I
Sólo dos días permanecí en Buenos Aires. No aguanté la lentitud de los trámites, la indolencia de muchos y el desconcierto de todos. Era de cajón que ni los leñadores ni yo hablaríamos en presencia de Garro. Nuestros informes siguieron caminos llenos de volteretas y paradas. Apelamos a un oficial del puerto; éste se dirigió a un cabildante, el cabildante interpeló a un escribano, el escribano a un secretario de José de Garro, caballero de la orden de Santiago, gobernador y capitán general de las provincias del Plata. Nuestros testimonios no alcanzaron el rango de novedad, pero rindieron. Al menos confirmaban viejas sospechas, rumores y palabrerío acerca de las maquinaciones portuguesas. Cada funcionario de la escala gubernamental alzaba los brazos y, gimiendo con parejo desconsuelo, deploraba la carencia de una flota de guerra o, siquiera, de una flota patrulladora. Vivían enmarañados en una tela de quejas, desazones y planes, hechos, deshechos y rehechos con penosa inseguridad. Además de barcos, escaseaban los hombres y el dinero. ¡Portugueses aprovechadores!
Me costó despegarme de los leñeros, crecidos en confianza y pensándose medio dueños del patache. Los planté al fin, en una esquina, a lo bruto, dejándolos con la palabra en la boca, y corrí hacia el atracadero. No me había costado, en cambio, pegarme a un nuevo compañero, por lo cual yo no correría solo.
Era mozo atildado, de rara flacura, con cara de necesitar muchas cosas, entre ellas un trabajo capaz de nutrir su orgullo. Porque lo tenía, y nada chico. Me di cuenta al momento, cuando lo descubrí sentado sobre un montón de cueros liados con cáñamo, una pierna cruzada sobre la otra y, apoyado en el ángulo de la pierna, un cartapacio con hojas en las cuales dibujaba. Se complacía en reproducir siluetas portuarias, pasteleras encanecidas con cesta al brazo, marineros en espera, bebiendo con disimulo o sin él, lanchones y barcas, aguas y nubes.
Le hablé y me respondió con pausas, sin quitar los ojos de las formas que copiaba. Llegado de su Galicia natal hacía pocas semanas, aspiró a cabo de milicias y terminó renegando de Garro y de su fibra guipuzcoana. «Gente terca», murmuró, «todavía no aprendió a gobernar en tierras nuevas».
Resumí la situación de San Gabriel, le anuncié que yo saldría en misión particular hacia esos parajes, porque los lusos podrían trancar mi industria —pesca, compra y venta y labores afines— y que en principio no me parecía mal colaborar para convencer al intruso de que volviese por donde había venido.
Continuó dibujando, sin responderme. Lo piqué pintándole un porvenir en el cual, conservando sus labores sobre el papel, podría conquistar en la acción alguna plaza de miliciano, un reconocimiento de méritos, un bautismo en riesgos y sacrificios. ¿No sería eso, por los diablos, un papel mejor?
A nadie debía él rendir cuentas. Había recalado en estas provincias como llovido del cielo. Ni padre, ni madre, ni perro que le ladrase. Le daba lo mismo dibujar en la atmósfera espesa, llena de olores a pescado, a brea, a cueros frescos del puerto bonaerense, que hacerlo bajo los cielos de las islas, o en las costas orientales, donde también podía haber olor a cueros pero entreverado con el de las arenas húmedas, los montes florecidos, los yuyales.
Tragó lo de los montes florecidos. Su saber de estas latitudes era pobre todavía; y no reparaba en que, corriendo febrero, nos resbalábamos hacia el otoño. Las flores perfumadas, por lo tanto, se abrirían únicamente en su magín o en su recordada y lejana Galicia.
Como nada tenía para perder en peregrinaciones, convino en acompañarme. Mantuvo su empaque, su aire ligeramente despectivo, sus gestos de «estoy aquí arriba; tú, allí abajo». Persuadido de que los días venideros domarían sus corcovos sin que me tomase el trabajo de amansarlo con bozal y rienda, no le hice caso, encogiéndome de hombros cuantas veces fue oportuno. Con sólo ojear el patache, saltar a él y refistolearlo, empezó a desinflarse. Vi un chispazo de contento en sus ojos y, por sobre todo, expresión de confianza.
Al desamarrar, ya lo había enterado de cuanto debía comprender. Iríamos en misión de bombeo y de traslado de mensajes si se daba el caso. Pero lo principal era apoyar al piquete que Garro había destacado con el fin de acopiar el mayor número posible de informes. Había yo tenido tiempo de averiguar tales designios. Mis horas en Buenos Aires fueron pocas pero como no me he chupado el dedo nunca, logré ponerme al tanto. Cuatro soldados del presidio bonaerense marcharían hasta el río Las Conchas. Allí se meterían en una canoa para enfilar hacia la reducción de Santo Domingo de Soriano. Los comandaría un individuo fiel, de agallas y muy prudente. Su rango, alférez. Su nombre, Cristóbal de León.
Desde el patache daríamos a de León una mano en el cruce o algo más. Podríamos adelantarnos, traerle nuevas, allanarle los senderos tratando con los indios díscolos y hasta distraer a las avanzadas de la Colonia del Sacramento. Al mismo tiempo, durante las horas de espera, junto al fuego en la orilla o dentro de nuestra embarcación fondeada, yo hablaría con Baltasar, mi compañero, grabando a pura palabra las imágenes que cargaba en mi alma. Tal vez él consiguiese estampas que me consolasen de las ausencias. ¿Quién sabía? Quizá con un poco de fortuna el propio Baltasar, cuyo tinte de alcurnia no despertaría recelos, se acercaba a la Colonia, daba algunos pasos por sus callejas y sacaba del natural los retratos que yo tanto deseaba.