El poder de nuestro estado

Es la mente lo que hace el bien o el mal, lo que hace misero o feliz, rico o pobre.

EDMUND SPENSER

¿Ha tenido usted nunca la experiencia de estar en racha, la sensación de que nada podía fallarle? ¿Una temporada en que todo le sonreía? Quizá fue un partido de tenis, cuando todos los golpes de usted caían dentro de la línea, o durante una reunión de negocios en que siempre supo lo que debía decir. O tal vez fue una ocasión en que usted se sorprendió a sí mismo haciendo algo heroico, o espectacular, de lo que nunca se hubiera creído capaz. Seguramente habrá conocido también la experiencia contraria: los días en que más valía no haberse levantado. Sin duda recuerda usted las veces que falló en cosas que normalmente hace con facilidad, en que todo sale mal, todas las puertas están cerradas y nada tiene arreglo.

¿En qué consiste la diferencia? Uno siempre es la misma persona, y debería poder disponer siempre de todos sus recursos. Así pues, ¿por qué se producen resultados desastrosos unas veces, y fabulosos otras? ¿A qué se debe que incluso los mejores atletas tengan días en que lo hacen todo bien, y otros en que no encestan ni una pelota ni llegan a ninguna base?

La diferencia radica en el estado neurofisiológico en que uno se halla. Hay estados que potencian (como la confianza, el amor, la seguridad interior, la alegría, el éxtasis, la fe), que liberan fuentes inagotables de poder personal. Y hay estados que paralizan (como la confusión, la depresión, el miedo, la angustia, la tristeza, la frustración), y que nos dejan impotentes. Todos tenemos alternativas de estados buenos y malos. Como cuando uno entra en un restaurante y la camarera le recibe con un bufido: «Y usted, ¿qué quiere?». ¿Cree que siempre se comunica así? Puede que sea de esta manera porque tiene una vida llena de dificultades. Pero es más probable que tenga un mal día, o demasiadas mesas que atender, o que la haya ofendido algún cliente. No es mala persona; lo que pasa es que se halla en un estado que la priva de sus recursos. Si pudiera usted modificar dicho estado, cambiaría su comportamiento.

Comprender nuestro estado es la clave para comprender el cambio y para alcanzar la excelencia. Nuestra conducta es el resultado del estado en que nos encontramos. Siempre procuramos hacer lo mejor con los recursos de que disponemos, pero a veces somos nosotros mismos los que nos hallamos carentes de recursos. En mi vida, lo sé, ha habido ocasiones en que, como consecuencia de un estado determinado, he dicho o hecho cosas que luego hube de lamentar, o de las que tuve que avergonzarme. Quizá le haya pasado a usted también. Conviene recordar esas ocasiones cuando alguien le ofende a uno. Así se evoca una sensación de condolencia, en vez de rabia. Al fin y al cabo, como suele decirse, el que vive bajo tejado de vidrio no debe arrojar piedras. Recuerde que una cosa es la camarera y demás individuos, y otra la conducta de ellos. La clave, por consiguiente, está en hacernos dueños de nuestro estado y, por tanto, de nuestro comportamiento. ¿Qué le parecería si bastara con chasquearlos dedos para ponerse a voluntad en el estado más dinámico y genial…, un estado en el que usted se hallaría estimulado, convencido del éxito, vibrante de energía y con la mente aguzada? Pues bien: usted puede.

Cuando haya terminado este libro sabrá cómo ponerse a sí mismo, siempre que lo desee, en un estado de máximo rendimiento y capacidad, y cómo salir de los estados inhabilitantes. Recordemos que la clave del poder es la acción. Mi objetivo consiste en participarle a usted cómo se utilizan los estados que llevan a la acción decisiva, congruente, responsable. En este capítulo veremos lo que son los estados y cómo funcionan. Y sabremos por qué es posible controlarlos de manera que vayan a nuestro favor.

Un estado puede definirse como la suma de los millones de procesos neurológicos que se producen en nuestro interior o, en otras palabras, la suma total de nuestra experiencia en cualquier momento dado. Muchos de nuestros estados ocurren sin ser dirigidos conscientemente por nosotros. Vemos algo, y frente a ello reaccionamos cayendo en un estado determinado, que puede ser de los estimulantes y útiles, o de los incapacitantes y limitativos, pero, en todo caso, la mayoría de las personas poco pueden hacer para controlarlo. La diferencia entre los que fracasan en sus objetivos vitales y los que triunfan, es la que hay entre los que no saben ponerse en un estado afirmativo y los que habitualmente consiguen un estado que contribuye a sus logros.

Casi todos los deseos de las personas hacen referencia a algún tipo de estado. Haga una relación de las cosas que anhela en la vida. ¿Quiere tener amor? Pues bien, el amor es un estado, un sentimiento o emoción, que nos comunicamos a nosotros mismos y percibimos como resultado de ciertos estímulos exteriores. ¿La seguridad? ¿Ser considerado? Son cosas que nosotros mismos nos creamos, estados que producimos en nuestro interior. Quizá le gustaría tener mucho dinero. Pero no será por coleccionar papeletas verdes ilustradas con las caras de diversos personajes notorios del pasado. Lo que usted quiere es lo que el dinero representa para usted: el amor, la seguridad, la libertad, o cualquier otro estado de los que, a su parecer, el dinero puede proporcionar. De manera que la llave del amor, de la alegría, de ese poder que el hombre siempre ha buscado —la posibilidad de ser el dueño de su propia vida—, estriba en saber cómo dirigir sus estados y cómo usarlos.

La primera clave para dirigir su estado y producir los resultados que desea es aprender a dirigir eficazmente su cerebro. A este fin, necesitamos entender un poco mejor cómo funciona. Ante todo, es preciso saber cómo se crean los estados. Desde hace siglos, al hombre le han fascinado los medios capaces de alterar sus estados y, por consiguiente, su experiencia de la vida. Ha ensayado el ayuno, las drogas, las ceremonias rituales, la música, la actividad sexual, determinados alimentos, la hipnosis y la oración. Todas estas cosas tienen su utilidad y sus limitaciones. Ahora, sin embargo, entrará usted en procedimientos mucho más sencillos e igualmente poderosos, e incluso más rápidos y precisos en muchos casos.

Si todo comportamiento es consecuencia del estado en que nos hallamos, no produciremos las mismas comunicaciones y conductas desde un estado que libere todos nuestros recursos, que desde un estado de impotencia. Entonces la pregunta siguiente es: ¿quién crea el estado en que nos hallamos? En el mismo podemos distinguir dos componentes principales: el primero, nuestras representaciones internas; el segundo, nuestras condiciones fisiológicas y el empleo que llagamos de ellas. El cómo y el porqué se representa uno las cosas, además del cómo y el qué se dice uno a sí mismo ante una situación dada, crean el estado en que se encuentra y, por tanto, los tipos de comportamiento que produce.

DANIEL EL TRAVIESO

¿POR QUÉ SERÁ QUE LAS TRAVESURAS NO LO
PARECEN MIENTRAS UNO LAS ESTA HACIENDO?

Por ejemplo: ¿cómo trata usted a su esposa, o esposo, o amante, cuando ella o él vuelven a casa mucho más tarde de lo que prometieron? Pues depende. Es decir, que el comportamiento de usted dependerá mucho del estado en que se encuentre al producirse el retorno de la persona en cuestión, y dicho estado, a su vez, dependerá de las cosas que usted se haya representado en su mente, por lo que toca al motivo de la ausencia. Si durante horas ha imaginado a la persona amada víctima de un accidente, cubierta de sangre, muerta o ingresada en un hospital, cuando la vea aparecer por la puerta la recibirá con lágrimas o con un suspiro de alivio, o con un gran abrazo y le preguntará por los motivos de la tardanza; tal comportamiento sería consecuencia de un estado de preocupación. En cambio, si usted imaginó que el ser amado estaba corriendo una aventura furtiva, o si pasó el rato diciéndose una y otra vez que la tardanza es una muestra del poco aprecio que esa persona siente por los sentimientos o por el tiempo de usted cuando él o ella se haga presente recibirá una acogida muy distinta de la que he descrito antes, pero que asimismo será consecuencia de ese otro estado. Al encontrarle celoso o resentido, aparecerá una gama de comportamiento diferente.

CÓMO CREAMOS NUESTROS ESTADOS Y COMPORTAMIENTOS

Al encontrarle celoso o resentido, aparecerá una gama de comportamiento diferente. La siguiente pregunta obvia es: ¿por qué razón unos individuos se representan las cosas desde un estado de preocupación, mientras otros se plantean representaciones internas que les sumergen en la desconfianza o en el enfado? Son muchos los factores que intervienen en ello. Es posible que hayamos modelado nuestras reacciones a imitación de nuestros padres u otros prototipos, observados en experiencias similares. Por ejemplo, si cuando usted era niño su madre se angustiaba siempre que su padre volvía tarde a casa, quizá tienda a representarse las cosas de una manera similar y a caer en estados de aprensión; pero si su madre solía quejarse de que su padre era un calavera en quien no se podía confiar, quizás haya modelado usted ese patrón de conducta. De esta manera, nuestras creencias y actitudes, nuestros valores y nuestras experiencias pasadas con una persona determinada afectan al tipo de representaciones que nos hagamos acerca del comportamiento de la misma.

En cuanto a nuestra manera de percibir y representarnos el mundo hay otro factor todavía más importante y poderoso, que son las condiciones de nuestra fisiología y los hábitos de uso de ella. Aspectos como la tensión muscular, lo que comemos, cómo respiramos, nuestras posturas, la eficacia general de nuestro funcionamiento bioquímico, influyen grandemente sobre nuestro estado. Las representaciones internas y la fisiología se unen en un bucle de control cibernético; todo lo que afecte a lo uno afectará infaliblemente a lo otro. Por tanto, cambiar los estados implica modificar las representaciones internas y también modificar la fisiología. Si el organismo de uno que está esperando encontrar en casa a su amante/cónyuge/hijo se encuentra en pleno dominio de sus recursos, probablemente el sujeto considerará que la tardanza se debe a un embotellamiento de la circulación, o a haberse entretenido con algún asunto. En cambio, si por otros motivos uno se hallara en condiciones fisiológicas de gran tensión muscular o de suma fatiga, o si padeciera dolores o un nivel bajo de azúcar en la sangre, tendería a representarse las cosas en el sentido de acentuar sus impresiones negativas. ¿No es verdad que cuando usted se encuentra físicamente boyante y fuerte percibe el mundo de otra manera que cuando está cansado o enfermo? Las condiciones fisiológicas cambian verdaderamente el modo en que uno se representa el mundo, y por tanto, cómo lo experimenta. Cuando usted percibe una cosa como difícil o molesta, ¿no es verdad que el cuerpo reacciona en consonancia, poniéndose tenso? Así, esos dos factores, las representaciones internas y la fisiología, se influyen siempre mutuamente para crear el estado en que nos hallamos. Y dicho estado determina la clase de comportamiento que producimos. De donde se deduce que, para controlar y dirigir nuestra conducta, debemos controlar y dirigir nuestros estados, y que para conseguir eso hemos de controlar y dirigir conscientemente nuestras representaciones internas y nuestra fisiología. Imagine usted lo que supondría el ser capaz de controlar al ciento por ciento su propio estado en cualquier momento y circunstancia.

Antes de poder dirigir nuestras experiencias de la vida, hemos de comprender cómo se forman esas experiencias. En tanto que animales mamíferos, los humanos reciben y se representan la información del medio ambiente gracias a unos receptores especializados, los órganos de los sentidos, que nos comunican impresiones ópticas (vista), acústicas (oído), olfativas (olfato), gustativas (gusto) y táctiles (sistema cenestésico). La mayor parte de las decisiones que afectan a nuestro comportamiento procede primariamente de sólo tres de estos sentidos: el visual, el auditivo y el cenestésico.

Estos receptores especializados transmiten los estímulos externos al cerebro. Éste, a través del proceso de generalización, distorsión y supresión, filtra esas señales eléctricas y las transforma en una representación interna.

De este modo la representación interna, la experiencia que tiene uno de un acontecimiento, no es exactamente el suceso en sí, sino una reelaboración interior y personalizada. La mente consciente de un individuo no puede utilizar todas las señales que recibe. Es probable que nos volviéramos locos si tuviéramos que atender conscientemente a los miles de estímulos que recibimos en todo momento, desde la sensación del pulso en el dedo meñique de la mano izquierda hasta las más tenues vibraciones que inciden en nuestro oído. Por ello el cerebro filtra la información y selecciona sólo la que necesita, o la que espera necesitar para uso futuro, dejando que la mente consciente del individuo ignore todo lo demás.

Este proceso de filtrado explica la inmensa variedad de la percepción humana. Dos personas que hayan visto el mismo accidente de circulación tal vez lo cuenten de maneras muy distintas. La una quizá prestó más atención a lo que vio, y la otra a lo que oyó; lo contemplaron desde ángulos diferentes. Y para empezar, en un individuo y en otro los procesos de la percepción se apoyan en fisiologías distintas; el uno quizá tenga una agudeza visual excelente, mientras que el otro se halla en un estado físico deplorable. Puede también que una de esas personas haya sido víctima de un accidente ella misma, por lo que tendrá ya registrada una representación anterior muy nítida. Sea como fuere, las representaciones que se hacen del mismo acontecimiento esos dos testigos pueden ser muy diferentes. Además, esas percepciones y esas representaciones internas distintas se almacenarán a su vez, y constituirán nuevos filtros que ayudarán a configurar las experiencias futuras.

En la PNL se utiliza un concepto importante: «El mapa no es el territorio». Como ha observado Alfred Korzybski en Ciencia y salud mental: «Hay que recordar esa característica importante del mapa. Un mapa no es el territorio que representa, pero si es correcto, su estructura será similar a la del territorio y ésa es la razón de su utilidad». En relación con las personas, esto significa que sus representaciones internas no son la reproducción exacta de un acontecimiento, sino una interpretación filtrada a través de creencias individuales, actitudes, valores y una cosa que se llama «metaprogramas». Tal vez se refería a esto Einstein cuando dijo: «Quien pretenda erigirse como juez en el terreno de la verdad y del conocimiento, naufragará bajo la risa de los dioses».

Puesto que no sabemos lo que son las cosas en realidad, sino sólo cómo nos las representamos a nosotros mismos, ¿por qué no representárnoslas de manera que aumenten las posibilidades nuestras y de otros, en vez de crear limitaciones? La clave para conseguirlo con éxito es la gestión de la memoria: la formación de representaciones que habitualmente crean los estados de mayor potenciación para el individuo. Toda experiencia ofrece varios aspectos que enfocar; hasta el individuo más triunfante puede empezar a plantearse lo que no va bien y caer en un estado de depresión, de frustración o de ira; pero también puede optar por enfocar todo lo que le sale a pedir de boca. Por terrible que sea una situación, siempre cabe la posibilidad de representársela de manera que potencie los propios recursos.

Los triunfadores son quienes más habitualmente acceden a sus estados más fecundos y descollantes. ¿Cuál otra podría ser, si no, la diferencia entre los que triunfan y los que no? Recordemos de nuevo a W. Mitchell. Para él lo importante no fue lo que le ocurrió, sino cómo se representó lo que ocurrió. Pese a verse terriblemente quemado, y luego paralítico, supo hallar la manera de recobrar la plena posesión de sus recursos. No olvidemos que no existe nada inherentemente malo o bueno. El valor está en la representación que nosotros nos formamos. Podemos representarnos las cosas de tal manera que caigamos en un estado positivo, y también podemos hacer lo contrario. Deténgase un momento a recordar algún momento de su vida en que estaba usted cargado de energía y dueño de sus facultades.

Eso es lo que hacemos cuando pasamos el lecho de carbones encendidos. Si ahora yo le pidiera que dejase el libro y caminara sobre un foso lleno de brasas, no creo que fuese corriendo a hacerlo. A usted no le parece que eso sea posible en su caso, y muy posiblemente no dispone de ninguna sensación de aptitud u otro estado de poder relacionado con semejante actividad. Por tanto, no basta con que yo se lo diga para ponerle en el estado que le capacitaría a usted para ejecutar esa acción.

El paseo sobre las brasas les enseña a las personas cómo cambiar sus estados y su comportamiento de tal manera que les capacite para emprender acciones y obtener nuevos resultados, pese a sus temores o cualesquiera otros factores limitativos. Las personas que pasan la hoguera no dejan de ser las mismas que eran cuando entraron por la puerta, convencidas de que, al menos para ellas, caminar sobre brasas era algo imposible. Pero, en el ínterin, han aprendido a modificar su fisiología y a cambiar sus representaciones internas acerca de lo que son capaces de hacer o no, de modo que el andar sobre brasas, que al principio era una cosa terrorífica, se convierte en algo que saben factible para ellas. Han aprendido a ponerse en estado de pleno dominio de sus recursos, y desde dicho estado pueden producir acciones y resultados que antes hubieran creído fuera de su alcance.

El paseo sobre las brasas ayuda a que la gente se forme una nueva representación interna de «lo posible». Si aquello que parecía tan imposible no era más que una limitación mental, ¿qué otras «imposibilidades» serán factibles también? Una cosa es hablar del poder del estado, y otra experimentarlo directamente. Ésa es la función del paseo sobre las brasas: suministrar un modelo nuevo de creencias y posibilidades, y crear en las personas una nueva sensación interna o estado asociado, de manera que funcionen mejor en su vida y puedan hacer cosas que jamás hubieran considerado «posibles» antes. Les demuestra claramente que su comportamiento es el resultado del estado en que se hallan, ya que en un momento, y mediante un pequeño número de modificaciones en la manera de representarse la experiencia a sí mismos, les confiere tal seguridad que se deciden a actuar eficazmente. Evidentemente hay muchos caminos para conseguirlo, sólo que el pasar sobre los carbones encendidos es tan espectacular y emocionante que sus protagonistas raramente van a olvidarlo.

Resulta, pues, que la clave para obtener los resultados que uno desea consiste en representarse las cosas de manera que uno se sitúe en un estado de plenitud tal que, plenamente dueño de sus recursos, pueda asumir acciones de la especie y calidad que se necesita para alcanzar aquellos resultados. De no hacerlo así, por lo general uno ni siquiera llega a iniciar el intento, o como mucho lo realizará a medias y con escasa convicción; los resultados estarán en proporción con el esfuerzo. Si yo le digo a usted: «Vamos a caminar sobre las brasas», los estímulos que le ofrezco, tanto con mis palabras como con mi actitud corporal, pasan al cerebro de usted, donde se forma una representación. Puede que imagine usted a unos salvajes con anillos en las narices, tomando parte en algún rito espantoso, o a reos quemados en la hoguera; en esas condiciones su estado no será muy favorable. Peor sería su disposición si se imaginase a sí mismo con horribles quemaduras en pies y piernas.

En cambio, si usted imaginase a un grupo que toca palmas y baila, y se lo pasa muy bien, si se representase una escena de alegría y euforia totales, se hallaría en un estado muy diferente. Si se representase entonces a sí mismo en el acto de avanzar lleno de fuerza y júbilo, y se dijera: «Sí, decididamente puedo hacerlo», desplazándose en actitud de total auto confianza, entonces todas esas señales neurológicas le pondrían en un estado bajo el cual muy probablemente asumiría la acción y pasaría por encima de las brasas.

Pues ocurre lo mismo con todas las cosas de la vida. Si nos representamos a nosotros mismos que las cosas no van a salir bien, no salen bien. Si nos formamos la representación de que irán a pedir de boca, entonces creamos los recursos internos que necesitamos para producir el estado que, a su vez, nos capacita para obtener resultados positivos. La diferencia entre un Ted Turner, un Lee Iacocca, un W. Mitchell y el común de las personas, es que ellos se representan el mundo como el lugar donde pueden conseguir cualquier cosa que se propongan sinceramente. Como es obvio, por bueno que sea nuestro estado a veces no conseguimos lo que deseábamos. Pero con crear el estado apropiado «maximizamos» las posibilidades, nos aseguramos la mayor eficacia posible en el empleo de nuestros recursos.

Ahora la siguiente pregunta obvia es: si las representaciones internas y la fisiología contribuyen a crear los estados de donde dimana el comportamiento, ¿cómo se determina el comportamiento concreto que adoptaremos en tal o cual estado? Un individuo, si está enamorado, lo expresará por medio de caricias, mientras que otro en igual estado se limitará a manifestarlo de palabra. La respuesta es que cuando nos hallamos en un estado, éste transmite al cerebro diferentes opciones de conducta, el número de las cuales dependerá de nuestros modelos del mundo. Ciertas personas, cuando montan en cólera, tienen un modelo predominante acerca de cómo reaccionar, de modo que tienden a las acciones violentas, si eso fue lo que aprendieron de sus mayores. O quizás hallaron en alguna ocasión que ello les servía para conseguir el fin deseado, y esa experiencia, almacenada en forma de recuerdo, les sirve como patrón de sus reacciones en el futuro.

Todos tenemos una manera de ver el mundo, modelos que configuran nuestras percepciones de lo que nos rodea. Por las personas a quienes conocemos, así como a través de los libros, las películas y la televisión, nos formamos una imagen del mundo y de las posibilidades que éste encierra para nosotros. En el caso de W. Mitchell, una de las cosas que dieron forma a su vida fue el recuerdo de un hombre a quien conoció de niño y que pese a ser paralítico había triunfado en71 sus actividades. Es decir, Mitchell dispuso de un modelo que le ayudó a representarse su situación como algo que no le impediría obtener todos los éxitos que quisiera.

Para poder modelar inspirándonos en otras personas necesitamos descubrir las creencias específicas que les permiten representarse el mundo de una manera que les capacita para actuar con eficacia. Es preciso averiguar con exactitud cómo se representan a sí mismas su experiencia del mundo. ¿Cómo opera visualmente su mente? ¿Qué cosas suelen decir? ¿Qué sienten? Una vez más, si suscitamos en nuestros organismos mensajes exactamente idénticos, podremos producir resultados similares. En eso consiste el «modelado».

Una de las constantes de la vida es que los resultados se están produciendo siempre. Si no es usted quien decide conscientemente qué resultados quiere obtener y no se representa las cosas en consonancia, será entonces algún agente externo (una conversación, un espectáculo televisado, cualquier cosa) lo que condicionará sus estados y dará lugar a comportamientos que quizá no le convengan. La vida es como un río cuyo fluir no se detiene; puede uno verse a merced de la corriente si no emprende acciones deliberadas y conscientes para nadar en la dirección que juzgue más apropiada a sus intereses. Si no siembra usted las semillas mentales y fisiológicas de lo que desee cosechar, automáticamente todo se llenará de malas hierbas. Es decir, si no dirigimos de manera consciente nuestras propias mentes y estados, el medio que nos rodea puede producir estados al azar, y algunos serán indeseables. Y las consecuencias podrían ser desastrosas. Por eso es importante que permanezcamos atentos, día tras día, como guardianes ante las puertas de nuestro cerebro, para saber cómo nos representamos habitualmente las cosas a nosotros mismos. Cultivemos diariamente nuestro jardín.

Uno de los ejemplos más palmarios de los resultados de un estado indeseable es la historia de Karl Wallenda, del grupo de acróbatas The Flying Wallendas. Durante años representó su espectáculo con mucho éxito y sin considerar jamás la posibilidad de un fallo. El peligro de las caídas, sencillamente, no formaba parte de sus esquemas mentales. Pero luego, hace de esto varios años, empezó a comentar con su mujer que se veía a sí mismo cayendo. Por primera vez empezaba a ofrecerse a sí mismo, habitualmente, la representación de una caída. Tres meses después de haberlo mencionado por primera vez, cayó y se mató. Algunas personas dirían que tuvo una premonición. Pero otra interpretación sugiere que comunicó a su sistema nervioso una representación coherente, una señal, poniéndose en tal estado que fomentaba el comportamiento conducente a la caída, creándose por sí mismo tal desenlace. Su cerebro encontró un nuevo camino que seguir, y acabó por seguirlo. Así pues, en la vida resulta crítico enfocar lo que deseamos en contraposición a lo que no deseamos.

Si uno enfoca continuamente todas las cosas malas de la vida, todo lo que no desea y todas las dificultades que podrían presentársele, se pone a sí mismo en un estado que fomenta esa clase de comportamientos y resultados. Por ejemplo, ¿es usted un individuo celoso? No, no lo es. En el pasado quizás haya producido estados de celotipia y el tipo de comportamiento que deriva de aquéllos. Pero usted no es su conducta. Si admite una generalización de esa especie acerca de sí mismo, habrá creado una creencia que gobernará y dirigirá sus actos en el futuro. Recuerde que su conducta resulta de su estado, y que éste resulta de sus representaciones internas y de su fisiología, cosas ambas que puede usted cambiar en cuestión de instantes. Si ha sido celoso en el pasado, esto simplemente significa que se representaba las cosas de una manera que creaba dicho estado. Pero ahora puede representárselas de otra manera y producir nuevos estados, con los comportamientos consiguientes. Recuerde que siempre podemos elegir el modo de representarnos las cosas. Si uno se representa a sí mismo que la persona amada le está engañando, pronto se hallará en un estado de furor e ira. Tengamos en cuenta que ello ocurre incluso sin tener pruebas de que sea cierto, pero uno lo experimenta corporalmente como que si lo fuese, de modo que al regresar la persona amada el coloso se encuentra en estado de desconfianza y furor. En tales condiciones, ¿qué recibimiento le hará a la persona amada? No muy bueno, por lo general. Puede que la insulte o la maltrate de palabra, o se limite a mostrarse de mal humor, exponiéndose, en todo caso, a una reacción vengativa para otra ocasión.

La persona amada, recordémoslo, quizá no hizo nada malo, ¡pero la conducta del celoso, consecuencia de su estado, probablemente le haga desear estar con cualquier otro! Ese es el resultado que usted consigue si es celoso.

Puede usted cambiar esa pintura negativa en imágenes del ser amado metido en un embotellamiento, y ese nuevo proceso le pondrá en tal estado que cuando él o ella llamen a la puerta, usted se comportará de modo que la otra persona notará cuánto la echaba en falta, lo cual reforzará su deseo de estar con usted. A veces puede ocurrir que la persona amada estuviese haciendo realmente lo que uno imaginaba, pero ¿para qué desperdiciar un montón de energías emocionales, antes de estar bien seguro? En la mayoría de los casos probablemente no será cierto, y se habrá hecho mucho daño a ambos, inútilmente.

El antepasado de todo acto es un pensamiento.

RALPH WALDO EMERSON

Si asumimos el control de nuestras comunicaciones con nosotros mismos y suscitamos señales visuales, auditivas y cenestésicas de lo que deseamos, se producirán habitualmente resultados de signo positivo, incluso en situaciones en que las probabilidades de éxito parecían escasas o nulas. Los directivos, entrenadores, padres de familia y motivadores más influyentes y eficaces son los que se representan y representan a otros las circunstancias de la vida de tal modo que transmiten señales triunfales al sistema nervioso incluso cuando los impulsos externos parecerían irremediablemente negativos. Así se mantienen y mantienen a otros en condiciones de total dominio de sus recursos, lo que les permite el esfuerzo hasta que triunfan. El lector seguramente recordará la aventura de Mel Fisher. Es el hombre que se pasó diecisiete años en busca de un tesoro sepultado bajo las aguas del mar, hasta que logró descubrir piezas de oro y plata por valor de más de 400 millones de dólares. En una crónica de prensa sobre este caso, le preguntaban a uno de sus marineros cómo había aguantado tanto tiempo con él. Contestó que Mel, sencillamente, poseía la virtud de infundir entusiasmo a todos. Todos los días Fisher se decía a sí mismo y le aseguraba a la tripulación: «Hoy será el día», y transcurrida la jornada decía: «Mañana será el día». Pero no habría bastado con decirlo; lo decía de modo coherente con el tono de su voz, sus imágenes mentales y sus sentimientos, con lo cual se colocaba todos los días en el estado que le permitió seguir actuando hasta triunfar finalmente. Es un ejemplo clásico de la Fórmula del Éxito Definitivo. Tuvo presente su meta, emprendió la acción, fue viendo lo que le acercaba al resultado… y, si no, ensayó algo diferente, hasta conseguirlo.

Uno de los mejores motivadores que conozco es Dick Tomey, entrenador del equipo de rugby de la Universidad de Hawai. Es un hombre que sabe cómo las representaciones internas de las personas influyen en su rendimiento. Una vez, en un partido contra el equipo de la Universidad de Wyoming, los suyos estaban siendo literalmente barridos. Se llegó al descanso con un 22-0 en contra. Parecía que no hubiera sitio para ellos en la cancha mientras estuviesen allí los de Wyoming.

Es fácil imaginar el estado de ánimo de los jugadores de Tomey cuando bajaron a los vestuarios. Echó una ojeada a aquellas cabezas abatidas y a aquellos rostros desencajados, y se dijo que aquel estado tendría que cambiar, o de lo contrario valdría más no salir a jugar. Estaban físicamente abatidos y con ello se creaba un círculo vicioso sin más salida que la derrota, privados de los recursos que necesitaban para ganar.

Entonces Dick sacó un tablero con una colección de recortes de prensa que había reunido durante varios años. Todos aquellos artículos hablabande equipos que, después de perder por tanteos igual de abultados o más, habían dado la vuelta al resultado en grandes exhibiciones de moral. Hizo75 que sus jugadores leyeran aquellos artículos y logró inspirarles una fe totalmente nueva, una creencia en la posibilidad de rehacerse. Y esa creencia (representación interna) generó en ellos un estado neurofisiológico totalmente distinto. ¿Qué pasó? Pues que el equipo de Tomey jugó la segunda mitad como nunca; los de Wyoming no lograron ni un solo tanto más y el partido acabó en un 22-27'. Lo consiguieron porque él logró cambiar sus representaciones internas, sus creencias acerca de lo que era posible.

No hace mucho viajaba yo en avión con Ken Blanchard, el coautor de El Ejecutivo al Minuto, quien acababa de publicar en la revista Golf Digest un artículo titulado «El Golfista al Minuto». Era reciente su amistad con uno de los mejores entrenadores de golf de los Estados Unidos y, como consecuencia de ello, su juego había mejorado últimamente. Me contó que había aprendido muchas distinciones útiles, pero que le costaba recordarlas todas. Le dije que no necesitaba retener en la memoria tantas distinciones. Y le pregunté si recordaba haberle dado alguna vez un golpe perfecto a la bola. Respondió que sí, desde luego. Acto seguido le pregunté si ello había sucedido muchas veces. De nuevo respondió afirmativamente. Entonces le expliqué cómo la estrategia o manera concreta de organizar sus recursos, evidentemente, estaba ya grabada en su inconsciente. Bastaba con retrotraerse a sí mismo al estado en que se hallaba cuando se veía en condiciones de utilizar toda la información recibida. Dediqué unos cuantos minutos más a explicarle cómo lograr dicho estado y ponerse en marcha a voluntad. (El lector aprenderá esa técnica en el capítulo 17.) ¿Qué pasó? Pues que salió e hizo su mejor recorrido de los últimos quince años, rebajando en quince golpes su marca anterior. ¿Por qué? Porque no hay poder como el del estado de plenitud de recursos. No necesitaba luchar consigo mismo para recordar lo que tocaba hacer. Instantáneamente dominaba todo lo necesario. Hasta entonces sólo le había faltado saber cómo destapar esa fuente.

Recuerde que el comportamiento humano es el resultadodel estado en que uno se encuentra. Si ha logrado alguna vezip icicrto, podrá reproducirlo siempre mediante el procedímiento de asumir las mismas acciones mentales y físicas que entonces. En vísperas de los Juegos Olímpicos de 1984 trabajé con Michael O'Brien, un nadador especialista en la distancia de 1.500 metros libres. Se había entrenado a conciencia, pero tenía la sensación de que no alcanzaba su mejor forma. Se le había formado, por lo visto, una serie de bloqueos mentales, y eso le limitaba. En realidad, albergaba cierto temor al éxito y a sus consecuencias, por lo que se había planteado como objetivo una medalla de bronce, o como mucho de plata. No era el aspirante favorito al oro. Su rival más destacado, George DiCarlo, había vencido a Michael en varias ocasiones.

Pasé con Michael una hora y media, y le ayudé a modelar sus estados de máximo rendimiento; esto es, a descubrir cómo se situó él mismo en sus mejores recursos fisiológicos, lo que se representó, lo que se dijo a sí mismo y lo que sintió durante la única competición en que logró superar a DiCarlo. Nos pusimos a descomponer, una a una, las acciones mentales y físicas que realizaba al ganar una competición. Y asociamos el estado en que se hallaba durante tales ocasiones con un estímulo automático, el disparo que sirve para dar la salida. Descubrí que la vez en que derrotó a George DiCarlo se la había pasado escuchando a Huey Lewis hasta poco antes de empezar la carrera. Así pues, el día de la final olímpica lo hizo todo igual, repitió las mismas acciones de la vez que había ganado, e incluso escuchó una grabación de Huey Lewis momentos antes. Y ganó a George DiCarlo, logrando la medalla de oro con una diferencia superior a seis segundos.

¿Ha visto usted la película The Killing Fields (Los gritos del silencio)? Había en ella una escena terrible, que no olvidaré nunca. Tratábase de un chico de doce o trece años, en medio de un caos horrible y de los desastres de la guerra camboyana. En un momento dado, rabioso de frustración, agarra una ametralladora y abate a una persona. ¿Cómo es posible, se pregunta uno, que un niño de doce años sea capaz de hacer una cosa así? Pues bien, ocurren dos cosas: la primera, que su frustración es tan enorme que hace aflorar la violencia más profundamente escondida en su personalidad; la77 segunda, que vive en una cultura tan empapada de guerra y destrucción, que hacerse con una ametralladora parece una acción perfectamente lícita. Ha visto cómo lo hacían otros, y él lo hace también. Es una escena tremendamente negativa. Yo procuro concentrarme en otros estados más positivos. Pero es un resumen contundente de cómo un estado determinado (bueno o malo) nos lleva a hacer cosas que desde cualquier otro estado quedarían fuera de nuestro alcance. Quiero repetir esto una y otra vez hasta que el lector se sature de ello: el tipo de comportamiento que las personas producen es consecuencia del estado en que se hallan; lo que hagan concretamente partiendo de dicho estado depende de sus modelos del mundo, esto es, de las estrategias neurológicas impresas en ellas. A mí no me era dado conseguir que Michael O'Brien ganase el oro olímpico. Era él quien había trabajado durante la mayor parte de su vida para adquirir las estrategias, las reacciones musculares y todo lo demás. Lo que sí estaba a mi alcance era detectar de qué manera apelaba él a sus recursos más eficaces, a sus estrategias de triunfo, para conseguir que esto aflorase a voluntad y en el momento clave en que le hiciese falta.

La mayoría de los individuos hacen muy poco para dirigir conscientemente sus estados. Se levantan deprimidos o con buen pie; una buena mañana los anima, o una mala los hunde. En todos los campos, lo que distingue a la gente es la eficacia con que invocan sus recursos. Esto se revela con la máxima claridad en el atletismo. Nadie gana siempre, pero existen ciertos atletas que disfrutan dela capacidad de aprovechar todos sus recursos casi a voluntad, y están casi siempre a la altura de la ocasión. ¿Cómo consigue Reggie Jackson tantos puntos en béisbol? ¿Qué motiva el increíble acierto de jugadores como Larry Bird o de Jerry West en todos sus lanzamientos? Fueron capaces de dar lo mejor de sí mismos cuando hacía falta, cuando la presión era más grande.

Cambiar de estado es lo que desea la mayoría. Uno querría ser feliz, alegre, extático o más equilibrado; otro anhela paz mental o salir de un estado que no le agrada. Se sienten frustrados, furiosos, abatidos, aburridos. ¿Qué hace entonces la mayoría? Pues digamos que ponen en marcha la televisión, para que les proporcione representaciones nuevas que puedan interiorizar. Ven alguna cosa y ríen. Ya no se hallan en un estado de frustración. Entonces van y comen algo, o se fuman un cigarrillo, o se toman una droga. En una tesitura más positiva, podrían salir o hacer ejercicio. La única dificultad, con la mayor parte de estos planteamientos, es que los resultados no duran. Cuando se acaba el espectáculo televisado, se encuentran con las mismas representaciones de antes acerca de sus vidas. Cuando lo recuerdan, vuelven a encontrarse mal; mientras tanto, aquella comida en exceso, o aquella droga, ya han sido consumidas. Ahora hay que pagar el precio de ese fugitivo cambio de estado. En cambio, este libro le enseñará cómo cambiar directamente sus representaciones internas y su fisiología, sin recurrir a apoyaturas externas que muchas veces añaden más problemas a largo plazo.

¿Por qué consume drogas la gente? No porque les guste meterse agujas por las venas, sino porque les gustó la experiencia y no conocen otra manera de obtener ese estado. He visto muchachos, toxicómanos empedernidos, que dejaron el hábito después del primer paseo sobre las brasas, al advertir que existía una manera más elegante de alcanzar las mismas sensaciones. Uno de ellos, que según él mismo era heroinómano desde hacía seis años y medio, pasó las brasas y les dijo a los demás: «Se acabó. Pincharme nunca me ha dado nada comparable a lo que he sentido cuando me he visto al otro lado de esos carbones».

Lo cual no significa que deba dedicarse a caminar sobre brasas constantemente, sino que necesitará acceder a ese estado con frecuencia. Al hacer algo que creía imposible, desarrolló un nuevo modelo acerca de lo que uno puede hacer para llegar a sentirse bien.

Las personas que han alcanzado la excelencia son maestras en beber de las fuentes más generosas de su propio cerebro. Eso es lo que las distingue del montón. Lo que más importa recordar de este capítulo es que el estado de uno contiene un poder impresionante, y que uno puede controlarlo. No es forzoso vivir entregado al azar de los acontecimientos. Hay un factor que determina de antemano el modo de representarnos nuestra experiencia de la vida, un factor que filtra nuestra manera de representarnos el mundo. Ese factor determina qué clase de estados creamos habitualmente en ciertas situaciones. Ha sido llamado a menudo el poder más grande que existe. Pasemos a investigar a continuación el poder mágico de…