CAPÍTULO NUEVE

DAYAN se despertó con la salida del sol. Las cortinas estaban abiertas y

dejaban entrar con toda la fuerza los rayos del astro rey.

Se removió en la cama y alargó un brazo buscando a Erinni, pero

encontró la cama vacía. Se incorporó de golpe, mirando a un lado y a otro,

pero ella no estaba allí.

Se había ido durante la noche, en silencio, sin siquiera decirle adios.

Se sintió defraudado. Esperaba encontrarla allí como el día anterior,

hacerle el amor antes de que cada cual marchara a cumplir con sus

obligaciones en palacio.

Se dejó caer de nuevo sobre la cama y se frotó el rostro, aturdido.

La noche anterior algo había pasado. Algo grande que le había

cambiado la visión que tenía de sí mismo. Hasta aquel momento había

vislumbrado retazos de lo que podría ser, cuando la culpabilidad por su pasada

conducta irresponsable lo hizo sentirse insignificante y vacío, como una

cáscara que esperaba ser llenada. La frivolidad con la que había vivido su

vida, siempre al límite y sin preocuparse por nada ni por nadie excepto Kayen,

no estaba provocada por su desconfianza.

Anoche, mientras estaba en los brazos de Erinni, lo comprendió todo.

En el fondo seguía siendo aquel chiquillo sucio y desharrapado, enfadado con

el mundo por las cartas que le habían tocado en suerte, solo y traicionado,

sabiéndose indigno de ser amado e incapaz de amar.

Pero Erinni le había demostrado, con una sola mirada, que estaba

completamente equivocado. Durante un instante, en aquellos ojos color

chocolate vio brillar un sentimiento puro y límpido, como las aguas recién

salidas de un manantial de montaña.

Erinni lo miró con amor, como si él fuese lo mejor que le hubiese

pasado en la vida, como si viviera y respirara solo por él, y sintió en las manos

que lo acariciaban el amor que tan desesperadamente necesitaba aún sin

saberlo.

Lo necesitaba y lo temía. Amar era volverse vulnerable al dolor de la

traición y del rechazo, y aunque hasta aquel momento había estado decidido a

no ponerse otra vez en una situación semejante, su resolución había empezado

a flaquear desde el primer momento en que posó los ojos en ella.

Se levantó, se lavó y se vistió. Salió de sus aposentos decidido a

encontrarse con Kayen y hablar con él. Necesitaba a alguien que lo escuchara,

que comprendiera y supiera por lo que estaba pasando.

Kayen había estado allí desde el principio. Su amigo, su hermano, que

lo había acogido bajo su ala protectora cuando era un niño sin esperanza ni

consuelo, el único ser vivo del que se fiaba sin condiciones.

Se lo encontró saliendo de los aposentos que ahora compartía con

Kisha, la esclava de la que se había enamorado como un tonto, una muchacha

feroz y leal a su hombre, por el cual había estado a punto de morir.

Quizá no era buena idea hablar de sus preocupaciones con un hombre

enamorado, o quizá lo que buscaba inconscientemente era el impulso

necesario para olvidarse de sus miedos y tomar la decisión de arriesgarse con

Erinni.

—¿Levantado tan temprano? —preguntó con una sonrisa sarcástica

estampada en el rostro—. ¿Tu esclava te ha echado de la cama?

Kayen le pasó el brazo sobre los hombros en señal de camaradería, y se

lo llevó por el pasillo abajo, hacia el despacho donde atendía sus asuntos

privados.

—Tengo un mensaje de Lohan que debo atender inmediatamente —

contestó ahogando un bostezo—. Estoy muerto.

—Parece que Kisha no te da ni un respiro por la noche.

Kayen soltó una carcajada y lo palmeó en la espalda.

—Mi mujer puede parecer sumisa y apocada, hermano, pero es toda una

pantera en la cama. Absolutamente insaciable, y disfruto de ello cada minuto.

Y a ti, ¿qué te trae por aquí a estas horas? ¿Es que la sanadora ha huido de tu

cama?

Dayan gruñó, contrariado, pues la pregunta hurgaba demasiado cerca de

la herida.

—Tengo que hablar contigo de algo personal, pero después que atiendas

tus obligaciones.

Entraron en el despacho donde Lohan, el jefe de los espías del

gobernador, estaba esperando. Se saludaron agarrándose de los antebrazos y

chocando los hombros. Después se sentaron y empezaron a hablar.

Lohan traía noticias de la princesa amazona que hacía días estaban

buscando. Hacía un tiempo que una delegación de Iandul estaba presionando a

Kayen porque, durante los últimos enfrentamientos en la frontera con este

país, una de sus princesas había caído prisionera, y querían recuperarla a toda

costa. Por supuesto, la delegación no había mencionado este hecho específico

y reclamaba la devolución de todas las amazonas hechas prisioneras, pero los

espías de Lohan habían descubierto que en realidad, era una sola la que

verdaderamente les interesaba. Desde entonces había estado investigando para

encontrarla, sin muchos resultados.

—Los últimos datos que he conseguido es que fue vendida en la subasta

de esclavos de Mauhí a un pequeño terrateniente llamado Orán, y que se la

llevó de la ciudad hacia su hacienda. He enviado a dos hombres en su busca.

—¿Estás seguro que es la que tan desesperadamente están buscando? —

preguntó Kayen cuando su amigo y subordinado dejó de hablar.

—Todo lo seguro que puedo estar, teniendo la poca información que he

conseguido reunir. La delegación de Iandul es como una jodida tumba cuando

se refiere a este tema. Ni mis mejores putos han conseguido sonsacarles

información a esas mujeres, y son especialistas en esas cosas.

—¿Putos? —preguntó Dayan, extrañado.

—Sí, putos. Esas mujeres son unas lobas en la cama, y están ansiosas de

buen sexo. Los únicos hombres a los que tienen acceso son los esclavos que

mantienen prisioneros, la mayoría de los cuales no están muy ansiosos por

colaborar, o los mercenarios que contratan para tocarnos los cojones

periódicamente, hombres rudos incapaces de dejarse dominar por una mujer

en la cama. Y créeme, a estas amazonas les gusta llevar la voz cantante cuando

están entre las sábanas. Los hombres que envié a sonsacarles información son

unos expertos, pero sobre la princesa solo consiguieron su nombre, Ayami, y

la mujer que habló, abandonó Kargul al día siguiente.

—Entonces debe ser mucho más importante de lo que nos imaginamos —

reflexionó Kayen—. Sería un golpe de suerte encontrarla. Tendríamos una baza

importante para conseguir imponerles una paz que no quieren.

—En unos días tendré noticias de mis hombres. Pero ahora —dijo Lohan

levantándose— me voy a dormir. Llevo despierto toda la noche y estoy muerto

de cansancio.

Cuando se quedaron a solas, Dayan se sintió algo estúpido. Hacía años

que no estaba tan desorientado con sus propios sentimientos. Desde que era un

niño, su vida había estado plagada de blancos y negros, sin grises. Cualquier

cosa que lo ayudara a sobrevivir, estaba bien, y no importaba si sus actos

podían considerarse reprobables. Engañar, robar, mentir... o matar cuando se

convirtió en guerrero, no eran más que una forma de seguir vivo. Jamás pensó

en amar porque estaba seguro que eso estaba más allá de sus límites. No

quería aceptar de forma consciente el hecho que se consideraba indigno, y se

conformaba con el sexo que podía conseguir en putas primero, y en las

esclavas después, cuando fue ascendiendo de rango a remolque de Kayen.

Le debía todo a su amigo. Gracias a él consiguió sobrevivir en las

calles, en el templo de Garúh, y en el campo de batalla. Y ahora esperaba que

le diera la fórmula mágica para atreverse a abrir su corazón y ser capaz de

arriesgarse en la cruzada más importante de su vida.

—¿Y bien? —preguntó Kayen mirándolo con curiosidad—. ¿Qué es eso tan

importante que te ha traído hasta mi puerta a la salida del sol?

Dayan rio con desgana, inclinándose hacia adelante y apoyando los

codos sobre las rodillas.

—No sé ni por dónde empezar.

—¿Por el principio?

Kayen parecía divertirse con el azoramiento de su amigo, y Dayan lo

fulminó con la mirada.

—A mí no me parece nada gracioso —gruñó.

—No, no lo es. Pero en estos momentos estoy recordando cierta

conversación que tú y yo tuvimos hace unos días sobre Kisha.

—Entonces ya te imaginas sobre qué quiero hablar.

—¡Por supuesto que lo sé! La sanadora te ha sorbido los sesos...

Esa era la frase que Dayan le había dicho a Kayen refiriéndose a Kisha,

cuando su amigo le confesó estar enamorado de la esclava. Se burló de él por

eso. Parecían haber pasado siglos, y sólo habían sido unas pocas semanas.

—Todas las mujeres son manipuladoras —sentenció Dayan.

—No todas. También las hay que son nobles de corazón, hermano. Kisha

lo es, y lo demostró con sangre.

—Sí. Y Erinni también tiene un corazón bondadoso, pero...

—Te aterra arriesgarte.

Dayan asintió con la cabeza.

—¿Qué harás si, con el tiempo, Kisha deja de ser tan inocente como es

ahora? Si se convierte en una mujer egoísta, capaz de cualquier cosa con tal de

salirse con la suya...

—Kisha jamás será así, por lo que es algo que no me preocupa.

—Pareces muy seguro.

—Lo estoy. Pero incluso aunque hubiera esa posibilidad... valdría la

pena el riesgo. Amarla y ser amado por ella me hace feliz. Ha transformado mi

mundo y mi vida, y todo para mejor. Siempre hemos estado solos, Dayan, y

esa soledad estaba carcomiéndome por dentro. Sabes perfectamente qué había

aquí —se golpeó el pecho con el puño, justo encima del corazón—. Nada.

Durante toda nuestra vida lo único que hemos hecho ha sido sobrevivir. Nunca

hemos vivido realmente, porque jamás hemos disfrutado de las pequeñas

cosas que convierten la vida en algo que vale la pena. Un beso, una mirada, el

sonido de una risa... contemplar un amanecer abrazado a alguien que te quiere

incondicionalmente...

—¡Por Garúh, te has convertido en un jodido poeta!

Kayen estalló en carcajadas.

—Amigo... hermano. Es cierto que el amor nos convierte en idiotas,

pero en idiotas felices. Y si el precio a pagar es soltar alguna que otra frase

ridícula de vez en cuando... vale absolutamente la pena. No te lo pienses más,

Dayan. Ve a por tu sanadora y ábrele tu corazón. Dile que la amas y reza para

que ella te corresponda.

—No es tan fácil.

—¡Oh, venga! No me jodas, ¡claro que lo es! Sólo son dos palabras...

—Ella me confesó que no quiere casarse jamás. No sé, pero tengo la

impresión que hay algo en su pasado que la empuja lejos de los hombres. Era

virgen, Kayen.

—¿Y? ¿Cuándo la dificultad te ha impedido lanzarte a por todas? Ve a

por ella, demuéstrale que puede confiar en ti. Si tú has cambiado de opinión,

puedes conseguir que ella también lo haga.

Salió del despacho de Kayen con una resolución tomada. Jamás se

hubiera imaginado dando un paso como el que iba a dar, y estaba asustado de

muerte, pero el miedo jamás lo había detenido. Si hubiera sido así, no habría

huido cuando su madre intentó venderlo al proxeneta.

Pero ahora venía la fase más difícil después de haber tomado la

decisión: confesar a Erinni que la amaba.

Una cosa era seducir una mujer pronunciando las frases que sabía que

ésta quería oír. Otra muy distinta era poner en palabras sus propios

sentimientos. Se vería ridículo.

No, no iba a hacerlo así, de sopetón. Primero tenía que crear la

atmósfera adecuada, seducirla, y cuando la tuviera desesperada por su toque...

entonces se lo diría. Y esperaba que estando envuelta en la neblina de la

pasión, ella contestara sin pensar y así confesara lo que realmente sentía, sin

ser consciente de sus palabras.

Bajó la escalinata de palacio que llevaba al vestíbulo principal, y el

cirujano, un hombre enjuto de pelo blanco y lacio, se acercó a él.

—Señoría —le dijo, haciendo una leve reverencia ante Dayan—. La

sanadora Erinni no se ha presentado esta mañana en el dispensario. Tengo

criados buscándola por todas partes, pero nadie sabe nada de ella desde

anoche, cuando la vieron con usted.

La noticia encogió el estómago de Dayan. Cogió al cirujano por el

cuello de la túnica y lo sacudió.

—¿Qué quieres decir con que nadie sabe dónde está? —casi gritó,

llamando la atención de los presentes.

—¡Señoría! —exclamó el cirujano, intentando deshacerse del agarre del

guerrero—. ¡No está en su casa, y pensamos que estaba con usted!

—¡Pues no es así! ¡Ven conmigo ahora mismo!

Dayan lo arrastró escaleras arriba, sin contemplaciones, mientras el

hombre protestaba enérgicamente a todo aquel que quisiera oírle, aunque

nadie osó interponerse en el camino del capitán de la guardia de palacio.

Entraron en el despacho de Kayen, que en aquel momento estaba

departiendo con Canquy.

—¡Dayan! —exclamó el gobernador, sorprendido por la violenta irrupción

de su amigo.

—Erinni ha desaparecido —dijo por toda explicación, con la

desesperación brotando por cada poro de su piel.

En pocos minutos, toda la guardia de palacio que no tenía servicio

estaba movilizada buscando a la sanadora, y se interrogaron a todos los

guardias y criados que habían trabajado por la noche.

Tardaron casi dos horas, pero finalmente consiguieron una pista: poco

después de medianoche, uno de los carros de suministros había abandonado el

palacio, y esos vehículos nunca abandonaban el recinto después del ocaso.