CAPÍTULO OCHO
ERINNI observaba el atardecer desde el adarve sur de la muralla exterior
que rodeaba el palacio.
El barrio que se veía desde allí era tan diferente del que había en el lado
contrario, como el día lo era de la noche.
Llamado el barrio patricio, reunía las opulentas mansiones de la
aristocracia, con grandes jardines y calles adoquinadas. Allí no había suciedad,
malos olores o miseria. Cuando el viento soplaba por ese lado, podía aspirarse
el aroma mezclado de las flores.
Kargul era una ciudad inmensa, incluso para los cánones del Imperio.
Sólo Ciudad Imperial, y quizá alguna otra, podían comparársele.
En el este estaba el barrio de los gremios. Curtidores, tintoreros,
ceramistas, alfareros, cristaleros, joyeros, pintores, escultores, mosaicistas,
arquitectos, abogados, médicos y muchos otros. Era un barrio ruidoso y
alegre, plagado de pequeñas tiendas que ofrecían sus productos a pie de calle,
repleto de callejones angostos y patios traseros, con un bullicioso trasiego que
se movía al son de las cantinelas ensalzando las excelencias de los productos a
la venta.
No era un barrio rico ni hermoso, y las calles eran de tierra, y aunque
por regla general en el aire flotaba el tufo de los productos utilizados en
alguno de los talleres, estaba limpio y podías pasear por él a cualquier hora del
día o de la noche, pues las calles estaban iluminadas y las rondas de los
guardias de la ciudad eran constantes.
Al oeste estaba el barrio burgués. Era una zona a medio camino entre el
barrio patricio y el de los gremios. No había grandes mansiones, pero las casas
eran bonitas y el aire estaba limpio. Allí vivían familias que habían amasado
fortunas con el comercio, pequeños terratenientes que repartían sus vidas entre
la ciudad y el campo, y profesionales liberales como médicos o juristas, que
habían tenido la suerte de sobresalir en sus funciones y hacer fortuna.
Era una ciudad muy estratificada, donde cada cosa tenía un sitio al que
pertenecer, y en la que la cuna determinaba cuál era ese lugar.
Erinni había subido allí a pensar. Los guardias que hacían la ronda se lo
permitían aún antes de saber que era la amante de Dayan. Aquellos hombres
de apariencia ruda y tosca, en el fondo eran amables y la trataban con respeto,
permitiéndole algunas cosas que no hacían con el resto de habitantes de
palacio.
Había intentado pensar, pero la belleza del atardecer sobre Kargul la
estremecía. Ver refulgir las brillantes cúpulas del barrio patricio siempre la
asombraba, y su mente se vaciaba de preocupaciones.
Se giró cuando oyó unos pasos acercándose por detrás, y se encontró
con la magnífica sonrisa torcida de Dayan dirigiéndose hacia ella.
—¿Cómo me has encontrado?
—Preguntando. Fui a buscarte al dispensario, pero ya te habías ido. —
Dayan se acercó y le rozó los labios con los suyos en un beso tierno—. ¿Me has
echado de menos?
Ella sonrió con tristeza.
—Hace tiempo que no puedo permitirme el lujo de echar de menos a
nadie.
Lo dijo en un susurro, con la mirada perdida en las cúpulas brillantes
del barrio patricio.
Dayan se preguntó por enésima vez cuál era su historia, pero no quiso
preguntar. Se dijo que era porque no le interesaba, pero una vocecita le susurró
que la realidad era que no quería saberlo porque tenía miedo. La necesidad de
protegerla y consolarla era demasiado poderosa ya ahora, cuando apenas sabía
nada de ella; si empezaba a hurgar en su pasado, en aquello que hacía que su
mirada a veces fuese tan infinitamente triste, estaría perdido.
Sabía que se sentía poderosamente atraído por ella, que probablemente
se hubiese enamorado, pero se negaba con rotundidad a dejar que ese
sentimiento gobernase su vida. Amar no traía más que dolor. Había amado a
su madre con una entrega que sólo un niño es capaz de dar, y ésta lo había
traicionado de la forma más abyecta posible. Si la mujer que lo había llevado
en su vientre durante nueve meses, había sido capaz de usarlo de la forma en
que lo hizo, ¿qué no podría hacer la mujer a la que le entregase su corazón y
su confianza? Mejor no averiguarlo.
—Tengo noticias —le dijo mientras enredaba los dedos de la mano en su
pelo—. Almorzaremos con Kayen mañana. Podrás hablar con él sobre los
problemas que tiene el barrio norte.
La luz de los ojos de Erinni brilló con intensidad mientras la esperanza
se hacía un hueco en su corazón.
—¿En serio? —Dayan asintió y ella le echó los brazos alrededor del
cuello y le rozó los labios con un beso—. Eres fantástico.
Un cálido hormigueo atacó el estómago de Dayan. La había hecho feliz
sin esfuerzo, y casi se sentía avergonzado por el agradecimiento que leyó en
su mirada.
—No ha sido nada.
—Para mí ha sido mucho. Que te tomaras la molestia de hablar con el
gobernador sólo para complacerme, ha sido una sorpresa.
Dayan tragó y endureció la mandíbula. Ella esperaba que olvidara su
promesa, como si no tuviera honor que honrar. Se obligó a no enfadarse.
Erinni no lo hacía a propósito, simplemente era desconfiada por naturaleza.
Igual que él.
—¿Qué te parece si vamos a celebrarlo? —dijo enarcando una ceja
burlona.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —preguntó ella con voz suave y
acariciadora, mientras le pasaba un sinuoso dedo por el cuello camino del
musculoso pecho.
—Si incluye una cama y montones de sexo, sí, creo que hemos pensado
lo mismo.
Sintió cómo se quedó sin respiración y su cuerpo se derritió contra él.
La cogió de la mano y la llevó hasta sus dependencias en palacio. Era una
distancia considerable, pero ninguno de los dos fue consciente de aquello que
los rodeaba durante el camino.
La necesitaba como al aire que respiraba, como a la luz del sol. Ella
había dejado un rastro de luz en su vida que le iluminaba el espíritu como
nadie había logrado hacerlo nunca. Haría cualquier cosa por ella, estaba
seguro, y esa seguridad lo aterraba.
Se detuvieron al lado de la cama, y la acercó contra su cuerpo. No podía
esperar ni un segundo más. Cubrió los labios de Erinni con los suyos,
atrapando el diminuto gemido que se le escapó.
Ella puso las manos en los hombros de Dayan, presionando la polla con
el dulce vientre, y supo que estaba al límite del control.
Enterró la lengua entre sus labios, sumergiéndose en el oscuro
terciopelo de su boca mientras se estremecía contra él. Le clavó las uñas en los
hombros, arrastrándolo al remolino de placer que le causaba tocarla.
Moviéndose con lentitud, con sus labios aún unidos en un beso y las
lenguas batallando una contra la otra, Dayan la bajó hacia la cama. La deseaba
hasta quedarse sin aliento. Su piel era muy suave, y sus gemidos sonaban
embriagadores mientras él se deshacía de la camisa y la dejaba caer al suelo.
Su grito fue una mezcla de ansiedad y placer cuando él bajó el corpiño del
vestido, dejando los duros picos que eran sus pezones, al descubierto.
Tenía los labios en el cuello, mordisqueándola y lamiéndola, mientras
ella temblaba y jadeaba entre sus brazos.
—Podría comerte entera —gruñó mientras besaba un camino de deseo por
su piel—. Como si fueras una jugosa fruta. Como un hombre sediento de tu
sabor.
Una febril necesidad ardía en su interior. La lujuria nunca había sido así
para él, sólo con Erinni. Ella era capaz de borrar el dolor de los recuerdos con
un solo gemido, acelerarle el corazón con una simple caricia, y estremecer
todo su cuerpo con un beso.
Alcanzó los pezones con los labios y durante un instante, no pudo hacer
más que adorar con la mirada la perfección que estaba a punto de devorar. Los
picos estaban duros y de un rosado oscuro, y los pechos, perfectos, hinchados
y enardecidos mientras subían y bajaban con brusquedad a causa de su
respiración jadeante.
Pasó la lengua sobre los delicados brotes y ella corcoveó bruscamente,
alzando las caderas. Un ronco gemido de placer deshilachó los últimos hilos
de su cordura.
Bajó la cabeza y cubrió un pezón con la boca mientras bajaba el vestido
por las caderas con sus manos. Ella se arqueó, agarrándole el pelo con las
manos cuando empezó a chupar el hinchado pezón.
Gimoteó su nombre y él se ahogó con ese sonido. Que Garúh lo
ayudara. Era tan suave, caliente y dulce que a duras penas podía respirar.
Dejó que su lengua rozara el pezón mientras lo chupaba. Le quitó el
vestido, bajándolo por las piernas, y le acarició el muslo con delicadeza. Se
movió anhelante hacia el otro pecho sin dejar de mirarla. Sus ojos lo miraban
aturdidos mientras lo observaba.
La mano se acercó al húmedo calor que brotaba de la ropa que cubría su
coño, mientras la lengua seguía lamiendo el enhiesto pezón con lentas
estocadas.
Erinni sacudía la cabeza, sus ojos completamente oscurecidos. La mano
de Dayan cubrió el ardiente montículo de su coño y ella jadeó. El sonido fue
directo a su polla. Levantó las manos de entre sus piernas y se desabrochó los
pantalones con rapidez. Cuidando de mantener el creciente placer que ella
sentía, le mordisqueó el pezón mientras se deshacía de la ropa.
Estaba tan duro que quería gritar en agonía. Por fin desnudo, su mano
voló de nuevo hacia la húmeda tela de su ropa interior. Ella se estremeció,
retorciéndose entre sus brazos mientras su propia avidez empezaba a alcanzar
un grado extremo. Cerró los ojos y Dayan no puedo hacer otra cosa más que
observarla, mirar las mejillas enrojecidas, y los labios abiertos en un
estrangulado jadeo de placer, mientras tiraba de su ropa interior hasta
deshacerse de ella, deslizando por fin los dedos en su miel húmeda y
resbaladiza.
—Erinni. —Dayan jadeó su nombre mientras levantaba la cabeza del
pecho.
No podía controlar el deseo que sentía. Su necesidad de tocarla, tenerla,
probar la dulce miel era tan perentoria que creyó que se volvería loco.
Plantó un dulce camino de besos a través del pecho y el cuello, hasta
llegar de nuevo a los labios.
—Tan suave —gruñó contra sus labios, y después los acarició mientras
introducía los dedos en el interior del mojado y terso pliegue entre sus muslos.
Erinni se quedó inmóvil con los ojos otra vez abiertos, y lo miraba
mientras susurraba su nombre una y otra vez. Los dedos se movían con
lentitud por el resbaladizo pliegue hasta rodear poco a poco el henchido
clítoris.
Ella abrió más los muslos y empujó con las caderas contra su mano.
—Se siente tan bien, cariño —susurró desesperado, con un hambre salvaje
que lo estaba volviendo loco.
Apretó los dientes cuando las manos de Erinni abandonaron su pelo
para viajar hasta sus hombros, y bajaron por el duro pecho, acariciándolo con
suavidad.
—Sí, Erinni —gimió contra sus labios, aún asombrado por la ternura que
ella le demostraba—. Tócame, por lo que más quieras.
La necesidad de sentir sus manos sobre la piel lo asustaba y enardecía a
partes iguales. Lo quería todo de ella: su cuerpo, su alma, su corazón. Y en
mitad de aquel frenesí, mientras enterraba la polla en el apretado y caliente
coño, se imaginó que aquello era lo más cerca que jamás estaría del paraíso.
Erinni se aferró a él, rastrillándole la espalda con las uñas. Lo miró a la
cara, y su rostro era la imagen de la sensualidad, con los ojos oscurecidos por
el deseo, hambrientos y embelesados. Pudo ver allí la necesidad y la rápida
pérdida de control, y le encantó.
Tenía los hombros bronceados por el sol, y fuertes por los tensos
músculos, y la miraba, con los ojos prendidos en ella como si se sorprendiera
de tenerla allí.
—Te deseo, Erinni. —La voz ronca salió como una caricia y se arqueó
contra él sintiendo la tórrida longitud de su polla en su interior, creando una
violenta tormenta eléctrica contra la que no pudo defenderse.
Le separó los labios enroscando la lengua con la suya mientras se movía
dentro de ella. Sujetó las manos en sus hombros mientras el torso de Dayan
rozaba los tiernos picos de sus pechos, arqueando el cuello mientras besos
desesperados le recorrían la mandíbula y el cuello. Las manos erraron por su
cuerpo mientras vibraba bajo los lametones que hacían hervir su piel.
Cada roce la enviaba más y más alto, la excitación palpitando a través
de su cuerpo. Erinni ya estaba loca de pasión, su cuerpo tensándose más y
más, jadeando, suplicando, hasta que se sintió explotar y deshacerse, derretirse
en mil lágrimas de sol.
Dayan la siguió casi inmediatamente, perdiéndose en su expresión
extasiada, en sus brillantes ojos, en la calidez de su vagina, derramándose
dentro de ella en pulsantes chorros de semen.
A medianoche, Erinni se despertó. Tenía la cabeza reposando sobre el
pecho de Dayan, sintiendo bajo la mejilla la respiración calmada del guerrero
y el tamborileo de su corazón. Las piernas estaban enredadas y la abrazaba
posesivamente, manteniéndola sujeta contra su cuerpo como si tuviera miedo
que escapara.
Se incorporó levemente. La luz de la luna llena inundaba la estancia e
iluminaba su rostro. Era tan hermoso y varonil.
Tenía el pelo despeinado derramándose sobre la almohada, con el ceño
ligeramente fruncido y la boca entreabierta.
Que Sharí la amparara, porque estaba irremediablemente enamorada de
él.
Se movió con cautela para no despertarlo, y abandonó la cama. Cogió la
ropa tirada por el suelo con cuidado y se vistió sin hacer ruido.
Tenía que salir de allí. Sentía que el corazón se le rompía por
momentos, que el aire se negaba a entrar en sus pulmones, y tenía ganas de
llorar.
Era estúpido sentirse así antes de tiempo, pero la certeza que él acabaría
cansándose de ella y dejándola más pronto que tarde, estaba tan presente en su
mente que no podía evitarlo.
Era como un duelo anticipado, como había visto muchas veces en las
casas de los moribundos, las familias llorando la pérdida cuando el enfermo
aún vivía porque sabían que no había esperanza de recuperación.
Abandonó silenciosamente el dormitorio, atravesó el salón y salió a los
corredores de palacio.
Estaba tan triste y aturdida. Nunca creyó poder amar con tanta
intensidad y, aunque nunca lo había dicho a viva voz, siempre pensó que eso
del amor era un espejismo con el que se engañaban los incautos y los
soñadores. Pero era real, y tan intenso que dolía. ¿Morir de amor? Ya no era
una frase que le produjera risa.
Salió al exterior del palacio y caminó sin rumbo por los jardines.
Abstraída en sus pensamientos, no vio la sombra que la seguía hasta que fue
demasiado tarde.