CAPÍTULO SIETE

DAYAN se despertó sintiendo un cuerpo blando y delicioso pegado a su

costado.

Erinni.

Ella le deslizaba los labios por el cuello y susurró su nombre. Dayan se

estremeció. ¿Qué le hacía esta mujer? Cuando estaba con ella perdía el norte.

O todavía peor, el corazón.

Erinni se puso de rodillas a su lado, apartó la sábana que lo cubría y se

colocó encima de él, dejando un camino de besos sobre su pecho.

Cuando le deslizó una mano por el abdomen y le rodeó la polla con los

dedos, él soltó un grito.

—¡Oh! ¡Lo siento! —exclamó ella apartándose rápidamente, pero él la

alcanzó y la devolvió al lugar en el que estaba.

—Me has sorprendido, eso es todo.

—Creí que te había hecho daño.

—¿Daño? —La risa reverberó en su pecho—. No, me estaba gustando

mucho. Sigue.

Ella volvió a rodear la polla con la mano y pasó el pulgar por el glande.

Erinni le estaba dando un nuevo significado a la palabra “placer”. Estaba

seguro que cada gota de sangre de su cuerpo se estaba acumulando entre sus

piernas. La presión era violenta, y cada roce depositaba otra sensación más

sobre las que ya tenía. Entonces ella se deslizó hacia abajo.

Dayan le enredó los dedos en el pelo y la guio hacia su pene. Con el

primer contacto de su boca el deseo se descontroló y apretó los dientes.

Levantó la cabeza porque tenía que mirarla, no podía perderse ni un

momento mientras sentía su boca sobre él. Ella pestañeó, y sus calientes ojos

lo golpearon directamente en el corazón. Aquella dulce boca abierta para él,

con unos labios golosos perfectos para introducir su polla. La vio sacar la

lengua para lamerlo como si fuera un caramelo. Ella gimió, y él perdió la

razón.

—Chúpamela —le ordenó—. Métela en la boca y chúpala.

Erinni se limitó a arquear una ceja y a lamerle los testículos, deslizando

el pulgar de arriba hacia abajo por toda la dura longitud.

—No me gusta que me den órdenes.

Dayan le dio un suave tirón en el pelo. Erinni se estaba burlando de él y

eso era una mala idea. Se tensó y apretó la mandíbula mientras intentaba

dominarse, pero ella deslizó la lengua una vez más y le rozó el sensible glande

con los dientes. Gimió de placer. Jamás había sentido un deseo tan doloroso y

al mismo tiempo tan... ¿perfecto?

Se agarró la polla y la guio hacia la boca de Erinni.

—Chúpamela ahora mismo —ordenó con voz tensa. No estaba bien, pero

ya le pediría perdón después. Ahora mismo necesitaba sentir la húmeda y

ardiente boca calentando su polla.

En el momento en que ella enroscó la lengua allí, Dayan contuvo el

aliento. El deseo lo consumió mientras Erinni movía la cabeza.

Lo introdujo hasta el fondo de la garganta antes de empezar a chupar

con fuerza. Dayan casi perdió la razón. Después ella le lamió el glande y le

clavó las uñas en los muslos. El deseo creció con rapidez y lo llevó hasta los

límites de su control.

Dayan comenzó a jadear. Le tiró del pelo intentando detenerla. Las

sensaciones ardientes y abrasadoras iban en su contra. Por todos los dioses, no

iba a durar mucho tiempo.

Pero se negó a correrse en su boca. Lo haría en su coño porque aquél se

había convertido en su lugar favorito. A pesar de lo mucho que le gustaba su

boca, necesitaba estar dentro de su parte más íntima, haciéndola llegar al

orgasmo una y otra vez antes de dejarse llevar también por la locura.

Pero primero tenía que emborracharse con su sabor, sentir su jugosa

miel en los labios y la lengua.

La apartó de su polla y ella gimió de frustración. La sorprendió cuando

la rodeó con los brazos y la alzó sobre su propio cuerpo, colocando los muslos

de Erinni a ambos lados de su cabeza.

—¡Dayan!

No se molestó en contestar mientras la acomodaba hasta sentarla sobre

su boca. El aroma de su esencia lo rodeó, aumentando su necesidad de

probarla. La sangre le hirvió en las venas cuando la sujetó por las caderas y

levantó la cabeza, deslizando la lengua por los empapados pliegues de su sexo,

buscando el clítoris.

Cuando lo succionó entre los labios ella dejó ir un agudo gemido, y

tuvo que agarrarse del cabecero de la cama para no caerse. Dayan sonrió y

pasó la lengua otra vez por el nudo de terminaciones nerviosas.

—¡Oh, dioses! ¡Dayan! ¡Yo no..! —jadeó—. ¡Sí! ¡Oh, sí!

Le rozó el clítoris con los dientes con suavidad y ella alcanzó el éxtasis

al instante.

Erinni gritó de placer y fue el sonido más maravilloso que Dayan

hubiera oído nunca. La liberación de la sanadora provocó en él una

satisfacción completamente diferente a cualquiera que hubiera experimentado

antes. Siempre le había gustado dejar bien satisfechas a sus mujeres, pero

ahora era tan gratificante como frustrante. Increíble pero insuficiente.

Dayan saboreó los jugos que brotaban del cuerpo de Erinni.

Manteniéndola inmóvil con una mano, deslizó la otra por el interior del muslo

hasta introducir dos dedos en su vagina. El calor de Erinni lo rodeó de

inmediato, con los músculos internos palpitando aún por el clímax. Unos

segundos después, encontró aquel suave y sensible lugar que dicen las malas

lenguas que no existe, y lo frotó sin misericordia mientras buscaba de nuevo el

clítoris con la boca.

Erinni se quedó sin respiración, apretó los dedos aún más fuerte en el

cabecero, y se arqueó intentando atenuar las increíbles sensaciones que la

abrumaban, comenzando a jadear y gemir.

—¡Dayan! Oh, Dayan... por favor... es demasiado... yo no... ¡Ooooh!

Quería proporcionarle el tipo de placer que la devastaría y la arruinaría

para cualquier otro hombre que no fuera él.

Capturó el clítoris con la lengua y lo hizo rodar de un lado hacia otro.

Ella tenía los músculos tensos y cerró los puños en el cabecero, inmersa en el

frenesí mientras sus pliegues se hinchaban más y más. Dayan apartó la boca

un momento para mirarle el sexo; la carne palpitaba con un inflamado color

carmesí que suplicaba satisfacción.

Erinni inspiró durante el momento de tregua, hasta que aquella

estremecedora sensación la rodeó, exigiendo su liberación.

Gritó.

—¡Dayan!

—¿Quieres que pare?

—¡No!

Sonriendo ampliamente, volvió a succionar el clítoris con los labios. La

estimuló con dientes y lengua, hasta que el cuerpo de Erinni se tensó por

completo y comenzó a correrse de una manera salvaje mientras gritaba.

Lleno de satisfacción masculina, no le dio respiro y la deslizó sobre su

cuerpo hasta las caderas. Le separó las piernas con la rodilla y se sujetó la

anhelante polla con la mano.

Penetrarla fue fácil. Estaba tan lubricada que no encontró ningún

impedimento. La fricción de su carne le hizo soltar un gemido desgarrador.

Cuando Erinni le tiró del pelo, Dayan tensó la mandíbula y apretó los dientes

para controlarse y no explotar. Alejar aquella frenética sensación fue aún más

difícil cuando ella empezó a contonearse encima de él. El placer le hizo hervir

la sangre. La deseaba de una forma aterradora, insaciable, abrumadora. Quería

que Erinni volviera a correrse otra vez.

Comenzó a embestirla, con dureza y con profundidad, enterrándose

completamente, ardiendo, sintiendo que su polla latía de dolor. Un empuje tras

otro, cada vez más duro y rápido, intenso e increíble. Contenerse se hizo

imposible cuando ella palpitó alrededor de su miembro mientras jadeaba y

gemía.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Dayan, dioses!

Oírla gritar su nombre le hizo perder totalmente el control. El calor que

lo envolvía le hizo entrar en combustión, inflamándose como aceite en una

lámpara. Le hormigueaba la espalda y los testículos los tenía tan tensos que

parecían a punto de estallar. Erinni lo mantenía preso con su sexo mientras le

cubría el rostro con besos desesperados, y le rodeaba el cuello con los brazos.

Dayan se aferró a ella cuando la llenó tan profundamente como le fue

posible.

Por un instante, imaginó a Erinni a su lado en la cama todas las noches,

en su casa, con su hijo creciendo en el vientre. Aquel pensamiento destrozó su

control y el orgasmo se apoderó de él. Con aquella imagen en su mente, su

cuerpo se quebró e inundó con su semen el útero de Erinni.

Después del último estremecimiento recuperó la razón. Aquella era una

fantasía ridícula por múltiples razones. La primera de las cuales era que él no

se fiaba de ninguna mujer, ni siquiera de Erinni.

Ella se dejó caer sobre él y, aunque no debiera, disfrutó de sentir los

latidos de su corazón, y el cuerpo saciado y relajado de la sanadora. Le pasó la

mano por la húmeda espalda, tranquilizándola con la caricia.

—¿Estás bien, cariño?

Ella asintió con la cabeza y rodó sobre la cama para sentarse en el

borde. Parecía confundida y algo asustada.

—¿Te levantas ya?

—Tengo cosas que hacer. Está a punto de amanecer, y he de lavarme y

prepararme. Hoy tengo que examinar a las esclavas del harén del gobernador.

—Puedo hablar con el cirujano y hacer que alguien te sustituya.

—¡No! —Se giró para mirarlo con ojos enfurecidos—. ¡Ni se te ocurra

interferir en mi trabajo, Dayan!

—Sólo era una sugerencia —exclamó él levantando las manos en señal de

rendición. No quería discutir. Se dio de bofetadas. No hacía más que meter la

pata con esta mujer. ¿Por qué era tan difícil y diferente a las demás? Porque

era una mujer acostumbrada a tomar sus propias decisiones—. Espera.

Ella se giró cuando intentaba levantarse, y él se tiró sobre la cama,

agarrándola por la cintura con un brazo, tirando de ella y aprisionándola entre

la cama y su cuerpo.

—Lo siento —susurró sobre sus labios—. No era mi intención ofenderte.

Ella hizo un mohín que enmascaró una sonrisa. Dayan le gustaba cada

vez más. Sí, era el típico hombre que creía que debía dirigir la vida de una

mujer, pero aceptaba sus errores cuando los cometía, pedía disculpas e

intentaba arreglarlo. Era mucho más de lo que hacían la mayoría de hombres.

—Es mi trabajo, Dayan. Mi responsabilidad.

—Lo sé. Pero me gustaría poder... —Dayan se calló a tiempo. No quería

cuidar de ella. Eso era una estupidez—. Me gustaría tenerte en mi cama un

poco más, eso es todo.

—Me tendrás esta noche —suspiró—. Ahora tengo que irme.

—De acuerdo.

Le dio un rápido beso en los labios y se apartó de ella de un salto,

dejándola libre. Parecía un chiquillo travieso, feliz porque le habían prometido

un postre bien dulce.

Se levantó y, completamente desnudo, se dirigió hacia el vestidor, una

habitación a la que se llegaba después de cruzar una puerta disimulada debajo

de un tapiz, y salió de allí con un cepillo del pelo de marfil con adornos

dorados. Empezó a cepillarse el pelo delante de ella mientras miraba por el

ventanal hacia el día que estaba apuntando.

—Eres un... —masculló Erinni.

Dayan se giró y la miró con ojos inocentes.

—¿Qué ocurre?

—Lo sabes perfectamente —farfulló ella, medio enfadada y medio

divertida por la sutileza de Dayan a la hora de sobornarla para que se quedara

un poco más—. Trae.

Erinni caminó hacia él con la mano extendida, pidiéndole el cepillo. Él

se lo ofreció con una pícara sonrisa curvando sus labios, y se sentó en el diván

para que ella pudiera peinarlo sin tener que ponerse de puntillas.

—Mi pelo te vuelve loca.

—Entre otras cosas, sí.

Dayan frunció el ceño.

—No sé si sentirme halagado u ofendido.

Erinni se rio, y el sonido musical llenó toda la estancia.

—Siéntete halagado. La mayoría de hombres tienen el pelo hecho un

desastre. A las mujeres nos gustan los hombres como tú, varoniles pero

aseados, y pasar nuestras manos por un pelo como el tuyo nos excita. Claro

que eso ya lo sabes.

—Me gusta que las mujeres que me rodean sean muy felices —contestó a

propósito. Quería tantear el terreno, ver hasta qué punto él significaba algo

para ella. ¿Se pondría celosa? ¿O por el contrario no le importarían sus

devaneos con otras mujeres? La respuesta la tuvo en forma de tirón que casi le

arranca un mechón de pelo—. ¡Auch!

—No seas quejica —le espetó Erinni dándole otro tirón. Dayan se giró y

le cogió la mano.

—¿Te has propuesto dejarme calvo?

—Tienes el pelo muy enredado —replicó ella haciendo un mohín y

entrecerrando los ojos.

Dayan estuvo a punto de echarse a reír. Definitivamente, a ella no le

gustaba que hablara de otras mujeres.

—¿Y no puedes ir con más cuidado?

—Mejor cepíllate el pelo tú mismo. No pienso esforzarme en algo para

que lo disfrute alguna otra.

Erinni se giró dejando caer el cepillo en el suelo y se propuso marcharse

de allí, pero Dayan se lo impidió cogiéndola por la cintura y tirando de ella

hasta que la obligó a sentarse sobre sus rodillas.

—¡Suéltame!

Erinni lo empujó poniendo las manos en su pecho, pero él la apretó por

la cintura y la atrajo más hacia él.

—No pienso hacerlo, cariño.

—No me llames así.

—Erinni...

—No.

Dayan soltó una risita divertida mientras la obligaba a mirarlo.

—Cariño, ninguna otra mujer recibirá mis atenciones mientras tú y yo

estemos juntos. Te lo prometo.

Erinni se quedó muda por el asombro. No se esperaba algo así.

—¿Por qué? —musitó.

—Porque tú no eres una esclava con la que... desahogar una necesidad. —

Le pasó el dedo por el mentón, acariciándola—. Tú eres mi hechicera.

Varias horas más tarde, cuando salía del harén después de haber

atendido a las esclavas y haberles dado su dosis semanal de la tisana que les

impedía quedarse embarazadas, Erinni seguía pensando en las palabras de

Dayan.

“Tú eres mi hechicera”.

¿Qué había querido decir con eso?

Si ella fuese una romántica, querría creer que él sentía algo especial.

Pero no era el caso. De romántica tenía lo mismo que la suela de un zapato. O

que un cactus. El pensar que Dayan pudiese tener algún tipo de sentimiento

por ella, no le hacía ninguna ilusión.

A lo mejor, si se lo repetía lo suficiente, acabaría creyéndoselo.

Por todos los dioses, ese hombre se estaba metiendo en su corazón de

forma solapada. La estaba enamorando a base de sonrisas, palabras tiernas, y

mostrándole una faceta que nada tenía que ver con el guerrero de la que

hablaba todo el mundo. Era tierno, cariñoso, amable y tan, tan comprensivo...

Sacudió la cabeza para quitarse esa idea de la cabeza. Comprensivo

hasta el momento en que la tuviera bien amarrada. Entonces saldría su parte

dominante y obsesiva, y el orgullo masculino intentaría controlar su vida,

convertirla en una extensión de sí mismo.

Se obligó a recordar a su propia madre, y lo que había sufrido a manos

de un hombre sin escrúpulos; y a todas las mujeres que había tenido que

atender porque estaban atadas a un hombre que las trataba peor que a sus

mulas.

Además, ¿qué importaba? Dayan no era el tipo de hombre que fuese a

pedirle que se casara con él.

¿Y por qué pensaba en casorios? Esto no era bueno, nada bueno. Tenía

que quitarse a Dayan de la cabeza, pero ¿cómo? No quería finalizar los

encuentros. Estaba descubriendo todo un mundo nuevo, y atesorando tantas

experiencias maravillosas, que no podía ni imaginarse renunciando a él.

Iba a arriesgarse a perder el corazón en el proceso, pero iba a disfrutar

de cada maldito momento del camino.

Después de vestirse, Dayan fue en busca de Kayen. Lo encontró en su

despacho, atendiendo asuntos del Imperio.

Cuando lo vio entrar por la puerta se levantó, despidió a su secretario,

Canquy, y fue hacia él ofreciéndole el brazo derecho. Dayan lo apretó por el

antebrazo, saludándolo, y se dieron una palmada en la espalda.

—Me alegra verte levantado —le dijo con una sonrisa.

—Y yo me alegro de estarlo, hermano. ¿Qué tal está tu esclava?

—Kisha está bien. Recuperándose con rapidez.

—Eso es bueno.

Se sentó en el sofá mientras Kayen iba hacia el aparador donde estaban

las licoreras. Sirvió dos vasos, le ofreció uno, y se sentó a su lado.

Dayan cogió el vaso con ambas manos, y se perdió en el líquido

ambarino que ondulaba dentro.

—Faron me ha dicho que tú y la sanadora estáis juntos. —La voz de

Kayen revelaba la incredulidad que sentía—. ¿Es cierto?

—Jodido cotilla... —masculló entre dientes, y Kayen soltó una risita

burlona—. Algo así. Me vuelve loco, pero ya me conoces. Pronto me cansaré

de ella.

Eso era lo que se repetía una y otra vez. Dayan tenía claro que no podía

estar mucho tiempo con una mujer sin que la desconfianza apareciera. Tenía

pánico a depender de una hembra, en cualquier sentido. Erinni era buena, y

probablemente se pudiera confiar en ella (lo había hecho cuando la necesitó

para cuidar de Kisha, y cumplió sobradamente). Pero fiarse ciegamente no

estaba en su carácter.

Kayen dio un largo trago y lo miró por encima del borde del vaso.

—Enamorarme de Kisha ha sido lo peor y lo mejor que me ha pasado en

la vida —susurró apartando los ojos de Dayan—. Lo peor, porque me hace

sentir como si estuviera caminando por el borde de un acantilado cada minuto

de mi vida; lo mejor, porque me siento vivo, al fin. Después de tantos años

con el corazón muerto, es bueno sentirse vivo y aprender a reír de nuevo.

—Yo me río todo el tiempo.

—A reír desde el corazón, Dayan... desde el corazón.

Estuvieron callados un rato, sumidos cada uno en sus propios

pensamientos. La vida había cambiado mucho para Kayen en poco tiempo, y

estaba adaptándose a esta cosa llamada amor.

Dayan lo compadecía, y no acababa de comprender cómo un hombre

como Kayen había caído rendido a los pies de una mujer, esclava para más

señas, por la cual estaba dispuesto a desafiar al Imperio. Porque eso era lo que

iba a hacer si la respuesta que esperaba de Ciudad Imperial no era de su

agrado.

Rura, su esposa y nieta del Emperador, lo había traicionado, enviando a

un asesino para matarlo. Kayen esperaba el permiso para repudiarla a cambio

de no sentenciarla a muerte (castigo más que normal para un delito tan grave).

Pero si ese permiso no llegaba...

Dayan no quería ni pensar en qué ocurriría. Alzarse en armas contra el

Imperio era un suicidio, pero todos los hombres que habían seguido a Kayen

hasta Kargul, hacía muchos años que combatían bajo sus órdenes, y la

mayoría lo seguiría en esa locura. Incluido Dayan.

Pero no había venido hasta aquí para pensar en revueltas, sino para

hablar de Erinni, su hospital y sus sueños para el barrio norte.

Se había terminado la bebida, así que se levantó y fue a servirse un poco

más. Con un gesto preguntó a Kayen si él también quería, pero este negó con

la cabeza.

—¿Nunca te has parado a pensar en qué hacemos aquí? —le preguntó

mientras volvía a sentarse—. Mantenemos la paz, o un espejismo al que

llamamos paz, y poco más.

—Procuro hacer justicia en mis audiencias públicas —replicó Kayen

como si se hubiera puesto a la defensiva.

—Pero, ¿a quién haces justicia? ¿Quiénes son los que acuden a esas

audiencias?

—Dayan... ¿a qué viene esto? —preguntó ya verdaderamente turbado. No

era típico de su amigo preocuparse por estas cosas.

—A que he abierto los ojos, hermano —contestó—. Ayer acompañé a

Erinni al barrio norte, hasta su hospital. Las calles de Zaraih en las que

crecimos, son el paraíso en comparación. Ese barrio es el más poblado de la

ciudad, pero es como una zona de guerra. Hay que hacer algo para mejorar la

vida de esas personas.

—¿Y qué sugieres que haga?

—Para empezar, que escuches a Erinni.

Kayen sonrió al oír el nombre. Sólo había visto a la sanadora un par de

veces, pero había intuido en ella una fortaleza fuera de lo común. Era el tipo

de mujer que podía sacar a Dayan de su caparazón repleto de frivolidad y

desconfianza.

—De acuerdo —aceptó sin pensárselo siquiera—. Ven con ella mañana por

la mañana, después de la audiencia pública. Almorzaremos juntos y la

escucharé.