CAPÍTULO DIEZ
ERINNI no sabía cuántas horas llevaba en el carro, pero tenían que ser
bastantes. Hacía mucho calor, lo que indicaba que la mañana estaba bastante
avanzada y, aunque no podía verlo, el sol debía estar muy alto en el cielo.
Tenía las manos atadas a la espalda, y estaba amordazada y cubierta por
una lona para que nadie pudiese verla.
Estaba segura que habían abandonado la ciudad de Kargul en cuanto se
abrieron las puertas al amanecer, y llevaban desde entonces viajando sin parar.
Desde que se había despertado, había estado intentando soltarse para
poder escapar o pedir ayuda, pero era inútil. Las cuerdas estaban muy
apretadas, y cuanto más lo intentaba, más se le clavaban en las muñecas.
Tenía el cuerpo dolorido a causa del constante traqueteo del carro, y de
la dura madera sobre la que estaba tumbada, embutida entre cajas contra las
que se iba golpeando cada vez que el vehículo se topaba con un bache, o
pasaba sobre una piedra.
Su tutor la había encontrado. Estaba segura de eso porque no había
ningún otro motivo por el que quisieran secuestrarla.
Cuando había aceptado trabajar en palacio, había pensado que allí
dentro estaría a salvo. Evidentemente, estaba equivocada.
Luchó contra las lágrimas de desesperación que gritaban por escapar. Se
sentía impotente e indefensa, igual que cuando, siendo una chiquilla, no pudo
hacer nada por ayudar a su madre. La conciencia de la profunda soledad en la
que se encontraba la golpeó con brutalidad, y ni siquiera la pequeña esperanza
que le otorgaba la seguridad que Dayan iba a buscarla, la consoló.
¿Cómo iba a encontrarla? ¿Acaso tan siquiera se imaginaría que la
habían secuestrado? ¿O pensaría que se había ido por su propia voluntad?
No podía saber si las personas que la habían secuestrado habían dejado
atrás sus pertenencias, o habían tenido la precaución de llevárselas para
simular una huida voluntaria. Esperaba que fueran estúpidos y no hubiesen
pensado en ello. Si Dayan encontraba sus cosas en la casita que ocupaba,
quizá pudiera pensar en un probable secuestro.
¿Por qué no le había confesado su pasado, y el peligro en el que vivía?
Era un hombre sumamente protector, y de haberlo sabido, la habría mantenido
a salvo. Pero no, ella tenía que ser cabezota e independiente, pensar con
seguridad que era capaz de protegerse a sí misma; no podía permitirse el lujo
de mirarse en el espejo y saberse dependiente de alguien.
¡Estúpida! ¡Estúpida! Nadie sobrevive estando solo. Su aya se lo había
repetido multitud de veces durante su estancia en la escuela de sanadoras, pero
Erinni no escuchaba nunca. Siempre había asociado la amistad y la confianza
con la dependencia y la vulnerabilidad. Erinni no tenía amigas, ni amigos, solo
conocidos con los que hablaba de vez en cuando, pero nunca, jamás, contó a
nadie nada de su vida privada o de su pasado.
Y ahora estaba pagando las consecuencias de su desconfianza.
Intentaría escapar, por supuesto, pero su tutor no era idiota. Temblaba
solo de pensar en las múltiples maneras que tendría de retenerla, y ella no
podría hacer nada por evitarlo. Era una mujer, y aunque ahora era una
sanadora, había entrado en la escuela con una firma falsa en el permiso
paterno, lo que la convertía en una impostora. Los votos quedarían anulados
en cuanto su tutor lo reclamase formalmente, y todas las leyes que la protegían
ya no serían válidas. Quedaría a su merced y no podría hacer nada por
evitarlo.
El carro empezó a traquetear con más fuerza, y el vaivén se hizo tan
insoportable para Erinni, que quiso chillar de dolor. Se golpeaba contra las
cajas que la rodeaban, y se dio un golpe en la cabeza con un canto que le hizo
una herida que empezó a sangrar. Las cuerdas estaban tan apretadas que le
dificultaban la circulación sanguínea, y tenía entumecidos los brazos, los
hombros y parte de la espalda.
Pero lo que más le dolía era la certeza que nunca más volvería a ver a
Dayan. El recuerdo de los días que habían pasado juntos sería todo lo que le
quedaría de él, y tendría que tener suficiente para el resto de su vida.
Siempre soñaría con sus ojos verdes mirándola con diversión, o con la
sonrisa torcida que le dedicaba cada vez que le tomaba el pelo; con la aspereza
de sus fuertes manos, tan delicadas a la hora de acariciarla, y la voz ronca con
que le susurraba al oído. Nunca volvería a sentir su fuerza en la profunda
intimidad de su sexo, ni lo sentiría estremecerse de placer y gozo cuando
llegara al clímax.
Otras mujeres ocuparían su cama muy pronto, y con toda seguridad
acabaría olvidándola, pero ella jamás lo haría.
En toda su vida, de la única cosa de la que se arrepentía era de no haber
confiado en él.
De repente, los gritos llenaron el espacio, voces airadas que no podía
entender lo que decían, y el piafar nervioso de los caballos. El entrechocar del
acero se impuso sobre los rugidos furiosos, y al cabo de unos minutos que se
le hicieron eternos, llegó el silencio.
Alguien empezó a tirar de la cuerda que ataba la lona al carro y, de
repente, la luz del día se impuso sobre la oscuridad que la había rodeado hacía
un segundo.
Cerró los ojos, deslumbrada, y unas fuertes manos tiraron de ella con
cuidado. Intentó luchar, pero el dolor que sentía era tan fuerte que no pudo
hacer más que un par de tentativas con los pies, hasta que una voz conocida la
calmó.
—Erinni, cariño, tranquila. Soy yo, Dayan. No luches, por favor,
hechicera. Estoy aquí para ayudarte.
Fue entonces que las lágrimas que tan desesperadamente había
contenido se soltaron, y empezaron a manar como ríos desbordados por las
mejillas.
Dayan usó un cuchillo para cortar las cuerdas que la ataban, y le quitó la
mordaza. La abrazó con fuerza contra su pecho mientras la cogía en brazos y
la sacaba del carro en que la habían llevado escondida durante todo el día.
Ella lloró contra su pecho, con los brazos sin fuerzas para devolverle el
abrazo. Se limitó a dejar salir todas las lágrimas reprimidas, hipando
desconsoladamente, mientras él le repetía al oído una y otra vez que ya estaba
a salvo, que todo había pasado.
Pero Erinni sabía que no era así. Ahora, su tutor sabía dónde estaba, y
podría enviar a cualquier otro para que la secuestrara y se la llevara. Tendría
que abandonar Kargul, dejar atrás a Dayan, y a la poca esperanza de amar y
ser amada que había conseguido.
Mientras tenía a Erinni bien envuelta entre sus brazos, Dayan daba
gracias a los dioses por haber seguido la pista correcta. La información de un
carro abandonando el recinto de palacio a horas intempestivas con una excusa
poco convincente, lo llevó a investigar las cuatro puertas que se tenían que
cruzar para abandonar la ciudad de Kargul. Por una de ellas, había salido un
carro con las mismas características poco después del amanecer, y había
seguido el camino del este, hacia el interior del Imperio.
Salió a galope con su caballo, acompañado por un reducido número de
soldados que Faron puso a su disposición, y en pocas horas alcanzaron el
vehículo que traqueteaba por el camino.
Le habían dado el alto, pero en lugar de detenerse, los dos hombres que
iban subidos en el pescante apresuraron a los animales para intentar huir,
saliéndose del camino.
Los alcanzaron sin problemas, y cuando opusieron resistencia, los
abatieron sin compasión.
Ahora, con Erinni entre los brazos, temblando y llorando desconsolada,
con una herida sangrante en la cabeza, se arrepentía de haberles dado una
muerte rápida. Si pudiera, les devolvería la vida para poder torturarlos hasta
que suplicasen por su fin.
—¡Vaciad el carro de esas putas cajas! —ordenó con un ladrido—. ¡Y
poned en él todas las mantas! Quiero un lecho cómodo para que la sanadora
pueda descansar y tranquilizarse.
Los soldados procedieron a cumplir sus órdenes, sacando las mantas de
campaña enrolladas en la parte trasera de las sillas de montar mientras otros
tiraban al suelo las cajas, sin contemplaciones. Estaban vacías. Era evidente
que solo eran una forma de disimular lo que se escondía debajo de la lona: su
mujer.
Porque Erinni era su mujer, pensase ella lo que pensase, y así se lo haría
saber en cuanto se recuperase. No iba a permitir que volviese a ponerse en
peligro, abandonando su lecho durante la noche, vagando por los jardines de
palacio que, aunque deberían haber sido seguros, estaba claro que no lo eran
lo suficiente. Algo que iba a cambiar en cuanto regresaran a Kargul. Y habría
unos cuantos guardias que pagarían su indolencia con la sangre que manaría
de sus espaldas.
En cuanto los soldados acabaron de cubrir el suelo del carro con las
mantas, Dayan se subió a él con Erinni en brazos. Intentó dejarla con
suavidad, pero ella se aferró a la pechera de su jubón de cuero con las manos.
—Ssssht, tranquila, hechicera —le susurró al oído—. Tengo que curarte la
herida de la cabeza, y las de las muñecas.
Ella negó con la cabeza, sentada sobre las mantas y aún agarrada a él,
con la frente apoyada en su pecho.
—Cariño, por favor. Confía en mí.
Confiar. Nunca había confiado en nadie. Ya era hora que empezara a
hacerlo. Dayan le había demostrado que podía confiar en él.
Poco a poco, los dedos engarfiados que asían el cuero, se fueron
aflojando. Dayan la ayudó a tumbarse, poniendo una manta doblada debajo de
su cabeza. Le miró la herida en la frente, y se la limpió con un paño de lino y
con el agua fresca del odre que un soldado le alcanzó. El corte no era
profundo, y ya había dejado de sangrar.
Los roces en las muñecas eran más profundos, y estaban hinchadas y
amoratadas. También las limpió con agua fría. Después cubrió todas las
heridas con la pomada que todo buen soldado siempre llevaba encima, y las
vendó.
—Aguantarán hasta que lleguemos a Kargul y el cirujano pueda ocuparse
de ti —le dijo en un susurro, y después le dio un beso en la frente—. Dioses,
Erinni, no tienes ni idea del miedo que me has hecho pasar. —Le acarició la
mejilla con el dorso de la mano mientras ella cerraba los ojos y se
tranquilizaba, relajada con el contacto—. Ahora descansa. Estás a salvo.
Llegaron a Kargul poco después del anochecer. Erinni había dormido
envuelta en las mantas durante todo el trayecto, y Dayan había cabalgado a su
lado, negándose a perderla de vista ni un instante.
Hubiera preferido poder llevarla con él sobre el caballo, envuelta entre
los brazos, y galopar hasta Kargul con rapidez, pero viajar de esa manera no
hubiese sido beneficioso para ella.
Uno de los soldados se había ocupado de conducir el carro en el que
ella viajó todo lo cómoda que fue posible.
Una vez en palacio, la llevó en brazos hasta sus aposentos y la puso
sobre su cama con delicadeza, mientras uno de los criados corría a avisar al
cirujano. Ni siquiera se había despertado.
Dayan estaba inquieto. Suponía que seguía durmiendo porque su
respiración era regular y no había señales de fiebre, pero lo atormentaba verla
tan débil y agotada, como si las energías la hubieran abandonado y se hubiera
rendido. Durante el viaje, de vez en cuando la había oído soltar un suspiro
entrecortado, reminiscencia del llanto que la había desbordado.
Cuando llegó el cirujano pocos minutos después, acompañado con dos
sanadoras, lo obligó a abandonar el dormitorio. Tardaron casi una hora en
atenderla, y durante ese tiempo Dayan paseó como un león enjaulado de una
esquina a otra, sin perder de vista ni un solo instante la puerta.
Kayen y Kisha estaban allí con él, intentando reconfortarlo con su
presencia, haciendo tentativas para iniciar alguna conversación que lo
distrajesen, y acelerasen el paso del tiempo. Pero Dayan no colaboró,
permaneciendo en un silencio obstinado que pesaba sobre los hombros de
todos los presentes.
—¿Tienes alguna idea de por qué la secuestraron? —preguntó finalmente
el gobernador.
—No —contestó sin dejar de pasear.
Después de unos minutos de silencio, y viendo que Dayan no iba a decir
nada más, Kayen insistió.
—¿Quizá alguien relacionado con..?
—¡No lo sé! —gritó, más furioso consigo mismo por no tener las
respuestas, que con Kayen por plantearlas—. Lo único que sé es que esa mujer
testaruda no confía en mí. Nunca me habla de sí misma ni de su pasado. ¡No
sé nada de nada!
Cabreado, lanzó un puñetazo contra la pared. Kisha se sobresaltó y,
mirando a Kayen por el rabillo del ojo, decidió intervenir. Se acercó a Dayan y
posó una mano sobre el brazo del guerrero.
—Erinni no confía en nadie, Dayan —le dijo—. No te culpes por eso.
Dayan la miró y sus ojos se suavizaron. Hacía unas semanas, había
dudado de su lealtad hacia Kayen y la había arrinconado en la biblioteca,
intentando seducirla y sobornarla, pero ella se había mantenido fiel a su
corazón. Ahora la apreciaba, tanto por hacer feliz a su hermano como por la
honestidad de su corazón.
—No sé qué hacer para llegar hasta ella —confesó—. Yo tampoco soy un
dechado de virtudes en ese aspecto, como tú bien sabes.
Kisha sonrió, recordando también el episodio de la biblioteca.
—Nuestro pasado dicta las normas por las que nos regimos en el
presente... si somos tan tontos como para permitirlo. Pero somos capaces de
cambiar, si nos lo proponemos. Tú lo estás haciendo. Ella también puede, si le
das la oportunidad.
—La única oportunidad que le daré —espetó furioso otra vez—, es la de
contarme quién va tras ella y por qué. Ya me da igual conseguir que confíe en
mí con tal de mantenerla a salvo, y la única manera de hacer esto último es
saber la verdad.
Kisha asintió con la cabeza, pensativa.
—Pero ten cuidado. Erinni no es como las mujeres a las que estás
habituado.
—¿Crees que no lo sé? Eso es precisamente lo que hace que la...
Se calló. Aún lo aterrorizaba pronunciar la palabra amor en voz alta, y
cuando se decidiese a hacerlo, los únicos oídos que lo escucharían serían los
de Erinni.
—Lo sé —contestó Kisha con una sonrisa condescendiente—. En realidad,
creo que todos los que te conocemos, sabemos qué sientes por ella, aunque no
te atrevas a ponerle voz al sentimiento.
Dayan estuvo a punto de negarlo, pero en aquel momento salió el
cirujano y se abalanzó sobre él, desesperado por noticias.
—Erinni está bien —dijo antes que nadie preguntara—. Sufre una ligera
conmoción por el golpe que le dieron en la cabeza cuando la atacaron en
palacio, pero nada más. La hemos revisado a conciencia. Si tenía miedo que la
hubieran... ya sabe... —el hombre titubeó al ver la expresión ceñuda de Dayan
alzarse siniestra ante él— violado, puede estar tranquilo porque no ha sido así.
Las únicas heridas que tiene son la de la frente y las muñecas, que hemos
atendido adecuadamente y sanarán en unos días. Por todo lo demás, lo único
que necesita es unos días de reposo, aunque conociéndola, será difícil
conseguir que se quede en la cama.
—De eso me encargo yo —dijo Dayan con convicción —. La ataré a la
cama si es necesario, doctor.
—Espero que no tenga que llegar a esos extremos —exclamó el cirujano
alarmado ante la mirada decidida del guerrero—. Erinni es bastante razonable
aunque sea tozuda como una mula, estoy seguro que hablando con ella...
—No se preocupe por eso. A partir de ahora me encargo yo.
El cirujano asintió con la cabeza, incapaz de replicar ante la mirada
intimidatoria de Dayan.
—Bien, bien. Una sanadora vendrá dos veces al día para vigilar la
evolución de la paciente y mantener limpios los vendajes de la cabeza y las
muñecas. Necesita hacer mucho reposo, y si el dolor de cabeza no desaparece,
o se presentan otros síntomas como visión doble, confusión, vómitos o
sangrado por la nariz o los oídos, avíseme inmediatamente. Cuando hemos
abandonado el dormitorio estaba despierta, así que si quieren entrar a verla,
pueden hacerlo. Si necesitan cualquier otra cosa...
—Eso es todo, doctor —lo interrumpió Kayen, dando por finalizada la
conversación—. Muchas gracias por todo.
El cirujano se despidió con un cabeceo y abandonó las dependencias de
Dayan, seguido por las dos sanadoras.
—Voy a entrar a verla —dijo—. Gracias por estar aquí conmigo.
Kisha se acercó a él y, poniéndose de puntillas, le dio un ligero beso en
la mejilla.
—No tienes que dárnosla. Dile a Erinni que vendré a verla mañana por la
mañana. Y no la agobies esta noche, Dayan. Dale la oportunidad de contártelo
todo por propia voluntad.
Dayan asintió con la cabeza, aceptando su consejo. Kayen se acercó a él
y lo reconfortó con unas palmadas en la espalda.
—Si necesitas cualquier cosa, no dudes en avisarme.
—Gracias, hermano.
—No hay de qué. Tú mantuviste viva a Kisha hasta que yo regresé. Te
debo el mundo por eso.
Ambos se marcharon y lo dejaron a solas ante la puerta del dormitorio.
Al otro lado, la mujer que amaba estaba en la cama. Había estado a punto de
perderla, y el shock que había supuesto para él tener conciencia de hasta qué
punto ella era importante en su vida, lo había dejado entumecido. Ahora,
completamente recuperado, estaba decidido a todo con tal de mantenerla a su
lado y a salvo.