La fe, o el nacimiento de la excelencia
El hombre es lo que cree.
ANTÓN CHEJOV
En su maravilloso libro Anatomía de una enfermedad, Norman Cousins nos cuenta una anécdota instructiva sobre el músico catalán Pau Casáis, uno de los grandes maestros del siglo XX. Es una historia de fe y de renovación, y puede enseñarnos algo a todos.
Cousins describe cómo conoció a Casáis poco antes de que éste cumpliese los noventa años, y cuenta que era casi penoso ver al anciano mientras se disponía a comenzar su jornada. Su debilidad y su artritis eran tan incapacitantes, que se vestía con ayuda de otras personas. La respiración fatigosa evidenciaba su enfisema. Arrastraba los pies al andar, inclinado, con la cabeza casi colgando. Tenía las manos hinchadas, los dedos agarrotados. Su aspecto era el de un hombre viejo y muy fatigado.
Incluso antes del desayuno, se encaminaba hacia el piano, uno de los diversos instrumentos que Casáis dominaba. Se acomodaba en la banqueta, no sin grandes dificultades. Y mediante un esfuerzo que parecía terrible, alzaba las manos hacia el teclado.
Pero entonces ocurrió algo casi milagroso. Ante los ojos de Cousins, Casals experimentó una transformación repentina y completa. Entraba en un estado de posesión de sus recursos, y al mismo tiempo su fisiología cambiaba a tal punto, que empezó a moverse y a tocar, produciendo sobre el piano y sobre sí mismo resultados tales que únicamente se hubieran creído posibles en un pianista joven, vigoroso y flexible. Como dice Cousins: «Los dedos fueron perdiendo su agarrotamiento y se tendieron hacia las teclas como los pétalos de una flor se vuelven hacia el Sol. Su espalda se enderezó. Se hubiera dicho que respiraba con más desahogo». La sola intención de ponerse al piano cambiaba por completo su estado y, por ende, sus recursos físicos. Casáis empezó con el Clave bien temperado de Bach, que interpretó con gran sensibilidad y dominio. Luego abordó un concierto de Brahms y sus dedos parecían volar sobre el teclado. «Todo su organismo se fundía en la música —escribió Cousins—. Dejó de estar anquilosado y agarrotado para moverse con gracia y suavidad, totalmente libre de su rigidez artrítica.» Cuando dejó el piano parecía otra persona totalmente distinta de la que se había sentado a tocar. Estaba más erguido, más alto, y anduvo sin arrastrar los pies. Inmediatamente se dirigió a la mesa del desayuno, comió con buen apetito y salió a dar un paseo por la playa.
Cuando se habla de fe, normalmente pensamos en credos o doctrinas, y eso es lo que efectivamente son muchas creencias. Pero, en un sentido más esencial, es fe cualquier principio, guía, aforismo, convicción o pasión que pueda suministrar sentido y orientación en la vida. Los estímulos que se nos ofrecen son innumerables. Las creencias son los filtros predispuestos, organizados, de nuestra percepción del mundo. Las creencias son como los gobernadores del cerebro. Si coherentemente juzgamos cierta una cosa, es como si transmitiéramos al cerebro una orden acerca de cómo debe representarse lo que sucede. Casáis creía en la música y en el arte, que habían dado belleza, orden y nobleza a su vida, y que todavía se mostraban capaces de realizar el milagro cotidiano para él. Como creía en el poder trascendente de su arte, disponía de potencial en un grado que casi desafía al entendimiento. Sus creencias transformaban todos los días al anciano en un genio lleno de vitalidad. Le mantenían vivo, en el sentido más verdadero de la expresión.
John Stuart Mili escribió: «La persona que tiene fe posee más fuerza que otras noventa y nueve que sólo tengan intereses». Precisamente por eso la fe franquea las puertas a la excelencia. Una creencia comunica una orden directa al sistema nervioso; cuando uno cree que algo es verdadero, literalmente se pone en un estado tal como si lo fuese. Utilizadas apropiadamente, las creencias pueden ser la fuerza más poderosa para hacer el bien en la vida; por el contrario, las creencias que ponen límites a nuestras acciones y pensamientos pueden ser tan devastadoras como negativas. A través de la historia, la religión ha inspirado a millones de personas y les ha dado fuerzas para hacer cosas que nunca hubiesen creído realizables. La fe nos ayuda a obtener de nosotros mismos los recursos más profundos, y a dirigirlos en sentido favorable al objetivo buscado.
Las creencias son la brújula y los mapas que nos guían hacia nuestros objetivos y nos inspiran la confianza en que sabremos alcanzarlos. A falta de ellas o de la esperanza de construirlas, los seres humanos llegan a verse totalmente desamparados, como barcas sin motor ni timón. En cambio, con unas creencias firmes que sirvan de guía, uno se ve capaz de emprender la acción y de dar forma al mundo en que desea vivir. La fe ayuda a ver lo que uno quiere y confiere energías que ayudan a obtenerlo.
En realidad, ninguna otra fuerza rectora del comportamiento humano resulta tan poderosa. La historia de la humanidad es, en esencia, la historia de las creencias humanas. Los individuos que han dejado huella en la historia (llámense Jesucristo, Mahoma, Copérnico, Cristóbal Colón, Edison o Einstein) son los que cambiaron nuestras creencias. Para modificar nuestro comportamiento hemos de empezar por nuestras propias creencias. Si deseamos modelar la excelencia, tendremos que aprender a modelar las creencias de quienes la alcanzaron.
Cuanto más vamos sabiendo sobre el comportamiento humano, más apreciamos el extraordinario poder de las creencias en nuestra vida. En muchos sentidos ese poder desafía los modelos lógicos que tenemos muchos de nosotros. Pero es evidente que las creencias (representaciones internas congruentes) controlan la realidad incluso al nivel fisiológico. Hace poco, en un notable estudio sobre la esquizofrenia, se presentó el caso de una mujer de doble personalidad. Habitualmente, esa paciente presentaba niveles normales de glucemia, pero cuando ella creía ser una diabética, toda su fisiología cambiaba de acuerdo con los síntomas de la diabetes. La creencia se convertía en realidad.
Dentro de esta temática es conocido el experimento en que una persona en trance hipnótico recibe el contacto de un pedazo de hielo, que se le ha sugerido que es una pieza de metal candente. Invariablemente se forma una ampolla en el punto de contacto. Lo que cuenta en este caso tampoco es la realidad, sino la creencia, la comunicación directa e incuestionada al sistema nervioso. El cerebro, sencillamente, se limita a hacer lo que le dicen.
Muchos conocemos también el denominado «efecto placebo». Las personas a quienes se sugiere que las drogas que van a tomar surtirán determinados efectos, muchas veces experimentan dichos efectos aunque se les dé una píldora desprovista de cualquier propiedad activa. Norman Cousins, que se enteró por experiencia directa del poder de curación por la fe, concluye: «Los fármacos no siempre son necesarios. La fe en la curación siempre lo es». En un estudio notable sobre el efecto placebo, se reunió a un grupo de pacientes de úlcera gástrica, que fue dividido en dos subgrupos. A los del primero les dijeron que iban a tomar una droga nueva capaz de aliviar definitivamente sudolencia; a los del otro grupo, que recibirían un producto experimental cuyos efectos aún no eran bien conocidos. El primer subgrupo registró un ^3 por ciento de mejorías significativas; en cambio, del segundo subgrupo sólo un 25 porciento mejoró de sus úlceras. Toda la diferencia estuvo en el sistema de creencias adoptado, ya que en ambos casos los pacientes recibieron un producto carente de propiedades curativas. Más notables todavía son los numerosos estudios de pacientes que, pese a tomar fármacos de conocido efecto nocivo, no experimentaron ninguna molestia tras habérseles dicho que iban a mejorar en su estado.
En unos estudios dirigidos por el doctor Andrew Weil se ha demostrado que las experiencias de los consumidores de drogas corresponden casi exactamente a sus expectativas. Descubrió que. era posible producir un efecto sedante por medio de la administración de anfetaminas, o estimular a una persona dándole barbitúricos. La conclusión de Weil es que la «magia» de las drogas está en la mente del consumidor y no en el producto.
En todos estos ejemplos, la constante que más poderosamente influyó en los resultados fue la creencia, el mensaje firme y congruente que reciben el cerebro y el sistema nervioso. Pero, con todo su gran poder, el proceso no implica ningún tipo de magia abstrusa. La fe no es más que un estado, una representación interna que dirige el comportamiento. Puede ser una fe capacitante, como la creencia en una posibilidad (la convicción de que vamos a triunfar en tal cosa o a conseguir tal otra), o una fe incapacitante (la creencia de que no podemos, de que nuestras limitaciones evidentes son incorregibles e insuperables). Si usted cree en el triunfo tiene mucho camino recorrido para alcanzarlo; si cree en el fracaso, esos mensajes le llevarán sin duda a tal experiencia. Recuerde que usted tiene razón tanto si dice que puede como si dice que no puede. Ambas convicciones tienen una gran potencia. La cuestión estriba en saber qué clase de creencias nos conviene albergar, y cómo desarrollarlas.
El nacimiento de la excelencia empieza cuando nos damos cuenta de que nuestras creencias son una opción. Normalmente no nos damos cuenta de ello, pero es un hecho que una creencia puede ser elegida conscientemente. Podemos elegir las que nos limiten o las que nos estimulen; el quid de la cuestión está en elegir aquellas creencias que nos conducen al éxito y a los resultados que deseamos, dejando de lado al mismo tiempo las que pudieran desviarnos o frenarnos.
El error más grave que las personas suelen cometer respecto a la fe es creer que se trata de un concepto intelectual estático, de una actitud divorciada de la acción y de los resultados. Nada más lejos de la verdad. La fe es la puerta de entrada a la excelencia precisamente porque no tiene nada de irreal ni de estático.
Nuestra fe determina nuestra capacidad para liberar nuestras potencialidades. Una creencia puede destapar o tapar el discurso de las ideas. Imaginemos la situación siguiente. Alguien le dice a usted: «Tráeme la sal», y usted se dirige a otra habitación al tiempo que dice: «Pero si no sé dónde está». Tras buscarla durante unos minutos, exclama: «¡No la encuentro!». Entonces la otra persona viene y toma la sal, que se hallaba en el estante a dos palmos de donde usted se encuentra, diciendo: «¡Qué despistado! Si llega a ser una serpiente ya te habría mordido». Cuando usted dijo «pero si no sé…», le envió a su cerebro la orden de no ver la sal. En psicología esto se llama «escotomizar». Hay que recordar que todas las experiencias humanas, todo lo que uno ha visto, oído, tocado, olido y gustado se almacena en el cerebro. Si uno dice congruentemente que no puede recordar algo, tiene razón; si uno dice congruentemente que puede, entonces transmite al sistema nervioso una orden que abre caminos hacia aquella parte del cerebro que posiblemente contenga las respuestas que uno necesitaba.
Pueden porque creen que pueden.
VIRGILIO
Así pues, una vez más, ¿qué son las creencias? Son planteamientos preformados y preorganizados de la percepción, que filtran de una manera coherente nuestra comunicación con nosotros mismos. ¿De dónde proceden las creencias?¡ Por qué ciertos individuos tienen creencias que les impulsan hacia el éxito mientras otros tienen creencias que no contribuyen sino a su fracaso? Si pretendemos modelar las creencias que fomentan la excelencia, necesitamos saber ante todo lomo se originan las mismas.
La primera fuente es el ambiente que nos rodea. En él es donde se produce de la manera más inexorable el ciclo según el cual el éxito llama al éxito y el fracaso incuba el fracaso. El horror verdadero de la vida en los guetos no está en las frustraciones ni en las privaciones cotidianas. El ser humano es capaz de superar esos factores negativos. La pesadilla está en cómo afecta el medio —el ambiente— a las creencias y a los sueños. Si no se contempla más que fracasos y desesperación, es muy difícil llegar a formar las representaciones internas que fomentan el triunfo. En el capítulo anterior vimos, recordémoslo, cómo el «modelado» es algo que todos hacemos constantemente. Cuando se crece rodeado de riquezas y éxitos, es fácil modelar la riqueza y el éxito; si se crece en medio de la pobreza y la falta de perspectivas, sus modelos difícilmente contendrán otras posibilidades. Decía Albert Einstein: «Muy pocas personas son capaces de expresar con ecuanimidad opiniones que difieran de los prejuicios de su propio medio social, y la mayoría de los individuos ni siquiera llega a formar tales opiniones».
En uno de mis cursos superiores de modelado se suele realizar un ejercicio que consiste en llamar gente de la calle para modelar sus sistemas de creencias y sus estrategias mentales. Les damos alimento y mucho cariño, y sólo les pedimos que cuenten su vida a los presentes, qué opinan del lugar en que se encuentran y por qué creen que las cosas son así. Luego los ponemos en contraposición con ejemplos de personas que, pese a grandes tragedias físicas o emocionales, lograron imprimir un giro positivo a su vida.
A una sesión reciente compareció un hombre de veintidós años de edad, fuerte, de evidente inteligencia y en buenas condiciones físicas, y bien parecido además. ¿Por qué vivía en la calle como un desgraciado, en contraste con la buena fortuna de un W. Mitchell, mucho más desfavorecido en apariencia en lo relativo a recursos para cambiar su vida? Pero es que Mitchell había crecido en un ambiente que suministraba ejemplos en abundancia, modelos de personas que superaron grandes inconvenientes para lograr una vida feliz. De ahí le venía la fe en sí mismo: «Esto ha sido posible para mí también». En cambio, aquel joven (llamémosle John) se había criado en un ambiente donde no existían tales modelos. Su madre era una prostituta y su padre estaba en la cárcel por haber matado a un hombre. A los ocho años su padre le puso la primera inyección de heroína. Tal ambiente, indudablemente, desempeñaba un papel en cuanto a lo que él consideraba alcanzable (poco más que la mera supervivencia) y cómo conseguirlo: vivir en la calle, robar y tratar de olvidar las penas por medio de la droga. Estaba convencido de que todo el mundo se aprovecha del que no anda ojo avizor, de que nadie aprecia a nadie, y así sucesivamente. Aquella tarde trabajamos con ese hombre y modificamos su sistema de creencias (de la manera que se explicará en el capítulo 6), como resultado de lo cual no volvió a la empobrecedora vida de las calles, y además abandonó la droga. Se puso a trabajar y ahora tiene nuevos amigos y vive en otromedio, en donde sus nuevas creencias le permiten producir nuevos resultados.
El doctor Benjamín Bloom, de la Universidad de Chicago, estudió a un centenar de atletas, músicos y estudiantes de extraordinario éxito. La primera sorpresa fue descubrir que casi ninguno de aquellos jóvenes prodigios había destacado desde el primer momento con grandes relámpagos de brillantez.
En la mayoría de los casos, no obstante, habían sido objeto de atenciones, cuidados y estímulos inhabituales, tras lo cual empezaron a desarrollarse. La creencia en sus posibilidades para descollar fue anterior a cualquier signo manifiesto de un gran talento.
El medio, el ambiente en que uno vive, puede ser el origen más poderoso de las creencias, pero no el único. Pues, si lo fuese, viviríamos en un mundo estático, donde los hijos de los ricos no conocerían sino la prosperidad y los hijos de los pobres no se elevarían jamás por encima de su condición. Pero existen otras experiencias y otras maneras de aprender que también pueden servir de incubadoras para la fe.
Los acontecimientos, grandes o pequeños, pueden dar forma a las creencias. En la vida de toda persona hay acontecimientos inolvidables. ¿Dónde estaba usted el día que asesinaron a John. F. Kennedy? Si tiene usted edad para rememorar el hecho, seguro que recuerda también las demás circunstancias. Para muchas personas fue un acontecimiento que alteró para siempre su modo de contemplar el mundo. De manera semejante, muchos hemos experimentado vicisitudes que no olvidaremos nunca, situaciones que nos causaron tal impresión que permanecerán grabadas para siempre en nuestro cerebro. De esta especie son las experiencias que informan las creencias capaces de cambiar nuestra vida.
Cuando yo tenía trece años, y ante la necesidad de decidir qué iba a hacer en la vida, pensé que me gustaría ser periodista y presentador o informador deportivo. Un día leí en el diario que Howard Cosell iba a firmar ejemplares de su último libro en unos grandes almacenes de la ciudad. Y me dije: si quiero ser presentador deportivo, he de comenzar por entrevistar a los profesionales. ¿Por qué no empezar con el mejor? Así que cuando salí de clase, pedí prestado un magnetófono y mi madre me llevó en coche a los almacenes. Cuando llegué, el señor Cosell ya había terminado y se disponía a marcharse. Tuve pánico, porque además estaba rodeado de periodistas que se disputaban sus últimas declaraciones. Conseguí abrir me paso casi a gatas por entre los periodistas e interpelé al señor Cosell. Hablando a toda prisa, le expliqué a qué venía y le solicité que me dejase grabar una breve entrevista. Howard Cosell accedió y me concedió una entrevista personal, mientras docenas de reporteros se quedaban esperando. Esa experiencia cambió mis convicciones acerca de qué cosas podían hacerse, a qué personas podía uno llegar y cuáles serían las compensaciones por pedir lo que uno deseaba. Animado por el señor Cosell, empecé a escribir en un diario y así empezó mi carrera en el campo de las comunicaciones.
La tercera manera de fomentar las creencias es a través del conocimiento. Una experiencia directa es una forma de conocimiento. Otra manera de obtenerlo es por medio de la lectura, o de las películas, es decir ver el mundo tal como lo han reflejado otras personas. El conocimiento es una de las grandes vías que permiten romper las trabas de un ambiente limitado. Por triste que sea el mundo en que uno vive, al leer sobre los triunfos de otros puede despertársele la fe que le permita triunfar. Robert Curvin, doctor en ciencias políticas, de raza negra, ha escrito en el New York Times cómo cambió su vida el ejemplo de Jackie Robinson, el primer jugador negro que logró alinearse en un equipo de primera división. «Mi devoción hacia él me enriqueció, ya que su ejemplo elevó el nivel de mis aspiraciones».
La cuarta manera en que se crean resultados es a través de nuestros resultados anteriores. El método más seguro de suscitar dentro de uno mismo la fe en la propia capacidad para hacer algo es haberlo hecho antes, aunque sólo haya sido una vez. Sólo con que se triunfe una vez, resulta mucho más fácil consolidar la creencia de que uno podrá repetir ese triunfo. El primer borrador de este libro tuve que escribirlo en un mes para cumplir el plazo de entrega. No estaba seguro de poder hacerlo. Pero cuando me vi obligado a escribir todo un capítulo en un solo día, descubrí que era posible. Y hecho esto una vez, supe que podría volver a hacerlo. Así se formó la convicción que me permitió terminar este libro a tiempo.
El cierre diario de la edición les enseña esto mismo a los periodistas Pocas cosas en este mundo son tan abrumadoras como tener que redactar una crónica completa en una hora o menos, bajo la inminencia del cierre de la edición. Algunos periodistas principiantes le temen a eso más que a ningún otro aspecto de su trabajo. Pero cuando se han visto capaces de hacerlo una o dos veces, quedan convencidos para siempre de que no se trata de un imposible. No es que se vayan haciendo más listos ni que la mente se vuelva más ágil a medida que envejecen en el oficio, sino que una vez armados con la fe de que pueden escribir la crónica dentro de cualquier plazo que se les imponga, resulta que lo consiguen. Lo mismo ocurre con los actores, los hombres de negocios y cualquier otra actividad de la vida. Se ha de tener fe en que uno puede, y ello se convierte en otra «profecía que se cumple así misma».
La quinta manera de establecer creencias consiste en reinventarse mentalmente la experiencia futura como si ya se hubiese realizado. Lo mismo que las experiencias pasadas pueden cambiar las representaciones internas y, por tanto, lo que consideramos posible, también puede servir para ello la experiencia imaginada sobre cómo deseamos que sean las cosas futuras. A esto lo llamo experimentar los resultados por anticipado. Cuando los resultados que uno ve a su alrededor no fomentan un estado potenciador de los propios recursos y de la eficacia, basta imaginar simplemente el mundo tal no uno querría que fuese y ponerse en esa experiencia, ion lo que cambian los estados, las creencias y las acciones. Al fin y al cabo, si como es un vendedor, ¿qué es más fácil, ganar 10.000 dólares o 100.000? La verdad es que resulta más fácil ganar 100.000, y voy a explicar por qué. Si uno se plantea ganar 10.000, en realidad se conforma con ganar apenas lo necesario para llegar a fin de mes. Si ése es su objetivo y si eso es lo que se representa usted a sí mismo mientras trabaja tan duro, ¿cree que va a sentirse animado, poderoso, dueño de sus recursos mientras trabaja? ¿Es tan excitante eso de decirse: «Adelante, muchacho, pongámonos a trabajar que necesito con qué pagar el recibo de la luz»? No sé lo que le parecerá a usted, pero a mí no me serviría para ponerme en marcha.
Pero la venta es la venta. Uno siempre ha de hacer las mismas llamadas, visitar a la misma gente y servir los mismos productos, cualquiera que sea la meta que se haya propuesto. Por tanto, es mucho más sugestivo y motivador salir con la finalidad de ganar 100.000 dólares que 10.000. Y en ese estado de entusiasmo, es mucho más probable que se anime usted a emprender las acciones coherentes que le hagan poner en juego sus mejores recursos, en vez de limitarse a salir para ganarse las lentejas.
Evidentemente, el dinero no es el único motivador suficiente. Pero, cualquiera que sea su objetivo, si se forma usted una imagen mental clara del resultado que desea, y se lo representa como si ya lo hubiera conseguido, se situará en la clase de estado que le ayudará a obtenerlo.
Todos ésos son procedimientos para movilizar la fe. Muchos de nosotros formamos nuestras creencias al azar. Recogemos lo bueno y lo malo del mundo que nos rodea. Sin embargo, he aquí una de las ideas fundamentales de este libro: usted no es una hoja marchita arrastrada por el viento. Usted puede controlar sus creencias y también la manera en que quiera modelar a otros. Puede dirigir conscientemente su vida, y cambiar. Si hay una palabra clave en este libro, es ésa: cambio. Por eso voy a hacerle la pregunta más personal que existe. ¿Qué opina usted acerca de sí mismo y de sus posibilidades? Por favor, haga una pausa, piense y escriba las cinco creencias clave que más le han limitado en el pasado:
1._________
2._________
3._________
4._________
5._________
Ahora escriba una relación de cinco creencias positivas, por lo menos, que podrían servirle para alcanzar los que ahora mismo sean sus máximos objetivos:
1._________
2._________
3._________
4._________
5._________
Una de las premisas en que nos fundamos es que cualquier juicio que uno exprese tiene su momento, y ha de considerarse en relación con la época en que se formula. No es la declaración de una verdad universal, sino algo verdadero únicamente para una persona determinada en un momento determinado. Es susceptible de modificación. Si usted tiene un sistema de creencias negativo, a estas alturas ya sabrá el daño que le ha hecho. Pero es fundamental advertir que los sistemas de creencias no son inmutables, como no lo es la longitud del cabello, la afición a un determinado tipo de música ni la calidad de las relaciones que uno mantenga con una determinada persona. Si lleva usted un Honda y considera que sería más feliz con un Chrysler, un Cadillac o un Mercedes, en sus manos está el cambiar.
Pues bien, las representaciones internas y las creencias funcionan de una manera muy similar. Si no le gustan, puede cambiarlas. Todos tenemos una jerarquía, una escala de creencias. Algunas son básicas, tan fundamentales que seríamos capaces de morir por ellas, como quizá sea el caso de nuestras ideas sobre la patria, la familia o el amor. Pero, en su mayor parte, nuestra vida se rige por creencias sobre posibilidades de éxito o de felicidad que hemos ido espigando inconscientemente durante años. La clave consiste en plantearse esas creencias y comprobar si «colaboran» con nosotros, si van a nuestro favor, si son eficaces y nos suministran recursos.
Hemos hablado de la importancia del «modelado». Para modelar la excelencia hay que empezar por modelar las creencias. Esto será más difícil en algunos casos que en otros, pero si uno sabe leer, oír y pensar, puede modelar las creencias de cualquiera de los triunfadores del mundo. Cuando J. Paul Getty se iniciaba en la vida, se propuso descubrir las creencias de los grandes triunfadores, y luego se dedicó a modelarlas. Usted también puede modelar conscientemente las creencias de este y de otros grandes líderes que han escrito sus autobiografías. Nuestras bibliotecas abundan en soluciones a la pregunta de cómo conseguir prácticamente cualquier resultado que deseemos.
¿De dónde ha sacado usted sus creencias personales? ¿Son las del hombre corriente dela calle? ¿Son las que difunden la radio y la televisión? ¿Son las de quien más habla y más chilla? Si quiere usted triunfar, le aconsejo que escoja sus creencias con atención en vez de andar por ahí como un papel papamoscas, recogiendo cualquier creencia que se le quede pegada. Es importante darse cuenta de que los recursos que movilizamos y los resultados que obtenemos forman parte de un proceso dinámico que empieza por la fe. Dicho proceso podría representarse por medio del diagrama de la página siguiente.
Imaginemos a un individuo convencido de que no sirve para una cosa determinada. Digamos que se ha convencido a sí mismo de que es mal estudiante. Con esta expectativa de fracaso, ¿qué proporción de su potencial será capaz de movilizar? No mucha, puesto que ya se ha dicho a sí mismo que «no sabe». Si empieza con una perspectiva de esa clase, ¿que tipo de acciones emprenderá probablemente? ¿Serán seguras, enérgicas, congruentes y afirmativas? ¿Reflejarán su potencial verdadero? No es probable. Cuando uno está convencido de que va a fracasar, ¿por qué razón iba a emprender un gran esfuerzo? Así pues, esa persona ha empezado con un sistema de creencias que subraya lo que no puede hacer, sistema que consecuentemente le comunica al sistema nervioso la orden de reaccionar de una manera determinada. Se ha movilizado una proporción muy reducida del potencial y se emprenden acciones titubeantes y poco firmes. ¿Qué resultados pueden derivarse de todo eso? Mediocres, probablemente y en el mejor de los casos. ¿Y cómo afectarán esos resultados mediocres a las creencias en lo tocante a futuros intentos? Muy posiblemente reforzarán las creencias negativas que estuvieron en el origen de la cadena. Si eso es una fórmula para el éxito, los Raiders de Los Ángeles son un conjunto de ballet clásico.
Tenemos ahí una clásica espiral descendente. El fracaso llama al fracaso. Las personas infelices y cuya vida «está rota», como suele decirse, han estado tanto tiempo privadas de los resultados que desean, que ya no creen ser capaces de producirlos. Por tanto, es poco o nada lo que hacen para movilizar su potencial; más bien procuran descubrir la manera de quedarse tal como están haciendo el mínimo esfuerzo posible. De tales acciones, ¿qué resultados pueden desprenderse? Obviamente, resultados míseros que sólo sirven para quebrar todavía más su fe, si es que eso aún es posible.
La buena madera no crece con facilidad; cuanto más fuerte el viento, más vigorosos los árboles.
J. WILLARD MARRIOTT
Consideremos la cuestión desde otro punto de vista. Digamos que empieza usted con grandes esperanzas. O más que grandes esperanzas: usted cree, con todas las fibras de su ser, que va a triunfar. Si comienza con esa comunicación clara y directa de lo que cree verdadero, ¿qué proporción de su potencial utilizará? Una buena parte, probablemente. ¿Qué clase de acciones emprenderá esta vez? ¿Se forzará de mala gana a realizar un intento desmayado? ¡Desde luego que no! Usted está animado, lleno de energía, ve grandes posibilidades de éxito, ataca con toda la artillería. Al dedicar un esfuerzo de esta categoría, ¿qué resultados se producirán? Es más probable que sean bastante buenos. ¿Y cómo influye esto en su confianza de poder obtener grandes resultados en el futuro? Es todo lo contrario del círculo vicioso que describíamos antes. En este caso el éxito llama al éxito y genera más éxito. Y cada triunfo crea más fe y más vigor para triunfar a una escala todavía más amplia.
Pero, ¿no fracasan a veces los triunfadores? Sin duda. ¿Se garantiza el resultado con sólo la creencia afirmativa? Claro que no. Si alguien le asegura tener la fórmula mágica que garantiza el éxito perpetuo e infalible, será mejor que se tiente usted la billetera y eche a andar en sentido opuesto. Pero la historia nos proporciona numerosos ejemplos de cómo cuando los protagonistas logran mantener el sistema de creencias que les daba fuerza, vuelven a intentarlo poniendo en ello toda su capacidad de acción y los recursos necesarios para triunfar al fin sobre las contrariedades. Abraham Lincoln perdió varias elecciones importantes, pero siguió creyendo en sus posibilidades de triunfo a largo plazo. Salía reforzado de sus victorias y se negaba a dejarse desanimar por las derrotas. Todo su sistema de creencias estaba orientado hacia la excelencia, y finalmente la alcanzó, y con ello cambió la historia de su país.
A veces no hace falta tener una fe tan tremenda para triunfar en algo. En ocasiones, los individuos producen resultados sobresalientes sencillamente porque ignoraban que la cosa fuese difícil o imposible. Es decir que a veces basta con la ausencia de convicciones limitativas. Tomemos por ejemplo, el caso de un joven que se durmió durante la clase de matemáticas y no despertó hasta que el timbre señaló el final de la lección. Entonces vio que habían apuntado dos problemas en la pizarra y los copió, en la creencia de que eran los deberes para el día siguiente. Una vez en casa trabajó todo el resto del día y toda la noche. No pudo resolver ninguno de los dos, pero siguió intentándolo durante el resto de la semana. Por último logró solucionar uno y presentó su trabajo al profesor. Éste se quedó atónito, pues resultó que se trataba de un enigma hasta entonces considerado irresoluble. Si el alumno lo hubiera sabido, seguramente no se habría dedicado a resolverlo. Pero como no se había dicho a sí mismo que aquello no pudiera hacerse (sucedió en realidad todo lo contrario: se convenció de que tenía el deber de resolverlo), por eso logró encontrar la manera de resolverlo.
Otro modo de cambiar nuestras creencias consiste en vivir una experiencia que las refute. Por eso realizamos la práctica de andar sobre las brasas. A mí no me importa que la gente aprenda a caminar sobre brasas, pero sí que aprendan que pueden hacer cosas aunque las tuvieran por imposibles. Cuando uno se ve capaz de hacer lo que antes creía imposible, por fuerza ha de reconsiderar todo su sistema de creencias.
La vida es al mismo tiempo más sutil y más complicada de lo que muchos creen. Así que, si no lo ha hecho todavía, revise sus creencias y decida cuáles le conviene cambiar en seguida y en qué sentido le conviene cambiarlas. He aquí, mi próxima pregunta: la figura que viene a continuación, ¿es cóncava o convexa?
Qué pregunta más tonta, ¿verdad? Depende de cómo se mire.
La realidad para usted es la realidad que usted crea. Si tiene representaciones internas o creencias positivas, será porque usted las ha creado así. Y si son negativas, también son obra de usted. Las creencias que fomentan la excelencia son muchas, pero yo he seleccionado siete que me parecen especialmente importantes, y las llamo…