III
Me retuvieron durante largo rato, hasta que se cansaron de atrepellarme a pura pregunta. Eran cinco individuos que se decían pacíficos vecinos de Buenos Aires y tal vez lo fueran, aunque dentro de sus casas, porque en el descampado, tras sorprenderme y atraparme como patrulla veterana, no envainaron sus facas en todo el tiempo que duró el interrogatorio. No siendo yo portugués ni corambrero, les llamaba la atención mi bombeo y mi soledad. A duras penas tragaron mi confesión, a pesar de que yo juraba ser marinero del patrón Roque, un comerciante de cabotaje tan honrado y pacífico como mis apresadores. Callé mis propósitos; el corazón no se abre así nomás. Pero me costó hacerles entender cómo Roque y yo nos separamos y por qué tan sólo mi amo había obtenido buen trato con los fundadores y me había dejado de guardia en ese paraje, ya que nada había para guardar, ni siquiera el patache pues la gente lusitana no tenía ninguna intención de robo.
De robo menor, se comprende. El mayúsculo ya estaba hecho. Un robo con todos los fueros, si cabe, muy formal, sin que faltaran, para hurtar estas tierras, hombres de las tres armas, oidores, tesoreros, eclesiásticos, constructores, albañiles, labriegos…
«Y mujeres», añadí, de modo alocado y estúpido. Sacaron ellos la punta del ovillo de mi corazón, hicieron guiñadas, sonrieron y por fin envainaron. Insistieron en ser habitantes del arrabal de Buenos Aires que habían llegado a San Gabriel en busca de leña, abundante y muy buena. Hacían la provisión con regularidad, cada cinco o seis semanas. Y calientes sus picos, devolviéndome el facón que habían incautado por las dudas, relataron cómo habían arribado, tras largo viaje en carros, a orillas del Uruguay a la altura de la isla del Juncal. Cruzaron en balsas con varios carros y recorrieron las doce o trece leguas que separan aquel lugar de la punta de San Gabriel hallando a su paso las tierras tan despobladas como siempre. Pero su asombro fue enorme al divisar la punta cercada y fortificada, y los mástiles de la flota en los ancladeros. Se aproximaron con tiento, adivinando que una corona extranjera había asentado sus reales en el mismísimo frente de Buenos Aires; y al revisar la situación, se desayunaron: el enredador portugués robaba el paraje, la punta, la ensenada, las islas, la leña. Aseguraron que ya no podrían ellos llenar sus carros con la necesaria carga, como solían hacer. Los nuevos dueños tenían tanta rapacidad como rapidez. La empalizada, hecha con leña de primera, lo demostraba.
Uno de mis apresadores, alto, flaco y muy barbado, de cuarenta años y que llevaba la voz cantante, dijo que los portugueses habían desembarcado para quedarse. Argumentó que nadie viaja desde lejos con dos navíos de alto bordo, dos bergantines y una sumaca por el gusto de merendar en San Gabriel y tomarse los vientos al otro día. Habían tropezado con un grupo de leñadores de la expedición, quienes trabajaban confiados, canturreando, como si estuviesen en sus haciendas. Los bonaerenses les recriminaron tanta frescura, «¡desfachatez, muchacho!», gritaba el de las barbas. Pero los portugueses, que andaban desarmados, abrieron los ojos en señal de sorpresa y dijeron que jamás se les pasó por la cabeza gestionar ante nadie, salvo ante el Maestre de Campo, Manoel Lobo, su señor y su jefe. «¿En nossas terras?», repetían sin que les temblaran los labios. Estaban convencidos de que habían puesto las patas donde les correspondía. San Gabriel perteneció desde los tiempos de Adán y Eva al regente de Portugal. Era tan de ellos como los suelos de Alemtejo o los de Río Grande.
Los cortadores y leñadores de Lobo ofrecieron vender leña a sus colegas bonaerenses; y hasta estipularon precios y se batieron el parche porfiando en que no había venta sino regalo. Sus colegas bonaerenses les habían resultado simpáticos. Querían tenerlos por hermanos. Tanto ellos como su jefe no deseaban otra cosa sino el mejor trato con los vecinos. Lobo los había instruido con sólida política y abundantes miramientos. Y no cesaban de repetir «irmãos, irmãos».
¿Qué habrían ganado los castellanos arremetiendo contra unos hermanos que el mar, de golpe y porrazo, les había arrastrado hasta sus barbas? Respondieron con aspereza, eso sí; y cada leñador bonaerense sacó afuera más espinas que las matas de la cruz. Tras separarse de los lusitanos, hicieron consejo entre ellos. Se caía de su peso que ni Garro, el gobernador de Buenos Aires, ni el cabildo, estaban al tanto; que las patrullas, si las hubo, equivocaron las huellas o se perdieron por los campos de la banda oriental detrás del rastro de los corambreros; que todos se habían engañado, excediéndose en la confianza; y que si ningún miembro de la autoridad había cumplido con la obligación de avisar, ellos lo harían.
El barbudo me miró con enardecida fijeza. Y yo atrapé al voleo su intención. El camino más corto y más veloz hacia Buenos Aires tenía un nombre: el patache. Ponderó su proa afilada, su ligereza, su línea marinera, aunque quizá no lo había visto aún. Alabó mi pericia con las velas, halagó mi sangre, brotada en esta tierra, me pasó la mano por el lomo sin escrúpulos. Y sobando con su mano rugosa y encallecida de leñador el mango de su cuchilla, determinó, sin afligirse por medir mi voluntad, que yo cruzaría el Plata y chillaría ante el vizcaíno Garro como gaviota despavorida o como tero ante el intruso que amaga pisotear el nido.
No chillaría solo. «Un tero no hace alarma», sentenció. Irían conmigo él y dos de sus compañeros. De marinar sabían poco. Pero como compañeros serían más que buenos. Me ayudarían para que el rumbo no se desviase ni un negro de uña y reforzarían mi grito de alarma.