CAPÍTULO TRECE

CABALGARON durante varios días, alejándose cada vez más de Kargul. El

paisaje fue cambiando, de los dorados arenosos a los verdes prado, hasta que

los bosques empezaron a rodearlos.

Se mantuvieron alejados de las grandes ciudades. La posición de Dayan

dentro de la estructura del Imperio, le obligaba a presentar sus respetos a

alcaldes y gobernadores provinciales, algo que los retrasaría inevitablemente.

Por eso se conformaron con dormir en camas cuando el anochecer les pillaba

cerca de pueblos y villas, y pasaban de largo de las grandes metrópolis

amuralladas.

Hablaron mucho durante el viaje. Una vez rotas las compuertas que

mantenían a la desconfianza bien pertrechada y al acecho, Erinni soltó la

lengua y no paró de hablar, contándole su vida detrás de los muros de la

escuela de sanadoras de Bató.

Le habló de su niñez y las travesuras que tantas veces le costaron

severos castigos, como cuando se escapó con sus tres amigas de la infancia,

escondidas en uno de los carros que traían los suministros, para vivir una

aventura de cuatro horas que las llevó hasta las puertas amuralladas de la

ciudad. O cuando se subió en lo alto del tejado del torreón, encaramándose por

el alfeizar del ventanuco y escalando el trozo de muro hasta las tejas, para

poder estirarse allí y ver de más de cerca las estrellas.

La de’kan de la escuela casi tuvo un ataque del susto de verla allí arriba

encaramada.

Dayan se reía, y aprovechaba cualquier excusa para acariciarle la

mejilla, o enredar uno de sus rizos entre los dedos, pero no hablaba de sí

mismo. Erinni sabía que sus recuerdos no eran divertidos, y que estaban llenos

de dolor y abusos, pero le hubiera gustado que se decidiera a abrirle su

corazón de nuevo, y que compartiera con ella los malos recuerdos. Había

descubierto que así se hacían más livianos y menos dolorosos.

Pero a medida que se iban acercando más y más a Marún, Erinni

empezó a hablar menos, y permanecía silenciosa y con aspecto triste, con la

mirada perdida enfocada en ninguna parte.

Dayan la comprendía perfectamente: con cada paso que daban se

acercaba a su pasado de una forma inexorable, y tendría que enfrentarse a él.

El miedo y las dudas eran algo lógico, por eso intentaba consolarla y darle

fuerzas y seguridad de la única manera que conocía, haciéndole el amor,

adorándola con su cuerpo, y diciéndole sin palabras cuánto la amaba y lo que

significaba para él.

El día que entraron en Marún, Erinni estaba pálida. Cuando Dayan salió

del cuarto de la guardia después de presentarse al encargado del servicio,

volvió a montar a caballo y lo guio para acercarse a ella hasta que sus piernas

se rozaron. Le cogió la mano y se la llevó a los labios.

—Tranquila, cariño —le dijo alentándola con una sonrisa—. Todo irá bien.

Ella asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa sacada a la fuerza.

Estaba asombrada por la facilidad con la que Dayan demostraba de forma

pública el cariño que sentía por ella, y le hubiera gustado poder hacer algo

más que sonreír forzadamente, pero estaba asustada.

Hacía muchos años que no veía a su tía Genezin, desde el día en que

abandonó la escuela de Marún para ir a vivir a la de Bató. Su aya y su tía

habían acordado que era mejor no mantener mucho contacto para evitar que a

Ayoan le fuese fácil rastrearlas, y la única comunicación que había habido

entre ellas había sido por carta, de forma escueta y formal, y a través de la

de’kan de la escuela en la que estaba estudiando. A duras penas sabía nada de

ella, excepto que era hermana de su madre y que la única vez que la había

visto, la había tratado con cariño.

No debería estar nerviosa, pero lo estaba. Durante años había pensado

en su tía Genezin como en una mujer valiente e inteligente, capaz de tomar las

riendas de su vida sin dejarse pisotear. Valiente como su madre, aunque de

forma diferente, que se había quedado atrás cuando ella huyó, sacrificándose

para darles tiempo para alejarse lo suficiente antes que alguien descubriera su

huida. Nunca había querido pensar en ello, pero, ¿seguiría viva?

Quería que su tía se sintiera orgullosa de ella. ¿Cómo vería el hecho que

se hubiera casado con un guerrero, sólo para que éste pudiera protegerla del

peligro que suponía su tío Ayoan? ¿Creería que había escogido el camino

fácil? ¿Se avergonzaría de ella?

Y su madre... ¡su madre! De repente el corazón empezó a latirle con

fuerza, desbocado. ¿Cómo no había pensado antes en ello?

Miró a Dayan, que aún sostenía su mano en la suya, y la sonrisa forzada

se convirtió en auténtica.

—Hay algo en lo que no hemos pensado, Dayan. —Él la miró sin

comprender—. Si mi madre aún sigue viva, podremos sacarla de allí. Podré... —

un enorme peso en el pecho casi la hizo sollozar, pero inspiró profundamente

y retuvo el control sobre sus emociones—. Podremos llevarla con nosotros, de

regreso a Kargul, y Ayoan no podrá negarse.

Dayan apretó su mano y volvió a llevársela a los labios para besarla.

—Me encantará tenerla con nosotros.

Erinni se quitó de un manotazo una maldita lágrima rebelde que se

había escapado, y a punto estuvo de contestarle “lo sé, por eso te amo tanto”.

Pero se mordió la lengua. Tenía demasiado miedo a asustarlo con esas

palabras.

Atravesaron la ciudad con su escolta armada llamando notablemente la

atención. La gente miraba con curiosidad la comitiva y los uniformes,

marcadamente distintos de los usados por la guardia de la ciudad.

Llegaron ante las puertas de la escuela. Dayan y Erinni bajaron de los

caballos y tiraron de la cadena que hizo sonar una pequeña campana en el

interior.

Dayan se giró y ordenó a dos de sus hombres que descabalgaran

también: entrarían con ellos como escolta. Teniendo en cuenta que Ayoan

podía estar al tanto de su viaje, no quería correr ningún riesgo, así que no

entrarían solos en un edificio en el que podrían haber preparado una

emboscada.

No pasó mucho tiempo hasta que la puerta se abrió. Unos ojos tan

claros como el cielo del verano, los miraron asombrados.

—¡Emgái Kanohi! —exclamó Erinni dando un salto de alegría y

abalanzándose sobre la mujer que abrió la puerta—. Kanohi, qué alegría me da

verla.

—Pero... ¿quién eres tú, niña? —La mujer intentaba deshacerse del

abrazo. Cuando lo consiguió, miró a Erinni con los ojos entrecerrados—. ¿Te

conozco?

Erinni miró a la mujer mayor con mucha ternura, mientras escondía las

manos en la espalda y ponía una pícara expresión en el rostro.

—¿De veras no me recuerda? Y eso que antes de irse de Bató para venir

a aquí, me dijo que jamás se olvidaría de mí.

—¡Por Leigheas el misericordioso! ¿Niña Erinni? —susurró mientras se

llevaba las manos a la boca. Cuando la aludida asintió con la cabeza, Kanohi

le tomó el rostro entre las manos y la miró con lágrimas en los ojos—. Ay, niña,

cuánto has crecido en todos estos años. Qué guapa estás, y qué vieja me

siento.

Erinni miró a la mujer de unos cincuenta años. Tenía el pelo veteado de

gris, tan negro que lo tenía antes, y había arrugas rodeando sus ojos, pero

seguía tan esbelta y enérgica como antes.

—Pues yo la veo estupenda, emgái Kanohi. Tan guapa como siempre.

La aludida estalló en carcajadas mientras le daba una palmada en el

brazo.

—Tú siempre tan bribonzuela, muchacha —se giró hacia Dayan, que

esperaba paciente detrás de Erinni, mirando la escena con evidente diversión

brillándole en los ojos—. ¿Y este buen mozo? ¿Y toda esta comitiva? ¿Qué

ocurre, niña Erinni?

—Tengo que hablar con la emgái Genezin de algo muy urgente. ¿Cree

que sea posible?

—¿Emgái? Querida niña, Genezin ya no es emgái de esta escuela —Erinni

sintió un peso en el estómago al oír esas palabras. ¿Le habría pasado algo a su

tía y nadie la había informado?— Cariño, Genezin ahora es la de´kan. ¡Pero

qué mal educada me estoy volviendo! —exclamó de repente, apartándose de la

puerta y abriéndola de par en par—. Pasad, pasad, por favor.

Erinni respiró notablemente aliviada. Así que lo que ocurría era que a su

tía la habían ascendido en la jerarquía de la escuela, hasta ponerla al mando.

¡Bien por ella! pensó. Su tía se lo merecía.

Pasaron al interior de la escuela, y Erinni viajó momentáneamente al

pasado, al día en que llegó aquí por primera vez, después de escapar de un

hogar que no era tal, con el terror metido en el cuerpo y sin saber qué iba a ser

de ella.

Nada había cambiado. Mientras Kanohi los conducía hasta la salita

donde esperarían a ser recibidos por Genezin, la joven sanadora miraba con

ojos inquisitivos cada lugar por el que pasaban.

Las paredes seguían con los mismos murales pintados en ellos, aunque

algunos habían sido restaurados recientemente. Las lámparas de hierro

colgadas del techo, llenas de velas, que sólo se encendían cuatro veces al año,

cuando se celebraban los cambios de estación, y que mientras tanto

permanecían cubiertas. El patio del claustro, con la fuente en el medio, los

parterres con flores, el césped cubriendo el suelo y los manzanos rodeando el

perímetro. Las puertas de las clases, de madera oscura. Seguro que los

dormitorios, en la planta superior, seguían también igual.

Cuando por fin llegaron a la salita, Dayan ordenó a los dos soldados que

los habían seguido hasta allí que esperaran fuera. Kanohi los miró con

curiosidad mientras éstos se ponían firmes, uno a cada lado de la puerta.

Entraron, y la emgái fue hasta el fondo de la habitación y tiró de un

cordón. Después se giró, mirando con curiosidad a Dayan.

—Es mi marido —explicó Erinni. La cara de sorpresa de Kanohi debió ser

muy graciosa, porque la muchacha tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse

a reír—. Es el capitán de la guardia de palacio, en Kargul. Mano derecha del

gobernador.

—Vaya, un hombre importante, —dijo mientras lo estudiaba

detenidamente y le tendía una mano—. Y muy afortunado, si ha conseguido

ganarse el corazón de mi pequeña Erinni.

Dayan cogió la mano que le tendía e inclinó la cabeza en señal de

respeto.

—Soy el hombre más afortunado del Imperio, sin duda —contestó, y le

dirigió esa sonrisa pícara que a Erinni conseguía derretirla.

Kanohi rio, nerviosa, y retiró la mano.

—Bueno, es un placer, pero tengo que ir a avisar a la de’kan de que están

aquí. No creo que tarden mucho en venir a buscaros —explicó dirigiéndose a

Erinni—. Tu tía estará muy feliz de volver a verte, niña. Muy feliz.

Cuando se quedaron solos, Erinni se dejó caer en el sofá exhalando un

profundo suspiro.

Dayan la miró con cariño. Verla tan alegre cuando la puerta se abrió y

reconoció un rostro amigo allí, fue maravilloso. Aunque tuvo que admitir que

lo recorrió una punzada de celos: ¿alguna vez se sentiría así al verlo a él?

Completamente feliz y con la necesidad de correr hacia sus brazos.

—¿La emgái Kanohi fue profesora tuya? —preguntó finalmente.

Erinni asintió. Había echado la cabeza hacia atrás, apoyándola en el

respaldo del sofá, con el rostro inclinado hacia en techo y los ojos cerrados.

—Mis dos primeros años en Bató fue mi tutora. Después la destinaron

aquí y tuvo que trasladarse y abandonarnos, pero siempre la he recordado con

mucho cariño. Llegué a Bató muy asustada, sin saber muy bien qué me

esperaba allí. —Abrió los ojos y lo miró, inclinando la cabeza hacia un lado.

Las manos le reposaban sobre el regazo—. Has de comprender que, hasta que

mi padre murió, yo estaba acostumbrada a una vida muy diferente, llena de

lujos y caprichos. El cambio fue brutal, sobre todo por lo inesperado. Emgái

Kanohi fue la persona que me ayudó a adaptarme a mi nueva vida. Tuvo

mucha paciencia con una niña descarada que llegó aterrorizada, llena de ira y

resentimiento. Gracias a ella me convertí en la mujer que soy ahora.

Dayan negó con la cabeza. Se sentó a su lado y le cogió la mano,

llevándosela a los labios para besarla.

—Esa mujer ya estaba aquí, cariño —le puso la mano sobre el corazón—.

Solo necesitaba a alguien que la ayudara a florecer.

Erinni sonrió, repentinamente azorada.

—Cuando me dices estas cosas tan bonitas, yo...

—Tú, ¿qué? —susurró él acercándose lentamente.

Erinni miró sus ojos, brillantes, que la observaban mientras sus labios se

iban aproximando más y más a su propia boca.

—Me siento muy especial —terminó la frase en un susurro antes que él la

besara.

Fue un beso tierno y suave. Las lenguas no lucharon, sino que se

acariciaron con delicadeza, como bailando una lánguida danza. Hasta aquel

momento, todos los besos de Dayan habían sido agresivos y posesivos,

tomando de ella todo lo que quería y más. Aquel fue dadivoso, un regalo

entregado desde lo más profundo de su corazón, destinado a tranquilizarla, no

a provocar su excitación.

Cuando la puerta se abrió de repente, se separaron con rapidez. Erinni

enrojeció hasta la raíz del pelo, y Dayan la miró con la diversión bailando en

sus ojos.

—Le de’kan les recibirá ahora —dijo la sirvienta que había ido a

buscarlos, una muchacha jovencita, con el rostro enrojecido probablemente a

causa del beso del que había sido testigo.

Se levantaron y Dayan cogió la mano de Erinni. Ella lo miró y sonrió.

Estaba bien que le cogiera la mano, al fin y al cabo, ahora se pertenecían.

Su tía los estaba esperando en un despacho austero pero bien iluminado,

con un gran ventanal que daba al claustro interior. Parco en mobiliario, sólo

había un enorme escritorio perfectamente ordenado, una librería en la pared

opuesta a la puerta, y dos sillas delante de la mesa.

Genezin los observó desde el otro lado del escritorio, sentada en un

sillón rústico pero de apariencia cómoda. Tenía un pergamino delante y una

pluma en la mano, que en aquel momento dejó reposando al lado del tintero.

Erinni entró cohibida, y en aquel momento agradeció más que nunca la

presencia de su marido, que le daba fuerza y ánimos a través del contacto de la

palma de su mano, que permanecía unida a la suya.

Genezin dirigió su mirada hacia sus manos unidas y levantó una ceja,

sorprendida, antes de fijar los ojos en el rostro de Erinni.

—¿A qué debo tu visita, querida sobrina?

La frialdad del recibimiento no extrañó a la muchacha. Habían pasado

muchos años, con escasa comunicación entre ellas. Eran dos extrañas.

A Dayan no le gustó el tono de la de’kan, y frunció el ceño ante aquel

recibimiento tan insensible. La mujer ni siquiera se había molestado en

levantarse para darle un abrazo a su esposa. Cuánta diferencia con el

recibimiento de la puerta.

—Su sobrina tiene problemas —dijo, adelantándose a Erinni, que se había

quedado silenciosa, abrumada por el frío recibimiento—, y venimos en busca

de ayuda.

Genezin miró a Dayan sin dignarse contestar, y volvió a dirigir los ojos

hacia su sobrina.

—¿Ahora tienes un hombre que habla por ti? Kanohi me ha dicho que

estás casada.

Erinni respiró hondo y se negó a dejarse intimidar. Al infierno con todo.

Levantó os hombros y la barbilla y la miró con desafío.

—Estoy casada, sí. Ayoan intentó secuestrarme en Kargul, y Dayan me

rescató y después me ofreció su protección. Pero no estoy a salvo aún.

Genezin bufó, despectiva. Erinni no entendía totalmente su

comportamiento. Probablemente todo esto era culpa de Ayoan. No quería ni

pensar en las formas que habría presionado a su tía para que le confesara su

paradero.

—¿Y qué es lo que quieres de mí?

—Es muy simple —intervino Dayan, molesto ahora por la actitud de

aquella mujer—. Nuestro matrimonio no es válido porque ella no es una

auténtica sanadora, ya que su tutor jamás firmó el consentimiento para su

ingreso en la escuela.

—Yo no puedo hacer nada. Ayoan jamás firmará...

—Yo me encargaré de que firme, de’kan —la interrumpió Dayan con una

feroz decisión grabada en la mirada—. Por eso nos dirigimos hacia Niam.

Aprobará nuestro matrimonio y firmará el permiso para el ingreso de Erinni en

la escuela de sanadoras.

—Entonces, ¿para qué me necesitáis a mí?

Erinni miró a su tía con escepticismo. Parecía hacerse la tonta a

propósito, para obligarlos a hablar.

—Muy simple, tía Genezin. —Erinni usó a propósito el tratamiento

familiar en lugar del jerárquico de la escuela—. Ser sanadora es muy

importante para mí, y mi marido —continuó recalcando la última palabra-

quiere que yo sea feliz y no tenga problemas a causa de la falta de ese

permiso. Queremos que nos des los documentos que mi tutor ha de firmar, y

pedirte que después los incluyas en el archivo con todos los demás

documentos de mi expediente, en sustitución del que tú falsificaste.

Genezin giró el rostro hacia Dayan, escudriñándolo con sus fríos ojos.

—¿Por qué harías eso? —le preguntó directamente—. Si consigues que

Ayoan apruebe tu matrimonio, no necesitarás nada más. Tendrás todo el poder

sobre tu esposa. Pero si también lo obligas a firmar los permisos y yo los

incluyo en el expediente, ella dejará de pertenecerte.

—Conozco perfectamente los acuerdos de matrimonio con una sanadora,

de’kan —contestó con frialdad—. Los firmé. Mi único deseo es mantener a

Erinni a salvo y feliz, y ella sólo lo será si puede ejercer como sanadora.

En aquel momento el rostro de Genezin se transformó, suavizándose

considerablemente, floreciendo una enorme sonrisa y desvaneciéndose

totalmente la frialdad con que los había tratado hasta aquel momento.

Se levantó y caminó hacia su sobrina, alargando las manos para atrapar

las suyas, envolviéndola en un sorpresivo abrazo después.

—¡Ay, hija mía! —exclamó totalmente aliviada—. Cuando Kanohi me dijo

que te habías casado, nada menos que con un guerrero de la fama de tu

marido, pensé que te habías vuelto una mujer frívola y cabeza hueca. —La besó

en la mejilla y después se apartó de ella. Las lágrimas de alivio habían

empezado a rodar por el rostro de Erinni, y se las limpió con los dedos

mientras observaba orgullosa a la mujer en que se había convertido aquella

niña que había recogido hacía tantos años—. Ya veo que me he equivocado, y

que has sabido elegir correctamente al hombre que te acompañará en tu viaje a

través de este mundo.

Considerablemente aliviado al ver el cambio de actitud en Genezin,

Dayan puso una mano en el hombro de su mujer para llamar su atención.

—Cariño, supongo que tendréis muchas cosas de las que hablar para

poneros al corriente. —Erinni asintió con la cabeza y él le acarició la mejilla

con las yemas de los dedos—. Yo tengo que ir hasta palacio para presentar mis

respetos al kahir de Marún. A estas horas ya le habrá llegado noticia de mi

llegada a la ciudad, y estará preocupado pensando en qué motivos puedo tener

para mi visita.

—Vete tranquilo —dijo ella—. Yo esperaré tu regreso aquí.

—La escolta se quedará contigo, y los dos guardias que nos han

acompañado no se separarán de tu lado ni un instante. No quiero correr ningún

riesgo.

Erinni no discutió. El miedo que pasó durante el secuestro, creyendo

que su vida estaba perdida, la habían vuelto mucho más prudente.

Se dieron un rápido beso, Erinni algo avergonzada por la presencia de

su tía, y Dayan salió del despacho con paso firme, deseando estar de regreso

aun antes de haber abandonado el edificio.

En cuanto el guerrero se hubo marchado, Erinni se giró hacia su tía con

la congoja pintada en el rostro.

—Tía Genezin... ¿sabes algo de mi madre? —preguntó angustiada.

La mujer se afligió visiblemente, esbozando una sonrisa triste.

—No, querida. En todos estos años no he sabido nada de ella. Las veces

que Ayoan ha estado aquí exigiéndome tu paradero, se ha negado

rotundamente a darme ninguna noticia de ella. Lo intenté todo, incluso acudí a

las autoridades, pero la ley está de su parte. —Sacudió la cabeza, desconsolada.

Respiró profundamente, y se esforzó en mostrar una sonrisa mientras le

palmeaba la mano—. Pero no te preocupes, mi niña. Seguro que estará bien. Y

ahora que estás casada, este marido tuyo tan guapo y fuerte, conseguirá

arrancarla de las garras de ese hombre. Ya verás.

Pasaron las dos siguientes horas charlando animadamente, bebiendo té

y comiendo galletas, y así las encontró Dayan cuando regresó a buscar a su

esposa para llevarla al palacio de Marún, donde pasarían aquella noche.