió los ojos

y una miríada de sensaciones la embargaron. Dolor, placer, necesidad, deseo.

Lo necesitaba desesperadamente.

Él permaneció quieto durante un instante, esperando que el cuerpo de

ella se acomodara a la invasión. Era tan grande.

—No puedo esperar más, hechicera —gruñó Dayan con los dientes

apretados.

Salió y entró de nuevo, y ella le rodeó las caderas con las piernas,

anclando los pies sobre su firme culo.

—¿Te estoy haciendo daño?

—¡No! No pares ahora.

Dayan siguió empujando hasta que estuvo completamente encajado en

su interior. Con cada movimiento ella se remontaba más y más alto. ¿Sería

posible volver a estallar?

Le agarró el rostro y lo atrajo hacia sus labios, invitándole a que follara

su boca con la lengua igual que lo hacía con su polla. Dayan no rechazó la

invitación, y saqueó su boca con ansiedad mientras clavaba los dedos en sus

caderas.

Lo había acogido completamente. Sentía los testículos chocando contra

su culo una y otra vez. Le clavó las uñas en la espalda y lo arañó, deslizando

los dedos hacia abajo hasta llegar a su culo, dejando un surco de arañazos en

su camino.

Dayan empezó a bombear más rápido, acicateado por su salvaje

respuesta, y cuando ella volvió a gritar al llegar al segundo orgasmo, él se dejó

ir y la acompañó hasta la cima, gritando con ella su liberación.

Se dejó caer de lado y la atrajo hacia sí, acurrucándola entre los brazos.

Dejaron pasar varios minutos hasta que sus respiraciones se normalizaron.

—¿Siempre es así? — preguntó Erinni mientras le acariciaba el

abdomen distraídamente.

—Te aseguro que no —contestó Dayan en un susurro—. Esto ha sido...

—No terminó la frase. Iba a decir extraño porque para él había sido así, pero

en el último momento pensó que a Erinni no iba a hacerle gracia la palabra y

que podría mal interpretarla como algo negativo, cuando había sido todo lo

contrario.

Dayan había follado con multitud de mujeres. Siempre había sido

divertido, y al terminar, se sentía relajado y de buen humor, pero nunca se

había sentido como si hubiera llegado a casa.

La miró mientras le acariciaba el brazo con las yemas de los dedos y

algo que no pudo identificar se removió en su interior.

—¿Por qué has vuelto, hechicera?

Ella no contestó inmediatamente. Se removió algo inquieta y le pasó

una pierna por encima de las suyas.

—Pensé que ya era hora que supiera lo que se sentía al hacer el amor —

confesó con timidez.

—Cuando te cases, a tu marido no le gustará que no seas virgen —

gruñó Dayan. Por qué la idea de ella con otro hombre le revolvió las entrañas,

no lo supo, pero allí estaba la sensación de una mano fría agarrándole el

corazón como si quisiera partirlo por la mitad. Fue una conmoción al darse

cuenta que eran celos de alguien que ni siquiera tenía nombre aún.

—No pienso casarme —afirmó ella—, así que no me preocupa.

El alivio que sintió Dayan al oír sus palabras fue enorme.

—¿Por qué?

—¿Por qué, qué?

—Por qué no quieres casarte.

—Los hombres sois insoportables como maridos.

Dayan estalló en carcajadas.

—¿Y tienes mucha experiencia como esposa para afirmar eso?

Erinni se levantó sin contestar. Caminó hacia la ropa que había dejado

tirada y empezó a vestirse.

—¿Erinni?

Ella se giró y Dayan vio en sus ojos el asomo de unas lágrimas.

—No me hace falta estar casada para saberlo —exclamó con tristeza—.

Lo he visto muchas veces. Sois adorables hasta que conseguís lo que queréis,

y después os convertís en animales. Nunca me pondré en la tesitura de ser una

víctima de un supuesto marido. Nunca.

Dayan sintió que se le encogía el estómago. ¿Quién le había hecho tanto

daño a esta preciosa mujer? Tuvo ganas de arremeter contra algo,

preferentemente el culpable del dolor de Erinni, y golpearlo hasta matarlo.

—No todos los hombres somos así. Yo no soy así.

Estaba desconcertado. La necesidad de defenderse, de hacer que ella

supiera que él no debía estar incluido en ese mismo saco, fue demoledora.

¿Por qué? ¿Qué importaba? Ella no quería casarse y él tampoco. ¿Entonces?

—¿No? ¿Realmente crees que no lo eres, machote? Dime, cuando estés

casado, ¿dejarás que tu esposa tome sus propias decisiones? ¿O, cuando ella

tenga la intención de hacer algo que tú no apruebes, se lo prohibirás como si

fuera una niña sin el sentido común suficiente para decidir? ¿No te

comportarás de una forma arrogante, poniendo tus necesidades por encima de

las de ella? ¿Y si ella desafía tu autoridad? ¿Qué harás entonces?

La batería de preguntas salieron una tras otra sin que Erinni hiciese a

duras penas una pausa para tomar aire, y con cada palabra se sentía más y más

furiosa. ¿Por qué esa ira contra Dayan? Era ilógico. Él no era nada para ella,

sólo un amante fortuito, alguien de quién podría aprender los secretos del

sexo. No había ni habría nada más entre ellos.

—Un montón de preguntas que no voy a tener que contestar —confesó

Dayan levantándose y cogiendo las calzas para ponérselas—, porque no

pienso casarme nunca.

Lo decía en serio. Todo lo que había aprendido de las mujeres era que

eran manipuladoras y traicioneras. Si no hubiese tenido bastante con su propia

experiencia para llegar a esa conclusión, la princesa Rura, con su conducta,

habría despejado cualquier duda.

Erinni lo observó con los ojos entrecerrados y la cabeza ladeada, como

si no le creyera.

—¿Y por qué no querrías casarte? Todos los hombres quieren hacerlo.

El impulso masculino de perpetuar su linaje y todas esas tonterías.

—¿Mi linaje? —El tono sarcástico de la pregunta era más que evidente

—. Mi madre era una puta y mi padre... no tengo ni idea de quién fue. ¿En

serio crees que mi linaje tiene alguna importancia para mí?

Y ni siquiera le había contado la peor parte: que su propia madre había

intentado venderlo como esclavo cuando contaba siete años y por eso tuvo que

huir de ella.

—Lo siento —susurró Erinni.

—¿Por qué?

—Porque es evidente que ambos hemos tenido malas experiencias con

el sexo opuesto —contestó Erinni con una sonrisa tímida, olvidado ya el

enfado sin sentido que había tenido.

Dayan cabeceó, asintiendo. Erinni se acercó a él y lo abrazó por la

cintura, apoyando la cabeza en su musculoso pecho, aspirando el aroma a

sándalo y a sexo que exudaba aquel hombre.

—¿Podemos ser amantes durante un tiempo, Dayan? No quiero casarme

nunca, pero el sexo forma parte de la vida y quiero disfrutarlo al máximo,

contigo.

Dayan la rodeó con los brazos y la besó en la coronilla. Sintió los brotes

duros de sus pezones a través de la áspera tela del vestido y su polla saltó de

alegría. Le levantó la barbilla hasta que ella lo miró a los ojos. Le acarició la

mejilla con el pulgar y sonrió.

—Podemos ser amantes todo el tiempo que quieras, hechicera —dijo

sobre sus labios antes de besarla.

La agarró por el culo y frotó su erección contra ella. Erinni gimió,

subiendo los brazos hasta rodearle el cuello. Dayan la alzó y un dolor

inesperado le atravesó el costado, obligándole a emitir un quejido.

—Basta —dijo ella intentando separarse—. Tu herida, Dayan. Ya has

hecho suficientes esfuerzos por hoy.

Él no la soltó, imponiéndose sobre el dolor que sentía, e insinuó una

sonrisa seductora.

—¿Ahora se le llama “esfuerzo” a lo que tengo en mente? —susurró

moviendo las cejas con picardía.

—Sabes perfectamente a lo que me refiero, machote —contestó ella,

palmeándole el pecho—. Debes volver a la cama y descansar, o no te

recuperarás nunca.

—Escucho y obedezco, hechicera.