3. La primera misión

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La primera misión

En cuanto amaneció, Wellan se puso su más bella túnica y pidió a sus sirvientes que le ajustaran su coraza verde adornada con el emblema de la Orden: una cruz dorada incrustada en el cuero, en medio de la cual cuatro estrellas de cinco brazos, con hermosas esmeraldas en su centro, formaban una cruz más pequeña inscrita en los círculos concéntricos. Era importante presentarse bien uniformado ante el rey que le había acogido en su palacio y que había velado por su educación. Se puso sus botas más lustrosas y se colocó el cinturón alrededor de las caderas. Enfundó su espada y su puñal y los ocultó bajo la larga capa verde.

Cuando sus compañeros de armas le vieron atravesar el patio central, se asomaron precipitadamente a la ventana de sus respectivas alcobas.

—¿Adónde irá vestido de esa forma? —exclamó Bergeau, que acababa de despertarse.

Wellan no había creído necesario prevenir a sus compañeros de la llamada del rey. Si Esmeralda I hubiera querido que le acompañaran, se lo hubiera hecho saber. Era muy importante que un caballero ejecutara las órdenes sin intentar interpretarlas a su manera.

Los pajes le guiaron por una parte del palacio que no conocía. ¿Por qué no le recibía su majestad en la sala del trono como solía hacer? Unas grandes puertas doradas se abrieron ante él y quedó sorprendido al encontrar al soberano sentado en un inmenso sillón con un libro abierto sobre las rodillas. Jamás había visto al rey leer algo por sí mismo. Tenía sirvientes cuya única función era ésa.

Wellan respiró profundamente y se acercó, haciendo sonar sus pasos sobre la brillante tarima. El rey levantó la vista de las páginas del grueso tomo que sostenía y le dirigió una amplia sonrisa.

—Éste es el hombre a quien quería ver —dijo con satisfacción—. Acércate, Wellan.

El caballero se detuvo a cierta distancia del rey, como exigía el protocolo, y luego puso la rodilla en tierra. Esmeralda I movió entonces el libro y Wellan vio la horrible criaturita malva sentada sobre sus rodillas. Con mucha menor timidez que el día anterior, le miraba directamente a los ojos mientras chupaba lo que parecía ser un colgante plateado. Wellan no sentía miedo, aunque las pupilas verticales de la niña de contornos violáceos le contemplaban con displicencia. Desvió la mirada hacia los ojos más cálidos del rey.

—Me habéis mandado llamar, majestad —dijo ignorando a la niña.

—Tengo una misión para ti, Wellan.

«Ya era hora», pensó el caballero, que soñaba con hacer cuanto antes sus primeras demostraciones.

—Quiero que lleves un mensaje mío a la reina de Shola.

Wellan sintió un vuelco en el corazón. Los dioses habían tenido piedad de él y habían decidido darle la oportunidad de declarar abiertamente su amor a la mujer más hermosa de Enkidiev. Pero no debía dejar traslucir su interés por esta misión, no fuera a ocurrir que Esmeralda I la confiara a otro mensajero.

—¿Cuándo debo partir, majestad? —dijo serenamente, tratando de ocultar su entusiasmo.

—Hoy mismo, si es posible.

—Hoy mismo —repitió la pequeña con una voz aguda.

Wellan dirigió la mirada hacia ella preguntándose si se trataba verdaderamente de una niña o de un pequeño animal de compañía.

—Apenas ha comenzado a hablar —dijo el rey en tono de excusa mientras acariciaba sus cabellos violetas con afecto—. Aún no comprende casi nada de lo que dice.

La pequeña saltó hasta el suelo con la agilidad de un elfo y se acercó a Wellan admirando las piedras preciosas que había en su coraza. Le mostró entonces el talismán que tenía firmemente sujeto en su mano y Wellan retrocedió ligeramente al ver las pequeñas garras puntiagudas.

—Tú, Shola —ordenó la niña en un tono que indudablemente había copiado del rey.

En un acto reflejo, Wellan recurrió a sus facultades mágicas y entró a explorar el interior de aquella extraña criatura. Le sorprendió que, a pesar de su corta edad, tenía el pensamiento bien estructurado y que únicamente su desconocimiento del vocabulario de una lengua extraña le impedía comunicar sus ideas.

—Sí, yo a Shola —le confirmó, adivinando que ella hablaba de su destino.

Una leve sonrisa iluminó aquel curioso rostro inhumano, descubriendo sus dientes puntiagudos. Wellan recordó haber visto algo semejante en la boca de un viejo pez que vivía en el río Sérida, que separaba el reino de Rubí de los territorios desconocidos.

—¿Acaso os entendéis los dos? —dijo con extrañeza el rey.

—Ella solamente ha adivinado que vos me confiáis una misión, majestad —aseguró Wellan, aunque no estaba seguro de que Kira hubiera comprendido toda la conversación.

El rey entregó al caballero un cilindro dorado que contenía el mensaje destinado a la reina. Wellan no tenía derecho a preguntarle abiertamente el contenido, pero tal vez pudiera inducirle a darle alguna pista. Intentó sondear el espíritu del rey, pero la niña le atrapó violentamente el antebrazo, haciéndole retroceder.

—No —le ordenó, frunciendo sus cejas violetas.

Wellan la contempló con estupor. ¿Cómo había sabido la niña lo que él intentaba hacer? ¿Qué poderes poseía en realidad aquella criatura malva?

—No te ofendas por sus maneras, Wellan —dijo divertido el rey—. Me temo que Kira sea una personita bastante autoritaria. Me obliga a hacer todo lo que quiere.

Wellan dudó de que aquello fuera bueno. Esmeralda I no sólo dirigía su propio reino, sino que intervenía en los asuntos de todo el continente.

—¿Debo partir solo, majestad? —preguntó tratando de no prestar más atención a la niña.

—No, lleva a tus compañeros contigo. Ya es hora de que los habitantes de Enkidiev vean a mis valientes caballeros.

—¿Y quién defenderá vuestro palacio en nuestra ausencia?

—Dispongo de mi guardia personal y hay centenares de campesinos dispuestos a combatir para conservar la paz y la prosperidad de que gozamos. Ve a entregar mi mensaje a la reina, Wellan. Es muy importante para mí.

El caballero inclinó la cabeza y después se retiró. Su estatura pareció impresionar a Kira, que apenas le llegaba a la rodilla. Él desvió la vista de aquella criatura que le ponía la piel de gallina.

—Todo se hará según vuestras órdenes, majestad.

Abandonó la sala mientras la niña malva se volvía hacia el rey. Sus ojos violetas mostraban una sabiduría que el monarca aún no comprendía. Le hizo señales de que se acercara y ella saltó sobre sus rodillas con la agilidad de un gato.

—¡Lee! —le exigió.

—Creo que te nombraré heredera de mi reino si continúas mostrando tanta autoridad, pequeña —declaró Esmeralda I divertido.

Kira se instaló confortablemente en sus brazos y esperó que él le enseñara otras palabras. El rey no recordaba haber sido nunca tan dichoso.

Cuando Wellan entró en el pabellón de los caballeros, halló a sus compañeros reunidos alrededor de la mesa. La pequeña asamblea quedó en silencio a su llegada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jasson en nombre de todos los demás.

—Partimos dentro de una hora —anunció triunfalmente Wellan.

—¿Adónde vamos? —preguntó Falcon con sorpresa.

—El rey nos ha confiado nuestra primera misión. Debemos llevar un mensaje a los señores de Shola.

Soltó el cilindro dorado de su cintura y se lo mostró, dispuesto a afrontar sus preguntas y sus comentarios. Sin embargo, todos permanecieron silenciosos, muy sorprendidos. Se habían entrenado durante mucho tiempo para convertirse en caballeros, pero parecía que ninguno de ellos estaba dispuesto a abandonar el nido.

—Estad preparados para partir dentro de una hora, en uniforme reglamentario, para que los habitantes del reino vean que están protegidos por hombres valerosos.

Wellan volvió a colocar el cilindro en su cintura y dio la espalda a sus compañeros de armas, que le miraban con inquietud. Se dirigió directamente a la capilla del palacio. Era un santuario tranquilo donde estaban representados todos los cultos del continente, porque lo que Esmeralda I deseaba con toda su fuerza era la paz, la fraternidad y la tolerancia entre los hombres de todas las razas. Ninguna filosofía y ninguna religión tenían privilegios especiales. Hubiera preferido que sus caballeros no adoraran ningún ídolo y respetaran a todos, pero Wellan nunca había renegado de la religión de sus antepasados.

Se arrodilló ante Theandras, la diosa roja que protegía el reino de Rubí donde él había dejado a sus padres, el rey Burge y la reina Mira, así como un hermano mayor, que sería el heredero, y una hermana. Al contrario de sus compañeros, que conservaban pocas referencias de sus hogares, Wellan recordaba con nitidez todos los detalles de su vida en el palacio de Rubí y todos los viajes hechos con su familia a otros reinos. El rey Burge tenía la íntima convicción de que un hombre no podía reinar acertadamente si no conocía el universo en el que vivía. Por ello se había preocupado de que todos sus hijos cultivaran un espíritu abierto, ya que cualquiera de ellos podía ser su heredero. Wellan le estaba agradecido, porque de ese modo no sentía temor alguno ante lo desconocido, como sus compañeros de armas.

Rogó a Theandras en silencio, pidiéndole que disminuyera los efectos devastadores de la estrella de fuego que había visto en el cielo, y después sus pensamientos se dirigieron al hermoso rostro de Fan de Shola y a su voz de seda. ¿Cómo sería recibido en su palacio? ¿Cómo acogería su esposo, el rey mago Shill, que había sido el más afectado por el exilio de su padre, a los caballeros de Esmeralda? En su cabeza bullían muchas cuestiones y muchas preguntas que no tenían respuesta.

Una vez terminadas sus plegarias, Wellan fue a buscar sus pertenencias a su alcoba y se dirigió a las caballerizas. Hizo ensillar los caballos de sus compañeros y él mismo se ocupó de su montura. Sabía que sus colegas llegarían pronto y pensaba calmar sus temores con la cálida presencia de su corcel enjaezado. En cuando estuvo revestido de verde y oro, lo condujo hacia el patio central. Sus seis compañeros se presentaron unos minutos más tarde, llevando a sus caballos por la brida.

—No pareces muy entusiasmado al tener que realizar esta misión —dijo Bergeau a Wellan deteniendo su montura junto a la del jefe.

—Ayer por la tarde vi un signo en el cielo —manifestó el caballero— y temo que tropecemos con graves dificultades en nuestro camino.

—¡Nada mejor para probar que hemos recibido un extraordinario entrenamiento! —exclamó jubiloso su colega.

«Puede ser que tenga razón», pensó Wellan.

Los sirvientes trajeron al patio dos caballos suplementarios cargados con víveres y agua.

—Rodearemos la montaña de Cristal hacia el oeste, por el lugar donde el terreno es más practicable —anunció Wellan dirigiéndose a sus compañeros—. A continuación atravesaremos el reino de Diamante y el de los Elfos, antes de franquear los acantilados que nos separan de las altiplanicies de Shola. Espero que llevéis vuestros capotes de abrigo.

—Ya hemos pensado en ello —aseguró Sento señalando la montura de su caballo.

—Es nuestro primer viaje importante bajo la bandera de Esmeralda y es mi deber advertiros de que debemos defenderla con valentía.

—Todo irá bien, Wellan —aseguró Falcon—. Deja de inquietarte.

—Sólo tenemos que llevar un mensaje a otro rey, eso es todo —añadió Jasson.

Su aparente calma tendría que haberle tranquilizado, pero una oscura aprehensión continuaba oprimiéndole el pecho. Hizo la señal de montar a caballo y vio al rey de Esmeralda puesto en pie en el balcón de los aposentos reales. Espoleó su caballo y se acercó a la fachada del palacio, con sus compañeros detrás. Esmeralda I tenía a la pequeña princesa sholiena en sus brazos.

—Sois los caballeros de Esmeralda, los valientes defensores de la paz y de la justicia en este continente. Comportaos en todos los lugares según el código de la caballería. Os deseo buen viaje, caballeros, y que los dioses os acompañen.

Todos se inclinaron respetuosamente ante su soberano y se dirigieron hacia las inmensas puertas de la fortaleza. Iban a franquearlas cuando Elund se presentó precipitadamente ante ellos. Wellan levantó la mano y la columna de caballeros vestidos de verde se detuvo.

—¿Qué ocurre, maestro? —preguntó Wellan frunciendo el entrecejo.

—He visto un signo terrible en el cielo.

Wellan sintió que la sangre se le helaba en las venas. Hubiera querido equivocarse respecto a lo que él mismo había visto la tarde anterior desde su ventana.

—Tendréis que extremar la prudencia cuando os acerquéis a los acantilados de Shola.

—Debido a la estrella de fuego… —murmuró el caballero principal.

—Sí, a causa de esa estrella. Ha atravesado el cielo del reino de los Espíritus, el de las Sombras y el de Shola. Es el presagio de una terrible desgracia, me temo.

—En ese caso debiéramos llevar algunos soldados con nosotros —sugirió Dempsey acercándose a Wellan.

—Veamos primero de qué se trata —replicó Wellan—. La primera razón de la existencia de nuestra orden es proteger Enkidiev.

—Son palabras muy nobles, Wellan —intervino el mago—, pero Dempsey tiene razón. No sois lo bastante numerosos como para asegurar el bienestar de todo un continente. Os recomiendo que no corráis ningún riesgo inútil. Siempre podréis volver para pedir ayuda a los soldados de los demás reinos.

—Seguiré vuestro consejo, maestro Elund —aseguró Wellan con la voz alterada.

Si le ocurriera alguna desgracia a la reina de Shola, él no sobreviviría. El mago les dejó pasar, pero el terror ensombrecía sus ojos.

Wellan decidió no darle más importancia ante sus compañeros y lanzó su montura al galope. Jasson y Chloé cerraban el pelotón llevando de las bridas a los caballos que transportaban las provisiones. En cuando atravesaron el gran portón de la fortaleza, Bergeau izó bravamente su estandarte.

Los campesinos de las aldeas interrumpieron sus trabajos al verlos pasar. No sabían de qué forma podrían aquellos siete valientes guerreros asegurar la paz del reino, pero sus corazones estaban llenos de esperanza y los saludaron mientras contemplaban una nube de polvo que marcaba la ruta hacia la montaña de Cristal.

Una vez que hubieron partido, Elund se llevó sus amuletos a la frente y pronunció unos encantamientos protectores. Había pasado la noche consultando sus viejos libros de magia. Muy pocas habían sido las bolas de fuego que atravesaron de esa manera, a lo largo del tiempo, el cielo del continente. La última vez, el rey Draka había atacado el reino de Esmeralda y la vez anterior un enemigo llegado del mar había diezmado la población de la costa oeste. Lo más probable era que se hubiera producido una gran catástrofe al norte del continente, pues ésa fue la dirección que tomó la estrella maldita.

Por su parte, el rey de Esmeralda había visto al mago desde su balcón. La niña que estaba en sus brazos extendió su mano y señaló con sus dedos al horizonte.

—Miedo… —murmuró.

«¿Miedo de qué?», se preguntó el rey. Decidió volver a sus aposentos y ordenó a un sirviente que fuera a buscar al mago. Kira seguía en sus brazos, pero se volvió bruscamente y se agarró a su vestimenta temblando. El rey la protegió con sus manos.

—No hay ningún motivo para que tengas miedo. Estás segura conmigo.

La llevó a la antecámara, donde los sirvientes habían reunido un montón de juguetes para ella, pero la niña se negó a abandonar la seguridad de los brazos del rey. Cuando éste trató de apartarla, sus pequeñas garras deshicieron parte de su vestimenta y se sujetaron más arriba.

—¿Qué es lo que te pasa?

Trató de todas las formas de dejarla en el suelo, pero ella se agarraba fuertemente a él como un gato al que se quiere echar al agua. El mago llegó a la habitación justo a tiempo de asistir a este curioso espectáculo.

—¡No os quedéis ahí! —exclamó Esmeralda I—. ¡Venid a ayudarme!

—¿Queréis que toque esa cosa maléfica? —dijo aterrado el mago—. Corro el riesgo de perder todos mis poderes, majestad.

Elund temía lo suficiente a la criatura como para no atreverse a acudir en auxilio de su monarca, pero tal vez podía encontrar un objeto suficientemente contundente para ayudarle. Kira giró violentamente la cabeza hacia él y le lanzó una agresiva mirada.

—¡Voto a tal, que esta niña tiene el poder de leer los pensamientos! —gritó el mago con espanto.

—Miedo —repitió la princesa sholiena hundiendo la punta de sus dedos en la piel del rey, que lanzó un grito de dolor.

Dejó éste de tirar de los pequeños brazos para desprenderla y ella se calmó. Trepó algunos centímetros sobre su pecho y ocultó su pequeño rostro en el cuello de Esmeralda I, que se preguntaba cómo la reina Fan habría podido criar aquella extraña criatura. Cuando estuvo seguro de que no iba a hacer jirones su vestimenta, el rey la colocó en la cuna. Elund seguía delante de él, con el rostro congestionado por el espanto.

—¿Cuál era el tema de vuestra conversación con el caballero Wellan cuando partió? —preguntó el rey sin dar importancia a sus palabras, mientras acunaba a la niña.

—He visto un signo terrible en el cielo, majestad. Temo que una tremenda desgracia haya caído sobre el país al que habéis enviado a vuestros caballeros.

Kira se puso a temblar y el rey llegó a la conclusión de que ella comprendía todo lo que se decía a su alrededor.

—Es posible que esta niña sea capaz de interpretar nuestras emociones —se aventuró a decir el mago.

—Si no tuvieras tanto miedo de este bebé, podrías ayudarme a comprenderla mejor, Elund.

—Un demonio es siempre peligroso, independientemente de su edad, señor.

—Aparte de destruir mi vestuario, no me ha hecho ningún daño. ¿Por qué no comienzas a trabajar con ella?

—Porque podría robarme todos mis poderes. Y porque sin ellos no podría seguir la educación de los muchachos que me habéis confiado.

Esmeralda I lanzó un suspiro. Nunca podía decir la última palabra cuando hablaba con su mago. Kira seguía temblando a su lado como un pequeño animal aterrado.

—¿Has consultado el espejo del destino? —preguntó el rey deseoso de saber algo más sobre el presagio celeste.

Elund le explicó que había estado leyendo toda la noche y que no había examinado el gran espejo hasta las primeras horas del día. Desafortunadamente sólo había visto llamas y humaredas, sin poder descubrir de forma clara la amenaza que pesaba sobre Enkidiev.

—Mis caballeros sabrán identificarla, estoy seguro —declaró el rey—. Y creo que Wellan tendrá la presencia de ánimo necesaria para enviar un mensaje si el peligro puede llegar a afectarnos.

—Peligro —repitió Kira en su oído.

—Elund, si no me ayudas a comprender a esta niña, tendré que pedírselo a otro mago —dijo el rey en tono amenazador.

—Dejadme consultar mis libros para asegurarme de que puedo hacerlo sin peligro, majestad.

Esmeralda I le ordenó ponerse a la tarea. Curiosamente, en cuanto el mago abandonó la habitación, Kira levantó la cabeza. Colocó sus manos sobre las mejillas de su protector y le obligó a mirar fijamente sus ojos violetas.

—Peligro —insistió ella.

El rey fue bruscamente preso de un vértigo, como si el asiento de la mecedora hubiera cedido repentinamente bajo su peso. Los ojos de la niña se transformaron en ventanas a través de las cuales vio a unos caballeros vestidos de negro peleando con dragones monstruosos en medio de la nieve. Todos blandían lanzas de acero, pero no llevaban escudo. Detrás de ellos, a lo lejos, se alzaba una fortaleza de hielo. Como si hubiera sido sustraído por un espacio vacío del tiempo, Esmeralda I sintió nuevamente la tierra firme bajo sus pies. Kira pataleaba sobre sus rodillas y le observaba con insistencia. ¿Qué acababa de suceder? ¿De qué forma habían aparecido aquellas imágenes en su mente? ¿Era responsable la joven sholiena?

—Miedo —dijo ella de nuevo.

—Esta noche colocaré centinelas en las almenas. Pero no te preocupes, no tengas miedo, pequeña, nadie podrá hacerte mal aquí.

La abrazó con afecto, prometiéndose que iría a entrevistarse en privado con su mago en cuanto la niña estuviera en la cuna. Aquellas imágenes eran sólo la expresión de la inseguridad que ella sentía en este mundo totalmente extraño para ella, pero, de cualquier modo, quería describírselas a Elund.

El mago había vuelto muy preocupado a su torre. Los niños aprendices comenzaban a llegar al aula. Tendría que dejar su lectura para más adelante. Fue a sentarse en medio del primer grupo: dos niñas y siete niños de unos diez años de edad, y entre ellos el primer representante del país de los elfos. Hawke era muy pequeño y tenía la piel tan blanca como la nieve. Sus grandes ojos verdes no perdían detalle de lo que ocurría alrededor suyo y sus poderes de deducción eran notables, pero Elund dudaba de su capacidad para manejar las armas. Los individuos de su raza estaban dotados para el camuflaje, pero no para la guerra. Además, ¿cómo llegaría a sostener una espada tan pesada como él mismo?

Por fortuna, aquellos muchachos tenían por delante todo un año de estudio antes de convertirse oficialmente en escuderos. Les distribuyó pergaminos en idiomas extranjeros para que los tradujeran a la lengua de Esmeralda, que un día se convertiría en la lengua escrita de todos los pueblos. Elund deambuló entre los jóvenes aspirantes, que desenrollaban los viejos pergaminos con mucho cuidado. La inquieta Bridgess se afanaba en transcribir sobre un papiro nuevo las primeras palabras que aparecían ante ella. Aquella hermosa niña rubia originaria del reino de la Perla era toda una promesa. Desde su llegada al castillo, hacía de modo excelente todo lo que se le proponía. Estaba seguro de que sería el aprendiz más valorado de la Orden.

Observó a Hawke sentado ante un rollo de viejos papeles oscuros, con los ojos fijos, con el corazón visiblemente inquieto y lleno de preguntas. Elund recogió los flecos de su túnica y de su capa y se sentó junto al joven elfo.

—¿Qué ocurre, Hawke? —preguntó el mago arqueando sus espesas cejas grises.

—He visto fuego en el cielo —murmuró en voz baja para que los demás no le oyeran—. Yo era muy pequeño cuando mis padres me trajeron aquí, pero recuerdo lo que decían los ancianos respecto al fuego en el cielo.

Varios alumnos se habían agrupado a su alrededor para escucharle. Aunque no tenían verdadera necesidad de oír su voz para comprender lo que decía, porque podían leerse los pensamientos unos a otros. Kevin, natural del reino de Zenor, se mostraba particularmente sensible a las emociones de sus condiscípulos.

—¿Qué decían? —insistió Elund, ligeramente contrariado.

Los caballeros debían fiarse de su instinto y de sus poderes mágicos, y no dejarse distraer por aquellas supersticiones que continuaban extendiéndose en el continente.

—Que una gran desgracia iba a producirse pronto.

—¿Tienes miedo, Hawke?

—Yo sé que los caballeros nunca deben ceder al miedo, maestro Elund, pero es muy difícil, porque siento ahora mucho terror —dijo el niño colocándose la mano sobre el corazón—. Y este terror no es mío.

—¿De quién es, entonces?

—Lo ignoro, pero temo que pertenezca a gran número de personas, y es posible que a todo un pueblo.

En ese momento los alumnos dejaron de trabajar para volverse hacia el mago. Elund no quería atemorizarlos, pero estaban acostumbrados a escuchar y a decir siempre la verdad.

—Ha sucedido una gran desgracia, ¿no es verdad, maestro Elund? —preguntó Hawke.

—Lo ignoro lo mismo que tú, pequeño —suspiró el hombre—, pero es cierto que el paso de una bola de fuego por el cielo siempre ha precedido a sucesos trágicos.

—¿Por ello han abandonado los caballeros el palacio? —preguntó Kevin apretándose las manos con aprehensión.

—No —aseguró el mago—; su majestad les ha confiado una misión.

—Entonces, ¿verán si ha ocurrido algo malo en otro lugar del continente? —preguntó Nogait, originario del reino de Turquesa.

—Sí, lo verán.

Resultaba muy difícil exigir a estos alumnos que recuperaran su concentración, pues aunque se habían convertido en habitantes de Esmeralda, todavía se inquietaban por sus países de procedencia. Pero Elund no tenía elección. Aquellos muchachos eran futuros caballeros y no podían dejarse dominar por sus emociones.

—No podéis hacer nada para ayudar al caballero Wellan y a sus compañeros, como no sea proseguir vuestros estudios para poder secundarlos un día en sus misiones de paz por Enkidiev. Y hoy, vuestro esfuerzo debe concentrarse en descifrar estos viejos documentos.

El mago se levantó y comenzó a pasear entre las mesas de trabajo con un aire severo. Los alumnos conocían bien aquella actitud. Volvieron a sus pergaminos, incluso Hawke, que desenrolló el suyo con mano temblorosa.

—Voy a ocuparme de los más jóvenes —indicó Elund—. Quiero que las traducciones estén terminadas cuando vuelva.

El mago se dirigió hacia la puerta ante su mirada temerosa, pero sabía que ellos cumplirían lo que les había mandado. Después de todo, se trataba de futuros caballeros de Esmeralda.

Por su parte, el rey había calmado a Kira del mismo modo que había conseguido hacerla bajar de la ventana de la cocina: gracias a un biberón de leche caliente. Se había agarrado a él como un pequeño gato hambriento y finalmente había conseguido dejarla en la cuna. La confió al cuidado de Armene y fue a cambiar su túnica desgarrada preguntándose si los demás padres del reino se tropezarían con las mismas dificultades al educar a sus hijos. Armene estuvo algunos minutos a la cabecera de la cuna y, al constatar que la pequeña se dormía lentamente mientras tomaba el biberón, se puso a arreglar la habitación entregada por completo a sus tareas domésticas. Dentro de la gran torre, el mago penetró en otra pieza circular donde se hallaban sus alumnos más pequeños. La mayoría tenía seis años, salvo Colville, natural del reino de Jade, que sólo tenía cinco, pero que despuntaba por su viva inteligencia. A esa edad tenía que enseñarle sobre todo a dominar sus nuevos poderes. Sólo más tarde podría inculcarle los principios de la Orden respecto a su utilización.

Los niños formaban un círculo en torno a un gran recipiente de arena y sus ojos inocentes se volvieron hacia él en cuanto lo vieron entrar. «El porvenir del reino», pensó Elund sentándose en medio. El primer ejercicio de la mañana parecía demasiado simple para aquellos niños superdotados. Cada uno en su turno debía utilizar la fuerza de su mente para fabricar o dibujar formas en la arena. La mayoría recreaba objetos que les habían sido familiares en su etapa infantil. Sólo a la joven Ariane, originaria del reino de las Hadas, le gustaba materializar flores.

Elund los vio expresarse con una sonrisa de satisfacción. Eran aun más dotados y más dóciles que los alumnos de la clase que les había precedido. De repente vio a la niñita malva deslizarse en la habitación sobre la punta de los pies y un escalofrío de horror recorrió su espalda. ¿Qué hacía aquella criatura sin vigilancia en su torre? ¿Había sido atraída por el murmullo de los niños o más bien uno de sus desconocidos poderes la había llevado hasta allí? El mago la observó en silencio, intentando averiguar lo que tramaba y dispuesto a intervenir con su magia si intentaba molestar a los demás niños.

La sholiena, dos veces más pequeña que los restantes alumnos, se colocó entre ellos y observó sus juegos en la arena. Cuando Pencer, originario del reino del Desierto, hizo caer su cactus en forma de polvo, Kira levantó el brazo e hizo retornar los granos de arena en forma de remolino que complació al grupo. «No está mal del todo», pensó el mago, confiando en que no preparara algún efecto diabólico.

La arena acabó de girar y los pequeños granos dibujaron la forma monstruosa de un dragón que caminaba sobre sus cuatro patas, con las fauces abiertas. Silbó como una serpiente en dirección a los niños, que abrieron sus grandes ojos con espanto. Sobre el dorso del dragón había una criatura humanoide con el rostro repelente y una larga lanza en la mano.

—Kira, no queremos ver eso aquí —le advirtió el mago.

—Shola —dijo la pequeña dirigiendo sus ojos violetas hacia él.

Aunque había puesto la atención en Elund, su maléfica creación continuaba girando sobre ella misma y asustando a los niños.

—Miedo —musitó la niña malva volviendo a temblar.

—Tendrías menos miedo si tu imaginación no inventara semejantes monstruos, tonta.

—Puede ser que los haya en su país —dijo Hettrick.

—Su país está cubierto de nieve, jovencito —respondió el mago—. Los dragones no podrían sobrevivir en Shola.

—Shola —repitió Kira, que deseaba desesperadamente que Elund comprendiera lo que ella trataba de decirle.

Otros personajes se materializaron en la arena y empezaron a correr en todas las direcciones, provocando gritos de sorpresa entre los jóvenes alumnos. El dragón y su caballero se lanzaron en su persecución y los masacraron.

—¡Kira, ya está bien! —gritó Elund.

Todos los personajes de arena se desvanecieron de golpe y la niña retrocedió en dirección a la puerta, herida por la cólera del adulto que se alzaba como una torre ante ella.

—Los caballeros son guerreros que sólo se baten en caso necesario —declaró Elund—. Los juegos bélicos no les divierten y menos aún la muerte de pobres inocentes. No toleraré este tipo de interferencias en mis clases. ¿Está claro?

Kira no comprendía las palabras que el mago empleaba, pero sus intenciones eran evidentes. No sólo le dejaba indiferente su mensaje, sino que incluso le había encolerizado. Nadie en el palacio comprendía la gravedad de lo que estaba ocurriendo en Shola. Giró sobre sus talones y echó a correr. Elund impuso el orden entre sus alumnos y les mandó callar cuando quisieron saber algo más sobre la niña malva.

Armene tardó cierto tiempo en darse cuenta de que su joven protegida no estaba en la cuna. Tras haber buscado por toda la habitación, dio la alarma. Los sirvientes la ayudaron a buscarla, pero Kira no estaba en ningún sitio. El rey fue advertido de su desaparición y movilizó a todo el personal del palacio para encontrarla. Esmeralda I pidió a sus servidores que buscaran por todos los rincones y pronto una de las sirvientas vio a la princesa encaramada sobre un armario en medio del pasillo. El soberano y Armene fueron rápidamente advertidos de la situación.

—¿Cómo ha podido trepar hasta allí? —preguntó extrañado Esmeralda I.

Armene y el rey trataron de atraer a la niña agitando un biberón bajo su nariz, pero ella rehusó obstinadamente tomarlo. Ante lo complicado de la situación, el monarca ordenó a sus servidores que fueran a buscar una escalera a las caballerizas para que él mismo pudiera ayudar a Kira.

—¡Ni lo piense, señor! —protestó Armene.

—Has olvidado los dientes puntiagudos y las garras afiladas de esta niña —dijo—. ¿Crees que podemos pedir a una persona a quien no conozca que vaya por ella?

—En tal caso, seré yo misma.

En cuanto la escalera se colocó contra el armario, la sirvienta ascendió prudentemente por ella. El espectáculo que le esperaba le desgarró el corazón. Enrollada sobre sí misma y pegada al muro de piedra, Kira lloraba inconsolablemente.

—Mamá… —murmuró al reconocer a Armene.

La sirvienta sujetó la túnica húmeda de la niña y la atrajo a sus brazos, descendiendo lentamente por la escalera y volviéndose hacia el rey.

—Creo que acaba de darse cuenta de que la han separado definitivamente de su madre —dijo Armene con tristeza.