CAPITULO CUATRO

PASÓ el resto de la jornada en el dispensario, atendiendo los avisos. Los

días que había audiencias públicas iban como locos. Los demandantes se

amontonaban en el vestíbulo esperando su turno para ser recibidos en el salón

y siempre había pequeños altercados o desmayos a causa del calor.

A la hora de comer recibió la visita de Wari, la pequeña sirvienta de

Kisha. Llegó como una exhalación, irradiando energía y felicidad.

—¡Adivina, adivina, adivina! —exclamó dando saltitos delante de ella.

—No sé qué es lo que tengo que adivinar —contestó soltando una

carcajada—, pero es evidente que lo que sea, te hace muy feliz.

—¡Síiiii! —gritó—. Kisha me ha dicho que Su Excelencia el gobernador

está en deuda conmigo por ayudarla y salvarle la vida, así que me ha

preguntado que qué quiero como recompensa. ¿Sabes qué le he pedido?

—¿Una muñeca?

—Noooop —negó sacudiendo la cabeza.

—¿Un pony?

—Nooooop.

—¿Me vas a tener todo el día intentando adivinarlo? —preguntó

riéndose.

—¡Voy a ser sanadora, como tú! El gobernador ha aceptado enviarme a

la escuela de sanadoras, y ¡pagará la dote de ingreso! ¿Te lo puedes creer?

Aquello no sorprendió a Erinni. Wari la había ayudado con entusiasmo

durante los días que permanecieron escondidas, cuidando de Kisha, y la había

mortificado a preguntas.

—Eso es estupendo, cariño. ¡Seguro que te convertirás en una gran

sanadora!

La niña se puso seria de repente.

—Sí. —Suspiró—. Lo malo es que me voy mañana por la mañana.

—¿Tan pronto?

—Sí. En Kargul no hay escuela de sanadoras, y hacer viajes largos es

muy peligroso si no se va adecuadamente protegido. —Lo dijo todo con los

ojos entrecerrados, como si repitiera algo que había oído y ahora intentara

recordarlo—. Eso dice Kisha. El gobernador lo ha arreglado todo para que

acompañe al destacamento armado que va a llevar el oro de los impuestos de

este año hasta Ciudad Imperial. Dice que la mejor escuela de sanadoras está en

la capital del Imperio, y que el capitán del destacamento tiene la orden de

dejarme allí sana y salva.

—¡Pero eso es maravilloso! Kayen tiene razón, ¿sabes? Yo hubiera

matado por poder ir allí a aprender.

Wari se encogió de hombros y trazó una línea en el suelo con el pie

mientras mantenía la cabeza inclinada.

—Pero está muy lejos. Y estaré sola.

Erinni comprendió cuál era el verdadero problema. Se sentó en una silla

y sentó a la pequeña Wari en su regazo.

—Todas estamos solas cuando llegamos a la escuela por primera vez,

cariño. Pero al cabo de pocos días, tendrás muchas amigas.

Los ojos de Wari brillaron de esperanza.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo, cariño. Y te prometo otra cosa: en cuanto pueda, iré a

visitarte.

—¿De verdad? —gritó ilusionada.

—De verdad.

Wari se echó en sus brazos, le plantó un sonoro beso en la mejilla y se

fue gritando de alegría.

Erinni la miró alejarse. Estaba segura que aquella niña se convertiría en

una gran sanadora, y una gran mujer.

Cuando llegó la noche estaba agotada. Había ido a ver a Dayan a media

tarde para mirarle la herida y se había ido rápidamente a pesar que él había

estado coqueteando con ella todo el rato, intentando seducirla de nuevo.

Por la mañana había decidido convertirse en su amante y, aunque no

había cambiado de opinión, se preguntaba si había sido una buena idea.

Salió del dispensario al terminar su turno. Se sentía pegajosa y sucia.

Necesitaba un buen lavado, así que se dirigió hacia los baños que eran para los

funcionarios de palacio.

Era un edificio rectangular ubicado al principio del camino que se

internaba en la zona de casitas donde vivía, al norte del complejo palaciego.

Había dos zonas, una para hombres y otra para mujeres.

Erinni entró, saludó al encargado que hacía guardia en la puerta para

que todos cumplieran las normas, y se dirigió a la zona femenina.

En la mano llevaba un hatillo con la ropa limpia que siempre tenía en el

dispensario por si le era necesario cambiarse. Lo dejó sobre un banco, se quitó

la ropa y la dejó doblada al lado. Se sentó en una banqueta al lado del desagüe

y utilizó el cubo lleno de agua caliente con el jabón y la esponja.

Se enjabonó enérgicamente hasta que su piel quedó rosada. Después se

lavó el pelo y se aclaró.

Cuando terminó, pasó a la piscina.

Aquello era paradisíaco. Recordó la primera vez que usó los baños. La

boca se le quedó abierta cuando entró y vio el pequeño lago artificial de agua

caliente. Toda la estancia imitaba un oasis, excepto por el suelo de madera por

el que se accedía a la piscina.

Ésta era de forma irregular, y estaba rodeada por helechos y arbustos

que tapaban completamente las paredes, y en los que brotaban flores de todos

los colores que aromatizaban el aire.

En el interior de la piscina había rocas de gran tamaño que le daban un

aspecto salvaje y auténtico, como si aquello no hubiera sido construido por

manos humanas.

El aire era caliente y el vapor del agua revoloteaba por encima,

convirtiéndose en una ligera niebla que opacaba la visión.

A aquellas horas tan tardías la piscina de las mujeres estaba vacía, y

Erinni pudo relajarse con tranquilidad sin oír las risas chillonas o los

murmullos de los cotilleos que normalmente llenaban el lugar.

Entró y caminó por el agua hasta llegar al centro, y se sentó en una de

las rocas que tenía como un pequeño escalón que se podía usar de asiento.

Apoyó la espalda y cerró los ojos, agradeciendo el roce del agua caliente que

la ayudaba a relajar los músculos doloridos por el duro día.

Tan relajada estaba que no se dio cuenta que alguien se había colado

silenciosamente, hasta que una mano le tapó la boca.

Erinni abrió los ojos y lanzó las manos hacia adelante, dispuesta a

defenderse, cuando se encontró frente a unos deliciosos ojos verdes que la

miraban divertidos.

—¡Dayan! —susurró cuando él apartó la mano de su boca—. No

deberías estar aquí. Si el encargado te pilla...

—¿Qué crees que le hará al capitán de la guardia de palacio? —

preguntó socarrón.

Ella bufó, indignada.

—Pero este es un lugar prohibido para los hombres.

—Ahora, es un lugar prohibido para todo el mundo, al menos durante el

rato que tú y yo estemos aquí juntos.

—Eres...

—Un cielo, lo sé. E irresistible.

—Y algo pretencioso también, machote.

El sonido de su risa reverberó en el vacío del lugar.

—Me gusta que me llames machote.

—Bésame —susurró Erinni.

Dayan le cubrió la boca con la suya, penetrando en aquella cálida

caverna y succionando su aliento. Metió la lengua entre los labios,

poseyéndola, saboreándola, marcándola. En un instante, el cuerpo de Erinni

quedó envuelto en llamas y la sangre hirvió en sus venas. Se aferró al cuello

de Dayan y tiró de él para acercarlo más.

Era delicado y fuerte como acero envuelto en seda, y sentía una

dolorosa necesidad cada vez que la besaba.

Le pasó las manos por el cuerpo, sintiendo la curva de los hombros y

cada músculo del torso. Las deslizó por los marcados abdominales hasta llegar

al erecto miembro.

Él contuvo el aliento y dejó de besarla, endureciéndose aún más bajo la

caricia. Ella sonrió y separó las piernas para hacerle sitio mientras apretaba la

erección, y después deslizó el pulgar por el sensible glande.

Dayan sintió una sacudida por todo el cuerpo, como si lo hubiera

alcanzado un rayo. Erinni era puro fuego abrumador y sintió que se ahogaba al

sentir aquella mano apremiante.

La agarró del pelo y apoyó la frente sobre la de ella.

—Erinni...

—¿Qué quieres que haga? —preguntó ella en un susurro.

—Chúpamela —le ordenó con voz baja y ronca.

Erinni sonrió y se bajó de la roca. Por suerte, él era muy alto y el agua

apenas le llegaba a los muslos, y la erección asomaba regia y orgullosa por

encima del agua.

Se arrodilló sin apartar sus ojos de los de él, y la pura pasión que vio

arder en ellos la abrasó como nunca creyó ser consumida. Había pura hambre

allí. La lujuria lo llenaba y la observaba como un depredador a su presa: con

los ojos entrecerrados, decididos, famélicos.

Acercó la boca a la polla y separó los labios. Dayan afianzó las piernas,

preparándose para sentir su lengua, con todo el cuerpo rígido por la lujuria y

perdido en la necesidad de poseerla. Entonces, Erinni suspiró encima del

glande y él se estremeció. Las sensaciones lo abrumaron y contuvo el aliento,

balanceándose.

Ella sacó la lengua y él pensó que era la cosa más erótica que había

visto en su vida.

Lo lamió, desde la base hasta la punta, muy lentamente. Era la segunda

vez que hacía algo así y actuaba por puro instinto, guiándose por los gruñidos

y los gemidos que él emitía con cada uno de sus movimientos. Arremolinó la

lengua alrededor y lo chupó duro hasta que él la cogió del pelo y tiró de su

cabeza para separarla de su pene hinchado y dolorido. Ella lloriqueó,

contrariada por haberla privado de su diversión.

La cogió por los hombros y la obligó a levantarse.

—¿Qué he hecho mal? —preguntó ella, los ojos desenfocados por la

excitación.

—Nada, hechicera. Al contrario. Ver mi polla desaparecer entre esos

cálidos labios casi me ha empujado más allá del borde.

La besó de nuevo. Sus labios firmes se apoderaron de los de ella y la

penetraron con la lengua, mordisqueándolos suavemente, provocándola.

Ella temblaba agarrada de la cintura de Dayan mientras las manos de él

la agarraban por las caderas y la sujetaba contra él.

Podía sentir las uñas clavándose en su piel, y una plétora de sensaciones

lo atravesaron, haciendo que su cuerpo se estremeciera mientras se

sobrecargaba del más exquisito placer que jamás había conocido.

Cuando él retrocedió, Erinni tuvo que esforzarse por respirar. Dayan

ladeó la cabeza, moviendo los labios a lo largo del perfil de su mandíbula

hasta el lóbulo de la oreja.

—Tan dulce—susurró mientras ella bajaba las pestañas y se sumergía

en el mundo sensual que habían construido a su alrededor—. Podría tomarte

justo así, tan lento y suave como una llovizna. O duro y rápido como una

tormenta. ¿Qué prefieres, hechicera?

Deslizó la mano hacia unos de los pechos mientras la respiración se le

hacía más pesada. Acunó la curva redondeada y arrancó un jadeo de sus labios

cuando la excitación pareció incinerar cada terminación nerviosa. La caricia

del pulgar sobre el pezón envió un torbellino de éxtasis directamente a su

útero, encogiéndolo con un duro y tenso espasmo que la dejó sin respiración.

La mirada de ella fue hacia los dedos que acunaban su pecho. Una

mano fuerte y callosa, de piel cuarteada por el trabajo duro, que levantaba la

punta endurecida de su pezón hacia la boca.

—¡Dioses!

El grito agudo salió espontáneamente de su garganta mientras los labios

se envolvían alrededor de la aureola y la arrastró dentro de la boca,

envolviéndola con fuego. Erinni sintió que su coño empezaba a arder, su

clítoris se hinchó tenso y duro, y una oleada de placer la recorrió de arriba

abajo. El húmedo calor se derramó por los pliegues de su sexo, sensibilizando

aún más el clítoris.

No podía respirar. No podía pensar. Sólo podía observar indefensa

mientras él destrozaba sus sentidos succionándola con su perversa boca.

Cuando Dayan levantó la cabeza, ella se estremeció y tuvo que aferrarse

con fuerza a sus hombros porque las piernas ya no la sostenían.

—Tan hermoso. —Tocó el pezón con las yemas de los dedos—. Tan

inocente...

Estaba dolorosamente duro. La erección se erguía decidida y rabiosa, y

los testículos estaban tensos por una necesidad que nunca antes había sentido.

Luchó por recuperar el aliento y deslizó la mano entre los muslos,

encontrando los suaves rizos resbaladizos por el deseo.

Presionó con los dedos, acariciando los pliegues hinchados, buscando la

entrada a su cuerpo. Estaba apretada y se ceñía en torno a su dedo. Le separó

las piernas y se ubicó entre ellas. Se prometió que la estimularía más tarde.

Estaba tan desesperado por poseerla que no podía reconocerse a sí mismo.

La mirada tostada de Erinni se clavó en la suya llena de anhelo.

—¿Tienes alguna idea de cuánto te deseo? —le preguntó, percibiendo

sus rasgos en medio del vapor que los rodeaba.

—Entonces tómame —jadeó ella levantando las piernas y rodeándole la

cintura con ellas—. Tómame como necesites.

Dayan apretó el duro glande contra la pequeña entrada al cuerpo de

Erinni y gimió al sentir la cálida, resbaladiza y dulce humedad con la que lo

recibía. Presionó hacia adelante prometiéndose a sí mismo que sería sólo un

momento, que esperaría y le daría placer a ella primero.

Empujó un poco más y la cogió por las muñecas, apretándoselas contra

la roca sobre la que había terminado apoyándose mientras la penetraba. Se

detuvo a las puertas del éxtasis, sintiendo un placer indescriptible en la punta

roma de su miembro.

—¿Quieres que siga, Erinni? ¿Aquí y ahora?

Ella alzó la cabeza para mordisquearle los labios.

—Bésame —susurró—. Bésame y hazme tuya, Dayan. Por los dioses,

no te pares ahora.

—Erinni... Dioses —gimió él. Le cubrió los labios con los suyos y se

permitió saciar el deseo que lo consumía.

Impulsó las caderas adentrándose en ella con firmeza y urgencia,

abriéndose paso en su interior mientras la joven se tensaba y arqueaba. Ahogó

los gritos de Erinni con los labios, le llenó la boca con su lengua y fundió sus

cuerpos en uno solo para encajar aún más su erección en el tierno deleite que

lo esperaba entre aquellos muslos.

Siguió empujando, hundiéndose completamente en ella incapaz de

detenerse, olvidadas sus intenciones anteriores, amando cada penetración con

su alma, ofreciéndole a la sanadora cada furioso centímetro, cada gramo de

aquella agónica lujuria que lo estaba destruyendo.

Erinni cerró los puños y cuando él le soltó las muñecas para agarrarla

por los muslos, se aferró a los anchos hombros. Aquellos duros movimientos

que invadían su cuerpo la estaban llevando al peligroso infierno de la locura.

Jamás había estado tan excitada. Las feroces embestidas con las que él

la estaba poseyendo, la llenaban de un oscuro y seductor placer que nunca

antes había sentido.

Dayan la tomó como un hombre a punto de perder la cordura,

fundiéndose con ella hasta que pronunció su nombre en un grito desgarrado,

estallando cuando el orgasmo la alcanzó en una fiera oleada de inquietantes

sensaciones.

Pocos segundos después, Dayan se quedó rígido y gritó con fuerza,

haciendo resonar en el aire algo que podría ser su nombre o una maldición,

mientras se derramaba en su interior.

La cálida eyaculación hizo que Dayan se estremeciera de pies a cabeza

y cayera tembloroso sobre Erinni, aplastándola contra la roca mientras ella lo

rodeaba con los brazos y lo apretaba contra su pecho.

Media hora más tarde salían de los baños, todavía riéndose y

bromeando. Saludaron al encargado y éste miró a Erinni con ojos cargados de

intenciones. Una vez fuera, Dayan se excusó diciendo que se había olvidado

algo en el interior y retrocedió hasta el vestíbulo.

Fue directo hacia el encargado, hecho una furia, y lo aferró por el cuello

estampándolo contra la pared mientras el otro aleteaba con las manos

intentando deshacer el agarre que lo ahogaba.

—Cuida tus ojos, bastardo —siseó Dayan a pocos centímetros de su

rostro—. Erinni es una mujer libre, una sanadora de Leigheas, y como tal

merece todo tu respeto. No es una de las furcias con las que estás

acostumbrado a ir. Si vuelvo a ver otra mirada como la que le has echado

antes, te arranco los cojones. ¿Te ha quedado claro?

El encargado, morado ya por la falta de aire, asintió como pudo y cayó

al suelo resollando cuando Dayan lo soltó.

Erinni, que se había asomado por la puerta, lo oyó todo y retrocedió

rápidamente cuando Dayan dejó caer al encargado.

Su mente era un torbellino. No entendía por qué Dayan se había puesto

así. Sí que la mirada lasciva que le había dirigido aquel hombre la había

molestado, pero ¿por qué Dayan se preocupaba por eso? Ella no significaba

nada para él, no debería haberle importado. Lo peor de todo era que se había

excitado como una loca al verle así, todo furioso y protector. Nunca había

tenido a nadie que la cuidara, excepto su aya. Ningún hombre se había

preocupado por ella, excepto su padre, y éste había muerto hacía mucho

tiempo.

Sintió algo cálido arremolinándose en el bajo vientre. Deseo, pensó, y

no quiso ir más allá porque podría llegar a ser terreno peligroso.

Dayan salió de los baños con una sonrisa en los labios, le pasó el brazo

por encima de los hombros y la arrimó contra su propio cuerpo.

Él tampoco entendía su propia reacción. Simplemente, al ver a aquél

imbécil mirando a Erinni babeando como un cerdo, tuvo unas irreprimibles

ganas de sacudirlo hasta dejarlo inconsciente. No quería analizar por qué se

sintió así, no era el momento ni el lugar. Simplemente, aquella mujer

conseguía de él lo que ninguna otra: que se convirtiera en una especie de

basilisco decidido a arremeter contra cualquiera que le faltase al respeto o

intentase hacerle daño.

La acompañó en silencio hasta la puerta de la casita en la que vivía. Le

dio un beso suave de buenas noches y se giró para volver a sus aposentos

cuando ella pronunció su nombre en un susurro.

—¿Qué pasa, hechicera? —preguntó él en un ronroneo. Esperaba que lo

invitara a entrar. Le encantaría dormir junto a ella, abrazándola.

—Mañana tengo que ir al hospital del barrio norte. Me dijiste que te

avisara.

Ocultó la decepción para que ella no pudiera leerla en su rostro y se

obligó a sonreír. Si quería dormir con ella, ¿por qué no se limitaba a seducirla

de nuevo? Porque por alguna extraña razón, quería que saliese de ella el

invitarlo a su casa, y que no fuese un producto de la lujuria.

—Te acompañaré —afirmó—. ¿A qué hora?

—Pero tú no estás en condiciones aún —protestó.

—Una pequeña molestia en el costado no me impedirá hacerte de

escolta, hechicera. Así que dime a qué hora tengo que venir a buscarte.

—Al amanecer.

—Bien. Aquí estaré. Buenas noches.

—Buenas noches.