CAPÍTULO SEIS

ACOMPAÑÓ a Erinni hasta la puerta de su casa y se despidió de ella con

un tierno beso en los labios. Estaba seguro que lo rechazaría después de todo,

pero ella no sólo lo aceptó, sino que se lo devolvió y le regaló una sonrisa.

—¿Nos vemos más tarde? —Ella asintió con la cabeza—. Entonces te

pasaré a buscar dentro de un par de horas y cenaremos en mis dependencias.

Erinni volvió a asentir, y Dayan le acarició la mejilla con el dorso de la

mano antes de dar dos pasos hacia atrás y girar para marcharse.

Ella entró en su casa para recoger ropa limpia e ir a los baños para

quitarse toda la suciedad y el sudor que había acumulado a lo largo del día.

Estaba cansada, agotada más bien, y lo que realmente quería era

meterse en la cama y dormir profundamente, pero después de la discusión que

había tenido con Dayan sabía que él quizá no se tomaría a bien que ella

rechazara su invitación. Lo que no entendía era por qué eso la preocupaba.

Cuando Dayan se había burlado de ella por la mañana, riéndose de

forma sarcástica de sus intenciones hacia la gente pobre y necesitada del

barrio norte, había sentido tal furia que había perdido la ecuanimidad con la

que normalmente respondía a ese tipo de comentarios.

No podía ser imparcial con Dayan porque esperaba que alguien como

él, que había salido de un lugar muy parecido al barrio norte, comprendiera la

terrible necesidad que sufrían estas personas. Su burla, su menosprecio, había

sido como una bofetada dirigida hacia la esperanza que tenía que él fuera

diferente, que tuviera conciencia, y la reacción que había tenido le indicaba

que estaba totalmente equivocada.

Después, durante el día, lo observó, y vio en su rostro el cambio que se

iba produciendo a medida que iba siendo consciente de la realidad que lo

rodeaba. Quizá sí tenía conciencia, pero necesitaba ser despertada.

Por eso decidió hablarle con claridad en lugar de permanecer silenciosa,

ignorándole, que era lo que había decidido hacer después de la discusión. Y

Dayan no la defraudó.

Después de acompañar a Erinni a su casa, Dayan fue directamente a

lavarse en los baños de palacio.

A aquella hora el lugar era bullicioso. Terminados los turnos en sus

respectivos despachos, la mayoría de burócratas empleados en palacio acudían

allí para refrescarse y relajarse antes de volver a sus casas.

Al entrar en la zona de las piscinas vio a su amigo Faron, el comandante

en jefe de las tropas en Kargul, que estaba dentro del agua, relajado y apartado

del resto de hombres.

Dayan fue hacia él, se metió en la piscina y se sentó a su lado.

—¿Qué hay, tío? ¿Cómo va tu herida? —preguntó con voz rasposa.

—Cerrada.

—Qué lacónicos estamos hoy, ¿no? No pareces tú mismo.

Dayan se sumergió dejando que su espalda se deslizara por la pared de

la piscina hasta que el agua le cubrió la cabeza, y volvió a salir al cabo de

pocos segundos. La burla en la voz de Faron era evidente.

—Los rumores corren como el viento del desierto, Dayan.

Sumergiéndote no escaparás a ellos.

—No me toques los cojones, Faron. No estoy de humor.

No mentía. El discurso soltado por Erinni en el rickshaw había

conseguido que se sintiera como una mierda. Llevaban cinco años en Kargul

y, ¿qué habían hecho por la maldita ciudad? Prácticamente nada. La sanadora

había hecho más en los pocos meses que llevaba allí.

Somos guerreros, se excusaba. Estamos aquí para mantener la paz, no

para solucionar los problemas sociales. Y cuando esta provincia esté

pacificada, el Emperador nos enviará a otro lugar donde nuestras espadas

sean necesarias.

Pero eso no aliviaba su conciencia porque Erinni tenía razón: no

importaba el motivo por el cuál estaban allí. El hecho era que tenían el poder

en sus manos, y que no lo estaban utilizando para nada provechoso.

Hacía años que luchaban defendiendo las fronteras, pero nunca hasta

aquel momento se había preguntado qué más podía hacer. Proteger las

fronteras era todo por lo que se habían preocupado. Ni siquiera se habían

planteado que pudieran hacer algo más: para eso estaban los estadistas, los

políticos.

La cuestión era que en Kargul, la élite aristocrática que había gobernado

antes que el Imperio ocupara estas tierras, estaban más preocupados por

mantener su estatus y sus riquezas, que en ayudar a su pueblo.

Se frotó el rostro con las manos, como si con ese gesto pudiera despejar

su desconcertada mente. Después apoyó la cabeza en el borde de la piscina y

centró los ojos en los mosaicos del techo.

—¿Alguna vez has... tenido la necesidad de sentirte mejor persona?

La pregunta, susurrada de forma vacilante, pilló por sorpresa a Faron.

Miró a su amigo y decidió imitar su postura, poniéndose también a mirar el

techo.

—¿Es hora de filosofar?

—Lo digo en serio.

—No. Somos soldados. Guerreros. No somos buenas personas, Dayan.

Nuestro trabajo es matar; cuantos más, mejor.

—Pero eso no es todo lo que somos.

—Quizás. Pero sí es la parte más importante. ¿Y a qué viene todo esto?

¿Tu sanadora está despertando al ser humano que llevas dentro?

—No te burles, tío.

—No me burlo, más bien me asusto. Primero Kayen, ahora tú. ¿Es una

enfermedad contagiosa o qué?

—¿Qué quieres decir con que ahora yo?

—Oh, vamos, tío. No te hagas el tonto. Lo sabes perfectamente. Estás

enamorado como un idiota de la sanadora.

Dayan no lo negó, aunque en su interior una vocecita le decía que no

podía ser. Él no era del tipo que se enamoraba. No podía enamorarse porque

no confiaba en las mujeres. ¿Cómo podía entregarle el corazón a una, ser

vulnerable otra vez, como había sido de niño? Si su propia madre lo había

vendido porque no lo amaba, ¿cómo podía permitirse amar a una extraña,

entregarle en bandeja el poder para hacerle daño, traicionarlo? Imposible.

—No digas tonterías.

No era amor lo que sentía. Era simple lujuria, tal vez curiosidad porque

nunca había conocido a una mujer como Erinni. Nada más.

Dos horas después estaban sentados, cenando en la terraza que había en

los aposentos de Dayan.

Los criados habían preparado una mesa redonda de cristal, con vajilla

de porcelana, cristalería tallada y cubiertos de plata. El mantel y las servilletas

tenían intrincados bordados en seda. En el centro, dos candelabros, también de

plata, con tres velas cada uno.

Se sentaron, y el criado que los atendía acercó el carrito con las

bandejas llenas de deliciosos manjares.

Dayan le despidió. Quería estar a solas con Erinni. Se levantó y sirvió

los platos él mismo. Erinni agradeció el gesto con una sonrisa tímida.

—Te has tomado muchas molestias por mí —dijo extendiendo la servilleta

sobre el regazo.

Dayan escanció el vino en las copas.

—En realidad, lo único que he hecho ha sido dar órdenes.

Erinni rio.

—¡Pero no deberías admitirlo! —exclamó—. Rompes el encanto del

momento.

—No tengo por costumbre mentir —replicó serio.

—¿Nunca?

—Nunca.

—¿Ni siquiera cuando susurras cosas bonitas en el oído de una mujer?

—Ni siquiera entonces.

Erinni volvió a sonreír y empezó a comer. Estuvieron un rato hablando

de cosas intrascendentes pero, poco a poco, Dayan desvió la conversación

hacia el barrio norte. Escuchó con atención todo lo que Erinni tenía que decir,

las cosas que había que arreglar o cambiar, las necesidades que debían ser

cubiertas. Ella habló con pasión desde el principio, proponiendo sus ideas, y

contagió su entusiasmo a Dayan.

—Me fascinas, Erinni. —Dayan pronunció su nombre como una caricia y

ella se ruborizó—. Yo nunca... —respiró profundamente. No tenía ni idea de

por qué, pero de repente necesitaba justificarse ante ella, hacerle entender por

qué él era como era. Se pasó la mano por el pelo y un mechón se escapó,

cayéndole sobre la frente—. Mi madre era una furcia que trabajaba en uno de

los prostíbulos de Zaraih. Cuando yo tenía siete años, intentó venderme. Me

escapé. No sabía quién era aquel hombre, pero mi instinto me dijo que no era

de fiar, así que salí corriendo antes que ninguno de los dos pudiera atraparme.

Años después descubrí que regentaba un burdel donde se ofrecían “servicios

especiales”.

—¿Especiales?

Dayan retiró la mirada, que hasta aquel momento la había mantenido

fija en los ojos de ella. Era tan inocente que no sabía si romper esa magia

diciéndole la verdad, pero también era fuerte y debía saber.

—Niños. Ofrecían niños para tener sexo.

—Eso es horrible...

—Sí, lo es. Pero ocurre.

—Gracias a los dioses que escapaste —susurró. Imaginarlo de niño,

sometido a abusos tan terribles, hacía que se pusiera enferma. Él asintió.

—Sólo tenía siete años, y me encontré solo y en la calle, muerto de

hambre y frío. El invierno en Zaraih es muy duro, con nieve constante. Kayen

me encontró. No era mucho mayor que yo, pero él había crecido allí. No sé

por qué se apiadó de mí en lugar de robarme los zapatos. Probablemente

porque yo era un canijo y no le servían. —Sonrió al recordar la broma que

Kayen le hizo ese día—. La cuestión es que me enseñó a sobrevivir robando,

pidiendo limosna y haciendo cualquier cosa que nos reportara unas monedas.

Muchas veces hacíamos de recaderos para las bandas que imponían su ley en

las calles, y me enseñó a esquivar a los guardias de la ciudad que siempre

andaban a la caza de niños para llevarlos al templo de Garúh. Pero cuando

tenía diez años metí la pata, o mejor dicho, la mano en la bolsa que no debía, y

me pillaron. Me enviaron al templo y creí que todo había acabado. Había oído

historias terroríficas sobre aquel lugar... y ninguna le hacía justicia, porque

era mucho peor. —Erinni escuchaba sin atreverse a interrumpirlo. Miraba sus

ojos, y su mirada parecía perdida, como si hubiera regresado a aquella época,

reflejando en ella todo el dolor y el miedo que había sentido entonces—. La

sorpresa fue que al día siguiente, Kayen se presentó voluntariamente allí. No

tendría por qué haberlo hecho, pero lo hizo: no me abandonó. —Erinni se

levantó, arrastró la silla hasta acercarla a Dayan y se sentó a su lado,

cogiéndole la mano. Él se la apretó—. La vida allí es muy dura. No hay

segundas oportunidades. Lo usaban todo para convertirnos en guerreros y

fortalecernos. Incluso la comida. Había una sola al día, y teníamos que pelear

por ella. Había cuatro grupos de nuestra misma edad; cuatro equipos, lo

llamaban los entrenadores. Nosotros, como recién llegados, estábamos en el

peor grupo, el de los débiles y los lentos. Los primeros tres días no

conseguimos ni siquiera un mendrugo de pan, pero Kayen nos organizó, sacó

lo mejor de cada uno, y al cuarto día conseguimos la mejor parte, ganando

incluso al grupo de los más fuertes. Durante dos semanas completas, el grupo

de los inútiles ganó una y otra vez; hasta que a Kayen y a mí nos apartaron de

ellos. —Se quedó unos segundos en silencio, acariciando con el pulgar el dorso

de la mano de Erinni—. Sin el liderazgo de Kayen y mi velocidad y agilidad,

volvieron a ser unos inútiles, y a nosotros no nos importó. Lo único que

importaba era sobrevivir. Antes de final de año... ninguno de ellos vivió para

ver el nuevo año.

—No fue culpa tuya, Dayan.

La voz susurrada de Erinni traspasó el velo de dolor que había

levantado el recuerdo. Él giró la cabeza para mirarla y sonrió con tristeza.

—No, pero ahora, después de tantos años, me siento culpable por no

haber pensado en ellos ni un solo día de mi vida. Había uno que era cojo y a

duras penas podía moverse, pero era listo. Su mente trabajaba a una velocidad

increíble. Y había otro que dibujaba de una forma... habría podido llegar a ser

un gran pintor, quizá, si hubiese tenido la oportunidad. ¿Quién sabe cuántas

mentes brillantes, cuántos talentos, se han perdido por no estar a la altura de lo

que se esperaba de ellos en aquel lugar?

—Dayan...

—Lo has despertado todo, Erinni —exclamó sacudiendo la cabeza—. Los

recuerdos y los remordimientos. Yo... maldita sea, creía ser feliz antes que te

cruzaras en mi vida, pero todo era una mentira. Una jodida mentira.

Erinni se levantó y le acunó la cabeza contra el pecho. Él se abrazó a su

cintura con fuerza.

¡Qué distinto era este hombre del que le había hablado con

condescendencia y burla por la mañana! Le acarició el pelo con cariño

mientras sentía los duros músculos de sus brazos alrededor de su cintura, y de

repente, el hombre tierno desapareció, y regresó el pícaro seductor que

utilizaba boca y manos para llevarla a las estrellas.

La boca de Dayan jugó con sus pezones sobre la ropa mientras la

apretaba contra él con sus grandes manos. Se fue levantando dejando un rastro

de besos hasta llegar a su boca. Exploró cada centímetro con su lengua y sus

labios firmes la obligaron a abrir la boca más ampliamente. Cuando gruñó con

suavidad, ella pudo sentir las vibraciones en las palmas de las manos, que

habían ido descendiendo desde su pelo hasta el pecho de Dayan. Fue

impactante, y su cuerpo respondió inmediatamente a pesar del cansancio.

Dayan desabotonó la túnica azul de Erinni con rapidez sin dejar de

saquear su boca, y le acarició el estómago con su mano callosa. La sensación

fue increíblemente buena. Ella gimió mientras la mano se deslizaba hacia

arriba hasta ahuecar un pecho. Lo apretó con firmeza y el pezón reaccionó al

instante, endureciéndose como un guijarro. Erinni gimió.

Dayan rompió el beso, y ella respiró con dificultad. Abrió los ojos y vio

la pasión en la mirada de él. Le frotó el pezón con el pulgar y ella se arqueó

contra su mano. Sintió calor entre los muslos y su estómago se estremeció.

Con cada momento que pasaba, estaba más y más excitada.

—Tan hermosa... —susurró contra sus labios.

La cogió en brazos y caminó hacia el interior del dormitorio. Se detuvo

al lado de la cama y la miró otra vez. Le acarició el rostro con el dorso de la

mano. Erinni alzó los brazos hasta rodearle el cuello.

—Quiero deshacerte la trenza —musitó. Él sonrió.

—Primero te quiero desnuda y en mi cama.

Le quitó la túnica dejándola caer al suelo. Después se arrodilló delante

de ella y le quitó las sandalias, levantándole primero un pie y después el otro.

Le bajó los pantalones y se los quitó. Cuando la tuvo completamente desnuda

volvió a levantarse y la miró. Los pezones de ella se endurecieron como si la

acariciara con esa mirada, y sintió el rubor ocupándole toda la piel.

—Sube a la cama, de rodillas. —Obedeció y él se sentó delante de ella,

dándole la espalda—. Ahora puedes ocuparte de mi trenza.

Erinni tragó saliva. Parecía estúpido, pero poder hacer algo así le

parecía mucho más íntimo que hacer el amor. Deshizo el lazo que la mantenía

sujeta y tiró de la cinta de cuero. Después, fue deshaciendo poco a poco el

trenzado, mechón por mechón, entrelazando los dedos con el pelo y tirando

muy suavemente.

Dayan se estremecía con cada toque, disfrutándolo al máximo. Nunca le

había dejado hacer esto a una mujer. Su pelo era, de alguna manera, su

orgullo. En el templo los obligaban a ir rapados con la excusa que así no

criaban piojos. Él estaba seguro que era otra manera de humillarlos y ponerlos

a prueba. Por eso, en cuanto abandonaban el lugar, dejaban que su pelo

creciera y no volvían a cortárselo. Cada centímetro representaba un año de

libertad.

—Me gustaría cepillártelo.

A él también le gustaría, pero no en aquel momento. Se levantó para

poder desnudarse. Erinni lo miró con atención, disfrutando de cada milímetro

de piel expuesta, y él estuvo orgulloso de captar la atención de una mujer tan

maravillosa como ella.

Se subió a la cama y se quedaron frente a frente. Sonrió, y ella le

devolvió la sonrisa. Levantó la mano y se apoderó de un pecho. Le acarició el

pezón con el pulgar, y ella dejó ir un suspiro mientras cerraba los ojos,

abandonándose a él. La empujó suavemente hasta que quedó tendida sobre la

cama.

—Preciosos —susurró y bajó la cabeza para lamer los pezones con su

lengua.

Erinni sintió su aliento contra el pecho. Dayan abrió la boca y rozó el

pezón con la lengua. Ella gimió y se excitó hasta el punto de ser insoportable.

Se quedó sin aliento cuando la boca se cerró sobre el pezón, la lengua

haciendo círculos a su alrededor. Gimió y se arqueó hacia su boca, y deseó

poder sentir aquella húmeda caricia en el clítoris.

Dayan le raspó el pezón suavemente con los dientes, y ella se aferró a

él. Se asió a sus hombros y lo atrajo hacia ella. Dayan la agarró por la cintura,

acomodándose entre sus piernas. La deseaba tanto que le dolía. Inhaló su

maravilloso aroma y gruñó. La sintió reír.

—Pareces una fiera —susurró. Él se rio con ella.

—Haces que pierda el sentido y me convierto en puro instinto.

—¿Y qué te dice tu instinto?

—Que quiero hacerte el amor hasta que no puedas caminar derecha.

Quiero follarte con mi lengua hasta que te corras, enterrarla profundamente en

tu coño hasta hacerte gritar. Quiero que no puedas hablar ni pensar, sólo sentir

lo que te hago, y que me ruegues por más. Quiero follarte, Erinni, meter mi

polla tan profundamente dentro de ti que creas que no podremos separarnos

jamás, y sentir las contracciones de tu vagina cuando te corras otra vez,

exprimiéndome hasta la última gota de semen.

Nunca había creído que ella era de las que se excitaban con cierto

vocabulario, pero ahí estaba la demostración de cuán equivocada estaba.

Aquellas palabras susurradas contra su boca la habían encendido de tal manera

que se sentía fuera de sí.

—No hables tanto y pasa a la acción, machote —le exigió, lo que recibió

una risita orgullosa por contestación.

Dayan se deslizó hacia abajo, y Erinni se estremeció cuando lo vio bajar

la cabeza. Abrió las piernas todo lo que pudo sin esperar a que él se lo pidiera.

La agarró por las caderas con ambas manos, y ella se estremeció cuando sintió

su aliento sobre el expuesto sexo.

Le separó los labios vaginales con los dedos, con suavidad, y la lengua

lamió el clítoris. Ella se agarró con fuerza al cobertor cuando empezó a

lamerla con movimientos rápidos y largos. El placer fue instantáneo e intenso.

La lengua de Dayan la lamió en el punto exacto, y estuvo a punto de enviarla

más allá de las estrellas. Se tensó, arqueó la espalda, e instintivamente intentó

cerrar las piernas para detener lo que estaba sintiendo, pero los duros hombros

de Dayan se lo impidieron.

Le inmovilizó las caderas mientras la devoraba con largas y duras

pasadas de su lengua. Un brutal clímax la arrasó y la obligó a gritar,

sacudiendo su cuerpo oleada tras oleada.

—Santa Madre Tierra... —murmuró, pero se quedó sin aliento cuando

sintió la lengua de Dayan en la apertura de su coño y, después de un gruñido

de satisfacción, la penetró con ella.

Movió la lengua dentro y fuera, una y otra vez, mientras ella movía la

cabeza hacia un lado y hacia el otro sin poder evitarlo. El placer era tan grande

que creía que moriría. Lo agarró por el pelo, tan suave, sin saber si quería

apartarlo o acercarlo aún más, hacer que se quedara allí eternamente.

Con un gruñido, él se apartó y se puso sobre ella. Tenía la mirada

salvaje, los ojos oscurecidos como una tormenta. Su boca cayó de nuevo sobre

un pezón y lo chupó frenéticamente. Ella gimió, su cuerpo empezó a arder con

rapidez, y su coño palpitó como si tuviera vida propia.

La dura y gruesa polla de Dayan presionó contra la entrada de su coño,

y ella lo rodeó con las piernas por la cintura. Lo quería dentro, se moría por

tenerlo en su interior.

Con suaves y lentas embestidas empezó a penetrarla. A cada centímetro

le permitía que se fuera adaptando a su tamaño. Él era muy grande, pero ya

sabía que cabría sin ningún problema.

Ella enredó otra vez las manos en su pelo, y él devoró su boca sin

ninguna contemplación, reclamándola, poseyéndola, haciéndola suya sin

ningún remedio.

Erinni no sabía qué hacer, si reír de alegría o llorar, porque con cada

embestida de su lengua, de su polla dentro de ella, con cada respiración, con

cada ondulación de su cuerpo, cada gemido, cada caricia, supo que

irremediablemente le había entregado su corazón a un hombre que jamás la

amaría.

Dayan sintió que de alguna manera ella se alejaba y se rebeló contra

ello. Puso una de sus manos entre los dos y la deslizó hasta el clítoris,

empezando a acariciarla mientras embestía más profundamente con su polla, y

la besaba con fiereza.

Erinni clavó las uñas en el cuero cabelludo de él, dejando de pensar,

limitándose a sentir cada centímetro de su eje en su interior, estirándola,

poseyéndola, dándole tanto placer que creyó que iba a morir.

Los gemidos escaparon de su garganta cada vez más fuertes, y su

cuerpo ardió, tensándose, sacudiéndose, gritando cuando llegó al clímax de

nuevo. Los músculos vaginales se contrajeron contra el grueso eje mientras su

cuerpo temblaba violentamente a causa del orgasmo.

Dayan también gritó cuando llegó a su clímax y movió las caderas con

violencia, estrellándose una y otra vez contra ella mientras se corría en su

interior.

Se dejó caer a un lado y la atrajo hacia sí, envolviéndola en sus brazos.

Ella se acurrucó totalmente saciada, y se quedó dormida casi inmediatamente

sin poder evitarlo. El sexo y el agotamiento acumulado durante el día le

habían pasado factura.

Dayan se quedó un buen rato abrazándola y mirando al techo, pensando.

Estaba emocionalmente exhausto. Los recuerdos evocados, la

conciencia y los remordimientos despertados y, sobre todo, el hecho de

aceptar la verdad de sus sentimientos, habían acabado con sus energías.

Estaba irremediablemente enamorado de la sanadora. Eso era lo único

que explicaba que él hubiese hablado abiertamente sobre su doloroso pasado

sin guardarse nada.

Y ahora, por primera vez en su vida, estaba verdaderamente

aterrorizado.