El poder de la precisión
El lenguaje humano es como un caldero cuarteado
que hacemos resonar para que baile el oso,
al mismo tiempo que intentamos conmover las estrellas.
GUSTAVE FLAUBERT
Alguna vez habrá oído usted palabras que le sonaron como mágicas. Quizá fue un discurso, como el famoso «He tenido un sueño» de Martin Luther King; quizá fueron unas palabras de su padre, o de su madre, o de su maestro preferido. Todos recordamos ocasiones en que alguien habló con tanta fuerza, precisión y resonancia que sus palabras se quedaron con nosotros para siempre. «Las palabras son la droga más poderosa de la humanidad», dijo una vez Rudyard Kipling. No olvidamos esas ocasiones en que las palabras tuvieron un carácter mágico, totalmente absorbente.
En su estudio sobre los triunfadores, John Grinder y Richard Bandler descubrieron muchos atributos comunes. Uno de los más importantes era la facultad de comunicarse con precisión. Un gerente ha de saber gestionar las informaciones para tener éxito. Bandler y Grinder hallaron que los mejores dirigentes poseían cierto genio para ir rápidamente al grano de un cúmulo de informaciones y participar a los j demás lo que habían aprendido. Tendían a utilizar las palabras y las frases clave para comunicar sus ideas más importantes con gran exactitud.
También tenían presente que no necesitaban saberlo todo. Distinguían entre lo que necesitaban saber y lo que no, y se limitaban a lo primero. Bandler y Grinder observaron también que ciertos terapeutas sobresalientes, como Virginia Satir, Fritz Perls y el doctor Milton Erickson utilizaban ciertas frases, siempre las mismas, que en ocasiones les permitían obtener resultados inmediatos con los pacientes, es decir en una o dos sesiones y no en uno o dos años.
No deben sorprendernos estos descubrimientos de Bandler y Grinder. Recordemos que «el mapa no es el territorio». Las palabras que usamos para describir experiencias no son las experiencias mismas. Son sólo la mejor representación verbal que hemos sido capaces de dar de ellas. Es lógico, pues, que una de las medidas del éxito sea la exactitud y la concisión con que nuestras palabras transmiten lo que deseamos, es decir con qué aproximación el mapa describe el territorio. Así como recordamos las veces que las palabras actuaron sobre nosotros con un poder mágico, también recordamos otras en que nuestra comunicación se estropeó irremediablemente, en que estuvimos fuera de onda. Tal vez creíamos decir una cosa, pero nuestro oyente entendió la contraria. Y lo mismo que un lenguaje exacto tiene la propiedad de hacer que los individuos vayan en la dirección correcta, un lenguaje negligente puede también inducirlos a error. «Si el pensamiento corrompe el lenguaje, también éste puede corromper el pensamiento», escribió George Orwell, cuya novela 1984 se basa justamente en ese principio.
En este capítulo conoceremos los medios que le ayudarán a comunicarse con precisión y eficacia no sospechadas hasta ahora. Aprenderá usted cómo guiar a otros hacia el mismo resultado. Son herramientas verbales sencillas que cualquiera puede usar para cortar a través de la faramalla u hojarasca verbal y la distorsión que nos envuelven casi a todos. Las palabras pueden ser muros, pero también puentes. Hay que usarlas para unir a la gente, no para dividirla.
A mis alumnos les explico que voy a enseñarles cómo conseguir cuanto quieran. Luego les hago encabezar una hoja de papel con estas palabras: «Para conseguir todo lo que quiera». Y cuando culmina la expectación, les revelo la fórmula mágica.
Para conseguir todo lo que quiera. «Pedirlo —les digo—. Fin de la lección».
¿Es una broma? No. Cuando les digo: «Pedirlo», no quiero decir que lloriqueen ni que supliquen o se quejen y se humillen. No hay que esperar regalos ni cumplidos ni caridades, ni pedir que otros hagan nuestro trabajo por nosotros. Lo que quiero decir es que hay que aprender a pedir con inteligencia y con precisión. En el capítulo anterior el lector se iniciaba en el arte de saber qué hacer una vez formulados concretamente los desenlaces, los objetivos y las actividades a perseguir. Ahora es cuestión de hacerse con unas herramientas verbales más específicas. Son las cinco normas para pedir con inteligencia y precisión.
1. Pida concretamente. Debe describir lo que quiere, tan to a sí mismo como a un interlocutor. ¿Qué altura, qué distancia, qué tanto? ¿Cuándo, dónde, cómo, con quién? Si quiere usted un préstamo para su negocio, lo conseguirá… si sabe pedirlo. No lo conseguirá si va diciendo: «Necesitamos algo de dinero para promocionar una nueva línea de productos. ¿Puede prestarnos un poco?». Tiene que definir exactamente lo que necesita, por qué y cuánto. Tiene que demostrar cómo va a ser capaz de hacerlo producir. En nuestros cursillos de definición de objetivos, la gente siempre dice que quiere algo de dinero. Entonces voy y les doy unas monedas de poco valor. Puesto que piden, se les concede, pero como no pidieron inteligentemente, no obtienen lo que necesitaban.
2. Pida a quien pueda ayudarle. Pedir concretamente no basta; hay que pedir a quien posea concretamente los recursos (los conocimientos, el capital, la sensibilidad o la experiencia en los negocios). Digamos que tiene usted desavenencias conyugales. La relación se desintegra. Usted decide hablar con el corazón en la mano. Usted procura ser tan concreto y sincero como resulte humanamente posible. Pero si busca la ayuda de alguien cuyas relaciones se encuentren en un estado tan lamentable como las de usted, ¿habrá adelantado algo? Claro que no.
Lo de hallar la persona adecuada a quien dirigir nuestra petición nos retrotrae a la importancia de aprender a distinguir cuándo estamos acercándonos a la meta u objetivo. Cualquier cosa que uno desee (mejores relaciones, un empleo más satisfactorio, un programa mejor combinado para invertir los ahorros), otro lo tiene o lo está haciendo ya. El truco estriba en descubrir a esos otros y modelar lo que hacen bien. Muchos nos dejamos persuadir por un oráculo de bar, entre dos copas. Encontramos un oído dispuesto a escucharnos y creemos que eso puede traducirse en resultados. No será así, salvo cuando la disposición para escuchar vaya acompañada de experiencia y conocimientos.
3. Hay que crear un valor para el destinatario de nuestra petición. No crea que nadie va a darle algo a cambio de nada. Averigüe primero cómo interesar a su interlocutor. Si tiene una idea comercial y necesita dinero para ponerla en marcha, una manera de obtenerlo es encontrar a alguien que pueda ayudar y al mismo tiempo beneficiarse. Demuéstrele que su idea representa dinero para usted y también para él. Aunque no siempre es obligado que dicho valor sea así de tangible. Si alguien viniera a verme y me dijera que necesitaba diez mil dólares, probablemente le contestaría: «¡Toma! Y yo, y todo el mundo». Si ese alguien me dijera que necesitaba el dinero para mejorar la vida de otras personas, tal vez me dispondría a escucharle. Y si me demostrase concretamente cómo planeaba ayudar a otros y crear valores para ellos, yo procuraría entender cómo ayudándole a él se creaba también un valor para mí mismo.
4. Pida con fe concentrada y coherente. La mejor garantía del fracaso es un mensaje cargado de ambivalencia. Si no está convencido de lo que pide, ¿a quién conseguirá convencer? Por tanto, cuando pida, hágalo con absoluta convicción. Exprésela en sus palabras y en su fisiología. Sepa demostrar que está seguro de lo que quiere, seguro de que va a triunfar y seguro de que su proposición interesa no sólo a usted mismo sino también a quien le escucha.
En ocasiones, uno hace las cuatro cosas a la perfección. Uno pide cosas concretas, se las pide a quien está en condiciones de ayudar, sabe interesar a quien recibe la petición, lo pide coherentemente, y sin embargo no obtiene lo que pide. Esto ocurre porque se omite un quinto detalle. No ha pedido «hasta que». Es la quinta parte, y la más importante, en eso de pedir con inteligencia.
5. Pedir basta que se obtiene lo pedido. Lo cual no significa pedir una y otra vez a la misma persona. Ni pedir siempre de la misma manera. Recordemos que la Fórmula del Éxito Definitivo dice que es preciso desarrollar una agudeza sensorial que nos revele si vamos bien encaminados, así como la flexibilidad necesaria para cambiar. En consecuencia, cuando usted pide, debe cambiar y adaptarse hasta obtener lo que desea. Cuando se estudian las vidas de los triunfadores aparece siempre la perseverancia en pedir, en repetir los intentos de mil maneras distintas… porque ellos sabían que tarde o temprano darían con alguien capaz de satisfacer sus necesidades.
¿Cuál es la parte más difícil de la fórmula? Para muchos, lo de pedir concretamente. No vivimos en una cultura que prime la exactitud en las comunicaciones, lo cual quizá sea uno de nuestros mayores defectos culturales. La lengua refleja las necesidades sociales. En el idioma esquimal existen varias docenas de palabras para designar la palabra «nieve». ¿Por qué? Pues porque un esquimal eficaz necesita hacer muchas distinciones sutiles entre diferentes clases de nieve. Está la nieve que puede hacernos caer en un agujero, la nieve que sirve para construir el iglú, la nieve buena para que corran los perros, la nieve fácil de fundir para hacer agua. Yo soy de California, donde apenas la vemos nunca, de manera que para mí es «la nieve» y basta.
Muchas de las frases y palabras que utilizamos en nuestra cultura tienen poco o ningún significado concreto. A estas expresiones generales, no basadas en ninguna percepción detallada, yo les llamo «hojarasca». No son oraciones descriptivas; yo diría que se trata más bien de conjeturas. Es hojarasca decir: «María parece deprimida» o «María tiene cara de cansada», y más aún decir: «María está deprimida» y «María está cansada». Lo concreto es decir: «María es una mujer de treinta y dos años de edad de ojos azules y cabello castaño, que está sentada a mi derecha. Se ha recostado en el sillón, bebe un refresco de régimen y tiene la mirada vaga y la respiración superficial». Ésa es la diferencia entre la descripción exacta de unas circunstancias verificables y el hacer suposiciones sobre cosas que nadie puede ver. El que habla no puede saber lo que está ocurriendo en la mente de María, pero tiene un mapa y cree reconocer la experiencia por la que ella está pasando.
El hombre no dejará expediente por ensayar con tal de eludir el verdadero trabajo de pensar.
THOMAS EDISON
El dar las cosas por sabidas es el distintivo del comunicador perezoso. Y es uno de los errores más peligrosos que uno puede cometer en el trato con los demás. Un buen ejemplo es el caso del reactor nuclear de Three Mile Island. Según informó el New York Times, muchos de los problemas causantes del accidente que obligó a cerrar la central habían sido descritos ya en comunicados interiores. Como confesaron luego los funcionarios de la compañía, todos dieron por supuesto que alguien estaría encargándose del asunto. En vez de dar los pasos directos, es decir preguntar concretamente por el responsable y averiguar concretamente si se estaba haciendo algo, supusieron que alguien, en alguna parte, haría lo que hiciera falta. Y el resultado fue uno de los peores accidentes nucleares de la historia de los Estados Unidos.
Nuestro lenguaje consta en gran parte de generalizaciones imprudentes y de suposiciones. Ese descuido en la expresión puede llegar a vaciar de contenido real casi todas nuestras comunicaciones. Si la gente nos dice con precisión lo que le preocupa concretamente, y nosotros entendemos lo que piden, se podrá hacer algo. Pero si usan palabras vagas y generalizaciones, se pierde uno en la neblina mental. La clave para la eficacia en las comunicaciones consiste en despejar esa neblina, en aventar esa hojarasca.
Son múltiples los procedimientos mediante los cuales saboteamos la comunicación verdadera cuando usamos un lenguaje descuidado y abusivamente generalizado. Si quiere usted dialogar con eficacia, debe estar preparado para la aparición de la hojarasca y saber formular preguntas que permitan extraer la mayor cantidad posible de información útil. Cuanto más se acerque a una representación completa de la experiencia interna del interlocutor, mayores serán las probabilidades de obtener un cambio.
Un sistema para aventar la hojarasca verbal es el llamado «modelo de la precisión». Su mejor descripción gráfica es la regla de las dos manos. Tómese unos cuantos minutos para memorizar el diagrama. Levante las dos manos al mismo tiempo y hacia la parte alta y a la izquierda de su campo visual, para favorecer el almacenamiento de esa información óptica. Fíjese en los dedos, uno a uno, y repita una y otra vez las palabras correspondientes, primero los de una mano y luego los de la otra. Hecho esto, vea si al elegir un dedo cualquiera recuerda inmediatamente la palabra o la frase que le corresponde. Persevere y apréndase la regla hasta que las asociaciones se presenten automáticamente.
Ahora que estas palabras y frases se han grabado en su mente, vamos a explicar lo que significan. El modelo de la precisión es una guía para eludir algunas de las trampas más habituales del lenguaje. Es un mapa de algunos de los callejones sin salida más peligrosos en que suele meterse la gente. La intención estriba en reconocerlos en seguida cuando se presentan, y reconducirlos en un sentido más conveniente. De esta manera podremos diagnosticar las distorsiones, las supresiones y las generalizaciones de nuestros interlocutores, sin dejar de mantener una comunicación con ellos.
Empecemos por los dos meñiques. El derecho, como usted recordará, lleva la palabra «universales». El izquierdo, las palabras «todos, siempre, nunca». Los juicios universales están muy bien… siempre y cuando sean verdaderos. Si dice usted que todos los humanos necesitan el oxígeno o que todos los maestros del colegio de su hijo son licenciados universitarios, ha expresado unos hechos. Pero es más frecuente que los juicios universales sirvan para perderse en plena hojarasca. Uno ve un grupo de chicos que alborota en la calle y dice: «Esos muchachos de hoy no tienen educación». O tiene problemas con uno de sus empleados y lo comenta así: «No sé para qué le pago un sueldo a toda esa gente. No trabajan nunca». En ambos casos, y la mayoría de las veces que formulamos juicios universales, hemos saltado de una verdad limitada a una falsedad generalizada. Esos muchachos tal vez fuesen unos alborotadores, pero no todos los chicos lo son; algún empleado quizá sea un inepto, pero no todos lo son. Así que, la próxima vez que oiga una generalización así, acuda al modelo de la precisión. Repita la oración poniendo énfasis en el adjetivo o el adverbio universalizante.
«Todos los chicos son unos mal educados.» Pregúntese: «¿Todos?».
«Bien, supongo que no. Ésos sí lo eran.»
«Los empleados nunca trabajan.» Usted dirá: «¿Nunca?».
«En fin, tal vez no. Ése es la oveja negra, pero quizá no se pueda decir lo mismo de los demás.»
Considere ahora los dos anulares y las proposiciones restrictivas «debo, no debo, puedo, no puedo». Cuando alguien nos dice que no puede hacer algo, ¿qué señal envía a su cerebro? Una señal limitativa, en virtud de la cual, evidentemente, no podrá. Nunca faltan explicaciones cuando les preguntamos a las personas por qué no pueden hacer una cosa o por qué han de hacer algo que no desean. La manera de romper ese círculo vicioso consiste en preguntar: «¿Qué pasaría si fuese usted capaz de hacerlo?». De este modo se pone sobre el tapete una posibilidad que hasta ese momento pasaba desapercibida; ahora nuestro interlocutor pasará a considerar tanto las derivaciones positivas como las negativas de la actividad en cuestión.
El mismo proceso actúa para usted en el diálogo interno. Cuando se dice a sí mismo: «No puedo», lo que debe preguntarse en seguida es: «¿Qué pasaría si pudiera?». La respuesta sería una lista de acciones y sensaciones positivas, estimulantes. Crearía nuevas representaciones de posibilidades y de ahí nuevos estados y nuevos resultados posibles. Sólo con hacerse esa pregunta empieza a cambiar nuestra fisiología y nuestro pensamiento, haciendo que el propósito sea más factible.
Además, podría usted preguntarse: «¿Qué me impide hacerlo ahora?», con lo cual se pondría de manifiesto lo que debe cambiar concretamente.
Pasemos ahora a sus dedos medios, que representan los verbos y la pregunta «concretamente, ¿cómo?». Recordemos que nuestro cerebro necesita señales claras para actuar con eficacia. La hojarasca verbal y la hojarasca mental lo embotan. Cuando alguien dice: «Me encuentro deprimido», no hace sino describir un estado que padece, pero no nos cuenta nada concreto. Hay que aventar ese estado pasivo aireando la hojarasca. Cuando alguien dice que está deprimido, pídale que diga concretamente cómo y cuál es la causa específica.
Para obtener precisiones útiles, a menudo hay que pasar a otra parte del modelo de la precisión. Ante la petición de concretar, su interlocutor quizá diga: «Estoy deprimido porque siempre me sale todo mal en mi trabajo». ¿Cuál es ahora la pregunta siguiente? ¿Es verdadera la sentencia universal? Probablemente, no. De manera que usted insistirá: «¿Le sale todo mal siempre?». A menudo la respuesta será: «Bueno, en fin, no siempre». Al aventar la hojarasca y pasar a lo concreto, usted ha enfilado el buen camino para identificar el problema real y tratar de solventarlo. Lo más común será que su interlocutor haya cometido algún error de pequeña importancia, el cual convierte simbólicamente en un gran fracaso que sólo existe en su mente.
Ahora junte los índices, que representan los nombres y la pregunta: «¿Quién concretamente o qué concretamente?». Siempre que oiga nombres (personas, lugares o cosas) en una frase generalizada, responda con otra frase que incluya un «quién (o qué) en concreto». Es lo mismo que hicimos con los verbos para pasar de la hojarasca imprecisa al mundo real. No se puede hacer nada con una neblina de generalizaciones que sólo existe en la cabeza de alguien. Hay que operar sobre el mundo real.
La indefinición en los nombres es hojarasca de la peor especie. Cuántas veces habrá oído decir: «No me comprenden» o «No quieren darme una oportunidad». Pues bien, ¿quiénes son «ellos» en concreto? Si nos hallamos en una organización grande, alguien debe tomar probablemente una decisión. Así que, en vez de dejarnos aprisionar en ese reino nebuloso dominado por unos «ellos» que no comprenden, hemos de encontrar la manera de tratar con la persona real que toma las decisiones reales. La referencia a unos «ellos» no concretados puede ser la peor manera de eludir la cuestión. Cuando no se sabe quiénes son «ellos» se siente uno desvalido e incapaz de dominar la situación. Fijarse en lo concreto es la manera de recuperar el control.
Si alguien dice: «Su plan no funcionará», hay que averiguar qué es concretamente lo que no convence. Una oposición cerrada por el estilo de: «Pues yo le digo que sí funcionará» no sirve para continuar el diálogo ni resolverá la situación. A menudo lo que se ha puesto en tela de juicio no es todo el plan, sino una pequeña parte del mismo. Si trata de reformar todo su plan se verá en el trance de un piloto que vuela sin radar; es posible que lo modifique todo menos aquello que constituía el problema. En cambio, al concretar el problema y trabajar sobre él nos ponemos en condiciones de aportar un cambio válido. Recuerde que el mejor mapa es el que más se aproxima al territorio real. Por ello, cuanto más sepamos acerca de la constitución del territorio en sí, mejores serán nuestras posibilidades de cambiarlo.
Por último, juntemos nuestros pulgares, que representan la última parte del modelo de la precisión. Uno de los pulgares dice: «Demasiado, demasiados, demasiado caro»; el otro dice: «Demasiado, ¿comparado con qué?». Cuando decimos: «Demasiado, demasiados, demasiado caro» empleamos otra forma de supresión, a menudo basada en alguna construcción arbitraria que fuera de nuestro cerebro no tiene ningún fundamento. Como si alguien dijera que más de una semana de vacaciones es demasiado tiempo lejos del trabajo, o que el ordenador doméstico de 300 dólares que le ha pedido su hijo es demasiado caro.
Podemos refutar tales generalizaciones por medio de una comparación. Dos semanas lejos de su trabajo pueden ser lo oportuno si vuelve usted completamente relajado y en condiciones de rendir más. Ese ordenador doméstico quizá sea demasiado caro si opina usted que no ha de servir para nada; pero si lo considera como un valioso útil didáctico, quizá valga el equivalente de muchos miles de dólares. Para que esos juicios puedan formularse racionalmente se necesita un punto de comparación válido. Con el tiempo descubrirá usted que cuando haya empezado a utilizar el modelo de la precisión, lo aplicará en todo momento y con la mayor naturalidad.
Algunas veces, por ejemplo, alguien me dice: «El cursillo de usted es demasiado caro», y cuando yo contesto: «¿Comparado con qué?», tal vez replique: «Comparado con otros cursillos a los que he asistido».
Entonces trato de averiguar a qué cursillos se refiere concretamente y le pregunto sobre uno de ellos.
—¿En qué se parece ese cursillo al mío, concretamente?
—Pues… no se parece, en realidad —contesta.
—Qué interesante. ¿Qué pasaría si pensara usted que mi cursillo verdaderamente merece el tiempo y el dinero que le dedica?
El ritmo de la respiración de mi interlocutor cambia. Sonríe y dice:
—No sé… Supongo que me sentiría mejor.
—¿Qué puedo yo hacer concretamente para ayudarle a sentirse de esa manera en mi cursillo, ahora mismo?
—Bien, pues si dedicase más tiempo a tal y tal tema, seguramente conseguiría que me sintiera mejor.
—De acuerdo. Así que si dedico más tiempo a ese tema, ¿consideraría que el cursillo vale su tiempo y su dinero?
Mi interlocutor asiente. ¿Qué ha ocurrido durante este diálogo? Hemos localizado los puntos concretos, del mundo real, que necesitábamos para entendernos. Hemos pasado de una cadena de generalizaciones a una cadena de detalles concretos. Y una vez llegados a esta coyuntura, podremos abordarla de manera que resuelva la cuestión. Así ocurre en casi todos los tipos de comunicaciones. El camino del entendimiento está empedrado de informaciones concretas.
En los próximos días empiece a fijarse en la manera de expresarse de los demás. Juegue a detectar cosas tales como juicios universales y verbos y nombres no concretados. ¿Qué diría usted para rebatirlos? Encienda el televisor y vea una entrevista. Observe la hojarasca que se utiliza por ambas partes, y dígale al televisor lo que usted preguntaría al efecto de obtener informaciones concretas y útiles.
He aquí otros patrones habituales que conviene vigilar. Evite calificativos como «bien», «mal», «mejor», «peor» o cualesquiera otros que indiquen algún tipo de evaluación o de juicio. Cuando oiga frases como «Ésa es una mala idea» o bien «Lo mejor es comerse todo lo del plato», usted puede replicar: «¿Bajo qué criterio?» o «¿Cómo lo sabe?». A veces la gente hace comentarios que vinculan una causa con un efecto, como por ejemplo: «Sus comentarios me sacan de mis casillas», o «La observación de usted me hizo recapacitar». Ante esto, ya sabe que debe preguntar: «¿Por qué dice que X produce Y, en concreto?», y será usted un mejor comunicador y un mejor modelador.
Hay que desconfiar también de las pretensiones de clarividencia, como cuando alguien dice: «Estoy seguro de que me quiere» o «Está usted pensando que no le creo». Es el momento de preguntar: «¿Cómo lo sabe?».
Queda por aprender un último patrón algo más sutil, lo cual es una razón excelente para prestarle más atención. ¿En qué se parecen las palabras «atención», «declaración» y «raciocinio»? Son vocablos, en efecto, pero no los encontraremos en el mundo exterior. ¿Quién ha visto nunca una atención? No es una persona, un lugar ni una cosa. Deriva en realidad de un verbo, ya que designa la acción y efecto de atender; son verbos sustantivados. Al oír uno, es inmediato el querer restituir la acción de la que procede…, lo cual suministra el poder para reconducir y cambiar la experiencia. Cuando alguien dice: «Quiero cambiar mi experiencia», reconduciremos esa expresión preguntando: «¿Qué desearía experimentar?». Y si responde: «Necesito amor», se contestará con: «¿Cómo desea ser amado?» o «¿Qué es lo que quiere amar?». ¿Hay una diferencia de concreción entre estas dos variantes? Por supuesto.
Hay otras dos maneras de dirigir las comunicaciones mediante preguntas adecuadas. Una es el «enfoque del resultado». Si le pregunta usted a otra persona acerca de lo que le preocupa o le ha salido mal, escuchará una larga disertación sobre el tema pedido. Pero si le pregunta: «¿Qué desea en realidad?» o «¿En qué sentido le gustaría cambiar las cosas?», la conversación, que versaba sobre el problema, se reorienta y pasa a tratar de la solución. En cualquier situación, por desesperada que sea, siempre hay una salida deseable y que interesaría alcanzar. Nuestro objetivo ha de consistir en poner proa a dicha salida y alejarnos del problema.
Esto se consigue mediante las preguntas adecuadas. Son numerosas y en la PNL (Programación Neuro-Lingüística) se conocen como «preguntas resultado»:
«¿Qué es lo que quiero?»
«¿Cuál es el objetivo?»
«¿Para qué estoy aquí?»
«¿Qué deseo para ti?»
«¿Qué deseo para mí?»
¿Otro enfoque importante? Dar preferencia al «cómo» en lugar de preguntarse «por qué». Las preguntas de este último tipo suscitan razones y explicaciones, y justificaciones y excusas. Pero no se saca de ellas, por lo general, ninguna información útil. No le pregunte a su chico por qué tiene dificultades con el álgebra; pregúntele qué necesita para obtener mejores resultados. No es necesario preguntarle a un empleado por qué no consiguió un contrato que a usted le interesaba; pregúntele cómo piensa cambiar para estar seguro de conseguir el próximo. A los buenos comunicadores les importan poco las racionalizaciones sobre porqué algo no salió bien. Las preguntas oportunas le orientarán a usted en esa dirección.
Quiero compartir con usted un último punto, que nos retrotrae a las creencias estimulantes que examinábamos en el capítulo 5 («Las siete mentiras del éxito»). Todas sus comunicaciones con los demás y consigo mismo deben dimanar del principio de que todas las cosas ocurren por algo, y pueden servir para favorecer a los propósitos de usted. Esto significa que su capacidad de comunicación debe reflejar la realimentación (feedback) de informaciones, y no un fracaso. Cuando uno compone un rompecabezas y una pieza no encaja, por lo general no se toma eso como un fracaso ni deja de jugar, sino que lo toma como una información y busca otra pieza que parezca más prometedora. Le conviene aplicar esa misma regla a sus comunicaciones. Siempre hay una pregunta concreta o una frase exacta que transformarán casi cualquier problema en una comunicación. Si aplica usted los principios generales que hemos delineado aquí, sabrá encontrarlas en todas las situaciones («¡Todas las situaciones!»: empiece a aplicar ahora mismo su modelo de la precisión).
En el próximo capítulo vamos a contemplar ese fundamento de toda interacción humana coronada por el éxito. Es la argamasa que mantiene unida a la sociedad, y se llama…