CAPÍTULO DOS

¿QUIÉN se creía que era, para darle órdenes de esa manera? Erinni

estaba furiosa cuando abandonó el dormitorio con la bandeja en las manos

temblorosas. Ardía de rabia.

Había discutido con Dayan intentando hacerle ver la estupidez de su

cabezonería, pero él no había dado su brazo a torcer. Era el capitán de la

guardia de palacio, y como tal tenía total control sobre las personas que podían

o no dejar el recinto amurallado. Iba a impedirle salir sola, podía hacerlo sin

siquiera despeinarse, y ella tendría que acatar su decisión sin tener derecho a

protestar.

¿Cómo podía haberse sentido atraída por él? Haber olvidado lo que eran

los hombres: egoístas y dominantes. Irracionales. Estúpidos. Abusadores.

Y ahora tendría que soportar su presencia cada vez que quisiera salir de

palacio para ir al hospital. Eso si se lo permitía.

Sabía qué pasaría. Las primeras veces lo haría encantado, por supuesto.

Erinni se había dado cuenta que él estaba atraído por ella, y era evidente que

quería llevársela a la cama. Y cuando sus planes de seducción se fueran al

traste porque ella no tenía ninguna intención de abandonarse a sus brazos,

perdería el interés.

Pero la prohibición seguiría en pie. Incluso podría utilizarla para

conseguir su propósito de meterla en su cama. Se acabaron las salidas hasta

que te abras de piernas para mí.

Oh, sí. Conocía muy bien a los hombres.

Había sido testigo de las humillaciones que había tenido que soportar su

madre después de quedarse viuda, a manos de Ayoan, su tutor y tío, el mismo

que se había empecinado en casarla a ella con su propio hijo para tener acceso

a su herencia sin ninguna traba burocrática. Como tutor podía gestionar, pero

siempre bajo la atenta mirada del albacea imperial, que era el responsable de

las cuentas, a las que sólo podría acceder su supuesto marido cuando se

casara. Ella, como mujer, no tenía derecho a nada, ni siquiera a gestionar su

propio dinero.

Fue esa avaricia desmedida la que la obligó a abandonar su casa una

noche, con tan solo doce años, cogida de la mano de su aya y empujada por su

pobre madre. Fue la última vez que la vio; ni siquiera sabía si seguía viva.

En aquel momento no entendió por qué tenía que huir.

Las joyas que su madre le había dado a su aya, pagaron los pasajes en

una caravana que se dirigía a Marún, donde se escondieron algunos días en la

escuela de sanadoras donde su tía Genezin, una hermana de su madre a la que

nunca hasta aquel momento había visto, trabajaba como profesora. Ésta lo

arregló todo para que fuera aceptada en la escuela de Bató, donde se había

criado y formado como sanadora.

Fue allí, cuando tuvo su primer sangrado como mujer, que la aya le

explicó por qué habían tenido que huir: su tutor, un Comisario Imperial, tenía

previsto casarla con su propio hijo, un hombre que le doblaba la edad, para

acceder a la fortuna que su padre, un comerciante de sedas y especias, le había

dejado al morir.

Era rica, pero jamás podría tomar posesión de su herencia, pues para

hacerlo debería casarse y no tenía intención de hacerlo.

No necesitaba los lujos que una fortuna podrían proporcionarle. En la

escuela de sanadoras había aprendido a vivir con lo justo sin necesitar nada

más.

Por supuesto que la enfadaba no poder utilizar el dinero que su padre le

había dejado. Había muchas cosas que podría hacer con ese dinero, muchas

personas a las que podría ayudar. Pero si se casara, todo ese dinero pasaría a

manos de su marido, y éste no le permitiría gastarlo como ella quisiera.

Quizá si buscara un hombre bueno, con sus mismas inquietudes y

necesidades, tendría una oportunidad. Pero un hombre así no sería rival para

su tío y tutor, un hombre cruel y falto de escrúpulos. En el mismo momento en

que reclamaran la herencia se encargaría de hacer desaparecer a ese hipotético

marido, y ella volvería a estar en manos de su tío.

Tembló sólo con la idea.

Aún después de tantos años transcurridos, seguía teniendo pesadillas

con la última vez que lo había visto.

Era de noche. Su madre y ella compartían un pequeño dormitorio en

casa de Ayoan. Su madre, que siempre había sido hermosa y alegre, tenía un

aura de tristeza que la envolvía. Ella estaba intentando hacerla sonreír

contándole sus aventuras con una camada de gatitos que había encontrado

escondidos, cuando su tío empezó a aporrear la puerta.

Su madre abrió con el miedo en los ojos, y cuando su tío entró,

borracho como una cuba, y la empujó para que cayese sobre la cama, empezó

a gritar pidiendo ayuda.

Nadie vino.

Cuando Erinni intentó defender a su madre, su tío la agarró por el pelo y

la sacó a rastras del dormitorio, cerrando la puerta y dejándola afuera.

Erinni golpeó y gritó, pero no sirvió de nada. Los gritos y las súplicas

de su madre, unidos al ruido de la ropa al ser rasgada, la impulsó a salir

corriendo en busca de ayuda. Quizá su tía, la esposa de su tutor, podría

ayudarla. O alguno de los criados. Pero todos la miraron como si fuera un

insecto al que había que aplastar.

Cuando volvió, derrotada, decidida a esperar en la puerta de su

habitación, su tío ya se había ido. Su madre seguía en la cama. Estaba

desnuda, con los ojos abiertos sin mirar a ninguna parte, el rostro lleno de

cardenales, y no paraba de susurrar el nombre de su difunto marido, mientras

las lágrimas le corrían por las mejillas como gritos silenciosos.

Pocas horas después, Erinni huyó de allí.

No, no tenía intención de casarse. En realidad, no tenía intención de

relacionarse íntimamente con ningún hombre. Y mucho menos con uno como

Dayan.

Aquella noche soñó con él. Lo sintió encima de ella, aplastándola con

su duro cuerpo, susurrándole palabras obscenas al oído mientras la penetraba.

Su olor a sándalo y a hombre la envolvía y la volvía loca. Ella se agarraba a su

espalda clavándole las uñas, mientras le suplicaba una y otra vez que le diera

más, más fuerte, más duro, más rápido...

Se despertó empapada en sudor y con una extraña sensación de anhelo

en el interior que la dejó desconcertada. Nunca había sentido algo así.

Al día siguiente, se encontró a su pesadilla fuera de la cama. Ya había

desayunado y la bandeja esperaba, olvidada en una mesita cercana, a que

vinieran a por ella.

Dayan estaba de pie en la terraza que se precipitaba sobre el jardín sur.

Estaba descalzo, y sólo vestía unos calzones anchos y livianos que se mecían

con la ligera brisa matinal.

El estómago de Erinni aleteó, desbocado. Se deleitó mirando la espalda

ancha y musculosa del hombre, y se la imaginó marcada por sus uñas, igual

que en su sueño. Las caderas estrechas encajarían perfectamente entre sus

piernas cuando hicieran el amor.

Él era un amante increíble, o eso había oído decir a las esclavas del

harén cuando había ido allí para hacerles una revisión médica. Atento,

considerado, nunca buscaba su propio placer hasta haber complacido a su

pareja.

¿Por qué pensaba en esas cosas? Ella nunca dejaría que Dayan le hiciera

el amor, era mucho más lista que eso.

Sacudió la cabeza para despejarse y salió a la terraza, dispuesta a

regañarlo por haberse levantado de la cama sin su permiso. Su salud era

responsabilidad de ella. Cuando abrió la boca para soltarle el sermón, él se

giró y la miró con una deslumbrante sonrisa iluminándole el rostro.

—Hace un día espléndido, ¿no te parece? Esta es mi hora preferida del

día, cuando el sol ilumina pero la brisa aún corre fresca.

Erinni cerró la boca de golpe sin saber qué contestar, y se perdió en los

ojos del color del jade que la estaban mirando.

Respiró profundamente varias veces mientras el enfado crecía en su

interior: contra él por ser tan inconsciente; contra ella misma por dejarse

seducir por unos ojos y una sonrisa que sólo conseguirían romperle el corazón

si le daba una oportunidad.

Cerró los puños, alzó el mentón y le dirigió una mirada asesina.

—No deberías estar levantado, machote —le espetó furiosa—. ¿Es que

quieres que la herida vuelva a abrirse? Aún no estás lo suficientemente fuerte.

—No te enfades conmigo —le contestó él dirigiéndole una sonrisa

traviesa—. La mañana es demasiado perfecta para que una mujer tan bonita

como tú me la estropee. Además, la herida está casi cerrada, y no me gusta

estar en la cama... solo.

Le guiñó un ojo y la miró apreciativamente antes de volver a girarse a

mirar hacia el jardín.

Ella sintió que un fuego se le encendía en el útero, y se arremolinaba

subiendo por el estómago y el corazón, hasta llegarle al rostro. Le temblaron

las manos con la necesidad de pasarlas por la espalda de Dayan, y le ardieron

los labios con el deseo de recorrer su piel con ellos.

Se acercó despacio hasta la baranda en la que él había apoyado las

manos, y miró más allá, intentando recuperar el control sobre sí misma.

El jardín salvaje se extendía ante ella. Un bosque espeso con árboles de

diferentes clases, troncos robustos y copas frondosas que se mecían al ritmo

de la brisa matinal. El aroma llegaba hasta ellos transportado en el viento.

—¿Has paseado alguna vez por el jardín salvaje? —preguntó Dayan en

un susurro sin mirarla.

—No, nunca —contestó en el mismo tono.

Se atrevió a contemplarlo. Él miraba hacia el jardín con los ojos

nublados, como si en realidad no estuviera allí y de alguna manera se hubiera

perdido en sus propios pensamientos.

—¿Has estado alguna vez en Zaraih?

—No.

—Es muy diferente de Kargul. Los inviernos son muy crudos y todo se

llena de nieve, pero los veranos son asombrosos. Cada vez que me asomo a

esta terraza y miro el jardín salvaje, me da la impresión de estar allí otra vez.

—¿Eso es bueno o es malo?

Dayan no contestó en seguida. Arrugó el entrecejo como si meditara

sobre la respuesta. Finalmente dijo:

—No lo sé.

Erinni asintió con la cabeza, como si comprendiera. Quizá sí lo hacía.

Todos en palacio sabían que el gobernador y Dayan se habían criado solos en

las calles de Zaraih hasta que los guardias de la ciudad los habían capturado y

enviado al templo de Garúh.

El Imperio no quería huérfanos en las calles, y los guardias de cada

ciudad hacían rondas periódicas por los barrios más pobres, capturando a

todos los chiquillos que huían despavoridos ante el menor ruido a armadura.

A los niños los enviaban a los templos de Garúh, donde eran entrenados

como soldados para servir al Imperio. A las niñas, las enviaban a los templos

de Sharí, donde eran entrenadas como cortesanas para satisfacer los deseos

sexuales de los poderosos.

Sí, comprendía perfectamente a Dayan.

Después que su padre muriera, ella misma había tenido que abandonar

su ciudad y a su madre, e irse a vivir a un lugar desconocido donde, aunque no

la trataron mal, se sentía sola y abandonada. Asustada la mayor parte del

tiempo. Y eso que ella tenía a su aya a su lado. No podía ni imaginar lo que

debió sentir Dayan estando solo en el mundo, sin nadie que le cogiera la mano

y le dijera que todo iría bien. Debía tener buenos recuerdos de Zaraih, pero

también los habría muy malos.

—Me gustaría pasear por el jardín salvaje —dijo en un acto de valentía,

sin darse cuenta siquiera de lo que estaba diciendo hasta que fue demasiado

tarde.

Dayan la miró con una sonrisa seductora curvándole los labios. Erinni

sintió que se le erizaban los dedos de los pies y que sus manos se volvían

impacientes por acariciar esos labios fascinantes.

—Yo te acompañaré. A no ser que me tengas miedo, sanadora.

Erinni alzó una ceja intentando parecer ofendida.

—Hay pocas cosas que me den miedo, machote.

—Bien. Entonces vamos ahora mismo.

La cogió de la mano y tiró de ella hacia la habitación, cruzándola para

salir. Erinni tiró de él intentando impedírselo, pero era demasiado fuerte.

—No puedes salir aún. Deberías estar en la cama, descansando —

protestó.

Por toda respuesta, Dayan soltó una carcajada.

—No te preocupes por mí. Tus atentos cuidados han hecho milagros y

ni siquiera me duele.

Salieron al pasillo y se encaminaron a la escalera.

—Dayan, por favor, ni siquiera llevas zapatos.

—No me hacen falta. Tengo los pies duros.

Bajaron por las escaleras y atravesaron el vestíbulo principal, donde en

aquel momento se arremolinaban todas las personas que estaban esperando

una audiencia con Kayen.

—Dayan, por favor, todo el mundo nos está mirando.

Erinni parecía realmente incómoda con la situación.

—Seguro que están pensando que les encantaría estar en mi lugar.

—Más bien deben estar pensando que el capitán de la guardia de

palacio se ha vuelto loco —refunfuñó.

Dayan estalló en carcajadas mientras salían al exterior y bajaban las

escaleras de mármol de la entrada. Los guardias apostados allí los miraron y

sonrieron cómplices, conocedores de la reputación de seductor de Dayan. La

joven sanadora iba a ser su siguiente conquista.

Si el jardín salvaje parecía magnífico visto desde la terraza, una vez allí

era extraordinario.

Desde su llegada a palacio hacía pocas semanas, Erinni todavía no se

había atrevido a pasear por ninguno de los jardines interiores. Se pasaba la

mayor parte del día en el dispensario; en un lugar como aquél, una pequeña

ciudad dentro de la enorme ciudad de Kargul, vivían varios cientos de

personas entre guardias, funcionarios y sus familias.

Los cargos más importantes tenían aposentos privados dentro del

mismo palacio, como Dayan, y los menos importantes, como ella, disponían

de unas casitas encantadoras en la zona norte entre las dos murallas que

rodeaban el recinto palaciego. Allí pasaba las pocas horas que tenía libres,

descansando. Y los días en que no tenía obligaciones, se los pasaba en el

hospital del barrio norte, atendiendo a los menos favorecidos.

Literalmente, no había tenido tiempo ni ganas de explorar las maravillas

que se escondían en los jardines que rodeaban el edificio principal del palacio.

Ahora se arrepentía de no haberse tomado el tiempo necesario porque el

jardín salvaje era espectacular.

Los árboles crecían altos y fuertes, y sus ramas estaban tan repletas de

hojas que impedían que el sol se filtrara a través de ellas. El ambiente

sofocante, que por regla general invadía toda la ciudad, se mantenía

permanentemente alejado de aquí.

Hacía frío, y el burbujeo de una cascada llegó hasta sus oídos.

Erinni se estremeció, aunque no supo si a consecuencia del aire fresco o

del hecho que Dayan continuaba agarrándole la mano y no parecía tener

ninguna intención de soltarla.

Caminaron en silencio. Las hojas caídas formaban un lecho crujiente

que chisporroteaba bajo sus pisadas.

—No viene mucha gente aquí —explicó Dayan mientras seguían

internándose en el bosque.

—¿Por qué? Es un lugar maravilloso.

—No lo sé —la miró con una sonrisa juguetona—. Supongo que se

sienten intimidados por tanta espesura vegetal. Ya te habrás dado cuenta que

en Kargul no hay muchos bosques, y los pocos que hay no son tan tupidos

como este. —Se acercó a ella y le susurró al oído como si fuera un confidente

íntimo—. Algunos dicen que hay fieras sueltas por aquí y que algunas noches

las oyen rugir.

Ella se quedó quieta de golpe, con la boca abierta, y lo miró con fijeza.

Poco a poco entrecerró los ojos y apretó los labios.

—Me estás tomando el pelo —gruñó.

Dayan se encogió de hombros y puso cara de inocente mientras se

llevaba la mano libre al corazón.

—Te prometo que no me lo invento. Hay muchas historias asociadas a

este bosque. Todas son mentira, por supuesto, pero los habitantes de Kargul

son altamente supersticiosos y las creen a pies juntillas.

Siguieron caminando. Erinni lo miraba todo con los ojos muy abiertos,

sorprendida ante lo que veía. Cuando llegaron a la pequeña cascada ahogó una

exclamación de alegría.

—Esto es precioso.

Había un pequeño lago circular que parecía natural a pesar de haber

sido hecho por las manos del hombre, y una pequeña cascada salía como de la

nada entre un grupo de rocas a tres metros de altura.

—El agua que sale de allí procede de una fuente natural, y está a una

temperatura fantástica para tomar un baño refrescante. ¿Te gustaría?

Erinni se sobresaltó ante la idea y tiró de la mano que él aún tenía

cogida.

—¿Estás loco, machote?

Parecía furiosa. Tan adorablemente exasperada por su invitación que

Dayan no pudo evitarlo. Se acercó a ella sin perder la sonrisa. Sus ojos del

color del jade se oscurecieron y Erinni intentó alejarse. Había sido tan

estúpida de aceptar venir con él. Debería haberse resistido más.

Dayan le puso la mano en la nuca y la obligó a acercarse a él. Erinni le

miraba los labios fascinada y dejó de intentar huir. Él bajó el rostro con

lentitud hasta que sus labios se encontraron y ella suspiró en su boca.

Erinni se quedó quieta. Debería luchar contra Dayan, salir corriendo o

hacer algo. Cualquier cosa menos quedarse allí sintiendo cómo se le aflojaban

las piernas mientras veía descender su rostro, pero cuando sus labios entraron

en contacto no pudo hacer otra cosa más que suspirar.

Los labios de Dayan se colocaron sobre los suyos, cubriéndolos y

separándolos hasta que ella se sintió extraviada. El beso hizo que temblara en

lugares que no sabía que pudieran palpitar, y se sintió invadida por una fuerza

sombría y dominante. Se le endurecieron los pezones y los pechos se le

hincharon de deseo. Un dolor desconocido creció entre sus piernas, pulsante y

desgarrador.

Al cabo de unos segundos, Dayan la empujó contra el tronco de un

árbol, la alzó hacia su cuerpo y le introdujo la lengua en la boca mientras

Erinni oía su propio grito, mezcla de miedo y un placer abrumador.

—Lo quieres, Erinni —la acusó levantando la cabeza de golpe, con la

excitación resplandeciendo en sus ojos y haciendo que la sangre prendiera en

las venas de la joven—. Quieres esto tan desesperadamente como yo.

—N... no, no lo quiero.

Dayan la soltó y se separó de ella, llevándose una mano al pelo,

haciendo que algunas hebras se escaparan de la trenza que tan metódicamente

se hacía cada mañana.

—Pues vete. Ahora —gruñó.

Erinni lo recorrió con la mirada, asustada y al mismo tiempo poseída

por la oleada de placer que la había hecho sentir ese beso, y se percató del

grueso bulto que abombaba sus pantalones en la zona de la ingle.

Salió corriendo, levantándose la recatada falda hasta los tobillos,

jadeando, no sabía si de placer o de terror.