II

Roque había volado tras los aterrorizados vecinos con quienes huía Irene. En cierto momento, corriendo como potranca enloquecida, metiéndose en callejas bloqueadas, escapando de las hogueras, de las gentes con armas o sin ellas que también huían, la muchacha se sintió apartada de su grupo y arrastrada por una vereda desconocida que se abría entre matorrales y traspasaba la empalizada por su parte más baja. Roque la llevaba de una mano prometiéndole una fuga sin tantos riesgos y hablándole a gritos o por señas de las embarcaciones recién reparadas y aprovisionadas. Más liviana y más ágil que don Misterio, se adelantó, entró por una curva, se perdió de vista y dio de narices con tres o cuatro soldados castellanos que patrullaban el paraje en busca de fugitivos. Llevaban el acero envainado y un botijo que pasaban de mano en mano y del cual bebían. El vino del triunfo y del pillaje ya empezaba a incubar desvarios. Vieron a la muchacha y se abalanzaron sobre ella entre risotadas y torpezas. Pero Roque, quien ya se acercaba empuñando el acero, los rechazó a tajos y reveses, los dispersó, les hizo varias marcas en los brazos y en las espaldas ganándoles la suerte gracias a su sobriedad, a su carga sorpresiva y a su resolución.

Sólo uno de los castellanos volvió la cara y se animó a resistir. Era un jovencito bien parecido que miraba a Irene tan hechizado como su Rey y que recibía en la Colonia su bautismo de fuego. Por mil señas distintas se advertía su rango de novato. Manejaba una espada cuyo peso sostenían malamente sus dos manos, sudaba en exceso a pesar de la frialdad de la mañana y retrocedía sin saber qué había tras sus talones. Tal vez una raíz, o el suelo arenoso y blando, vuelto trampa, tal vez un cabo que salía de la lancha y se anudaba en una piedra; o tal vez la pericia de Roque, lo cierto es que tropezó, cayó y ya no se levantó más: un puntazo de don Misterio le había atravesado el corazón. Irene se tambaleaba, las cosas giraban a su alrededor, sentía mareos y náuseas. Roque evitó que cayese, la sostuvo por la cintura, procuró calmar sus convulsiones diciéndole que estaban ya encima de las barcas y que tenían la salvación a su alcance.

Pero no hubo salvación para Roque. A punto de alcanzar las embarcaciones, alguien intervino como relámpago, como destello surgido del infierno o de las entrañas de la tierra. Un golpe fortísimo, una daga asesina y Roque volteado sin que dejase oír un grito, desplomado y muerto en un segundo. Ese alguien era yo. Irene demoró, sin embargo, en reconocerme.

Quizá no pudo al principio admitirlo. Roque la había defendido, Roque la había rescatado, Roque la llevaría en la lancha, Roque la ampararía y yo me había convertido en el matador de ese hombre. Ni podía entenderlo ni quería. Cuando me relató su versión del episodio, vivíamos en lo mejor de una primavera que jamás olvidaré. Alegraban el aire los pájaros, perfumaban los follajes verdecidos y las flores de los montes orilleros, caldeaba el rumor de los grillos y el gangoseo de las ranas. Sólo Irene parecía mustia, como si hubiese madurado de golpe. Me miraba con tanta tristeza que me conmovió, una tristeza compasiva, como para disipar mi remordimiento y darme a entender que se acercaba el día en que podría verme sin sentir horror.

Yo necesitaba estrujarla entre mis brazos y entibiar mi piel con la tibieza de la suya. Sentía hambre de ella, como un jaguar en temporada de mala cacería, hambre mordiente, de colmillo más afilado que mi faca, hambre de juventud, de la que se sufre al alborear la vida y después, nunca más. ¿Tocarla? Ni loco. Se me había transformado en la criatura más esquiva, áspera, guarecida en sí misma, como tortuga dentro de su caparazón, defendida tercamente del colmillo y de la zarpa del jaguar. Hasta que un día… sí, mi amigo, ese día que esperamos, que también usted espera de mis palabras, llega, cómo dudarlo. Ya se sabe, la mujer es fuego, el hombre estopa, viene el diablo y sopla. No acertaría a decir quién era fuego, quién estopa, ni de dónde diablos vino el diablo, si es que vino o si lo hubo.

Fue el día en que yo dejaba de ser muchacho y ella empezaba, de veras, a ser mujer. Me vio cuando estaba yo en la popa de la lancha, pescando, y la lancha, muy cerca de la orilla, fondeada con una piedra a modo de potala, para que la corriente, persistente y mansa, no me arrastrase hasta el medio del río. Aguardando el pique con paciencia de santo, permanecía muy quieto, muy de cabeza baja, muy de aire meditativo, como quien se encuentra al lado de una tumba a la orilla de una isla, enterradero más melancólico que el que usted o yo podamos hallar entre las sierras. Debió ser esa inmovilidad, ese tinte de desolación, ese grave ensimismamiento los que remolcaron a Irene y me la trajeron llena de solicitud, como la de quien se mueve para dar de beber al sediento.

Se arremangó la falda, o los jirones que le quedaban, y dejó al aire sus piernas hasta la mitad de los muslos, hundió sus pies y tobillos en el agua, y pasando una pierna por sobre la borda, luego la otra, entró en la lancha, la cual se inclinó de una banda y se zarandeó perezosamente, mientras ponía un brazo sobre mis hombros para quedarse sentada en el banco, pegada a mí, susurrando, sin ahorrar sus caricias. Pero ni sus piernas eran las que admiré en la Colonia, ni sus manos, ni su cara sombreada por la amargura y pintada, al mismo tiempo, por la piedad para domesticar mis remordimientos y por el deseo. Ya no estaba la muchacha ni lo estaría más. Era la misma Irene, claro que sí, y era otra, moldeada por la irradiación de tantos fuegos pasados y por la esperanza de los que habríamos de vivir.

¿Acordarme si hubo piques en esa jornada? Sólo retengo el comienzo de los días felices, para los cuales nadie inventará historias. Días, semanas, meses, en los que ella confiaba en que tendríamos un crío, según las faltas cuya notación me comunicaba alegremente, reavivando en parte el rescoldo de su sonrisa, que no se había apagado del todo. Ella confiaba en que el tiempo del vagar por canales, riachos e islas terminaría pronto. Volverían las horas buenas, volvería la Colonia a manos portuguesas, volveríamos nosotros dos a pasearnos por las calles despejadas, a vivir en algún rancho nuevo y limpio, a dar gracias al cielo y a murmurar una plegaria por el capitán y por Joanna. A comprender que su prima no había muerto estérilmente.

Volvió la Colonia a la corona de Portugal. Me enteré tarde, en medio de noticias confusas, según sucede en estas tierras que parecen destinadas a ser hospederas de hombres vagabundos, en agria soledad. Quienes habían muerto en vano eran los guaraníes que cayeron durante el ataque, los bonaerenses, los santafesinos y correntinos para los que llegó el último día al son de las cajas de guerra, de las voces de mando, de los estampidos. En las cortes de Europa se anuló la victoria; y lo ganado por el acero se perdió por obra de la negociación. Es cuento viejo, usted ha de conocerlo. Y coincidirá conmigo en que ese juego, con mucho de burla sangrienta, está condenado a repetirse.

Irene soñaba con ese regreso y yo navegaba complacido por sus ensoñaciones. Pero no habría regreso para ella, mucho menos para mí. Cuando la plaza fue devuelta al lusitano, hacía rato que yo no navegaba y que las ilusiones de Irene habían naufragado como cualquier ilusión.

Durante una medianoche —¿fin de primavera, despuntar del verano?— me desperté sobresaltado sintiéndola temblar y estremecerse. Su frente ardía, la acorralaba la fiebre, la sed empezaba a martirizarla. Con las luces del amanecer vi su cara sufriente, sus miembros contraídos, sus convulsiones. Pasé horas acongojado, tratando de saber qué alimaña o qué frutos la habían dañado o qué culebra la había mordido. No había en su piel seña alguna de colmillo ponzoñoso, sólo un erizamiento que quebrantaba mi ánimo. A nadie deseo horas así. La atraía hacia mí, intentaba darle calor, ponía trapos húmedos en su frente, en su cabeza, en su cuello. Daba friegas en su pecho, en su vientre, en sus muslos, pero nada podía, no tenía manera de devolverle la energía ni de retener su aliento que se desvanecía minuto a minuto. Alzarla, llevarla a la lancha, viajar en busca de auxilios hubiera sido acelerar su mal y desembocar en poblaciones hostiles o vengadoras. Sentía su cuerpo cada vez más frío y sus estertores más fuertes y angustiosos. La abracé acosado por remordimientos y rencores. Entre todos le quitábamos la vida, por mis culpas se me iba, por la discordia había entrado el horror en su sangre, envenenándola y atormentándola. Decidí no soltarla ansiando que su daño se me contagiase para extinguirnos juntos y desaparecer de la isla, que es ésta en la que hablo ahora y usted escucha. El cielo entero se descargaba contra mí cobrando mi deuda a cambio de la vida de una inocente. No desanudé mi abrazo ni siquiera cuando advertí su inmovilidad. Unicamente el frío que ganaba poco a poco su cuerpo me obligó a capitular.

Abrí con mis manos y con mi acero el hoyo de seis palmos de hondura. Jamás tuve noticias de dónde dormiría tanta gente después de los fuegos perversos de la Colonia: ¿en qué paraje arrojaron paladas de tierra sobre Joanna?, ¿dónde descansa su capitán?, ¿qué sitios escondidos son los dormideros de Baltasar y de Roque? No me enteré. Vagué durante años y siempre, como los pájaros migratorios, volví a este rincón. Todo el largo resto de mis días fue puro sobrante, existencia de alma en pena, duración como de embrujado, sin nada que me perteneciera. Sólo estos terrones son de veras míos, y he jurado quedarme al lado de Irene hasta que caiga el último grano en el reloj de mi vida. Estaré pronto, con mis cuentas en limpio, para que se encarguen de mí la justicia de los hombres y el Diablo. O Dios, si es tan bueno como dicen y tanto poder purificador tienen sus fuegos sacramentales.