I
Castigó el temporal hasta el dos de agosto, inundaron las lluvias los lugares bajos del poblado, atronaron las olas batiendo los pedregales de la costa sur. Dejamos de ver las islas, de tan densos que caían los chubascos y de tan espesa que se tornaba la niebla durante las encalmadas. A partir del día tres aflojó el mal tiempo, pararon los vientos y ya no escuchamos el repiqueteo de la lluvia sobre los techos pajizos. Por las noches percibimos el chirrido de los grillos y el croar lejano de las ranas, quejidos monótonos que obraban en muchos como aliados para el dormir profundo. En mí, por el contrario. Permanecía desvelado gran parte de la noche, harto de las voces del saperío, y me adormecía de madrugada para levantarme transcurridas tres miserables horas, muerto de cansancio, con expectativas acongojantes como propina. Así derivé a la alborada del seis de agosto. ¡Quién pudiera echar al olvido esa jornada!
El silencio me sobresaltó. Un silencio insidioso, pesado como piedra de sepulcro, amargo como amorío contrariado. No me di cuenta de qué hora era. Por las hendijas de la puerta, a la que habíamos tapado con tablas, no distinguí claridades. Tiré a un lado la cobija, me incorporé y me acerqué a tientas a la puerta. Con cuidado enorme descorrí las tablas, empeñado en no despertar a nadie. Yo habitaba un rancho chico, contiguo al que ocupaban Joanna, Manoel, Irene y las esclavas y donde almorzábamos y cenábamos. Compartía el ranchito con Roque y con los muchachos recaderos y pescadores. Quebrarles el sueño hubiera sido injusto. El silencio era tan grande que presagiaba un día trabajoso. Quienes estaban destinados a la fajina merecían descanso prolongado. Como yo, al igual que mis compañeros, dormía vestido, sólo necesité echarme sobre los hombros una capa marinera que me había regalado Joanna y que me instó a usar mientras Irene no tejiese otra.
Asomé la cabeza fuera del rancho. El aire gélido cortaba. Alcé parte de la capa para proteger mi sesera y salí, sorprendido por la honda quietud del ambiente. Una claridad levísima, transparente como la conciencia de Irene, se esbozaba por levante. Pensé en la muchacha. De buena gana me habría deslizado hasta el rancho grande para penetrar a pie quedo y ganarme bajo las cobijas junto al cuerpo que mi sangre, a todas horas, deseaba. Pero muy cerca de la puerta, por el lado de adentro, atravesado sobre unas jergas, acostumbraba yacer, en vigilancia, dormido sólo a medias, un esclavo negro, cincuentón, fiel y corpulento. Nadie entraría allí impunemente.
Caminé despacio, apretando las mandíbulas para evitar el castañeteo de dientes. Crucé la calle principal, dejé atrás la iglesia, muda y desierta, y enderecé hacia el norte de la península, donde la empalizada era más baja. Llegado, apoyé mis manos en las maderas y las retiré enseguida porque me helaron las palmas. Me pareció que era un frío como de muerte y descubrí vaticinios fatídicos por todas partes. El cielo, clareando, se me antojó agüero fúnebre, como si Irene me hubiese contagiado. El mar, en calma absoluta en la rinconada que forma la península con los barrancos y las playas que corren hacia el norte, semejaba una superficie de hielo, implacable y triste. Y un hornero, que gritó en la puerta del nido sin que yo lo viese, me hizo sentir su voz como clarín soplado por trompeteros de la muerte.
Recorrí con la vista el extenso paraje. Desplegados en semicírculo, divisé fuegos amortiguados, tenues luminarias de hogueras que suelen dejarse extinguir en las amanecidas. Me satisfizo comprobar fuegos todavía encendidos. El campamento continuaba ocupado. Los guaraníes descansarían. Los doscientos españoles estarían dentro de sus tiendas. Mosquetes, espadas, broqueles y lanzas despedirían tanto frío como las maderas de la empalizada. Ninguna mano, incluso enguantada, disfrutaría empuñando armas. Por detrás de las tiendas se levantaba un vaho blanquecino que se perdía en lo alto formando nubecitas. Allí se agolparía la caballada; allí los cuatro mil brutos rumiarían sus piensos y resoplarían molestos por la frialdad de la noche que se iba, deseosos de la luz del día que avanzaba.
Caballada quieta no era amenaza. Yo había oído, de labios de Galvão, que la empalizada no resistiría una embestida de los cuatro mil caballos lanzados al galope y que en ello estribaba el poderío más temible del ejército hispanoguaraní. Por tal razón, al imaginarlos detrás de las tiendas y al columbrar los fuegos encendidos, respiré con alivio. No habría asalto en las próximas horas.
Un ingenuo, es lo más suave que puedo decir. O un ignorante, lo mismo da. Los caballos estaban donde yo suponía; los fuegos encendidos brillaban en la aurora y habían brillado durante toda la noche; el campamento no había sido levantado. Pero entre las tiendas sólo restaba una guardia reducida. El ejército era un gran ausente. ¿Por dónde andaba, cielo santo?
Volví a mi rancho en paz conmigo mismo, resuelto a comunicar mi paz a los recaderos, a Roque, al capitán, a Joanna y sobre todo a Irene, para disipar sus aprensiones. En mi atolondramiento, en mi inexperiencia, olvidaba las palabras de Joanna: «Atacarán en un día que haga claro». Y ese día había amanecido más claro que ninguno.