III

No me dio trabajo liar con un cabo la canoa a la lancha ni poner ambas embarcaciones en disposición de navegar. Fui remero de los buenos, no me obligue a repetirlo. Tampoco tuve trabajos mayores en ocultarme de los mosqueteros ni de los flecheros. Era ducho en esquivar, en esconderme, en costear guarecido, en aprovechar las sinuosidades de una ribera donde había crecido haciendo maniobras similares, en ponerme a buen recaudo a la hora de los naufragios o de las catástrofes. Mis dos grandes empresas, las que de veras exigieron emplear a fondo mis energías, mis habilidades y mis mañas fueron, la primera, persuadir a Irene para que abordase la lancha, lo cual sucedió al fin, tal vez porque el miedo no es zonzo. Permanecer en tierra firme equivalía a que los atacantes nos pillasen para degollarnos. O tal vez porque empezaba a perdonar mi impulso homicida. Entre las muchas linduras que ellas poseen, ha de ser la más hermosa su infinita capacidad de perdón.

La otra empresa me demandó mucho más y terminó poniendo en la barca de mi vida un lastre que nunca podré tirar por la borda.