21. El mago de Cristal
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El mago de Cristal
Mientras los caballeros preparaban trampas para los dragones en los diferentes reinos, Kira había pasado mucho tiempo con el joven Hawke, el cual le había enseñado todas las palabras que conocía. La niña malva comenzaba a entender mejor el mundo al que había sido llevada, pero su dominio del lenguaje no era todavía bueno. Cuando el elfo no estaba disponible, Kira escapaba a la vigilancia de Armene e iba a espiar a los alumnos más jóvenes enfrascados en sus ejercicios de magia. Había algunos muy bien dotados, pero otros lo eran menos. Ella los observaba en secreto y retornaba luego a su habitación para intentar reproducir sus ejercicios.
Una mañana, mientras el rey atendía en la sala de audiencias las quejas de dos campesinos que discutían sobre los límites de sus tierras de cultivo, la pequeña sholiena se coló entre las piernas de los dignatarios hasta llegar junto a Esmeralda I y saltó a sus rodillas, como solía hacerlo en privado. Toda la corte se quedó en silencio, pero Kira no se dio cuenta.
—¿Dónde Wellan? —preguntó posando sus grandes ojos violetas en el monarca.
—Está cumpliendo una misión, Kira, ya lo sabes. Y no debes venir aquí cuando recibo a mis súbditos.
Ella giró bruscamente la cabeza y vio toda la gente que la miraba con desagrado.
—Nadie amar Kira —gimió.
Antes de que el rey pudiera retenerla, saltó al suelo y huyó corriendo con el corazón destrozado.
Aquella tarde, en la cocina, Armene la sentó a la mesa grande y le sirvió allí un tazón de potaje. Kira comió lentamente mientras la sirvienta cepillaba sus cabellos suaves como la seda.
—Hay mucha gente en el reino que aún no te conoce, corazón mío, pero eso no quiere decir que no te amen.
—Ni Wellan amar a Kira.
—Eso es falso. Siente mucho afecto hacia ti. Por eso tu madre le ha pedido que vele por tu seguridad.
—Wellan no velar, Wellan partir.
—Porque es un caballero de Esmeralda y su primer deber consiste en protegernos.
La sirvienta la besó en la frente, haciéndola sonreír. Luego, la bañó, le puso un pequeño camisón y la llevó hasta su habitación apretándola contra su pecho.
A la mañana siguiente, un gran clamor en el exterior del palacio despertó a Kira. Como Hawke le había contado varias historias sobre la guerra anterior, ella temió que el palacio de Esmeralda fuera de nuevo atacado por los dragones. Saltó de la cama y corrió a la ventana. Asustada por la mucha gente que vio en el patio, llegó hasta la puerta y la abrió para lanzarse al pasillo y bajar luego por la escalera corriendo. Estaba a punto de llegar a la puerta de la entrada cuando Armene le cortó el paso.
—¡Kira saber! —exclamó la pequeña intentando zafarse de los brazos de la sirvienta.
—Son sólo personas que quieren confiar sus hijos a Elund —le informó Armene—. Eso no nos afecta. Más vale que pases la mañana con Hawke y aprendas nuevas palabras.
—¡Sí, Kira aprender palabras! —gritó la niña alzando vivamente la cabeza.
En aquellos momentos el mago se asomó a la ventana de su alta torre. Viendo toda la gente reunida y cómo se empujaban unos a otros, decidió bajar para enterarse de las razones que les habían traído al reino de Esmeralda.
—Respondemos a la convocatoria del rey —le informó un hombre que llevaba de la mano a un niño.
—Un mensajero nos ha dicho que buscáis niños de cinco a diez años con poderes mágicos para convertirlos en caballeros de Esmeralda —añadió su mujer.
—Ya veo —respondió Elund conteniendo su furia.
Volvió al interior del palacio, con el rostro cada vez más congestionado, y se dirigió directamente a los aposentos del rey.
—Majestad, me habéis puesto en un compromiso —dijo el mago haciendo una breve reverencia—. No debemos habernos entendido sobre el proceso de reclutamiento de los caballeros.
—¿De qué estás hablando, Elund? —preguntó extrañado el rey.
—¡Hay en el patio central centenares de familias que nos traen a sus hijos! ¡Y dicen que responden al mensaje que habéis hecho llegar a sus reinos!
—¡Pero si no he enviado a nadie a ningún sitio! —protestó el rey.
—En ese caso, ¿por qué viene toda esa gente aquí?
A continuación, Elund se palmeó la frente con fuerza.
—¡Wellan! —rugió.
—¿Qué pinta él en todo esto? —preguntó el rey con impaciencia—. Está en el reino de Ópalo desde hace semanas.
—Antes de partir dijo que yo no formaba suficientes niños a la vez, y añadió que sólo un puñado de caballeros no podría proteger Enkidiev de modo conveniente. Quería aumentar rápidamente los efectivos de la Orden.
—Tengo que confesar que estoy de acuerdo con él, Elund.
—¡Eso no corresponde de ningún modo a los caballeros! ¡Insisto en que sea castigado por su entrometimiento, majestad!
—Wellan es un conductor de hombres. Necesito un guerrero como él para desarrollar una acción concertada contra el enemigo.
—¡Pero eso no le da derecho a enviar mensajeros en vuestro nombre! ¿Qué inventará la próxima vez?
—Arreglaré el asunto con nuestro gran caballero a su regreso. De momento, debiéramos recibir a esas personas como se merecen.
Esmeralda I hizo instalar puestos de acogida en el patio central. Aunque a disgusto, Elund comenzó a examinar a los niños recién llegados y reconoció con sorpresa que muchos estaban mejor dotados que sus actuales discípulos. Algunos candidatos tenían ya ocho años, pero demostraban tales aptitudes mágicas que no los podía rechazar con cualquier disculpa. Al fin de la primera jornada había aceptado una veintena de niños, que fueron conducidos a los dormitorios. El proceso de selección continuó durante varios días sin que ningún candidato fuera rechazado. Elund tuvo que reconocer que Wellan había sabido exponer la cuestión magistralmente, porque sólo llegaron al palacio de Esmeralda niño dotados de un enorme potencial mágico. Pero aún no habían acabado las sorpresas para el mago.
Después de que los nuevos alumnos, unos sesenta en total, se hubiesen instalado en el palacio y de que sus padres hubieran emprendido el camino de regreso, un hombre solicitó audiencia el rey de Esmeralda para ofrecerle sus servicios como mago. Intrigado, el rey ordenó que se le condujese a la sala de las audiencias privadas. Sabía que había pocos magos en el continente y se preguntaba por qué motivos quería aquél abandonar su puesto…
Los sirvientes hicieron pasar a un hombre de unos veinte años, alto, delgado, con unos cabellos castaños más bien cortos y unos ojos grises. Llevaba una túnica beige sujeta al cuerpo por un simple cordón. Cargaba con un bolsón a la espalda, que al parecer contenía todas sus pertenencias. Saludó cortésmente al rey y le explicó que había nacido en los Bosques Prohibidos, que no pertenecía a ninguno de los reinos del continente y que había estudiado con un gran mago. Esmeralda I hubiera querido seguir interrogándole antes de convocar a Elund, pero éste había captado ya la presencia de un competidor en su territorio y se presentó en la sala de audiencias sin haber sido invitado y con el rostro enrojecido por la furia.
—¿Quién os envía? —tronó el anciano mago.
—Mi maestro —respondió el aludido inclinándose respetuosamente—. Me llamo Abnar. Soy aprendiz de mago y quiero estar al servicio de un gran rey o de un mago importante. He sabido que teníais gran número de niños a los que enseñar y…
—¿Qué? —le cortó Elund, furioso—. ¿Quién os lo ha dicho?
—Nadie —aseguró el joven.
—¡Os prohíbo que lo protejáis!
Era evidente, por su expresión desconcertada, que el aprendiz ignoraba que el mago hacía alusión al caballero Wellan, al que acusaba ya de injerencia en todos sus asuntos.
—¿Alguna persona de mi reino os ha enviado un mensaje? —preguntó el rey con más calma y más diplomacia que su mago.
—No, majestad —afirmó Abnar con sinceridad—. Los magos tienen otras formas de informarse.
—¡Bueno! —volvió a intervenir Elund, que mantenía su furia—, ¿pues de qué manera lo has sabido?
—Mi maestro regresó junto a los dioses hace ya varias semanas, pero se me ha aparecido en dos ocasiones: la primera fue para anunciarme que el continente estaba en peligro y la segunda para decirme que vos teníais necesidad de ayuda.
—¿Quién era vuestro maestro?
—El mago de Cristal… —respondió con inseguridad el aprendiz, como temiendo que no le creyeran.
Esmeralda I y Elund le miraron fijamente durante unos instantes con gran sorpresa. Ambos sabían que aquel inmortal vivía en la cima de la montaña de Cristal, pero nadie le había visto jamás. Y si hubiera desaparecido de manera definitiva, las estrellas hubieran ciertamente informado a los humanos.
—Vamos a ver, joven; te pesará de verdad si me estás mintiendo —le dijo con voz amenazadora el mago de Esmeralda.
—Maestro Elund —respondió Abnar elevando sus pálidos ojos hacia él—, como podréis comprobar por vos mismo, yo no miento jamás. Mi maestro me advirtió de que se avecinaba una terrible guerra y de que únicamente los caballeros de Esmeralda serían capaces de vencer al enemigo que pronto desembarcaría sobre el continente. Me pidió que acudiera en vuestra ayuda, pero no me quedaré en esta fortaleza contra vuestra voluntad, aunque ése fuera el designio del mago de Cristal.
Contrariado, Elund guardó silencio y siguió observando al extranjero con desconfianza. Se acercó finalmente a él y vio el anillo de cristal que colgaba de la cadenilla de plata que llevaba al cuello. Cuando le preguntó por su origen, Abnar respondió que era una preciosa herencia de su gran maestro. Aquel anillo contenía todo su saber, pero no desvelaba sus secretos más que de uno en uno.
—Sois demasiado joven para tener tanto poder —le dijo el mago, receloso.
—No os fiéis de lo que ven vuestros ojos, maestro Elund. He pasado toda mi vida estudiando en la montaña de Cristal.
—Tomadlo a prueba, Elund —rogó el rey, que quería poner término al inútil enfrentamiento.
Lanzando un profundo suspiro, que curiosamente no le proporcionó ningún sosiego, el mago cedió. Abnar fue instalado en la segunda torre, encima de las salas que ocupaban los nuevos alumnos. La pieza era espaciosa y estaba amueblada con una cama, una mesa, dos sillas y un cofre para guardar sus pertenencias. Era justamente lo que necesitaba. También le agradaron los numerosos ventanales que dejaban pasar la luz del sol.
Dejó su bolsón de tela y giró lentamente sobre sí mismo, impregnándose de las vibraciones próximas y recuperando su verdadera identidad. No era ningún aprendiz, sino el mismísimo mago de Cristal. Desde hacía más de quinientos años protegía al continente entero, sin favorecer a ningún reino en particular. Si había decidido establecerse temporalmente en el palacio de Esmeralda, era para asegurarse de que los trágicos acontecimientos que habían extinguido casi por completo a la especie humana cuando sobrevino la primera guerra, no se repitieran ahora. Nunca jamás volvería a conceder poderes mágicos a hombres que no hubieran nacido con ellos. Los nuevos caballeros de Esmeralda, preparados a conciencia desde su infancia, eran indudablemente mucho más puros que sus predecesores. No se iba a derivar ningún mal de favorecer su propia trayectoria.
En aquel momento sintió la presencia de aquella por quien había renunciado a su tranquila existencia en lo alto de la montaña. Se volvió y se topó con la mirada escrutadora que le dirigían los grandes ojos violetas de Kira. Sabía que la niña había sido concebida por el Emperador Negro, a pesar de lo cual poseía un alma pura. La niñita malva era aún un bebé y si Amecareth conseguía apoderarse de ella, podría modelarla a su imagen. No era cuestión de que los humanos la inmolasen para salvarse ellos mismos. Abnar pondría fin al ciclo de la destrucción, de una vez por todas.
—Buenos días, Kira —la saludó amistosamente—. Me llamo Abnar. Puedes entrar, si lo deseas.
La niña malva lanzó una ojeada prudente al interior de la pieza circular y luego, aparentando estar satisfecha, entró. Era más pequeña de lo que se había imaginado, tal vez debido a la pequeña estatura de su madre, pero su piel violácea no dejaba ninguna duda respecto a la identidad de su padre.
—¿Tú conocer Kira? —dijo la niñita arrugando la frente.
Su dominio del lenguaje era rudimentario, pero su inteligencia y su vivacidad resultaban muy evidentes. No tendría ninguna dificultad para transmitirle los conocimientos mágicos de los grandes maestros antes del combate final.
—Sí, te conozco desde hace mucho tiempo —afirmó el mago sentándose en su lecho y aguardando su reacción.
—¿Tú, Shola?
—No. No pertenezco a ningún reino, pero los conozco todos. Soy el mago de Cristal, el protector del continente. He venido al palacio del rey de Esmeralda para asegurarme de que consigas desarrollar todas tus facultades.
—¿Aquí por Kira? —dijo con extrañeza la niña aproximándose a él.
Una leve sonrisa descubrió los dientes puntiagudos de la pequeña sholiena. «Será bastante difícil hacerle ocupar su lugar en un mundo donde nadie se le parece», pensó Abnar. Pero era absolutamente necesario que los niños que iban a convertirse pronto en caballeros de Esmeralda aprendiesen a respetarla y a tratarla como a uno de los suyos. Kira dio un salto hasta sus rodillas y dejó de sonreír.
—Aquí nadie querer Kira —dijo en son de queja—. Kira, miedo.
«Lee mis pensamientos», comprendió Abnar reprimiendo un gesto de sorpresa. «Es una facultad muy rara en una niña de su edad…».
—Todo eso va a cambiar, princesita —le dijo para consolarla—. El miedo nace muy a menudo de la ignorancia, pero tú y yo juntos vamos a mostrar a la gente la realidad y todos dejarán de temerte.
—Tú, bueno —reconoció Kira levantando levemente la cabeza.
—Todo el mundo es bueno en el fondo, princesita.
—No. Brujo no bueno. Brujo matar mamá.
—Sé que todavía es difícil de comprender para ti, pero existe la oscuridad para que podamos apreciar la luz. El brujo Asbeth tiene su papel en el conjunto de las cosas, pero debemos impedirle a toda costa romper el equilibrio del mundo.
—Kira no comprender.
—Más adelante lo comprenderás.
Abnar decidió iniciar su educación sin tardanza, de modo que repentinamente se materializó ante ellos una gran pizarra. Por procedimientos mágicos escribió palabras sencillas que pronunció a continuación en voz alta, pidiendo luego a la niña que le imitase. Este juego le permitiría aprender a escribir, leer, hablar y controlar sus facultades mágicas, todo ello a la vez. Kira se empeñó en él muy a gusto durante más de dos horas, pero luego captó la preocupación de Armene, que la buscaba por todas partes en el palacio. Colocó sus frágiles brazos alrededor del cuello del inmortal y le hizo una zalamería antes de saltar al suelo y de echar a correr hacia la escalera que conducía al patio.
A la mañana siguiente, Elund dividió a los alumnos en dos grupos. Mientras él enseñaba los grandes principios de la magia a uno de ellos, Abnar intentaría inculcar las normas de la caballería al segundo. El mago de Esmeralda le había hecho llegar los libros de historia que utilizaba y el código de honor redactado por Wellan. Abnar aceptó sus nuevas funciones con mucho gusto y recibió en las nuevas aulas a sus jóvenes discípulos a la hora prevista, dando entrada a la pequeña Kira en su clase. Los niños retrocedieron al verla, pero Abnar la sujetó de la mano para impedir que saliera corriendo.
—Os presento a Kira —anunció a los alumnos que la examinaban con reserva—. Aunque parezca diferente a vosotros, ha nacido en uno de los reinos de este continente. Pero como es más joven que vosotros, necesitará vuestra ayuda para aprender la historia de Enkidiev.
—¿Sabe hablar? —se interesó Milos, un niño que había nacido en el reino de Cristal.
—Sí, Kira habla —respondió ella misma con orgullo.
—Pero tiene que perfeccionar nuestro idioma —añadió Abnar—. Así que cuento con vosotros para que le expliquéis las palabras que no entienda.
Los niños levantaron lentamente la cabeza, sin estar aún seguros de querer aceptar esta tarea. Abnar comenzó a explicarles la historia de los primeros caballeros de Esmeralda e hizo aparecer a todos los personajes de su relato en forma de pequeños hologramas. Los niños estaban atentos y silenciosos, observando a los caballeros y a sus monturas dirigiéndose al combate. Los ojos violetas de Kira no se perdían ninguna de aquellas fascinantes imágenes y cuando los niños volvieron al vestíbulo para la comida del mediodía, ella se quedó en la sala de clase e intentó reproducir lo que había visto. Sus hologramas no eran tan perfectos. Algunos caballos no tenían cola y a varios caballeros les faltaba un brazo, pero el simple hecho de que consiguiera crear aquellas imágenes por sí sola dejó estupefacto a Abnar. Estaba muy contento con ella y la recompensó aplaudiendo calurosamente sus esfuerzos. Kira saltó al suelo y sus hologramas desaparecieron.
—Eres una buena alumna —le felicitó el mago.
—¿Kira ir con Elund?
—No. Prefiero que te quedes conmigo hasta que aprendas bien nuestra lengua. De otro modo, el gran mago corre el riesgo de perder la paciencia, y eso no nos conviene a ninguno.
—No conviene —repitió la niña con una sonrisa burlona.
—Además, tu magia es muy poderosa para él. Le darías miedo. Yo te enseñaré a dominarla.
Como Kira pasaba casi toda la jornada en clase, Armene podía respirar un poco y dedicarse a sus labores domésticas. Sólo veía a la niña a la hora de la cena, admirándose día a día de sus progresos. Kira se mostraba cada vez más tranquila y comenzaba a expresarse con facilidad. La sirvienta estaba muy orgullosa de ella. El rey también.
—Entonces, ¿te gusta nuestro nuevo mago? —le preguntó Esmeralda I tres semanas después del inicio de las clases.
—¡Oh, sí! —afirmó Kira—. Abnar es un excelente profesor.
—Si consigue tan buenos resultados con los demás alumnos, tendremos pronto todo un ejército de valerosos caballeros.
—Kira será también caballera.
La determinación que denotaba su pequeño rostro hizo sonreír al rey.
A partir de entonces, la paz volvió a reinar en el palacio. Sin dar más gritos ni sufrir nuevas crisis, Kira se acomodaba a todo lo que se le pedía sin replicar. Incluso deseaba ir cuanto antes a la cama para poderse levantar fresca a la mañana siguiente y llegar pronto a clase.
Cuando terminó de explicar a sus alumnos la historia de los primeros caballeros, Abnar les inculcó los grandes principios que regían la conducta de los caballeros de Esmeralda. Les explicó que ninguno de ellos podía violar el código de honor. Cuando aceptaban formar parte de la Orden y entrar a su servicio, se convertían automáticamente en hermanos y hermanas, y ponían su vida a disposición de sus compañeros de armas. Decenas de ojos le observaban con fascinación, ignorando que el profesor les estaba sondeando mentalmente uno a uno para asegurarse de que pronto adquirirían las cualidades necesarias para poder pronunciar su juramento.
Cuando aquella tarde se acercó Armene a Kira, ella notó la gravedad de su expresión y quiso saber qué le preocupaba.
—La vida de todos los habitantes depende de los caballeros —musitó la niña, que había comprendido por fin la importancia de su papel en el continente—. Kira será caballera y protegerá a Mene.
—Lo sé, corazón mío.
La sirvienta la estrechó entre sus brazos con gran afecto y la besó tiernamente en la frente. Nunca había querido tanto a nadie.