I

Siguió un silencio que nos aterró. Temblaron las mujeres en torno a Joanna, quien aguzaba el oído en espera de nuevas detonaciones. Y no sé qué helaba con más rigor sus almitas, si el sobresalto del estampido o el pesado silencio, como de camposanto, durante el cual, azorados, sujetamos la respiración. Miré a Roque y reviví con dolor los momentos en que nos deteníamos junto a los enterraderos donde yacían sabe Dios quiénes. Podrían soplar los vientos o ronronear las aguas. Yo nada escuchaba, como no fuese el silencio del descanso eterno o de la eterna condena, que eran para mí lo mismo y lo son todavía.

Cuánto duró el silencio, dígalo el diablo. Tal vez haya sido ésa la eternidad que conocí. Nada me gustó, qué carajo. Desde que el estampido del mosquete se disolvió en ecos de fea catadura, había creído percibir, con ese oído fuera de lo común que nos crece en los peligros, una especie de rumor asordinado. Tenía mucha semejanza con el ruido del oleaje lejano, con los gemidos de los montes azotados por los pamperos, con los gritos de troperos y changadores misturados con un mugir creciente. Hasta que por fin estalló.

Fue, en verdad, gritería espantosa resonando por la empalizada. Había escuchado muchas veces aullar a los indios de distintas naciones cuando, enardecidos por licores que preparan sus mujeres, bailaban hasta caer como fardos. Pero en la Colonia bramaron todas las gargantas, las bárbaras y las que no se tenían por tales. Si los guaraníes acristianados llevaban la voz cantante, no me atrevería a sostenerlo. Quizá era su grito de guerra menos frecuente el que difundían en momentos de solemnidad mayúscula y que yo ignoraba. O el desahogo de su intención vengativa, la explosión de su odio al luso. Un solo punto saqué en limpio: amén de las gargantas guaraníes, gritaban también las castellanas y las de los defensores de la plaza, quienes corrían a las baterías, a los bastiones, a los parapetos y que empezaron a reclamar la presencia de los que, dentro de los ranchos, se refugiaban para rezar sintiéndose incapaces de manejar armas.

Retumbaron cinco o seis cañonazos. Por sus ecos distantes, debían de ser las piezas que defendían la ciudadela. Tras los cañones, golpeteó, disperso aún, sin concierto de unidad, el fuego de los mosquetes. Volvimos a escuchar carreras, pisadas en tumulto, claras voces de mando los guardias, a los cuales imaginé cansados, ansiosos por el relevo, en espera impaciente de la infantería, hartos de aguantar la noche en vela, ateridos y hambrientos. Entonces una andanada hizo temblar el suelo. El temblor se comunicó a los palos del rancho, a los horcones, a las paredes de adobe, al techo de paja. Incluso la mesa se estremeció. Recuerdo como si fuese ahora que la pistola saltó como cachorro que siente lastimada su nariz por una espina. Los diecisiete cañones de la plaza habrían disparado a un tiempo y con terrible eficacia. No se había apagado aún el estruendo, cuando se alzaron, sobrecogiéndonos, chillidos de dolor y de espanto, maldiciones y alaridos, un revoltijo de ayes y una lluvia de pedradas desatada como respuesta de rabiosa impotencia. Algunas piedras, redondas, bien pulidas como sólo los indios tienen cuajo para alisar, rodaron dentro del poblado y llegaron, ya sin fuerzas, mansitas como palomas, hasta el umbral del rancho.

Roque y yo manoteamos tres o cuatro y buscamos bandas de cuero para inventarnos hondas caseras. Arrojarlas a mano limpia, de dónde. Pesaban bastante, no irían muy lejos y a nadie romperían las costillas. Pero en esos momentos con qué hacer hondas resultó empresa fallida. Sin pedir permiso —el barullo, los cañonazos y la mosquetería excusaban cortesías— entré en el dormitorio de las mujeres. Si ellas, atribuladas, no atinaban a hallar bandas, tiras o tientos o lo que fuere, yo, a quien no dolían prendas, me juzgué en condiciones de hacerlo. En torno del rancho, por las calles inmediatas, y sin duda por todo el poblado, pasaban jinetes, emprendían carreras peones y esclavos, discurrían hombres y mujeres sumando al vociferar de los oficiales gritos roncos o agudos, imploraciones, llamamientos de amigos, de hermanos, de hijos a través de los cuales me llegaban, cada vez más nutridos, más persistentes, más enconados, los disparos de mosquetes y pistolas y el retumbar de las piezas ligeras de artillería, en constante cambio de posiciones. La plaza se defendía encastillada tras los bastiones y la cerca de madera. Pero el ejército atacante también descargaría sus armas de fuego contra las posiciones portuguesas. El estruendo invadía el ambiente y percutía en mis oídos. Y el humo de los disparos estaría elevándose en nubes blanquecinas y espesas hacia el cielo recién clareado de esa jornada maldita.