CAPÍTULO CINCO

LLEGÓ puntual cuando el sol apenas despuntaba por encima del

horizonte. Erinni lo estaba esperando impaciente, oculta tras las cortinas de la

pequeña ventana que había al lado de la puerta de su casa.

Salió en cuanto lo vio, cubriéndose el pelo con un sari de colores

brillantes que ocultó su salvaje pelo negro.

Estaba preciosa. No llevaba los típicos vestidos recatados de tela áspera

que solía usar normalmente. Esta vez se había puesto una túnica de seda roja

que le llegaba hasta los pies, abierta por los laterales, por los que asomaban

sus piernas enfundadas en unos pantalones de seda negros que caían sueltos.

La túnica no tenía mangas y sus brazos desnudos estaban adornados con unas

esclavas doradas con intrincados grabados florales. En los pies calzaba unas

sandalias de cuero por las que asomaban sus dedos con las uñas pintadas en

rojo, igual que las de sus manos.

Erinni lo vio detenerse durante unos segundos y contemplarla con

admiración en los ojos. Decidió que había valido la pena levantarse dos horas

antes para arreglarse para él.

Qué la había motivado, no lo sabía. Últimamente había muchas cosas en

su vida que no comprendía, y demasiadas de sus acciones eran inexplicables,

pero no le desagradaba alejarse durante un tiempo del rígido control que

ejercía sobre sí misma.

Por primera vez en su vida adulta, era espontánea y quería ser salvaje,

abandonarse a la euforia que suponían todas las nuevas experiencias que

Dayan le estaba aportando, en lugar de medir hasta la última de las

consecuencias de sus actos antes de decidirse.

—Estás muy hermosa —susurró Dayan dándole un ligero beso en los

labios mientras cogía una de sus manos. Tiró de ella con suavidad y

empezaron a caminar.

—Gracias —contestó ruborizándose ligeramente.

—De nada. —La sonrisa seductora de Dayan asomó con levedad mientras

se llevaba la mano que tenía presa a los labios y la besó en la palma—. ¿Cómo

sueles ir hasta el barrio norte?

—En rickshaw. Amel me estará esperando en la entrada principal del

complejo.

El rickshaw era un transporte bastante corriente en las ciudades del

imperio. Era un carro liviano de dos ruedas y asientos acolchados que era

impulsado por tracción humana.

—¿Amel?

La pregunta de Dayan fue un gruñido y Erinni estuvo tentada de echarse

a reír. Si no fuese porque a esas alturas le conocía bastante bien, podría llegar

a pensar que sonó algo celoso.

—Sí, es un buen chico. Curé a su madre hace dos meses, y desde

entonces pasa a recogerme cada vez que tengo que ir al barrio norte. Opina

igual que tú, —añadió burlona—. que no es un lugar adecuado para una mujer

sola.

—Muchacho inteligente —se vio obligado a admitir, incluso se sintió

agradecido que hubiese alguien que había cuidado de ella durante aquellos dos

meses—, pero la próxima vez no será necesario. Te llevaré en mi caballo.

Erinni se paró en seco y lo obligó a detenerse al tirar de la mano que le

mantenía cogida. Se soltó de un tirón, cruzó los brazos sobre su generoso

busto y lo miró enfurecida.

—Ni hablar. Ir en rickshaw es mucho más cómodo. Además, ese chico

necesita el dinero que le pago por llevarme. Su madre y sus tres hermanos

pequeños dependen de él.

—¿Y a ti qué te importa eso? —preguntó realmente extrañado—. Hay

mucha gente en esta ciudad que está sumida en la pobreza. No son tu

responsabilidad.

—Tienes razón, no lo es. Es responsabilidad del gobernador. Pero como

él no hace nada al respecto, las personas como yo intentamos hacer lo que

podemos.

Estaba verdaderamente furiosa. ¿Cómo se atrevía a mirarla de esa

manera? La condescendencia con que había hablado, menospreciando lo que

ella hacía, que por poco que fuera era más de lo que hacía su amigo Kayen, el

gobernador, la había decepcionado.

Volvió a caminar con paso rápido y decidido, rebasando a Dayan sin

dirigirle una mirada. Estúpida, estúpida, se dijo a sí misma. Dayan era como

todos: un redomado idiota centrado en su propio ombligo de guerrero y no

quería ver nada más allá de eso.

—¿Las personas como tú? —preguntó Dayan, burlón, yendo detrás de

ella, destilando cinismo en cada una de sus palabras—. ¿Y qué clase de

personas son esas? ¿Las de buen corazón? ¿Las que se preocupan

generosamente por los demás sin esperar nada a cambio? Desengáñate,

hechicera, ese tipo de personas no existen.

Erinni se giró. Su rostro había enrojecido por la rabia que se había

acumulado en su corazón. Abrió y cerró la boca dos veces, como si quisiera

decir algo pero no se decidiera a hacerlo. Al final la cerró y lo miró con la

lástima reflejada en sus ojos. Se dio la vuelta sin decir nada y corrió

alejándose de él.

—Maldita sea —refunfuñó Dayan, y corrió para alcanzarla antes que

cruzara el portón de la muralla exterior y se perdiera en las calles de Kargul.

¿Cómo se había estropeado todo tan rápidamente?

Llegó justo a tiempo de impedir que el rickshaw emprendiera la

marcha, con ella subida a bordo. Cuando Dayan se puso delante del vehículo

con los brazos cruzados, y lanzó a Amel una mirada asesina que lo conminaba

a mantenerse donde estaba, los guardias de la puerta los miraron

desconcertados y nerviosos, sin saber si intervenir o no.

—¿A dónde crees que vas tú sola, hechicera? —preguntó iracundo,

mientras caminaba hacia el lateral del vehículo y se subía de un salto.

Erinni se removió inquieta y miró hacia otro lado.

—No es necesario que me acompañes. He ido y vuelto muchas veces yo

solita, gracias. No necesito la escolta de un idiota que no sabe nada de mí, y al

que mis sentimientos le importan un bledo. Es más, prefiero no ir en compañía

de una persona que piensa que soy egoísta, y que hago lo que hago por interés.

Dayan quedó mudo de asombro. Jamás, nadie, desde que se había

convertido en un adulto, se había atrevido a insultarlo de ese modo.

Los guardias de la puerta, que oyeron el monólogo de Erinni,

palidecieron y se hicieron los locos, mirando a uno y otro lado de la solitaria

calle que pronto se convertiría en una bulliciosa avenida.

—Te dije que te acompañaría y lo haré —gruñó entre dientes, mirándola

furibundo.

Ella giró el rostro y su ira igualó la de él.

—¿Y qué esperas a cambio? Porque según tu teoría, que tan

amablemente me has expuesto, tu gentileza tiene un interés solapado.

Aquello fue una bofetada en toda regla. Dayan apretó los dientes

tensando la mandíbula, y contestó:

—Igual es en pago por el regalo que me hiciste ayer, hechicera.

La mención oculta a lo que habían hecho el día anterior, la golpeó

siniestramente y algo se rompió dentro de ella. Sintió que los ojos le escocían,

y se maldijo por ser una tonta sensiblera que estaba a punto de echarse a llorar.

¿Cómo podía ensuciar de aquella manera algo que para ella había sido tan

hermoso?

Tuvo ganas de contestarle como se merecía, pero habían demasiados

oídos atentos a su conversación: los de Amel y los de los guardias que seguían

disimulando, pero que sin lugar a dudas estaban oyendo palabra por palabra

todo lo que decían.

Optó por reírse con desgana y amargura mientras sacudía la cabeza en

una negación a sí misma. Esto le pasaba por concebir esperanzas, por creer

que podría disfrutar del placer de la pasión sin pagar un alto precio a cambio.

Sólo habían sido amantes un día, y Dayan ya se creía con derecho a criticarla

y atacarla verbalmente cuando hacía o decía algo que a él no le gustaba.

¿Cómo se convertiría si permitía que aquello durase más tiempo?

Maldito tiempo perdido que usó en arreglarse. Debería haber seguido

con sus manos desarregladas y sus feos vestidos, y dormir una hora más,

tiempo de descanso que le habría venido muy bien.

—Vámonos, Amel —dijo al muchacho con desgana. Éste asintió con la

cabeza y empezó a tirar del rickshaw en dirección al barrio norte.

Durante todo el camino ninguno de los dos dijo nada.

Dayan se abofeteó mentalmente por permitir que su pasado lo hiciese

reaccionar de una manera tan estúpida y agresiva. Nadie en toda su vida le

había dado nada de forma gratuita; todos los favores ofrecidos habían sido

siempre a cambio de algo. Sólo una persona había estado a su lado de forma

incondicional, y así y todo ni siquiera Kayen estaba libre del cargo de haber

esperado de él fidelidad y compromiso a cambio de su amistad.

No es que se lo reprochara. Dayan sabía que así era como el mundo

funcionaba; por eso no entendía cómo una mujer como Erinni podía dar tanto

sin esperar nada a cambio, ni siquiera agradecimiento por parte de aquellos a

los que ayudaba.

Simplemente no cabía en su abotargada cabeza llena de resentimiento.

Llegaron al hospital al cabo de media hora de silencioso y tenso viaje.

Erinni descendió del rickshaw ignorando la mano que Dayan le había tendido

para ayudarla, y pagó a Amel unas monedas.

—¿Media hora antes del anochecer como siempre, sanadora? —preguntó

el muchacho mirando de reojo a Dayan.

—Como siempre, Amel.

El muchacho asintió con la cabeza, sacudiendo sus rizos negros con el

gesto, y se fue trotando mientras tiraba del vehículo.

Erinni entró decidida en el hospital, aunque llamarlo así era una broma

de mal gusto. El edificio, hecho de argamasa como todos los del barrio norte,

era un antiguo establo medio derruido que había pertenecido a una posada

antes que aquel barrio se convirtiera en la cuna de la delincuencia y la

prostitución de la ciudad.

Era un lugar sucio que apestaba a enfermedad. Las paredes, antaño

blancas y encaladas, ahora estaban sucias y desportilladas; el techado de

palma tenía agujeros por los que se colaba la fuerza implacable del sol; no

había camas ni jergones, y los enfermos dormían en el suelo, sobre andrajosas

mantas los que tenían más suerte; unas sábanas que habían sido blancas en su

momento, separaban los pabellones masculino y femenino, y esa era la única

concesión a la intimidad que había.

Un hombre regordete, con barba recortada y una calva reluciente, fue

hacia Erinni con las manos por delante y una sonrisa enorme ocupándole el

rostro.

—¡Mi niña! —Le cogió las manos y se las llevó a la frente en señal de

respeto—. No sé qué has hecho por el gobernador, Erinni querida, pero ¡adivina

quién vino ayer al hospital! ¡Su secretario! El noble Canquy estuvo aquí y nos

dijo que el mismo gobernador financiaría ¡un edificio completamente nuevo!

¡Con todo el equipamiento que necesitáramos! —Las lágrimas de alegría se

deslizaban por las orondas mejillas mientras sacudía con efusividad las manos

de la muchacha, que aún sostenía entre las suyas.

—Eso es una gran noticia, doctor, —Erinni se obligó a sonreír. Aún estaba

disgustada por lo ocurrido con Dayan, pero aquello era una muy buena noticia

que merecía el esfuerzo—. ¿Un edificio completamente nuevo?

—Sí, niña, sí. ¿Te imaginas? —Soltó las manos de la sanadora y las alzó,

girando levemente el cuerpo para señalar todo lo que había a su alrededor—.

Un hospital como debe ser, aquí en el barrio norte, con camas y baños y... y...

—Un sollozo escapó por aquellos labios adiposos y se llevó las manos al rostro.

Erinni lo abrazó. El doctor Bauna era un buen hombre con gran corazón

que se preocupaba sinceramente por los menos favorecidos. Durante años

había buscado financiación para aquel hospital entre las personas ricas de la

ciudad, siempre con resultados funestos. Y ahora vería cumplido su sueño.

Por fin se descubrió el rostro, se limpió las lágrimas con la manga de la

túnica de colores chillones que llevaba, aspiró profundamente para controlar

su emoción, y la miró.

—Tu llegada ha sido como una bendición de los dioses, querida niña.

Una bendición.

Erinni no sabía qué decir, y el rubor por presenciar aquella

demostración de efusividad y alegría inundó sus mejillas.

—Yo no hice nada, doctor. Sólo cumplí con mi deber.

—Con alto riesgo de su vida —intervino Dayan, que había sido testigo

directo de los hechos.

Erinni había accedido a atender a Kisha, la esclava preferida del

gobernador, después que hubiese sido brutalmente castigada a manos de la

princesa Rura. Se había quedado escondida con ella, cuidándola, mientras toda

la guardia de palacio la buscaba afanosamente por orden del senescal Yhil. Si

las hubieran encontrado antes del regreso de Kayen, habría sufrido el mismo

destino que la fugada.

El doctor Bauna lo miró como si no hubiera reparado en Dayan hasta

aquel momento.

—¿Y usted es..?

—Dayan. Capitán de la guardia de palacio —se presentó.

—Señoría. —El doctor se inclinó ligeramente—. Traslade mi más eterna

gratitud al gobernador —añadió con seriedad—. Y ahora, niña, mejor que

empecemos a trabajar.

Erinni no se sentó en todo el día excepto para comer, y porque Dayan la

obligó. Ella refunfuñó al principio, pero cuando él la miró con gesto ceñudo,

se dio por vencida y aceptó sentarse a la mesa con él, y devorar el contenido

de la cesta que había traído de una taberna cercana.

Dayan jamás había visto a alguien preocuparse tanto por los demás. La

sanadora no paraba quieta ni un segundo, atendiendo a los nuevos enfermos y

heridos que llegaban, yendo a socorrer a los pacientes que la requerían,

ayudando al doctor Bauna siempre que la llamaba.

Había muchos niños en el hospital. Estaban tan delgados que parecían

juncos, desnutridos y con la piel macilenta. Sus ojos eran viejos, sin el brillo y

la alegría que deberían tener a su edad. Paradójicamente, lo peor de todo era

que no lloraban. Permanecían quietos mientras eran atendidos, como si no les

importara lo que fuesen a hacer con ellos. No parecían niños, sino viejos

encerrados en cuerpos infantiles.

Poco antes del anochecer, Amel volvió con su rickshaw. Subieron en

silencio al vehículo, cada uno sumido en sus propios pensamientos.

Estuvieron así un rato, hasta que Dayan reunió el valor suficiente para

hablar.

—Lo siento.

Ella no respondió de inmediato. Se quedó mirando hacia un lado sin

volver el rostro hacia él.

—¿El qué? —preguntó finalmente, con voz cansada—. ¿Sientes lo que me

dijiste? ¿Qué haya tanta miseria en esta ciudad? ¿Que tu gobernador y tú no

hagáis nada por aliviarla? ¿Qué es lo que sientes, Dayan?

Había tanta amargura en su voz que Dayan sintió quebrarse algo en su

interior.

—Todo —susurró. Estaba arrepentido por sus duras palabras, pero sobre

todo por la desconfianza que había gobernado siempre su vida—. Lo siento

todo.

Erinni sacudió la cabeza, asintiendo, pero sin mirarlo aún.

—Entonces haz algo al respecto.

—Kayen y yo somos guerreros. Nos enviaron para sofocar una

insurrección en marcha, no para arreglar los problemas de esta ciudad.

Sonó a pobre excusa incluso a sus propios oídos, y la risa amarga de

Erinni lo confirmó.

—Pero estáis aquí. ¿Qué importa el motivo? —Finalmente se giró para

mirarlo—. ¿Sabías que ninguna de las calles del barrio norte está iluminada

durante la noche? Ni siquiera la guardia de la ciudad se atreve a internarse en

sus callejones después de la puesta del sol porque hacerlo es una invitación a

que te roben en el mejor de los casos. Sólo los maleantes se atreven, y ni

siquiera respetan a los niños. —La furia iba apoderándose de su voz con cada

palabra pronunciada—. La semana pasada trajeron una niña al hospital. Su

madre se había puesto de parto y no había nadie más que pudiera ir a avisar a

la comadrona para que la atendiera. Su madre intentó impedírselo, pero no

escuchó y salió. La violaron, Dayan; sólo tenía doce años y la violaron tan

salvajemente que murió desangrada. ¿Te imaginas algo así? —La falta de

lágrimas en los ojos de ella le contaban mucho más: que no era la primera

tragedia que presenciaba, que habían sido tantas en su vida como sanadora que

ya ni siquiera era capaz de llorar por ellas—. Los otros barrios, donde viven los

aristócratas, los mercaderes o donde están los gremios de los artesanos, están

perfectamente iluminados, y son tan seguros de día como de noche. Pero nadie

se preocupa del barrio norte porque aquí sólo hay gente que no tiene nada, y a

nadie le importa.

Erinni calló para recuperar el aliento. Hacía un esfuerzo sobrehumano

para no ponerse a gritar, dejando ir así toda la rabia y la frustración que la

embargaban.

Dayan la miró y se sintió muy pequeño al lado de aquella mujer que

tenía una fuerza extraordinaria, que era capaz de preocuparse así por los

menos favorecidos. No pudo sino pensar que sería una madre maravillosa que

protegería a sus hijos con una fiereza proporcional a la pasión que demostraba

ahora. Y sintió una puñalada en el corazón cuando se dio cuenta que él no

sería el padre de esos hijos.

—¿Sabías que hay una sola fuente en todo el barrio? ¿Que los que viven

más alejados de ella, tienen que caminar durante más de media hora para

poder llenar sus ánforas, y que después tienen otra media hora de camino de

vuelta hasta su casa, cargados? Los alcantarillados no funcionan en su mayor

parte, revientan y nadie hace nada por repararlos. Las mujeres no tienen dónde

ir a lavar la ropa, no hay ni un solo lavadero en todo el barrio; no hay ningún

baño público, ni escuelas, y el único hospital es el del doctor Bauna, y ya has

visto cómo estamos. La mayoría de ellos son gente honrada y trabajadora, que

se desloman durante todo el día trabajando en los talleres por un mísero sueldo

que no les alcanza ni para comer. Algunas familias con muchos hijos se ven

obligadas a vender a uno de ellos para poder mantener al resto y no verse

forzadas a verlos morir de inanición a todos. Se obligan a pensar en el hijo

vendido como si hubiera muerto, y lo lloran y llevan duelo por él porque así

les es más fácil soportar el dolor.

Las lágrimas habían empezado a manar de repente sin que ella fuera

consciente. Dayan intentó limpiarlas con sus dedos, pero Erinni los apartó de

un manotazo. En ese momento lo veía como el responsable por todo el dolor

del que había sido testigo desde que había llegado a la ciudad de Kargul, y él

se preguntó hasta qué punto no tenía razón.

—Cariño, yo...

Intentó consolarla pero ella no se dejó. Sacudió la cabeza con energía,

negando una y otra vez.

—No os importa nada esta gente. Y vuestros guardias lo único que hacen

es perseguir a los huérfanos para entregarlos a vuestros hermosos templos.

Tenéis todo el poder para cambiar las cosas en Kargul, pero no hacéis nada de

nada.

—Pues ayúdanos —soltó él, sintiéndose culpable hasta la médula de todas

las acusaciones que aquella maravillosa boca había escupido—. Erinni, Kargul

ha sido nuestro enemigo durante mucho tiempo. La aristocracia nos sigue

viendo como unos invasores; para los mercaderes y los artesanos, somos un

mal que hay que soportar porque no queda más remedio. Kayen tiene que

arbitrar sus disputas constantemente, además de preocuparse de mantener las

fronteras a salvo y los caminos seguros, algo que estamos consiguiendo poco a

poco. Somos extranjeros e invasores, nadie confía en nosotros para solucionar

según qué temas. Sé que es una pobre excusa, pero nadie nos ha informado de

la realidad del barrio norte que tú acabas de plantear. En todas las ciudades

hay barrios pobres...

—Ninguno como éste.

—Ninguno como éste, tienes razón. Hablaré con Kayen, organizaré una

reunión con él para que puedas contar lo que realmente ocurre allí, y poder

poner así remedio.

—¿Por qué? ¿Qué sacarás tú de esto?

Dayan pensó que se merecía todo el veneno que iba incluido en la

pregunta. Había sido él mismo quién había afirmado hacía unas horas que

nadie hacía nada sin esperar nada a cambio.

—¿Personalmente? Nada. Pero mejorar la situación de estas personas

será beneficioso para el Imperio. El descontento crea revueltas, y bien saben

los dioses que ya hubo demasiados muertos durante la última. La gente de

Kargul son orgullosos y nos siguen viendo como enemigos; mejorar sus

condiciones de vida quizá haga que con el tiempo nos vean como amigos.

Habían llegado a palacio y Amel detuvo el vehículo. Se bajaron de él y

Dayan no permitió que Erinni pagara el viaje. Sacó unas monedas de su propia

bolsa y se las entregó al muchacho, que abrió los ojos con sorpresa cuando vio

que allí había el doble de lo que cobraba normalmente.

—Señoría —intentó decírselo, pero Dayan levantó la mano dando por

zanjada la cuestión, y entraron en el recinto uno al lado del otro mientras Amel

regresaba a su casa a buen paso, contento porque con aquello su madre

mañana quizá podría comprar un buen filete.