V
Y lo tuvieron. Tal vez haya sido Ignacio Amandaú, tal vez nadie haya logrado —o querido— conservar su nombre. Pero un cacique enfurecido, con un descomunal alfanje tinto en sangre, detuvo a sus hombres, les escupió insultos a la cara, invocó a sus pueblos, recordó las fechorías de los esclavizadores paulistas, hirió a los que cedían terreno y forzándolos a largarse en masa contra la ciudadela y los baluartes, encabezó una carga arrasadora.
Sobrepasaron los guaraníes, una tras otra, las defensas. Primero, el foso; luego la empalizada; por fin, la ciudadela, donde también pusieron pie, acuchillaron y ahuyentaron a los defensores, clavaron varios cañones y se desbordaron por las calles, entre los primeros rancheríos, pegando fuego a los techos, apedreando a cuanto infante lusitano les saliese al paso y gritando que no pararían hasta dar con la vivienda de Lobo para degollarlo como a un becerro, sobre sus jergas, sin que valiesen las órdenes de Vera y Muxica, quien también rebasaba la ciudadela al mando de sus castellanos.
Concluyó Roque su relato, «sin ocultar nada», según insistió, «porque de nada sirven tapujos en horas como éstas. Limpie cada uno de nosotros como pueda su conciencia y confiemos, como confiaba Galvão, en el amparo de la iglesia, pues estamos en sagrado». Vimos cómo Naper de Lencastre vestía sus arreos de guerra y aprontaba sus armas. Alguien, desde fuera, forzó la puerta. Al abrirse, entraron dos soldados portugueses, desenvainados los aceros, en jirones sus casacas, sucios de tizne y de barro, para reclamar ayuda. Todos los hombres en edad de combatir debían salir para contener a los castellanos, que avanzaban a tambor batiente contra la iglesia y la casa de Lobo. En la puerta, un cabo daría armas a cada hombre que sólo contase con sus brazos; y a quienes tuviésemos facas o dagas, nada se nos daría y deberíamos pelear de todos modos si no queríamos vernos sometidos a consejo de guerra.
Arreados por los soldados, temerosos de sus aceros tanto o más que de los hondazos guaraníes, muchos de quienes habían compartido con nosotros el refugio recibían con pulso temblón, al salir, las armas prometidas: espadas y venablos. Antes de traspasar la puerta, miré hondamente los ojos de Roque, de quien no tenía intención de separarme. El resplandor de los incendios, la amargura del momento o lo que fuese, llenó mi cabeza con tantos fantasmas que creí ver en sus ojos imágenes que sin duda yo llevaba grabadas a fuego en los míos. Joanna e Irene, alternativamente, brillaron en sus pupilas. Y yo las hubiese arrancado con las uñas si un grito desgarrador no hubiese sido proferido en el umbral de la iglesia. Torcí el cuello, a punto de echar a correr entreverado con la improvisada tropa, y vi a Irene, chillando y alargando hacia mí sus brazos, mientras Joanna, para contenerla, empleaba todas sus renacidas fuerzas de hembra indomable. Algunas mujeres la asistieron; y presa Irene de ese modo y sin cesar de clamar por mí, se soltó a su vez Joanna de un empellón, y abriéndose camino a codazos y a puñetazos, se juntó con nosotros sin más armas que su corazón generoso, ni más afán que saber de su capitán, quien llevaría la peor parte del combate hostigado a la vez por los bien armados castellanos y por los corajudos guaraníes.