12. Un esqueleto amenazador

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Un esqueleto amenazador

Al quedarse solo, el caballero Bergeau había cabalgado durante toda la jornada y se dispuso a dormir en la playa al llegar la noche. Cuando amaneció, dio de beber a sus dos caballos y prosiguió la ruta hacia el reino de Zenor. Era probablemente el país que mejor conocían los caballeros, de todos los que habían recibido información durante el tiempo que dedicaron a estudiar la historia del continente, pues los últimos combates contra los hombres insecto se habían desarrollado precisamente en las playas de Zenor. Mientras galopaba sobre la arena, Bergeau no podía permanecer indiferente a estos acontecimientos aunque hubieran acaecido hacía varios siglos. ¿Cómo reaccionaría el pueblo de Zenor al enterarse de que aquellas criaturas maléficas, que casi les habían hecho desaparecer de la faz de la Tierra, estaban de regreso?

Seguía preguntándose por qué Wellan le había elegido para cumplir tan delicada misión. No tenía la misma habilidad que Sento en las relaciones humanas, ni la misma dulzura que Chloé. ¿De qué forma conseguiría prevenir a aquella pobre gente sin aterrorizarles? Estaba reflexionando sobre las distintas posibilidades de enfocar la cuestión cuando divisó a lo lejos el palacio real, o mejor dicho lo que quedaba de él. Había sido construido sobre un farallón rocoso que se adentraba en el mar y daba la impresión de que sus cimientos eran bañados por las aguas.

Al acercarse un poco, el caballero constató el estado ruinoso de la fortaleza. Sólo permanecían en pie tres de sus cuatro torres, al haber sido completamente arrasada la última. Varios bloques de piedra aparecían desparramados por la playa cerca de las murallas, como silencioso testimonio de los terribles enfrentamientos entre los magos y los brujos. En nada se parecía aquel edificio al palacio de Esmeralda. Su arquitectura era diferente, más austera y sin artificios. Era también mucho más antiguo que aquel donde él había crecido, y la parte baja de sus muros estaba cubierta de musgo.

Redujo la marcha de su caballo y dio una vuelta de inspección alrededor de la fortaleza. La piedra había cedido en varios lugares. ¿Qué terrible fuerza pudo causar tales daños? ¿Los poderes de un brujo? ¿Las garras destructoras de un dragón? Al rodear la fortaleza, Bergeau se dio cuenta de que el cuarto muro, el que se apoyaba en tierra firme, se había hundido y de que el patio central estaba vacío. Detuvo su montura y permaneció mucho tiempo observando las piedras desparramadas por el suelo, tratando de reconstruir los sucesos del pasado y de juntar las piezas de aquel rompecabezas gigante. Aunque los caballeros de Esmeralda eran fundamentalmente guerreros, magos y curanderos, también habían sido instruidos en otras muchas disciplinas como la política, la estrategia, la solución de conflictos, la arquitectura, la historia y la anatomía.

Sus sentidos despiertos le avisaron en aquel momento de una presencia que pudo detectar un poco más lejos, pero en la misma playa. Giró la cabeza y vio cinco mujeres que transportaban cestos de mimbre. Estaban completamente inmóviles y le miraban con aprehensión, una reacción normal en un pueblo que había sufrido tanto. Bergeau se acercó a ellas lentamente, teniendo cuidado de no atemorizarlas, pero se dio cuenta de que el terror se iba apoderando de su corazón.

—Soy el caballero Bergeau de Esmeralda —dijo con voz fuerte y segura—. Busco a vuestro rey.

La mención del país amigo pareció calmar la ansiedad de las mujeres. Bergeau se acercó entonces sin que ellas echaran a correr.

—El rey no vive ya en el palacio —dijo una de las mujeres ruborizándose.

Eran muy jóvenes y probablemente no habían visto muchos extranjeros en aquel rincón apartado del continente. Bergeau les pidió que le indicaran la ruta del nuevo palacio, pero su demanda pareció incomodarlas.

—No hay un nuevo palacio —respondió otra de las jóvenes—. El rey vive en una aldea, en medio de la llanura. Nosotras vamos hacia allí.

Bergeau observó que sus cestos estaban llenos de extrañas conchas. Siguió a las mujeres a lo largo de un sendero cavado en la tierra, que atravesaba la llanura en dirección al acantilado. Esperaba ver aparecer la aldea en cualquier momento, pero la comitiva llegó ante un farallón rocoso al cabo de una hora sin que apareciera por los alrededores ni un alma.

Las campesinas parecían habituadas a aquellas largas caminatas, pues ninguna se lamentó del calor ni mostró estar fatigada. Transportaban su carga mirando siempre al frente.

—¿Vais hasta el mar todos los días? —preguntó Bergeau.

—No, no todos los días —respondió una de ellas sin girar la cabeza.

—¿Y qué son esas conchas que lleváis en los cestos?

—Son ostras —dijo otra—. Viven en el agua, al pie de la fortaleza.

—¿Os las coméis?

—¡Claro! —respondió la más joven mirándole de reojo.

Bergeau se parecía a los hombres de su aldea por sus cabellos castaños y sus ojos dorados, pero era más alto y más musculoso. Un buen partido para una mujer soltera…

—Yo soy Catania —dijo la muchacha atrayéndose las miradas reprobatorias de sus compañeras—. ¿Qué es lo que os trae a Zenor, caballero Bergeau?

—Vengo a ver a vuestro rey.

—¿Para darle buenas noticias?

Las otras mujeres le dijeron que se callase y la obligaron a ir en la cabeza de la comitiva para alejarla de Bergeau. Tomaron un sendero que serpenteaba entre las rocas y al que la montura del caballero no terminaba de adaptarse. Al llegar a lo alto desembocaron en una llanura de hierba verde cuya extensión se perdía en el horizonte. Por el sur podían verse grandes bosques de color oscuro y en aquellos lugares venían a morir los ramales del río Mardall. Más a lo lejos, varias cadenas de montañas de aspecto violáceo separaban el reino de Cristal de sus vecinos de Perla y de Fal. Achicando los ojos, Bergeau distinguió pequeñas volutas de humo que señalaban la situación de algunas aldeas habitadas.

Las mujeres prosiguieron su ruta y llegaron hasta las casas de piedra pasado el mediodía. Los rayos del sol eran cada vez más insoportables, y aunque Bergeau aguantaba bien el calor porque había pasado su infancia en el Desierto, sus caballos comenzaban a flaquear. Echó pie a tierra y pidió agua para los animales. Varios hombres descolgaron sus calderos en un pozo y llenaron con agua un pilón para que bebieran los caballos sedientos. Acariciaban sus arreos con admiración, ignorando por completo al propietario que permanecía de pie un poco más lejos.

—Vamos a llevarlos a la sombra —anunció uno de ellos dignándose finalmente a admitir la presencia de Bergeau.

—Os lo agradezco.

Pidió entonces ver al rey y se le informó de que Vail estaría probablemente en el campo, al este de la aldea, a las orillas de uno de los numerosos afluentes del río Mardall. El caballero se puso a caminar hacia el este, cruzando entre las chozas donde los habitantes del territorio se refugiaban del calor. Repentinamente se detuvo y echó mano a la espada. Ante él se hallaba un monstruo de tres metros de altura, apoyado en sus cuatro patas, con un hocico provisto de afilados dientes, pero completamente inmóvil. No tardó en comprender el caballero que se trataba sólo de un esqueleto.

—¿Qué es esto? —dijo entre dientes.

—Un dragón —respondió una voz aguda.

El caballero se giró rápidamente y encontró un niño, vestido con una simple túnica, con los pies desnudos, los cabellos rubios esparcidos por la espalda y los ojos brillando de curiosidad.

—¿Estás seguro? —preguntó Bergeau con inquietud.

—Sí, muy seguro.

El niño se colocó junto a las patas anteriores del animal. No le llegaba ni a las corvas. Acarició los viejos huesos y lanzó una mirada divertida al caballero.

—Sólo los extranjeros no saben lo que es esto.

—Es cierto, soy extranjero, así que infórmame.

—Mi padre encontró estos huesos al pie del acantilado antes de que yo naciera. Decidió traerlos aquí y ensamblarlos para que sus súbditos y sus descendientes no olvidaran jamás que no habían sufrido en vano. Soy Zach, el hijo del rey Vail y de la reina Jana.

—Yo soy el caballero Bergeau de Esmeralda —respondió el aludido inclinándose ante el joven príncipe.

—¡Un caballero de Esmeralda! —exclamó el niño, lleno de alegría.

Se acercó a él corriendo, al mismo tiempo que una amplia sonrisa iluminaba su rostro curtido por el sol, y posó su mano sobre la empuñadura de la espada.

—¡Toda mi vida he soñado con encontrar un caballero de verdad!

—¿Toda tu vida? —dijo divertido Bergeau—; ¿pero qué años tienes?

—¡Ocho años! No fui elegido para estudiar en el reino de Esmeralda porque no tengo ningún poder mágico. Mi amigo Curtís sí podía adivinar la temperatura y leer los pensamientos de los demás, así que fue aceptado. Y Kevin fue también elegido antes que él. Entendía el lenguaje de los animales y conseguía que hicieran todo lo que deseaba.

—¡Vaya con el principito parlanchín! —dijo en tono cómico Bergeau, que reconocía en los ojos del muchacho la admiración que él mismo había experimentado anteriormente cuando le hablaban de los caballeros del pasado—. ¿Está tu padre por ahí? Quiero hablar con él.

El niño se puso a caminar delante de él, haciéndole señales de que le siguiera. Atravesaron unos campos de cultivo y llegaron al borde del agua donde un grupo de hombres se refrescaban. El caballero no vio a ningún personaje que se protegiera bajo un dosel o bajo cualquier otro elemento, y pensó que el rey debía encontrarse aguas arriba de la corriente.

—¡Papá, mira quién viene a visitarnos! —gritó el príncipe.

El aludido giró hacia Bergeau y reconoció la vestimenta que los ancianos le habían descrito a menudo. Dejó caer su vaso, con gran sorpresa de sus compañeros, y se acercó al caballero tendiéndole la mano.

—Soy el rey Vail —dijo con voz franca y amistosa.

—Y yo el caballero Bergeau de Esmeralda —respondió el otro estrechándole la mano.

Un sondeo rápido de su corazón reveló al caballero que tenía ante él a un hombre honesto y bondadoso con su pueblo, un rey que no dudaba en ayudar a los suyos cuando era necesario. Vail le explicó que como el calor no les permitía continuar su trabajo, estaban preparándose para regresar al poblado. Le convidaba a compartir con él y su familia la comida de la noche. Bergeau aceptó y se puso a caminar a su lado, mientras el muchacho saltaba delante de ellos con la impaciencia propia de la infancia.

—Que aproveche para jugar mientras pueda —dijo Vail—. El año que viene será lo bastante mayor como para trabajar en el campo con los demás.

—En el país del que vengo, los reyes no trabajan la tierra —le informó Bergeau, que consideraba aquello una anomalía.

—Zenor no es un reino tan poblado como Esmeralda, caballero. Aquí la única manera de sobrevivir durante la estación de las lluvias es conseguir buenas cosechas. Todo el mundo debe participar en los cultivos si queremos tener suficientes alimentos. Nuestros vecinos de Cristal nos envían provisiones de vez en cuando, pero no queremos depender constantemente de los demás.

Llegaron a una casa muy simple en un extremo de la aldea y, ante la sorpresa de Bergeau, el rey entró en ella. No era mayor que las que la rodeaban y no tenía nada que ver con un palacio. El mobiliario era rústico y no había decoración alguna. Ambos se sentaron en sillas de madera confeccionadas artesanalmente. El rey se enjugó la frente.

—Desafortunadamente hace más calor en la llanura que al borde del mar —dijo lamentándose.

—¿Por qué no os habéis establecido de nuevo allí? —preguntó extrañado el caballero—. Podríais reconstruir el palacio y cultivar las tierras colindantes, como hicieron vuestros antepasados.

—Lo hubiera hecho si aquel lugar no estuviera embrujado. Seguramente no ignorarás que los últimos combates entre las criaturas maléficas y los soldados de Enkidiev tuvieron lugar allí, al pie de los acantilados. A pesar de la presencia de guerreros en ambos campos, fue la confrontación entre magos y brujos la que decidió el conflicto. Alrededor del palacio se lanzaron muchos conjuros por una parte y por la otra. Nadie quiere estar en el lugar donde se midieron ambas fuerzas y nadie quiere vivir allí, porque temen el regreso de los dragones monstruosos.

—Pienso que no tenéis razón, majestad —suspiró Bergeau, que no sabía cómo responder al rey.

La sonrisa amistosa de Vail se disipó y sus ojos grises se llenaron de terror. El simple pensamiento de ver aparecer de nuevo al enemigo que había devastado Zenor, le producía imágenes espantosas.

—¿Os han atacado de nuevo? ¿Por eso estáis aquí? —preguntó el rey conteniendo el aliento.

Bergeau inició el relato del ataque sufrido por el reino de Shola. Vail cerró los ojos un instante, analizando la situación. Shola se encontraba muy al norte, pero era accesible por mar. En esta ocasión, era previsible que los hombres insecto trataran de apoderarse de las zonas costeras antes de invadir el interior del continente. Quinientos años antes, los caballeros les habían cortado la retirada en las fronteras de los reinos de Esmeralda, Diamante, Rubí y Turquesa, de forma que los dragones y sus dueños no tuvieron otro remedio que intentar una salida a través de los reinos de Perla, Cristal y Zenor.

—No sobreviviremos a un segundo ataque de esos monstruos —declaró finalmente el rey reabriendo los ojos. No somos tan numerosos como en la época de la primera invasión.

—No os pedimos que os enfrentéis a ellos, majestad —aseguró Bergeau—. Preferiríamos que usarais todos los medios de defensa a vuestro alcance para proteger a vuestro pueblo hasta que todos los reinos se unieran. Se trata tan sólo de tener precaución, porque no sabemos por dónde atacarán.

Aquella noche Bergeau cenó con toda la gente en un espacio abierto entre las chozas, bajo la mirada sugerente de la joven Catania y los ojos llenos de admiración del pequeño príncipe Zach. Las mujeres habían puesto sus marmitas sobre el fuego y cocinaron un apetitoso guiso de legumbres y carne. También le ofrecieron ostras, que un joven abría hábilmente para él. Bergeau, a quien gustaba todo, las comió con placer y bebió un brebaje que los súbditos del rey fabricaban a partir del jugo de los cereales. «Una comida excelente», terminó diciendo, satisfecho. Observó a los campesinos, que comían en grupo mientras contaban historias a los más jóvenes, y comprendió por qué los caballeros de Esmeralda habían sido restaurados. No podía permitirse que aquella buena gente fuera masacrada de nuevo.

Durmió en la choza del rey, pero se despertó varias horas antes del amanecer. Abandonó silenciosamente su camastro y salió de la casa. La luna iluminaba toda la llanura con un resplandor irreal. A lo lejos, en las montañas, podían oírse los aullidos de una manada de lobos. Dio algunos pasos, se volvió hacia el esqueleto gigante del dragón y decidió ir a examinarlo de cerca. A la luz del astro nocturno, le pareció aún más amenazador. Su cuello se alzaba a más de tres metros del suelo. Era la parte más vulnerable del animal, donde había que golpearle para que muriera rápidamente.

Bergeau desenvainó su espada y extendió el brazo. Únicamente alcanzó aquel punto presuntamente vulnerable con la punta de su arma. No podría producir mucho más daño con ella. Era preferible hundírsela en el corazón, atacando entre las patas delanteras, si es que se encontraba allí. Pero para ello habría que acercarse al animal. El caballero inspeccionó cuidadosamente su dentadura afilada y curva y el largo cuello que podía moverse en todas las direcciones. Se inclinó para examinar sus patas. Los tres dedos de cada una terminaban en unas poderosas garras. ¿De qué forma habrían arrancado los dragones el corazón a los habitantes de Shola? ¿Con sus dientes o con sus garras? Bergeau había ya observado a grandes depredadores cazando en el Desierto. Utilizaban habitualmente sus patas delanteras para aplastar a su víctima contra el suelo y sus dientes para despedazarlas. Cerró los ojos e intentó imaginarse el terror que habrían experimentado aquellas gentes. Todos los dragones debían ser exterminados, hasta el último ejemplar.

Repentinamente oyó pasos tras él y se volvió con rapidez, echando mano a la espada. El rey Vail se acercaba hacia allí, iluminado por los rayos plateados de la luna. Bergeau bajó de inmediato su arma.

—Es impresionante, ¿verdad? —dijo el rey elevando sus ojos hacia la cabeza triangular del dragón.

—Más bien terrorífico —afirmó el caballero—. ¿Habéis encontrado algún resto de los hombres que cabalgaban sobre estas bestias?

—Solamente algunos huesos que los niños han sacado de la tierra. Hay una cabeza, dos brazos y dos piernas, pero no podemos saber a quién se parecen.

—¿Y por qué atacaron nuestro continente? —murmuró Bergeau con la mirada perdida.

—No lo sabemos. Parece ser que nadie consiguió oír ni una palabra de lenguaje humano a estos seres. Siento no poder ayudaros más, pero la información que tenemos procede de un tiempo muy lejano.

De pie junto al rey, Bergeau alzó de nuevo la mirada sobre el horrible esqueleto. Tendría muchas cosas que contar a sus compañeros cuando volviera al palacio de Esmeralda.