22. La misión de Sento

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La misión de Sento

A muchos kilómetros del palacio de Esmeralda, en la frontera oeste del reino de Ópalo, todas las trampas construidas habían sido cubiertas con espesos ramajes. El jefe de la tropa había establecido turnos de guardia entre sus hombres, que se relevaban cada dos días. Acompañado por su joven aprendiza, Wellan vio alejarse a Kardey y a sus subordinados, dejando tras ellos un grupo de centinelas que patrullarían en lo sucesivo a lo largo de la frontera entre su territorio y el de los elfos.

El caballero principal se acercó al río Amimilt, se lavó el rostro con agua fría y se sentó en la orilla cruzando sus largas piernas, con la mirada flotando sobre las pequeñas olas brillantes. Bridgess se quedó de pie cerca de él, con la mano sobre la empuñadura de la espada, pues su deber era velar por su maestro mientras éste entraba en comunicación mental con sus hermanos de armas.

Wellan pidió en primer lugar a Chloé y a Dempsey que se dirigieran al reino de Cristal para asegurarse de que los súbditos del rey Cal habían comenzado a recuperar sus viejas fosas, y luego entró en contacto con Bergeau y con Falcon para pedirles que fueran a inspeccionar el terreno en el reino de Zenor. Escarpadas formaciones rocosas separaban el Desierto del reino de Fal, pero Wellan quería estar seguro de que esta protección natural llegaba hasta Zenor. ¿Y yo, qué quieres que haga?, sonó en su cabeza la voz de Jasson. Los elfos han terminado de cavar sus josas al pie de la llanura de Shola y a orillas del océano.

Tienes un gran poder de persuasión, le felicitó Wellan. Puedes ir a ayudar a Bergeau y a Falcon. En pocos días me reuniré con vosotros.

Abrió los ojos y observó el aspecto preocupado de su escudera. Wellan inspiró con profundidad, retomando lentamente el contacto con la realidad ordinaria. Una rápida ojeada a Bridgess le hizo comprender que la muchacha aguardaba la ocasión de hablarle.

—¿Acaso has escuchado mi conversación? —le preguntó él, frunciendo el entrecejo.

—Un poco —confesó ella—, pero no podía concentrarme en vuestro espíritu y a la vez protegeros; por eso no he conseguido seguirla del todo. ¿Tenemos que volver al palacio de Ópalo, maestro?

—No, nuestro deber consiste ahora en convencer a los reinos del sur para que den una lección a los hombres de Zenor.

Wellan se interrumpió y se levantó con presteza echando mano a su espada, pues había detectado la proximidad de dos jinetes. Inmediatamente se puso en marcha hacia su campamento, con Bridgess siguiéndole los pasos. El caballero sujetó las riendas de sus caballos y sondeó mentalmente la zona. Sus músculos se relajaron.

—Son Sento y el joven Kerns.

Vieron cómo unos pequeños puntos negros comenzaban a agrandarse en el horizonte. Cuando estuvieron más cerca, los soldados de Ópalo reconocieron la coraza verde que portaba el caballero y le saludaron con respeto. Sento y Kerns echaron pie a tierra en el campamento de Wellan. Ambos caballeros se saludaron con afecto y se abrazaron como verdaderos hermanos.

—Has confiado nuevas misiones a todos nuestros compañeros, menos a mí —reprochó Sento a su jefe.

—No quería que los demás sintieran celos —respondió festivamente Wellan.

Le explicó que todos los reinos que lindaban con el océano estaban protegidos, menos Zenor. Mientras sus hermanos de armas se dirigían allí para estudiar el terreno, era preciso reunir hombres para ayudarles a cavar las trampas.

—Tienes que pedir a los reyes de Turquesa, de Perla y de Fal que envíen obreros al rey Vail.

—¿De Fal? —se sorprendió Sento, que era el hijo pequeño del rey de aquel país.

—Yo mismo iré al reino de Rubí antes de dirigirme a los reyes de Jade y de Berilo.

—¿Tú crees que es una buena idea que volvamos a nuestros países de origen? —preguntó Sento con inquietud.

—Creo que sí. ¿Qué van a negarnos nuestros padres? Hay que cavar fosas a toda prisa, Sento, porque, si no, el enemigo aprovechará esa brecha. Sabe muy bien dónde se encuentra el reino de Zenor porque ya lo devastaron en la primera guerra.

Sento suspiró. Wellan le dio una amistosa palmadita en la espalda para animarle. Le pidió que realizara su encargo lo antes posible para que pudiera reunirse con el resto de los compañeros en Zenor. Antes de que pudiera poner nuevas pegas, el caballero jefe saltó sobre su caballo y propuso que atravesaran juntos el reino de Diamante para separarse en la frontera del reino de Rubí. Montaron todos en sus sillas y le siguieron. El humor de Sento no mejoró durante el trayecto. Sentía cierto reparo en volver a encontrarse con sus padres y ver de nuevo el palacio donde había nacido.

Al llegar la noche, los dos colegas y sus escuderos establecieron un campamento en la frontera del reino de Rubí, y se separaron al día siguiente. Wellan sabía que el corazón de su hermano de armas estaba aún pesaroso, pero un caballero de Esmeralda no pertenecía a ningún reino en particular. Sento debía romper los lazos invisibles que le unían a Fal, y debía hacerlo por sí mismo.

Mientras Wellan y Bridgess se adentraban en el reino de Rubí, Sento y Kerns proseguían su ruta a través del reino de Esmeralda. El joven escudero había desarrollado una gran resistencia física desde el comienzo de la misión. Cabalgaron toda la jornada sin que se resintiera, y durmieron en la frontera del reino de Turquesa… A fin de reunir el mayor coraje posible antes de regresar a Fal, Sento había decidido que el palacio de sus padres sería el último de la lista.

Llegada la mañana, descendió con Kerns hacia el gran valle de Turquesa. Este reino compartía fronteras con los de Fal, Perla, Esmeralda y Berilo, pero al encontrarse en el fondo de una gran depresión natural, su clima y su vegetación eran únicos. Las tierras de Turquesa, divididas por el río Wawki, desaparecían casi por completo bajo bosques de árboles gigantes de todas las especies. Sus habitantes ocupaban pequeñas aldeas situadas en las orillas del gran río y unidas entre sí por un sistema de comunicaciones que se basaba en los ritmos de los tambores. Eran unas gentes sencillas y acogedoras, pero extremadamente supersticiosas.

Sento siguió el curso del río hasta que alcanzaron las primeras casas hechas con troncos y cubiertas de paja. Una turba de chiquillos les rodeó a él y a su escudero, acompañándoles hasta el palacio del rey. Lo mismo que otros monarcas del continente, el rey Toma había elegido vivir en una mansión muy sencilla. De modo que Sento no se extrañó cuando le condujeron ante una choza rodeada por una veintena de construcciones semejantes que formaban una pequeña aldea. Echó pie a tierra y Kerns le imitó. Se inclinaron los dos ante la pareja real, que estaba preparando la cena con la ayuda de su hijo Levin, que tendría unos quince años de edad.

—¡Los caballeros de Esmeralda! —exclamó el rey con alegría.

Se secó las manos en su túnica y se acercó para abrazar a Sento y a Kerns con tanta familiaridad como si los hubiese conocido de toda la vida. Toma no era demasiado alto, pero tenía unas espaldas anchas y unos brazos musculosos, habituados a trabajar duramente. Sus cabellos rizados y rojizos caían desparramados sobre la espalda, y sus ojos azules tenían la mirada penetrante, como los de un ave de presa. Se desprendía de ellos una fuerza serena y una sensación de honestidad a toda prueba.

—Soy el caballero Sento de Esmeralda, y éste es mi escudero Kerns.

—¿Un escudero? —dijo con extrañeza el rey—. ¿Ya han llegado nuestros niños a esa categoría?

—Vuestro hijo Nogait es el escudero del caballero Jasson. Los dos están realizando una misión en los reinos de la costa —le informó Sento.

Con el rostro desbordando orgullo, Toma les invitó a sentarse mientras él volvía a ocuparse de la cocina. La reina Rojane se dedicaba también con evidente agrado a la misma tarea. Sento les dijo que estaba solamente de paso, pero el rey no quiso darse por enterado. No podía permitir que aquel noble representante del reino de Esmeralda reemprendiera la marcha sin compartir su cena. Un caballero difícilmente podía rechazar una invitación real, pero para ganar tiempo comenzó Sento a explicarle el peligro que amenazaba a Enkidiev.

El rey escuchó sus palabras mientras le servía un suculento potaje, acompañado de una jarra de cerveza que fabricaba él mismo. Comprendía la importancia de proteger la costa frente al invasor, pues sabía que en su primera incursión los dragones habían infligido importantes pérdidas a los humanos. De modo que prometió a Sento trasladar su propuesta a su pueblo.

Aquella noche durmieron Sento y Kerns en la choza real, con las puertas y las ventanas herméticamente cerradas. «No es de extrañar que Falcon sea tan supersticioso, aunque sólo haya vivido cinco años en este valle repleto de misterios», pensó Sento.

Habiendo descansado bien tras una noche sin pesadillas, el caballero y su escudero se despidieron de sus huéspedes al amanecer y se dirigieron hacia el oeste. Ascendieron por uno de los caminos laterales del valle para alcanzar las altiplanicies del reino vecino, atravesando bosques cuya densidad hacía palidecer los rayos del sol bajo una intensa bruma.

El reino de Perla ofrecía a la vista un panorama muy distinto. Desde que abandonaron la sombra protectora de los grandes árboles, Sento y Kerns se hallaban en una inmensa llanura cubierta de hierba que ondulaba bajo la caricia del viento. Se cruzaron con muchas manadas de caballos salvajes que les miraban levantando las orejas. Al atardecer, atravesaron el río Dilmun. Mientras admiraba la belleza del paisaje de Perla, Sento pensó que los caballeros debían proteger a toda costa el continente contra los hombres insecto.

—¿Maestro? —le requirió Kerns con una voz dulce.

Sento se dio cuenta de que había olvidado por completo al muchacho de ojos despiertos que le acompañaba, cuyos cabellos negros hacía el viento ondular blandamente.

—Lo siento, Kerns; me había enfrascado en mis pensamientos.

—Tenéis razón, señor —dijo en tono aprobatorio el escudero—. Nuestro continente es demasiado hermoso como para que permitamos a esos monstruos destruirlo.

—¿Has leído mis pensamientos? —le reprochó Sento.

—Era difícil no hacerlo, maestro —murmuró Kerns sonrojándose—. Son muy potentes.

Manteniéndose en un mutismo que llegó a preocupar al chico, el caballero decidió montar su campamento junto a un bosque de sauces, cuyas largas ramas desplomadas parecían surgir de la superficie del río. Kerns se ocupó de los caballos y Sento se puso a examinar sus propios recursos. Wellan le había advertido de que su intensidad emotiva le podría jugar alguna mala pasada. Al desprender una energía tan fuerte, corría el riesgo de ser detectado por un enemigo que tuviera un poco de sensibilidad.

—No estoy enfadado contigo —dijo Sento a su escudero cuando vino a sentarse a su lado—. En realidad estoy contento de que me señales ese fallo. Tengo que aprender a controlar mis pensamientos. Mi mayor defecto es ser a veces como un libro abierto.

—¿Sí? —exclamó sorprendido el muchacho—. ¡Yo creía que los caballeros eran perfectos!

Sento rompió a reír con fuerza, lo que desconcertó al chico.

—Hemos aprendido unas extraordinarias técnicas de combate —respondió el maestro secándose las lágrimas que le había provocado la risa— y desarrollado al máximo nuestras facultades mágicas, pero de aquí a alcanzar la perfección…

—Entonces, ¿los caballeros de Esmeralda no terminan nunca de perfeccionarse?

—Jamás. Ésa es nuestra fuerza.

Al clarear el día reemprendieron la ruta y llegaron al palacio de Perla cuando anochecía. Era una construcción muy antigua hecha en piedra, sin adornos superfluos, cuya construcción se remontaba a la época en que las fortalezas servían más para proteger al pueblo que para dar cobijo al rey. Había unos fosos profundos al pie de los elevados muros almenados que surgían de las aguas sombrías. Sólo se podía acceder al patio central cruzando un puente levadizo.

El caballero y su escudero se acercaron con prudencia, y las pezuñas de sus caballos resonaron en el pavimento de madera. El interior de la fortificación era también muy austero. Había un pozo para sacar agua en el centro del gran patio cubierto de arena. La fachada de todos los edificios era lisa, sin duda para evitar que pudieran escalarse para acceder a los ventanales situados a bastante altura. Había varios caballos en uno de los ángulos, protegidos por un cobertizo. Sento advirtió enseguida la ausencia casi total de actividad. Habitualmente, los campesinos y los comerciantes deambulaban por los patios centrales de los palacios llevando sus tributos o vendiendo sus mercancías. Allí, sólo algunos soldados se entretenían, a las puertas de la residencia real, lanzando pequeños cubos al suelo.

Al caballero le sorprendió la agresividad que detectó en el lugar. Kerns le impedía el paso, así que detuvo su caballo ante los soldados. Llevaban puestas unas simples túnicas, sin armadura ni coraza, aunque sus espadas colgaban de la cintura dispuestas a ser utilizadas. Sento les solicitó educadamente una audiencia con el rey de Perla, pasando por alto su expresión feroz.

—¿Quién desea verle? —le preguntó uno de los hombres en tono desafiante.

—El caballero Sento de Esmeralda.

El soldado dudó, consultó a sus colegas con la mirada y luego entró en el edificio sin dar explicaciones. «¡Qué lugar más curioso!», pensó el caballero sintiendo las vibraciones adversas que emanaban del palacio. ¿Maestro?, le reclamó mentalmente su aprendiz. No tienes nada que temer, Kerns, le respondió el caballero. El muchacho giró la cabeza hacia él para indicarle que le había comprendido. Esta gente conoce y respeta a los caballeros de Esmeralda, añadió Sento. El rey y la reina son los padres de Bridgess. La información pareció tranquilizar al muchacho.

Sin esperar a que le invitaran a hacerlo, el caballero echó pie a tierra y Kerns le imitó. Ataron sus caballos a unos postes que había junto al pozo y dieron de beber a los animales. Volvió el soldado y les dijo, en un tono agresivo, que el rey Giller les recibiría. Señaló con un dedo la puerta abierta y, sin preocuparse más de ellos, siguió jugando con sus compañeros.

Sorprendido por aquella flagrante falta de cortesía, Sento se dirigió al porche seguido de su aprendiz. Su deber como maestro era protegerlo en todo momento, y el lugar no le pareció seguro. Entraron juntos en un largo corredor ricamente adornado y se toparon al cabo de un rato con un sirviente que les condujo de mala gana ante el rey.

Giller se encontraba en la pajarera del palacio que contaba con una decena de aves de presa de razas diferentes. Sento y Kerns entraron allí con prudencia. El monarca estaba de pie delante de un gran ventanal y acariciaba a un halcón que, con sus garras, se sujetaba en un guante de cetrería. El rey de Perla lanzó una mirada irritada a los visitantes para hacerles comprender que habían estropeado un momento precioso de su jornada. Tenía los cabellos rubios, como Bridgess, y los ojos muy apagados. Era imposible precisar si eran grises o azules. Era alto y musculoso, de manera que también se parecía un poco a Wellan.

—¿Qué quieren de mí los caballeros de Esmeralda? —preguntó en un tono altanero.

—Sólo un momento, alteza —respondió Sento, adivinando que se trataba de un hombre a quien no le gustaba perder el tiempo.

Le resumió en pocas palabras el ataque que había sufrido Shola y mencionó la posibilidad de una nueva invasión. Luego, solicitó hombres para ayudar a los habitantes de Zenor a cavar trampas.

—Mi reino y el del rey Vail nunca han mantenido buenas relaciones —replicó el rey, irritado.

Como si hubiera sentido el malestar de su dueño, el ave posada en su puño lanzó un grito desagradable e intentó volar, pero el rey se lo impidió poniéndole encima la otra mano.

—Si el enemigo consigue infiltrarse en el continente por Zenor, no tendréis que inquietaros por futuras rencillas entre vuestros dos reinos, majestad, porque todos seremos destruidos.

Giller era un hombre inteligente. Su mirada sostuvo firmemente la del caballero durante largo rato y fue la impaciencia del ave rapaz la que por último rompió la tensión.

—Veré lo que puedo hacer —concedió.

Sento se inclinó y giró rápidamente sobre sus talones. No era cuestión de quedarse en aquel lugar mucho tiempo. Hizo caminar a Kerns delante y abandonaron la sala. Con su escudero al lado, pasó ante los soldados y se dirigió hacia sus caballos. Pronto detectó un sentimiento de enemistad en el espíritu de aquellos hombres.

—Ha sido una entrevista muy breve —le dijo uno de ellos con recelo.

—Mi mensaje era corto —replicó el caballero en un tono neutro.

El soldado sacó su espada de la vaina y dio un paso al frente, pero Sento ignoró la provocación. Se contentó con levantar la mano dirigiéndola hacia el hombre de Perla, y la espada comenzó a calentarse hasta el punto que el soldado se vio forzado a soltarla, dejándola caer al suelo.

—No he venido a combatir —le dijo el caballero en tono amigable.

Los demás soldados desenvainaron sus armas al mismo tiempo, pero Sento no reaccionó.

—He entregado mi mensaje al rey Giller y ahora debo irme —prosiguió Sento sin mostrar ningún miedo—. No tengo deseo alguno de derramar vuestra sangre, así que no me obliguéis, os lo ruego.

Si intentan algo, salta sobre tu caballo y abandona el palacio a toda prisa, ordenó silenciosamente el caballero a su aprendiz. ¿Y vos, maestro?, se inquietó Kerns. Yo sé batirme, pero tú todavía no. Confía en mí.

Los soldados se desplegaron lentamente en abanico, pero como el caballero no parecía inquietarse, la situación se tensó y arremetieron todos contra él. Kerns saltó sobre su caballo y enfiló el puente levadizo, obedeciendo las órdenes recibidas. Sento levantó bruscamente el brazo y todas las espadas sufrieron la misma suerte que la primera. Los hombres soltaron sus armas al sentir que les quemaban en las manos, pero su jefe no se resignó a ser humillado de aquella forma por un solo hombre. Tomó una lanza apoyada en el muro, junto al portón principal, y la dirigió al pecho del caballero.

—¡Ya basta! —se oyó la voz autoritaria del rey Giller, proveniente del balcón situado encima de ellos.

El soldado detuvo su gesto emitiendo un gruñido de frustración. Sento agradeció su intervención al rey con un gesto de la cabeza y se alejó hacia su caballo. De un salto montó en la silla y abandonó el recinto fortificado sin que nadie le impidiera la marcha.

—¡Es un brujo, majestad! —protestó el soldado levantando la cabeza hacia el rey.

—Es un mago, no un brujo, y además es un caballero de Esmeralda. Necesitamos hombres así en el continente. No quiero que le persigáis.

El soldado, enfurecido, arrojó la lanza al suelo, pero el rey no le castigó; su interés se centraba en los dos caballos que galopaban hacia el sur, levantando una gran polvareda sobre la llanura.

Sento y Kerns cabalgaron hasta la puesta del sol sin encontrar ni un alma. Montaron su campamento en un área descubierta, en mitad de la llanura. El muchacho estaba aún impresionado por los acontecimientos del día, de modo que en cuanto se sentaron cerca del fuego, Sento quiso tranquilizarle.

—Todos los reinos del continente no son como éste.

—Vos dijisteis que esos hombres respetarían a los caballeros de Esmeralda, pero nos han atacado.

—No te he mentido, Kerns, pero he de reconocer que, por desgracia, algunas personas se muestran agresivas con los extranjeros.

El caballero le puso una mano tranquilizadora en la espalda, enviándole una oleada de serenidad.

—Tendrás que aprender a dominar el miedo, Kerns.

—Cuando sepa batirme como vos, maestro, no tendré nunca jamás miedo.

—No siempre es necesario pelear, mi joven amigo. Nuestra magia puede a veces ahorrar muchas vidas.

Kerns sacudió suavemente su cabeza, dando a entender que la demostración de su maestro en el patio del palacio de Perla le había impresionado mucho. Contrariamente a lo que había hecho Wellan en el reino de Ópalo, Sento prefirió no aceptar el desafío de los soldados; el muchacho guardaría grabada en su memoria esta importante lección a lo largo del tiempo.

Continuaron su camino al día siguiente y alcanzaron la frontera del reino de Fal al llegar la noche. El cambio del clima sorprendió muy pronto al escudero. El país sufría los efectos de un intenso calor tropical, al estar situado al borde del Desierto y protegido por una cadena montañosa de cumbres elevadas. Los bosques de coníferas daban paso a unos curiosos árboles de tronco desnudo casi hasta su cima, donde brotaba una especie de sombrero de largas hojas verdes.

—Son palmeras —dijo jocosamente Sento ante la mirada sorprendida de Kerns—. Producen todo tipo de frutos apetitosos, de muy buen sabor.

El suelo se había vuelto arenoso y las pezuñas de sus cabalgaduras se hundían en él blandamente. A pesar de la oscuridad que empezaba a cercarles, el caballero no parecía dispuesto a detenerse.

—Maestro, pronto se hará de noche —le recordó quedamente el muchacho.

—Por eso no podemos detenernos aquí —respondió con afabilidad Sento, sonriendo al mismo tiempo—. La arena esconde minúsculos animales depredadores que no te gustaría descubrir bajo tu manta.

Kerns examinó las doradas dunas, tratando de imaginar el aspecto de los animalitos que se escondían debajo. Sento le condujo a lo que desde lejos parecía un pequeño bosque, aunque resultó ser un oasis en cuya parte central había un hermoso estanque de aguas tranquilas.

—¿Estáis seguro de que aquí no hay nada peligroso? —quiso asegurarse el muchacho.

—Totalmente. Recuerda que yo he nacido en este país. Los oasis son los únicos lugares donde los viajeros pueden encontrar agua y pasar la noche con seguridad.

Abrevaron los caballos y encendieron fuego junto al estanque. Mientras comían un poco, Sento refirió a Kerns las historias que se contaban a los niños de Fal sobre los lagartos, las arañas y los escorpiones que salían de la arena por la noche, y se desternilló de risa viéndole temblar.

—No tienes nada que temer en este territorio si viajas de día, no lo olvides.

A la mañana siguiente reemprendieron su ruta y llegaron al palacio real en el momento en que los sirvientes encendían las antorchas. Sento detuvo su caballo y observó aquella imponente construcción, en la que él había nacido. Fal era una enorme ciudad fortificada que se extendía a lo largo del abrupto roquedal que la separaba del Desierto, siendo en cierto modo el territorio en que se encontraban una prolongación de aquél. Por el flanco sur era inexpugnable, porque aquellas murallas cortadas a pico y lisas como piedras preciosas hacían imposible cualquier escalada.

Kerns captó el nerviosismo de su maestro. Era tan evidente que, aunque hubiera intentado ocultarlo en lo más profundo de su ser, hubiera quedado al alcance de un sutil observador. Sento se mantenía en silencio y hacía inspiraciones profundas para calmarse. Su intensidad emotiva iba a traicionarle una vez más.

—Si entregáis vuestro mensaje al rey esta noche, podremos partir mañana temprano —sugirió el aprendiz—. Si no nos presentamos a la corte hasta que amanezca, nos veremos obligados a pasar todo el día aquí.

—Eres un pillo —le dijo sonriente el caballero, dándole un amistoso cachete en el brazo.

Siguieron, pues, su camino hasta las dos puertas macizas que impedían el acceso al palacio por su costado oeste. Las piedras preciosas de la coraza de Sento, que brillaban a la luz de las antorchas, despertaron la curiosidad de los centinelas.

—¿Quién va? —gritó uno de los hombres.

—El caballero Sento de Esmeralda y su escudero —respondió él, intrigado por ver si los guardias lo reconocían tras quince años de ausencia.

—¿Sento? ¿El príncipe Sento? —se alborozó el hombre.

—Antes sí. Ahora soy simplemente un caballero.

—Sed valiente —le susurró Kerns sintiendo cómo se crispaba.

Se abrieron las grandes puertas chirriando y una decena de hombres acudió a reconocerles. ¡Su príncipe estaba de regreso! Se inclinaron, como lo habían hecho siempre anteriormente, y el caballero no se atrevió a impedírselo. Los sirvientes le condujeron en alegre procesión hasta el edificio principal del palacio y se ocuparon de los caballos en cuanto Kerns y él echaron pie a tierra.

—¡Que alegría volver a veros, príncipe! —dijo un anciano estrechándole amistosamente las manos.

—¿Firmon? —dijo Sento reconociendo al hombre por la bondad que podía leer en el fondo de sus ojos.

—El mismo, alteza. Sabía que me reconoceríais a pesar de mis cabellos blancos y de mi piel arrugada. Mi corazón se alegra de vuestro regreso, señor.

—Ya no soy un príncipe de Fal, Firmon —le advirtió gentilmente Sento—. Ahora soy un caballero de Esmeralda.

—¡Vuestro padre se pondrá muy contento al veros de nuevo! Seguidme, os lo ruego.

Sento lanzó una mirada resignada a su joven escudero y se dispuso a seguir los pasos del anciano sirviente. No se acordaba de los hermosos cuadros y de los tapices de colores cálidos que adornaban los muros en aquel dédalo de largos pasillos iluminados. Realmente sólo tenía cinco años cuando abandonó Fal en medio de los llantos y de los gritos angustiados de su madre.

Firmon les guió hasta el gran patio central donde la familia real estaba cenando junto a los cortesanos ataviados con ricas túnicas de seda. Un ataque enemigo no hubiera provocado mayor consternación en la asamblea que las palabras del anciano sirviente cuando anunció alegremente que el príncipe Sento estaba de regreso.

El silencio se apoderó de repente de aquel lugar, hasta entonces muy animado, y Sento decidió intervenir antes de que alguno de los presentes se desmayara. Se dirigió a la mesa de presidencia, donde estaban sentados su padre, el rey Levon; su madre, la reina Affé, y su hermano, el príncipe Patsko, unos años mayor que él. Todos le contemplaban en medio de un estupor total, y el caballero recién llegado no sabía si aquel pasmo y aquel silencio eran debidos a su inesperado regreso o al aspecto que tenía con su coraza verde.

—Soy el caballero Sento de Esmeralda y éste es Kerns, mi escudero —dijo con soltura—. Solicito una audiencia a su majestad el rey de Fal.

La reina lanzó un gran grito, saltó de su silla y rodeó la mesa corriendo para abrazar al hijo recuperado. La pesadilla tan temida por Sento estaba teniendo lugar. Rechazó suavemente a la mujer que lloraba de dicha entre sus brazos y la miró fijamente, sin saber cómo calmarla.

—Sabía que regresarías —gimoteó Affé—. Siempre le he dicho a tu padre que volverías a ocupar tu puesto entre nosotros.

—No he venido para vivir en Fal, madre —intentó explicarle Sento.

Volvió la mirada hacia su padre en actitud suplicante. El rey Levon invitó a Sento y a Kerns a compartir su mesa y, con un discreto gesto, indicó a Firmon que hiciera regresar a su esposa a su sitio.

Liberado de los brazos maternos, el caballero se sentó cerca del rey, con su escudero al lado. Ella os ama mucho, maestro, dijo Kerns a Sento. Demasiado, respondió él esbozando una sonrisa.

Tras haber disfrutado de la copiosa cena compuesta de carne asada, pan fresco, legumbres y frutas diversas, el caballero y su aprendiz siguieron al rey y a sus consejeros hasta la sala de audiencias. Levon tenía un aspecto impresionante con sus vestimentas de raso de vivos colores y el turbante dorado que coronaba su cabeza, en el que brillaba el zafiro más grande de todo el continente. Se parecía mucho a Sento con sus ojos negros de una profundidad insondable, sus pómulos salientes y su tez ligeramente oscura.

—Te has convertido en un valiente guerrero —dijo el rey examinando a su hijo de los pies a la cabeza—. Las cosas hubieran sido distintas si te hubieras quedado aquí.

Sento se mantuvo prudentemente en silencio. Sabía que se estaba refiriendo al amor exagerado que le tenía la reina y que le hubiera impedido desarrollar su propia personalidad y sus capacidades.

—¿Qué es lo que puedo hacer por los caballeros de Esmeralda? —preguntó el rey con curiosidad.

Sento le contó lo que había ocurrido en Shola y le transmitió la inquietud de la Orden respecto a una segunda invasión.

—Los hombres de Zenor necesitan ayuda para instalar un sistema de defensa antes del retorno del enemigo —terminó explicando Sento.

Levon consultó a sus consejeros con la mirada. Ninguno de ellos se opuso a la demanda del caballero. De ese modo pudo asegurar a Sento que el reino de Fal ayudaría a sus vecinos en cuanto comenzaran a reclutar operarios. El caballero se lo agradeció en nombre de Enkidiev.

—Quisiera que aceptaras mi hospitalidad, hijo. También los caballeros tienen necesidad de dormir, ¿no? Ve sin temor, que estaré atento para que la reina no te importune.

Sento accedió a los deseos del rey, aunque tenía sus propias dudas sobre si era una buena idea. El caballero y su escudero siguieron a un sirviente hasta el ala del palacio reservada a los invitados relevantes. Cuando se quedaron solos en una estancia ricamente decorada con tapices y sedas, Sento comenzó a relajarse. Miró entonces a su joven escudero, que parecía deseoso de decir algo.

—Puedes hablar con libertad —le animó.

—Vuestro padre es muchísimo más amable que el de Bridgess —dijo Kerns sentándose en la mullida cama.

—Fal nunca ha tenido un espíritu tan belicoso como el rey de Perla —explicó el maestro liberándose del cinto y dejando su espada y su puñal sobre un aparador—. Se parece más al reino de Zenor, donde los hombres tienen brazos de acero y corazones de oro.

—Estoy muy contento de viajar con vos, maestro. Aprendo muchas cosas sobre Enkidiev.

—Y yo estoy muy satisfecho de que vengas conmigo, porque aprendo muchas cosas de ti.

Cuando el palacio quedó en calma y todo el mundo ocupó sus habitaciones, Sento hizo un guiño a su aprendiz y le animó a seguirle en silencio. Andando de puntillas, guió a Kerns por los subterráneos del palacio, donde los primeros reyes de Fal habían hecho cavar un estanque en la roca viva que se había ido llenando por sí mismo de un agua caliente y curativa. El muchacho introdujo su mano en ella y quedó sorprendido por su temperatura agradable. Sento le explicó que el palacio estaba construido sobre una falla volcánica que se prolongaba hacia el norte y que caldeaba el agua de la corriente subterránea que discurría por aquel lugar. Se despojó de la túnica y se introdujo en el estanque. Kerns le imitó sin dudarlo ni un instante.

—Cuando era niño, venía aquí en mitad de la noche —le confesó Sento mientras el agua caliente templaba sus músculos.

—Y su hermano mayor venía siempre a reunirse con él —añadió una voz tras ellos.

Maestro y aprendiz se giraron vivamente y vieron acercarse al príncipe Patsko envuelto en una manta. La dejó caer al suelo y saltó al agua con ellos. Kerns, que no detectó desconfianza alguna en el corazón de su maestro, se relajó. El príncipe abrazó a Sento con mucho afecto.

—Jamás pensé que nos volveríamos a encontrar aquí —dijo Patsko, dando unas amistosas palmadas al caballero.

Al igual que su hermano pequeño, el príncipe Patsko tenía los cabellos y los ojos negros, pero era más alto y más delgado. Kerns le sondeó mentalmente y se dio cuenta de que el amor y la compasión dominaban su espíritu. Sería un buen rey cuando Levon le cediera el trono.

—Quiero que seas el primero en saberlo, Sento —anunció alegremente el príncipe—. Nuestro padre ha decidido unir mis destinos a los de una princesa.

—¿Sin esperar a que seas rey?

—Quiere tener nietos antes de que sea demasiado viejo para disfrutar de ellos.

—¿Y quién es la afortunada?

—La princesa Christa, del reino de Rubí.

—¡Es la hermana de Wellan, nuestro jefe! —exclamó Sento.

—¿Es cierto? ¿La conoces?

—Desafortunadamente, no.

—Qué pena… En resumen, vamos a casarnos en la primera luna de la estación cálida. Yo tampoco la he visto nunca, pero me han dicho que tiene los cabellos dorados como el trigo y los ojos azules como el cielo de verano.

—Me alegro de verdad por ti, Patsko, y os deseo una decena de preciosos niños rubios.

—¿Y tú? ¿Ardes de amor por los ojos de alguna chica bonita? ¿Pueden casarse los caballeros o están condenados al celibato?

—Podemos casarnos e incluso nos animan a hacerlo, pero sólo después de que nuestros escuderos estén bien entrenados.

—¡Pero ese niño sólo tiene una decena de años! —exclamó Patsko—. ¿Cuándo se podrá convertir en caballero?

—Este muchacho se llama Kerns y estará bajo mi tutela unos siete u ocho años.

El príncipe lanzó a su hermano una mirada llena de tristeza e impregnada de cólera. ¿Con qué derecho aquel odioso mago exigía de un hombre tan larga espera antes de conocer la felicidad en brazos de una mujer? Sento adivinó sus pensamientos.

—Un caballero de Esmeralda no es un hombre ordinario, Patsko, y no vive al mismo ritmo que los demás. No pretendo que comprendas mi situación dentro de la Orden, pero quiero que sepas que soy feliz así y que no cambiaría mi vida por nada del mundo.

—Pero ¿te casarás algún día? —insistió el príncipe.

—Si encuentro una mujer que haga latir con fuerza mi corazón, sí, entonces me casaré.

A pesar de esta afirmación, Patsko no pareció estar muy convencido de la sinceridad de Sento. Pero tratando de no estropear aquel inesperado reencuentro, cambiaron de conversación y comenzaron a desgranar recuerdos de los tiempos de su infancia.