Las distinciones de la excelencia: los metaprogramas

Bajo la clave adecuada, uno puede decir cualquier cosa; bajo la clave equivocada, nada vale. Acertar con la clave es lo esencial.

GEORGE BERNARD SHAW

Hablar en público es uno de los mejores medios para comprender la asombrosa diversidad de las reacciones humanas. Es imposible dejar de fijarse en la infinita variedad de las reacciones que uno obtiene. Cuente usted una historia edificante, y unos permanecen impasibles mientras otros se muestran conmovidos hasta llorar. Cuente un chiste, y mientras unos se desternillan de risa otros no mueven ni un solo músculo. Se diría que cada individuo escucha en un lenguaje mental diferente.

La cuestión es: ¿por qué las personas reaccionan de manera diferente ante las mismas cosas? Unos ven el vaso medio lleno y otros lo ven medio vacío; unos escuchan un mensaje y se sienten estimulados, motivados, mientras otros oyen lo mismo y no reaccionan en absoluto. La cita de Shaw que en cabeza este capítulo es literalmente cierta. Si usted se dirige a alguien bajo la clave acertada, todo será posible; si lo hace bajo una clave equivocada, nada funcionará. El mensaje más inspirador, el pensamiento más profundo y la crítica más inteligente carecen absolutamente de sentido si no son comprendidos, tanto en lo intelectual como en lo emocional, por la persona a quien se dirigen. Hay claves fundamentales, no sólo para el poder personal, sino también para la mayoría de las cuestiones trascendentes que se nos plantean como colectividad. Si quiere ser un persuasor genial, un maestro de las comunicaciones, tanto en los negocios como en la vida particular, debe saber encontrar la clave adecuada.

El camino para ello pasa por los llamados metaprogramas. Los metaprogramas son las claves de cómo procesa una persona las informaciones. Son unos poderosos patrones o modelos internos que deciden cómo nos formamos nuestras representaciones internas, y que dirigen nuestro comportamiento. Los metaprogramas son los programas internos (o «rutinas de clasificación») que usamos para decidir a qué prestamos atención. La información siempre se distorsiona, borra y generaliza, porque la mente consciente sólo puede prestar atención, en cada momento, a un volumen dado de elementos.

Nuestro cerebro procesa la información de manera muy parecida a como lo hace un ordenador. Absorbe cantidades fantásticas de datos y los organiza en una configuración inteligible para el ser humano. Ningún ordenador sirve de nada sin un programa que le suministre las estructuras para realizar tareas determinadas. Los metaprogramas hacen algo parecido para nuestro cerebro: suministran la estructura que determina a qué prestamos atención, qué conclusiones sacamos de nuestras experiencias y en qué direcciones nos conducen; nos proporcionan la base sobre la cual decidimos si algo nos parece interesante o aburrido, un posible beneficio o una posible amenaza. Para comunicar con un ordenador hay que entender cómo funciona su programa; para comunicar eficazmente con una persona, uno tiene que entender sus metaprogramas.

Los humanos tienen pautas o patrones de comportamiento, y otros patrones bajo los cuales organizan su experiencia para crear ese comportamiento. Es indispensable comprender esos patrones mentales para que nuestros mensajes lleguen, bien se trate de conseguir que el otro nos compre un automóvil o que entienda que realmente estamos enamorados de él o de ella. Por más que las situaciones difieran, hay una estructura permanente en cuanto a la manera en que los individuos entienden las cosas y organizan sus ideas.

El primer metaprograma es el que dicta hacia qué se tiende y qué se rehuye. Todo el comportamiento humano gira alrededor del deseo de obtener placer y el de evitar el dolor. Ante una cerilla encendida usted se aparta para evitar el dolor de la quemadura en la mano; ante una bella puesta de sol, usted se sienta a contemplarla para disfrutar del placer del maravilloso espectáculo mientras el día cede su lugar a la noche. Lo mismo ocurre con otras acciones algo más ambiguas.

Uno puede caminar un kilómetro porque le agrada el ejercicio; otro tal vez hará lo mismo porque tiene un miedo terrible a ir en coche. Uno leerá a Faulkner, Hemingway o Scott Fitzgerald porque le gusta la prosa y las ideas de estos autores; otro quizá los lea para que sus conocidos no le consideren un inculto o un ignorante. Este no busca el placer, sino que huye de un dolor; no tiende hacia algo, sino que rehuye algo.

Al igual que sucede con los demás metaprogramas que vamos a comentar, en este proceso no hay nada absoluto. Todos tendemos hacia ciertas cosas y rehuimos otras. No todo el mundo reacciona de la misma manera frente a todos los estímulos, aunque para cada cual existe un modo predominante, una tendencia más fuerte hacia un programa o hacia otro. En algunos predomina la tendencia enérgica y la atracción del peligro; se sienten más a gusto cuando tienden hacia algo que los excita. Otros se inclinan a ser precavidos y prudentes; tienden a buscar protección y contemplan el mundo como un lugar más bien peligroso. Sus acciones procuran rehuir lo amenazador o inseguro, en vez de buscar la excitación. Para averiguar hacia dónde se mueven las personas, pregúnteles qué es lo que buscan en relación con algo: una casa, un coche, un empleo o cualquier otra cosa. ¿Responden diciendo lo que quieren o lo que no quieren?

¿Qué significado tiene esta información? Absoluto. Si es usted un negociante que vende un producto, tiene dos medios de promocionarlo: el de lo que hace, y el de lo que no hace. Para vender un coche puede subrayar que corre mucho, que tiene un buen diseño o que sirve para «ligar», o bien puede poner énfasis en que consume poca gasolina, que apenas necesita mantenimiento y que ofrece mucha seguridad en caso de accidente. La estrategia a utilizar depende siempre de la estrategia de la persona con la que estemos tratando. Si empleamos con ella un metaprograma equivocado, más valía que nos hubiéramos quedado en casa, ya que ello equivale al intento de atraerle hacia algo mientras que nuestro oponente no piensa sino en razones para largarse.

Recuerde que un coche puede andar por el mismo camino hacia adelante o hacia atrás; todo depende de la dirección en que mire. Lo mismo ocurre en el aspecto personal. Supongamos que se trata de convencer a su hijo para que asista a la escuela con regularidad. Podría decirle: «Será mejor que estudies o no irás a un buen instituto», o también. «Mira a Pedro. Como no estudiaba, lo echaron del colegio, y ahora se va a pasar el resto de su vida sirviendo gasolina a los conductores. ¿Es así cómo quieres vivir tú también?». ¿Qué resultados dará esta estrategia? Depende de su hijo. Si su motivación primaria es rehuir las cosas, podría salir bien. Pero ¿y si es de quienes se sienten atraídos hacia las cosas que le excitan, de quienes se motivan por lo que les parece llamativo? En ese caso, usted no lograría cambiar su conducta proponiéndole un ejemplo que rehuir. Podrá sermonearle hasta la saciedad, pero le estará hablando bajo una clave equivocada; es como si hablase latín y él sólo entendiese griego. Pierde usted su tiempo y el de su hijo. En realidad, los que se mueven por atracción suelen impacientarse o guardar rencor a los que sólo ofrecen supuestos de repulsión. Si tal fuese el caso de su hijo, la mejor manera de convencerle sería: «Si apruebas este curso, te llevaré al instituto que tú mismo hayas elegido».

El segundo metaprograma establece si el marco de referencia es externo o interno. Pregúntele a alguien cómo sabe cuándo ha hecho un buen trabajo. Para algunos, la confirmación procede de fuera, por ejemplo cuando reciben de su jefe una palmada en el hombro y se les dice que lo han hecho muy bien. O un aumento de sueldo. O una gran recompensa honorífica, o el aplauso y el reconocimiento de los colegas. Esas muestras externas de aprobación le dicen a uno que ha hecho un buen trabajo: eso es un marco externo de referencia.

Para otros, la prueba o confirmación procede de dentro. Cuando han hecho algo bien, lo saben «en su fuero interno». Si uno tiene un marco interno de referencia, podrá proyectar una casa que merezca todos los premios de arquitectura, pero si él no está convencido de lo que ha hecho, ninguna muestra externa de aprobación le convencerá. Por el contrario, quien haya hecho un trabajo acogido más que tibiamente por sus superiores o sus colegas, pero esté seguro en su fuero interno de haberlo hecho bien, preferirá fiarse de su propio criterio y no hacer caso de los demás; eso es un marco interno de referencia.

Supongamos que se trata de convencer a otro para que asista a un cursillo, y que usted le dice: «Tienes que asistir. Es estupendo. Yo y todos mis amigos fuimos y nos lo pasamos muy bien, y lo hemos comentado durante semanas. Todos estamos de acuerdo en que nos ha servido para cambiar nuestras vidas a mejor». Si la persona a quien se dirige con estas palabras se guía por un marco de referencia externo, es muy posible que consiga persuadirla. Si toda esa gente dice que es verdad, se inclinará a creer que realmente lo es.

Pero ¿y si tiene un marco de referencia interno? Difícil empresa será la de convencerle aduciendo lo que han dicho los demás. Para él no significa nada. No lo tiene en cuenta. Sólo conseguirá persuadirle apelando a cosas que él sepa por sí mismo, por ejemplo diciéndole: «¿Recuerdas aquellas conferencias a las que asististe el año pasado? ¿No dijiste que habían sido la experiencia más instructiva desde hacía muchos años? Bien, pues me he enterado de algo que quizá se les parezca; si lo pruebas, a lo mejor te puede suponer una experiencia así, ¿qué te parece?». ¿Servirá eso? Sin duda, porque entonces sentirá que le están hablando en su mismo idioma.

Conviene observar que todos estos metaprogramas están condicionados por el contexto y por el estrés. Cuando uno lleva diez o quince años haciendo algo, probablemente poseerá un fuerte marco interno de referencia acerca de ello; si por el contrarío es un novato, posiblemente no habrá construido todavía un marco de referencia tan fuerte acerca de lo que sea correcto o equivocado en dicho contexto. Las preferencias y los patrones o modelos se van elaborando con el tiempo. Pero, aunque uno sea diestro, no por eso dejará de usar la izquierda en diferentes situaciones, cuando ello fuere necesario. Lo mismo ocurre con los metaprogramas. No somos vehículos de dirección única. Podemos variar. Podemos cambiar.

Qué clase de marco de referencia tiene la mayoría de los líderes, ¿el interno o el externo? Un líder verdaderamente eficaz debe poseer un marco interno fuerte. No sería un líder si tuviera que perder el tiempo preguntando la opinión de los demás antes de emprender alguna acción. En esto de los metaprogramas siempre hay un equilibrio ideal, y es cuestión de dar con él. Pocas personas funcionan bajo un extremo estricto. El verdadero líder también ha de ser capaz de absorber eficazmente la información del exterior; de lo contrario, no sería un líder sino un megalomaníaco.

En un curso reciente que di, al que se admitían oyentes, se me acercó un individuo acompañado de tres amigos y me dijo con severidad: «¡No me convence!». Evidentemente, había venido a provocarme. Pronto se puso de manifiesto que clasificaba con arreglo a un marco de referencia interno. (Las personas orientadas externamente no suelen interpelarle a uno para decirle lo que debe hacer y cómo debe hacerlo.) De su conversación con los que le acompañaban deduje también que se movía habitualmente en el sentido del distanciamiento. Por eso le dije: «Yo no he de convencerle de nada. Usted es el único que puede convencerse a sí mismo». Y no supo qué contestar a esta respuesta, pues esperaba que yo defendiera mi artículo para poder rechazarlo en bloque. Pero ahora tuvo que asentir a lo dicho por mí, pues en su fuero in terno sabía que era verdad. Entonces continué: «Sólo usted sabe quién será el perdedor si no asiste al curso». A mí, normalmente, una observación así me habría sonado horrorosa, pero funcionó porque estaba dicha en el lenguaje de mi oponente. Obsérvese que yo no dije que él iba a ser el perdedor si no asistía, sino: «Sólo usted sabe [marco interno de referencia] quién será el perdedor [maniobra de distanciamiento] si no asiste al curso». A lo que él contestó: «Sí, eso es verdad», dicho lo cual fue al otro lado del local, donde estaba el mostrador de las inscripciones. Sino hubiera estudiado los metaprogramas, habría tratado de convencerle pidiéndole que consultase a otros asistentes (marco de referencia externo), y le habría explicado todas las ventajas que podía obtener del mismo (maniobra de acercamiento), lo cual hubiera sido un sistema excelente para convencerme yo mismo, pero no a una persona como mi interlocutor.

El tercer grupo de metaprogramas es el que selecciona a favor de sí mismo o a favor de los demás. Algunas personas consideran las interrelaciones humanas atendiendo exclusivamente a lo que puedan sacar de ellas para sí mismos; otros prefieren ver lo que pueden hacer por sí mismos y por los demás. Como es lógico, los extremos son poco corrientes: el que selecciona exclusivamente para sí se convierte en un egocéntrico; el que seleccionara exclusivamente para los demás sería un mártir.

Si se dedicase usted a seleccionar personal para una empresa, ¿no le interesaría saber situar en esa escala a cada candidato? Hace poco, una gran compañía aérea descubrió que el 95 por ciento de las reclamaciones afectaba a un 5 por ciento de sus empleados. Ese 5 por ciento era el de los que clasificaban predominantemente para sí; buscaban ante todo su propio interés y no el de los demás. ¿Podemos decir que eran malos empleados? Sí y no. Es evidente que no estaban en el lugar que les correspondía y que no hacían bien su trabajo, sin excluir que fuese gente inteligente, trabajadora y agradable. Pero no se les había colocado en el puesto idóneo.

¿Qué hizo la compañía? Los reemplazó por personas del tipo que clasifica para los demás. Esto lo averiguó la compañía mediante entrevistas en grupo, durante las cuales se les pedía a los candidatos que explicaran por qué deseaban trabajar para esa línea aérea. La mayoría de los interrogados creyó que se les juzgaba por las respuestas que daban en presencia del grupo, mas no fue así, sino que se les valoró con arreglo a su conducta como miembros de la audiencia. Es decir, los individuos que prestaron más atención al que hablaba en cada momento y le animaban con miradas, sonrisas o ademanes, merecieron la puntuación más alta, al contrario de los que no hacían caso mientras hablaban otros, prefiriendo sumergirse en su propio mundo interior; estos últimos revelaron la tendencia a seleccionar primariamente para sí y no fueron contratados. Como resultado de esta iniciativa, el índice de reclamaciones de la compañía disminuyó en un 80 por ciento. Sirva esto como ejemplo de la importancia de los metaprogramas en el mundo empresarial. ¿Cómo puede uno evaluar a otra persona si no sabe lo que la motiva? ¿Cómo armonizar el empleo que uno ofrece con la persona idónea desde el punto de vista de los conocimientos necesarios, la capacidad para aprender y la disposición interna? Muchas personas muy inteligentes se sienten frustradas durante toda su carrera profesional, simplemente porque desempeñan cargos que no utilizan de manera óptima sus cualidades inherentes. Lo que en determinado contexto puede ser un defecto, en otro contexto distinto se convierte en una cualidad.

En una empresa de servicios, como es una compañía aérea, evidentemente se necesitan personas que clasifiquen para los demás. Cuando tengamos que contratar a un interventor, sin duda preferiremos a alguien que clasifique más bien para sí. ¿Cuántas veces hemos tratado con personas que nos dejan en un estado de confusión porque hacen bien su trabajo en el aspecto intelectual, pero muy mal en el aspecto emocional? Es el caso del médico que clasifica primordialmente para sí. Aunque brille por su acierto en los diagnósticos, si no da la impresión de que se preocupa por sus pacientes no será del todo eficaz. Encontrar el hombre adecuado para cada puesto sigue siendo uno de los grandes problemas de todas las empresas. Pero es un problema que podría solucionarse si se supiera cómo procesan la información los candidatos al puesto.

Llegados a este punto, merece la pena observar que no todos los metaprogramas han de considerarse por igual. ¿Les resulta más ventajoso a los individuos actuar por aproximación que por distanciamiento? Quizá. ¿Sería mejor el mundo si las personas clasificasen más con referencia a las demás que para sí mismas? Probablemente. Pero hemos de desenvolvernos en la vida tal como es, y no como nos gustaría que fuese. Usted quizá preferiría que su hijo se moviese por atracción hacia las cosas en lugar de rehuirlas; pero si quiere comunicarse eficazmente con él, debe hacerlo de una manera que funcione y no con arreglo a la idea que usted tiene sobre cómo debería ser. La clave consiste en observar a una persona con toda la atención posible, escuchar lo que dice, qué tipo de metáforas utiliza, estudiarlo que revela su fisiología y cuándo presta atención o se aburre. Las personas revelan de una manera coherente y constante cuáles son los metaprogramas que las mueven. No se necesita un estudio muy profundo para averiguar cuáles son sus tendencias o el criterio de clasificación que aplican en un momento dado. Al objeto de determinar si alguien clasifica para sí o para los demás, basta con observar cuánta atención presta a otras personas. ¿Se inclina hacia sus interlocutores con una expresión facial de interés hacia lo que le dicen, o permanece reclinado, con aire de indiferencia y pasividad? Todos clasificamos para nosotros mismos en algún momento, y a veces es importante hacerlo así. La clave está en la tendencia predominante, y si los modos de clasificación elegidos nos ponen en condiciones de producir los resultados que deseamos.

El cuarto programa de clasificación es el que distingue a los buscadores de acuerdos de los buscadores de diferencias. Vamos a aclararlo con un experimento. Examine estas figuras y dígame qué relación guardan entre sí.

Si le tocase describir la relación entre estas figuras, usted dispondría de muchas contestaciones. Quizá diría que todas son rectángulos, o que todas tienen cuatro lados; o tal vez que hay dos verticales y una horizontal, o dos de pie y una tumbada, o que ninguna figura tiene exactamente la misma relación con las otras dos; o que una de ellas es diferente y las otras dos son iguales.

A usted se le ocurrirán aún más descripciones, estoy seguro. ¿Qué pasa aquí? Todas son descripciones de la misma imagen, pero bajo planteamientos absolutamente distintos. Lo mismo pasa con los «igualadores» y los «diferenciadores». Este metaprograma determina cómo clasifica uno la información que ha de aprender, entender y demás cosas por el estilo. Algunos reaccionan ante el mundo encontrando igualdades. Llamémosles igualadores. Sería el caso de los que, al contemplar la figura, dirían: «Todos son rectángulos». Hay otro tipo de igualadores que encuentran excepciones dentro de la igualdad; son los que dirían: «Todos son rectángulos, pero uno de ellos está tumbado y los otros dos están de pie».

A éstos se contrapone el grupo de los buscadores de diferencias, de los diferenciadores, que a su vez se divide en dos. Unos miran el mundo y ven que todo es diferente; ésos mirarían las figuras y dirían que todas son diferentes y guardan diferentes relaciones entre sí (que no se parecen en absoluto, vamos). El otro tipo de diferenciador ve excepciones dentro dé las diferencias; viene a ser el negativo del que ve excepciones dentro de las igualdades: primero ve las diferencias y luego observa lo que hay en común. Para determinar si alguien es un igualador o un diferenciador pídale que describa las relaciones entre cualquier conjunto de objetos o de situaciones, y observe si se fija primero en las semejanzas o en las diferencias. ¿Imagina lo que ocurre cuando un igualador se encuentra con un diferenciador? Donde el uno dice que todos son iguales, el otro replica: «¡No es verdad! ¡Todos son diferentes!». Si el razonamiento del primero es que todos son rectángulos, el del segundo consiste en decir que el grueso de los trazos puede no ser el mismo, o que los ángulos no son perfectamente iguales en los tres cuadriláteros. ¿Quién tiene razón? Los dos, por supuesto, ya que todo depende de la percepción de la persona. Sin embargo, a los diferenciadores suele costarles más entablar relaciones con los demás debido a su tendencia a buscar diferencias. En su caso es más fácil el acuerdo con otros diferenciadores.

¿Qué importancia tienen estas distinciones? Voy a ponerle un ejemplo de mi propio negocio. Tengo cinco socios, y todos menos uno son igualadores. En general, esto funciona magníficamente. Como nos parecemos, nos llevamos bien. Pensamos del mismo modo y vemos las mismas cosas, de manera que en nuestras reuniones se produce un «sinergismo» estupendo; todos hablamos al mismo tiempo y proponemos ideas, que nos parecen cada vez mejores; a medida que sintonizamos los unos con los otros, vemos lo que ven los demás, ampliamos sus intuiciones y nos estimulamos mutuamente.

Hasta que interviene nuestro diferenciador, naturalmente. De manera infalible, él no ve las cosas como nosotros. Cuando los demás creemos que todo encaja, él subraya lo que no encaja; cuando rebosamos de entusiasmo, él nos interrumpe para decirnos que lo proyectado no va a funcionar, y luego se queda tan ancho. No quiere escuchar lo que los demás hemos visto y prefiere fijarse en toda clase de dificultades de las que nosotros no queremos ni oír hablar. Los demás queremos navegar en el «ozono mental», mientras él pretende que el juego vuelva a la casilla de salida diciendo: «Sí, pero, ¿qué me dicen de esto? ¿Y de esto otro?».

¿No es una molestia? Desde luego que sí. ¿Es un socio valioso? Por supuesto. Únicamente se trata de hacerle intervenir en el momento apropiado de nuestro proceso de planificación. No deseamos que empiece a hablar de detalles y arruine nuestra sesión de concurso de ideas; el sinergismo que se crea durante nuestra colaboración vale más que sus eternas críticas. Pero luego, cuando empieza a secarse el torrente de sugerencias, es cuando nos hace falta alguien capaz de ver los agujeros, de poner el dedo sobre las incoherencias, de advertir lo que no está bien madurado, lo que no encaja. Ésa es la función que él desempeña, y gracias a ello muchas veces nos hemos salvado de ser víctimas de nosotros mismos.

Los diferenciadores son minoría. Las generalizaciones ofrecidas por las encuestas dicen que vienen a ser diferenciadores algo así como un 35 por ciento de los entrevistados. (Si es usted un diferenciador, seguramente estará diciéndose que tales encuestas le ofrecen poca fiabilidad.) Sin embargo, los diferenciadores son sumamente valiosos porque tienden a ver lo que no vemos los demás. No es que sean el hada de la inspiración poética. Muchas veces, incluso cuando están animados, encuentran el modo de ver alguna diferencia y se desaniman al instante. Pero su sensibilidad crítica y analítica es importante en cualquier tipo de negocio. Pensemos en un fracaso comercial gigantesco, por ejemplo el de la película La puerta del cielo. Quien hubiese tenido la ocasión de mirar entre bastidores habría contemplado un grupo de creativos igualadores provistos de marcos de referencia internos, es decir moviéndose en bloque hacia su objetivo sin pararse a considerar ningún peligro. Necesitaban desesperadamente un diferenciador capaz de exclamar: «¡Alto! ¡Qué pasa aquí!», y de comunicar sus dudas de manera que fuesen aceptadas por los marcos internos de referencia de aquellos creativos.

Las modalidades igualadoras o diferenciadoras son muy importantes porque desempeñan un papel en casi todo, incluso en la alimentación. El igualador extremo llega a consumir alimentos que le perjudican simplemente por conformismo. No querrá comer una manzana o una ciruela; estos frutos presentan demasiadas variantes en cuanto a grado de madurez, textura, sabor, tiempo de almacenaje y demás variables. En su lugar, consume conservas o productos industrializados que no varían jamás. Quizá sean malsanos, pero consuelan el espíritu invariable del igualador.

Si uno ofrece un empleo que implica trabajo repetitivo, invariable año tras año, ¿contrataría a un diferenciador? Desde luego que no. Es preferible un igualador, que será muy feliz en ese puesto mientras usted no se vea en la necesidad de trasladarle. Por el contrario, si el empleo precisara un grado importante de flexibilidad o cambios continuos, ¿querrá fichar a un igualador para ese puesto? No, naturalmente. Estas distinciones pueden ser muy útiles para determinar qué grado de satisfacción laboral cabe esperar de los individuos para un período de tiempo prolongado.

Citaría como ejemplo el caso de un conocido delantero centro de fútbol, que hace algunos años empezó la temporada con gran éxito y tremenda capacidad ofensiva. Pero como era un diferenciador, al cabo de algún tiempo se consideró obligado a cambiar su rutina, y cayó en un bache. Se le convenció para que se fijase en los diferentes tipos de aficionados que ocupaban las localidades de gol en cada uno de los campos que visitaba con su equipo. Dedicado a observar esas variedades, pudo diferenciar a gusto en este punto trivial, mientras rendía al máximo en lo verdaderamente importante.

¿Utilizaría usted las mismas técnicas de persuasión para un igualador que para un diferenciador? ¿Querría verlos desempeñando el mismo trabajo? ¿Cree que sería correcto educar por igual a dos chicos con estrategias diferentes en este aspecto? Desde luego que no. Pero eso no quiere decir que las estrategias sean inmutables. Los seres humanos no son como los perros de Pavlov. Pueden modificar sus estrategias en cierta medida, aunque sólo si alguien se molesta en explicarles, en su propio lenguaje, cómo hacerlo. Cuesta un esfuerzo tremendo y mucha paciencia convertir en igualador a un diferenciador de toda la vida, pero uno puede ayudarle a sacar el mayor partido posible de su propio planteamiento, al tiempo que aprende a ser menos criticón y doctrinario. Ese es uno de los secretos del arte de convivir con individuos que sean diferentes de nosotros mismos. Y a la inversa, para los igualadores quizá sea conveniente aprender a distinguir las diferencias, contrarrestando su excesiva tendencia a generalizar. Al igualador puede serle útil aprender a observar las diferencias entre la semana actual y la semana pasada, o entre las ciudades que visita (en vez de asegurar que Los Ángeles se parece mucho a Nueva York). Sepamos ver también las diferencias: son la salsa de la vida.

Un igualador y un diferenciador, ¿pueden convivir felizmente? Seguro…, siempre y cuando sepan entenderse mutuamente. De esta manera, cuando se suscite alguna diferencia sabrán ver que no es que el otro tenga razón o no, sino que ve las cosas de otra manera. No resulta imprescindible ser totalmente idénticos para establecer una relación. Basta con recordar que uno y otro perciben las cosas de manera diferente, y saber respetarse y apreciarse.

El metaprograma siguiente se refiere a lo que hace falta para convencer de algo a alguien. La estrategia de la persuasión consta de dos partes. Para averiguar cómo se puede convencer a alguien con seguridad, primero se debe establecer qué bloques sensoriales precisa ese alguien a fin de dejarse convencer; luego es preciso descubrir con qué frecuencia precisa esos estímulos para quedar convencido. Para descubrir el metaprograma de convicción de un interlocutor, pregúntele: «Cuando otra persona hace bien su trabajo, usted, ¿cómo se entera? Posibilidades: a) por observación, es decir viéndolo; b) cuando se lo cuentan; c) poniéndose a hacerlo a su lado; d) leyendo un informe de rendimiento». La respuesta puede ser una combinación cualquiera de estas posibilidades. Por ejemplo, que crea que Fulano es un buen trabajador cuando le vea trabajar bien y cuando otros le confirmen que lo hace bien. La pregunta siguiente será: «¿Cuántas veces necesita demostrarle que es bueno, para que usted quede convencido?». Las respuestas posibles son cuatro: a) inmediatamente, es decir que le basta comprobarlo una vez para considerarlo demostrado; b) unas cuantas veces (es decir, dos o más); c) durante un cierto período de tiempo (que puede ser de semanas, o de un mes, o de un año); d) permanentemente. En este último caso, nuestro interlocutor no se dará por satisfecho sin que la persona a quien se juzga haga la demostración todas las veces.

Cuando uno es el jefe de una organización, la relación de confianza es de las más valiosas que puede llegar a establecer con sus colaboradores clave. Si ellos saben que usted se preocupa por ellos, trabajarán más y mejor para la empresa; por el contrario, si no confían en usted no rendirán. Para establecer esa confianza, empero, hay que prestar atención a las diferentes necesidades de las diferentes personas. Algunos entablan una relación y desearán preservarla. Les basta saber que usted juega limpio y se preocupa por ellos para que el vínculo sea duradero, a menos que lo traicione en algún sentido.

Pero esto no sirve para todos. Algunos trabajadores necesitan algo más que eso, bien sea una palabra amable, un comunicado redactado en términos de aprobación, una demostración pública de aprecio o un encargo de confianza. Tal vez sean tan leales y justos como capaces, pero necesitan más confirmación por parte de usted que otros. Exigen más pruebas de que todavía existe un vínculo entre ambos. De manera similar, todo buen vendedor sabe que hay clientes a quienes sólo tiene que «hacer el artículo» la primera vez, y son clientes para toda la vida. Otros quieren ver el producto dos o tres veces antes de decidirse a comprar, mientras otros tal vez dejen pasar seis meses antes de que haya que convencerles de nuevo activamente. Y luego está, naturalmente, el «favorito» del vendedor, el que pese a llevar años usando el producto cada vez que entra el vendedor quiere que le convenza nuevamente de las razones para comprarlo. Hay que repetirle la demostración todas las veces. El mismo proceso, y todavía más intenso, surge en las relaciones personales. Con algunas personas, cuando se les ha demostrado amor una vez vale para siempre. Con otras hay que demostrarlo todos los días. Conviene comprender esos metaprogramas porque dan el plan de acción para convencer a los demás; uno sabe de antemano lo que se necesita para ello, y así no causa tanta contrariedad el que exige ser convencido todas las veces, sabiendo que es así y que no va a cambiar su comportamiento.

Otro metaprograma es el delas necesidades contra las posibilidades. Pregúntele a alguien por qué entró a trabajar en su empresa actual, o por qué compró el coche o la casa que tiene ahora. Algunos se motivan principalmente por la necesidad y no por lo que ellos mismos desean. Hacen lo que se consideran obligados a hacer; no son las posibilidades lo que les impulsa a ponerse en acción. No andan buscando las infinitas variedades de la experiencia. Pasan por la vida tomando lo que viene y lo que encuentran a su alcance. Cuando necesitan un nuevo empleo, una nueva casa, un coche nuevo o incluso una nueva esposa, van y se conforman con lo que encuentran.

A otros les motiva la búsqueda de las posibilidades. Lo que deben hacer les motiva menos que lo que desean hacer. Buscan opciones, experiencias, elecciones, caminos. La persona motivada por las necesidades se fija en lo conocido y seguro. La que se motiva por las posibilidades busca lo desconocido y quiere averiguar lo que podía ocurrir, las oportunidades que podrían surgir…

Si fuese usted un empresario, ¿a qué tipo de personas preferiría contratar? Algunos contestarían seguramente: «Al individuo motivado por las posibilidades». Al fin y al cabo, un sentido desarrollado de lo posible garantiza más plenitud vital. Instintivamente, la mayoría de nosotros (e incluso algunos de los que se motivan realmente por las necesidades) nos mostramos partidarios de permanecer abiertos a una variedad infinita de nuevas direcciones.

En realidad, no es tan sencillo. Hay empleos que exigen atención al detalle, regularidad y perseverancia. Supongamos, por ejemplo, que es usted inspector de calidad en una fábrica de coches. Siempre está bien tener sentido de las posibilidades; pero lo que necesitaría de verdad sería el sentido de lo necesario. Tendría que saber exactamente lo que se necesita y comprobar si se estaba haciendo. Un individuo motivado por las posibilidades probablemente se aburriría tremendamente en un oficio así, mientras que otro motivado por las necesidades se adaptaría perfectamente a él.

Por otra parte, las personas motivadas por las necesidades también tienen sus virtudes. En algunos trabajos la constancia es una cualidad. Al buscar a una persona capaz de cubrir el puesto, usted preferiría a alguien capaz de desempeñarlo durante mucho tiempo. La persona motivada por las posibilidades siempre anda buscando nuevas opciones, nuevas empresas y nuevos desafíos. Si encuentra otro empleo y le parece que presenta más perspectivas, muy probablemente dejará el actual. No así el espíritu algo lento del que se motiva por la necesidad, que acepta un empleo porque lo necesita, y que permanece en él puesto que trabajar es una necesidad de la vida. Son muchos los empleos que exigen un individuo audaz, temerario y dotado de fe en las posibilidades. Por ejemplo, si la empresa de usted estuviese diversificándose hacia campos enteramente nuevos, le interesaría contratar a alguien capaz de sintonizar con todas las posibilidades. Pero en otros puestos es de importancia capital la solidez, la seriedad y la permanencia; en éstos necesitaría usted a alguien motivado por lo necesario para él. En cualquier caso, interesa conocer cuáles son los metaprogramas propios, de manera que cuando busque un empleo sea capaz de elegir el que mejor se adapta a su carácter.

El mismo principio rige cuando se trata de motivar a los hijos. Suponga que se trata de inculcarles las ventajas de unos buenos estudios en una escuela de reconocido prestigio. Si tiene usted un hijo motivado por la necesidad, tendrá que explicarle por qué necesita una buena carrera. Deberá hablarle de los muchos empleos que requieren una titulación, o explicarle por qué necesita una buena base matemática para ser ingeniero o una buena preparación en lengua y literatura para ser un buen maestro. Si su hijo se motiva por las posibilidades, el planteamiento debería ser diferente. Como se aburre con sus deberes, tendría que subrayarle las infinitas posibilidades que encierra una buena educación, demostrarle cómo los estudios mismos abren un gran camino para toda clase de posibilidades y llenarle la cabeza de nuevas avenidas a explorar, de nuevas dimensiones a inaugurar y de nuevos descubrimientos en espera de descubridor. Aunque en cada caso el resultado pretendido sea el mismo, los medios para alcanzarlo han de ser muy diferentes.

Otro metaprograma es el estilo de trabajo del individuo. Cada uno de nosotros tiene el suyo. Algunos no son felices si no disfrutan de independencia. Les cuesta trabajar en estrecha colaboración con otras personas y no se desenvuelven a gusto bajo una supervisión demasiado estrecha; necesitan ser, por así decirlo, los amos de su propio cotarro. Otros funcionan mejor integrados en un grupo. Diremos que su estrategia es de tipo cooperativo: desean compartir la responsabilidad de todas las tareas que emprenden. Y otros tienen una estrategia de proximidad, que viene a ser como un término medio entre las otras dos: prefieren trabajar con otras personas, pero asumiendo la responsabilidad exclusiva de lo que hacen. Quieren ser dueños de sí, pero no aisladamente.

Para obtener el máximo de sus empleados, o de sus hijos, o de los subordinados confiados a su supervisión, debe averiguar sus estrategias de trabajo, la manera en que pueden ser más eficaces. A veces se encuentra a un empleado que es brillante, pero molesta porque siempre quiere hacerlo todo sin escuchar a nadie. Tal vez ese individuo no haya nacido para ser un empleado. Quizá sea de los que necesitan ser dueños de su propio negocio; tarde o temprano lo intentará, seguramente, si no le ofrece usted un medio para expresarse. Si tiene usted un empleado así y no quiere prescindir de su talento, debe encontrar cómo permitirle ejercerlo al máximo y con la mayor autonomía posible. Puesto a trabajar en un grupo, los volvería locos a todos, pero si le da tanta independencia como sea posible puede resultar valiosísimo. En eso estriban las nuevas ideas sobre los emprendedores.

El lector sabrá algo del llamado Principio de Peter, con su idea de que todo el mundo asciende hasta llegar a su propio nivel de incompetencia. Una delas razones de que esto ocurra es que muchas veces los «empleadores» son insensibles a las estrategias de trabajo de sus empleados. Muchas personas trabajan mejor en un ambiente de colaboración; necesitan grandes cantidades de realimentación (feedback) tanto de informaciones como de interacción humana. ¿Es prudente recompensar esas buenas cualidades poniéndolos al frente de alguna operación nueva y dotada de autonomía? No, si se quiere seguir sacando provecho de dichas cualidades. Eso no significa que tales personas no merezcan una promoción; pero esa promoción y esas nuevas experiencias que usted proporcione deben ser tales que hagan relucir lo mejor de las cualidades, y no lo peor.

De una manera parecida, muchos de los que trabajan bajo estrategias de proximidad desean formar parte de un equipo, pero al mismo tiempo que se les deje trabajar a su manera. En cualquier organización se encuentran empleos para las tres estrategias; lo único que se necesita es percepción aguda para saber dónde rinde mejor cada uno y asignarle una tarea que le permita realizarse.

He aquí un ejercicio para practicar hoy mismo. Cuando haya terminado este capítulo, juegue a detectar los metaprogramas de otras personas. Pregúnteles: ¿Qué busca usted en una relación (en una casa, en un coche, en una carrera)? ¿Cómo sabe cuándo ha tenido éxito en algo? ¿Qué relación hay entre lo que hace este mes y lo que hizo el mes pasado? ¿Cuántas veces necesita que alguien le demuestre una cosa para convencerse de que es cierta? Hábleme de una experiencia favorita en su trabajo y delo que significó para usted.

¿Presta atención su interlocutor mientras le dirige usted estas preguntas? ¿Permanece pendiente de las reacciones de usted, o se distrae volviendo su atención a otras cosas? Las preguntas propuestas sólo son una pequeña muestra de las que podría usted formular para detectar con éxito los metaprogramas que hemos comentado. Si no obtiene la información que busca, modifique el planteamiento de sus preguntas hasta conseguirlo.

Analice cualquier dificultad de comunicación que se le presente, y descubrirá casi siempre que la misma desaparece cuando uno llega a comprender los metaprogramas del interlocutor, permitiendo reajustar las comunicaciones. Trate de recordar alguna frustración de su vida: alguien a quien usted quiere pero no se siente querido, alguien para quien usted trabaja y que no da muestras de apreciarlo, alguien a quien usted intentó ayudar y que no lo ha agradecido. Lo que se necesita es identificar el metaprograma que interviene en cada caso y definir lo que hizo usted así como lo que hace la otra persona. Supongamos, por ejemplo, que usted es de los que sólo necesitan una verificación de que la relación de amor existe, mientras que su compañero o compañera es de los que exigen confirmaciones permanentes. O quizá redactó usted una propuesta demostrando que todo seguía igual, cuando su jefe no deseaba oír sino lo mucho que había cambiado todo. O tal vez advirtió usted a alguien sobre algo que le convenía evitar, pero ese alguien sólo agradece que le hablen de lo que desea.

Cuando se habla en clave equivocada, el mensaje llega falseado. Ese problema afecta lo mismo a los padres en el trato con sus hijos, como a los directivos en el trato con sus empleados. En el pasado, muchos no nos preocupábamos de desarrollar la percepción necesaria para identificar y calibrar las estrategias básicas que usan los demás. Cuando no se consigue que el mensaje llegue a alguien, no es el contenido lo que ha de cambiar, sino la forma, a través de una flexibilidad que nos permita adaptarnos a los metaprogramas de la persona con quien tratamos de comunicarnos.

A menudo la comunicación es más eficaz cuando se combinan varios metaprogramas. Una vez, mis socios y yo tuvimos ciertas diferencias de negocios con un hombre que había trabajado para nosotros. Nos reunimos, e intenté comenzar la sesión instaurando un marco positivo, por lo que dije que deseaba un desenlace que satisficiera a todas las partes. Él replicó inmediatamente: «Nada delo que dice me interesa. Tengo el dinero y pienso quedármelo. Y no quiero que el abogado de ustedes me moleste con llamadas y amenazas». Así pues, empezaba planteando una táctica de distanciamiento. Yo contesté: «Pues nosotros deseamos que esto funcione, puesto que todos tenemos el propósito de ayudar a la gente y a nosotros mismos con objeto de alcanzar una mejor calidad de vida, cosa que conseguiremos si colaboramos». Él replicó: «Yo no tengo ninguna intención de ayudar a nadie, y en cuanto a ustedes, me importan un comino. El que ha de salir feliz de aquí soy yo». A medida que se prolongaba la sesión sin apenas progresos, quedó demostrado que jugaba al distanciamiento, que clasificaba para sí, que diferenciaba, que se orientaba por un marco de referencia interno y que no creía en las cosas sino después de verlas, oírlas y confirmarlas permanentemente.

Tales metaprogramas no eran una garantía de comunicación perfecta, que digamos, teniendo en cuenta especialmente que yo soy contrario a casi todo lo dicho. Seguimos hablando durante casi dos horas sin conseguir nada, y yo casi estaba a punto de abandonar. Pero al fin se encendió la luz en mi mente, y cambié de táctica. Le dije: «Esa idea que tiene usted en la cabeza, ¿sabe usted?, la tengo aquí», mostrándole el puño al mismo tiempo. De esta manera me apoderaba de su marco interno de referencia, que no podía manipular con mis palabras, y lo exteriorizaba para controlarlo. Luego continué: «Lo tengo aquí, y usted tiene sesenta segundos. Decídase o va a salir perdiendo, y mucho. Yo no pierdo nada, pero usted va a perder personalmente». Así le daba un punto nuevo del que alejarse.

Dicho esto, proseguí: «Usted [centrando el marco] va a perder [distanciamiento] porque no cree que aquí lleguemos a negociar una solución». Como era un diferenciador, se pondría a pensar lo contrario, es decir que sí había una solución. Continué: «Mire dentro de usted mismo y vea [marco de referencia interno] si está verdaderamente dispuesto a pagar el precio que va a tener que pagar, día tras día, como consecuencia de su decisión de hoy. Porque yo voy a contarle a todo el mundo, permanentemente [emulando la estrategia de convicción de mi oponente], lo que usted hizo aquí hoy y cómo se ha comportado. Tiene un minuto para decidir. Puede usted elegir entre arreglar esta cuestión o perderlo todo… personalmente, para siempre. Mírelo bien, a ver si me he explicado con coherencia».

No tardó más de veinte segundos en rehacerse y decir: «Bueno, muchachos, yo siempre he querido colaborar con vosotros. Sé que puede arreglarse». Y lo decía sin rencor alguno, sino animado de entusiasmo, como si ya fuéramos amigos. Continuó: «Sólo quería convencerme de que se podía hablar con vosotros». ¿Cómo tan positivo, después de dos horas? Porque yo había utilizado sus metaprogramas para motivarle, y no mi propio modelo del mundo.

Lo que le dije, para mí habría sido ofensivo. En otros tiempos yo me enfadaba con quienes se comportaban de manera contraria a la mía, hasta que aprendí que los individuos diferentes tienen programas y patrones o modelos diferentes.

Los principios de clasificación de metaprogramas que hemos expuesto hasta aquí son importantes y potentes. Sin embargo, lo más crucial y que conviene recordar es que la diversidad de metaprogramas que uno sea capaz de percibir no tiene otros límites que los dictados por su sensibilidad, su agudeza y su imaginación. Una de las claves del éxito en cualquier aspecto es la capacidad para realizar nuevas distinciones. Los metaprogramas proporcionan las herramientas que permiten las distinciones cruciales para decidir cómo tratar con los demás. No está usted reducido a los metaprogramas comentados aquí. Conviértase en un estudioso de las posibilidades. Mida y calibre constantemente a las personas que le rodean. Tome nota de los patrones de que se sirven para su percepción del mundo, y póngase a analizar otros casos de patrones similares. A través de este planteamiento conseguirá desarrollar todo un conjunto de distinciones acerca de las personas, lo que con el tiempo le permitirá comunicar eficazmente con interlocutores de todas clases.

Algunos individuos, por ejemplo, clasifican primordialmente a partir de sus sentimientos, mientras otros clasifican conforme a pensamientos racionales. ¿Utilizaría usted los mismos argumentos para convencer a unos y a otros? Desde luego que no. Algunas personas basan sus decisiones exclusivamente en hechos concretos y en cifras. Quieren saber ante todo si los detalles encajan; sólo después piensan en el panorama general. A otras les convence en primer lugar un concepto o una idea general; reaccionan sólo ante las grandes ge neralizaciones. Quieren ver primero el panorama más amplio, y sólo si les agrada consienten en pasar a los detalles. A unos les entusiasman los principios; lo que más les estimula es lanzar una nueva idea, y cuando ya está puesta en marcha, pierden interés y pasan a otra cosa. Otros, en cambio, se fijan en la terminación. Para emprender algo necesitan ver claro el camino hasta el final, bien se trate de leer un libro o de llevar a cabo un trabajo. Algunos clasifican por la comida. Sí, ha leído usted bien: por la comida. Casi todo lo que hacen o desean hacer se valora bajo criterios de comida. Pregúnteles una dirección y se la explicarán así: «Siga hasta el final de la calle, donde hay un Burger King, doble a la izquierda y continúe hasta ver un McDonald's. Entonces doble a la derecha hasta la esquina del Kentucky Fried Chicken, y luego a la izquierda hasta llegar a un edificio de color chocolate». Pregúnteles sobre una película que fueron a ver, y le contarán lo mal surtido que estaba el bar del cine; pregúnteles sobre una boda y le hablarán del banquete. Otra persona que clasificase primordialmente por la gente preferiría hablarle de los invitados a la boda o de los personajes de la película. El que clasifica ante todo por actividades le contaría lo que pasó en la boda, o el argumento de la película, y así sucesivamente.

El conocimiento de los metaprogramas facilita aún otra cosa: un modelo de equilibrio. Todos seguimos una estrategia u otra en el uso de los metaprogramas: en algunos quizá nos desviemos ligeramente a un lado o a otro; en otros es posible que vayamos dando bandazos entre posturas extremas. Pero ninguna de tales estrategias se halla esculpida en piedra. Podemos elegir entre seguir los metaprogramas que nos ayuden y rechazar los que nos estorben, lo mismo que podemos tomar la decisión de situarnos en estados estimulantes. Lo que hace un metaprograma es decirle a nuestro cerebro lo que debe cancelar. De este modo, si uno se mueve por aproximación, por ejemplo, borra las cosas de las que hay que alejarse. Para cambiar sus metaprogramas, basta con aprender a percibir las cosas que normalmente uno suprime, y ponerse a centrar la atención en ellas.

No cometa el error de confundirse a sí mismo con su comportamiento, ni el de hacerlo mismo con los demás. Uno suele decir: «Conozco a Pepe. Hace tal y tal y tal cosa». Pues bien, no conoce usted a Pepe. Le conoce a través de su conducta; pero él no es su conducta, como tampoco usted es la suya. Si es usted alguien que tiende a rehuirlo todo, será porque ése es su patrón de comportamiento. Si no le gusta, puede cambiarlo. Más aún, no tiene excusa para dejar de hacerlo. Dispone de ese poder ahora mismo. Sólo es cuestión de averiguar si tiene usted motivos suficientes para poner en obra lo que sabe.

Hay dos maneras de cambiar los metaprogramas. Una utiliza los Acontecimientos Emocionalmente Significativos (AES). Si usted fue testigo de que sus padres siempre se distanciaban de las cosas y, como consecuencia, no pudieron realizar todas sus posibilidades, ello quizá tenga algo que ver con la manera en que usted se aproxima o rehuye. Si uno clasificase exclusivamente por las necesidades y hubiese perdido una gran oportunidad de empleo porque la empresa buscaba a alguien dotado de un sentido dinámico de las posibilidades, el trauma quizá le induciría a modificar sus planteamientos. Si usted fuese de los que reaccionan por aproximación y se dejase deslumbrar por una oportunidad de inversión que resultara luego una estafa, eso afectaría probablemente a su modo de contemplar la siguiente propuesta que encontrase en su camino.

Otra manera de cambiar es mediante la decisión consciente de hacerlo. Muchos ni siquiera hemos pensado nunca en los metaprogramas que usamos. El primer paso hacia el cambio es el reconocimiento; la percepción exacta de lo que hacemos actualmente suministra la oportunidad de practicar nuevas elecciones, es decir, de cambiar. Supongamos que usted acaba por darse cuenta de que tiene una tendencia fuerte a rehuir las cosas. ¿Qué opina de ella? Sin duda, habrá cosas que deseará rehuir en cualquier circunstancia. Cuando uno pone la mano sobre una plancha caliente, lo único que desea es rehuir dicha plancha cuanto antes. Pero ¿no existen otras cosas hacia las cuales, en realidad, desearía tender? Para ser verdaderamente dueño de todas las situaciones, ¿no debería realizar a veces un esfuerzo consciente de aproximación? La mayoría de los grandes líderes y de los grandes triunfadores, ¿no se mueven más bien por aproximación que por distanciamiento? Como se ve, tendrá que realizar usted un pequeño esfuerzo. Podría iniciarlo pensando en algunas cosas que le agraden, y empezar a moverse activamente hacia ellas.

La existencia de metaprogramas también puede concebirse a un nivel más elevado. ¿Tienen metaprogramas las naciones? Puesto que muestran un comportamiento (¿no es cierto?), en la misma medida tendrán también metaprogramas. La conducta colectiva refleja muchas veces un patrón o modelo basado en los metaprogramas de sus dirigentes. Los Estados Unidos, en su mayor parte, poseen una cultura que se diría se mueve por aproximación. Un país como Irán, ¿tiene un marco de referencia interno o externo? Recordemos las últimas elecciones presidenciales estadounidenses: ¿cuál era el metaprograma básico de Walter Móndale? Muchas personas le percibieron como distanciador. Lo pintaba todo muy negro y aseguraba que Reagan nodecía la verdad y que acabaría por aumentar los impuestos, y concluía: «Al menos, yo les digo desde ahora que hay que aumentar los impuestos, o vamos a la catástrofe». No digo que tuviera razón o no; observe el lector el patrón de conducta. Ronald Reagan tocaba sólo notas positivas, mientras que el mensaje de Móndale se percibió como agorero. Es posible que Móndale estuviera diciendo cosas muy sensatas; existían, en efecto, cuestiones importantes a las que debía enfrentarse la nación. Sin embargo, a un nivel emocional (que es donde interviene hoy día buena parte del juego político), el metaprograma de Reagan, por lo visto, armonizaba más eficazmente con el del país.

Como el resto de este libro, los metaprogramas deben utilizarse en dos direcciones. La primera, tomarlos como herramientas para calibrar y guiar nuestras comunicaciones con los demás. Así como la fisiología de una persona nos muestra muchísimos antecedentes de ella, sus metaprogramas nos hablarán elocuentemente de lo que la motiva o le inspira temor. La segunda, tomarlos como una herramienta para el cambio individual. Recuerde que usted y sus comportamientos no son lo mismo. Si descubre en usted la propensión a algún estereotipo que le perjudica, en su mano está el cambiarlo. Los metaprogramas ofrecen uno delos medios más poderosos para calibrarse y cambiarse personalmente. Y suministran la clave de las herramientas de comunicación más poderosas de que podemos disponer.

En el próximo capítulo hablaremos de otras herramientas valiosas de la comunicación. Herramientas que le enseñaran…