V

La torrentera de Baltasar merecía un dique. Para no meter sin testigos cuchara en esa olla, toleré aquel fluir. Pero ante usted, sargento, me permito achicar. De León encaró en persona los trabajos y tras refugiarse en un montecito de las barrancas próximas a San Gabriel, pues en ese punto se hallaban, divisó una embarcación muy chica, una sumaca tal vez, fondeada. Antes de ponerse el sol despachó a pie a tres indios baqueanos para que investigasen la playa hacia el sureste. En tanto, él y sus hombres avanzaron a caballo en la misma dirección. Oyó rumor de gente, avistó fogones y en total silencio, a distancia de dos cuadras, observó durante hora y media. Los fogones ocupaban un espacio como de cinco cuadras. Concluyó su avistada a las dos de la mañana, se reencontró con los tres indios al otro día, junto a un arroyo convenido. Comparecieron en un caballo dos de los nativos y dijeron que habían querido atrapar dos caballos de los portugueses, pero uno escapó. Estuvieron a punto de colarse en el poblado. Sólo vieron ranchos con numerosas herramientas dentro y como ladraron fuerte los perros, se largaron.

No fue en balde la aventura. Habían reconocido zanjas para las fortificaciones, de sesenta pasos en cuadro. Tres lienzos ya estaban señalados y varias zanjas se encontraban a medio abrir. Más lejos toparon con cimientos para una casa grande y con ranchos también grandes. Dentro de uno de éstos colgaba una campana. De tanto en tanto salía de un rancho un hombre, daba varias vueltas y se metía luego en otro rancho. El hombre no llevaba armas ni herramientas. Los indios no averiguaron quién era ni qué hacía. La noche caía y el poblado se mostraba apacible, recién establecido y con las tareas de construcción de las defensas en sus comienzos.

Baltasar bosquejó planos y líneas a la buena de Dios, con sus papeles estropeados por las andanzas, los calores y las mojaduras, a la mala luz de un fogón escondido entre malezas, espantándose los mosquitos y guiándose por lo que soltaban los indios. No era mucho, pero bastaba. Cristóbal de León estimó cumplida la faena y ordenó el regreso. Si Baltasar creía que en esas misiones menudeaban lances, cuchilladas, tiros, acechanzas y trampas, se llevó flor de chasco. Abundaron incomodidades, cansancio, sed y ronchas. El viaje de vuelta fue tan pesaroso y dilatado como el de ida. Cristóbal había tenido mano firme para evitar deslices. Parecía adivinar las ganas de Baltasar de presentarse de rondón entre los ranchos para hacer retratos de mujeres al natural y aun para conseguir algo mejor de los modelos. No lo descuidó ni un solo momento.

Libre ya del alférez, holgándose con mi compañía y con la del indio taciturno, quería hacerme creer que su única inquietud eran las fortificaciones portuguesas y la forma en que los bonaerenses podrían frenar de raíz los trabajos. Cacareaba, orgulloso, con la utilidad de sus croquis y me ponía al tanto, como si se tratase de un hallazgo personal, de las últimas medidas de Garro. Moviendo la pluma como un poseso, a pura carta, el gobernador había pedido a Corrientes ochenta hombres; a Santa Fe, cincuenta con trescientos caballos; a Tucumán trescientos combatientes que mantendría en reserva en la desguarnecida Buenos Aires. Con un centenar de soldados de aquel presidio, bien entrenados y equipados, sumaría más de doscientos hombres. «Pocos aún», me advirtió Baltasar, doctoreando, como si yo fuese bobo. «Los portugueses han de llegar a setecientos, entre gente de armas y de labor. Pero habrá más, muchos más contra ellos».

Y como quien descubre la carta más difícil, hinchado como pelota, me comunicó una noticia cuya fuerza era capaz de poner el cuero de gallina al más templado. En su furor epistolar, Garro había exigido un auxilio formidable. Escribió al padre Cristóbal Altamirano, superior de las doctrinas del Paraná, ordenándole que, en cuanto viese esa carta, alistase tres mil indios. Que los armase y pertrechase según su juicio. Que despachase con ellos a dos religiosos porque no perdiesen de vista a sus padres espirituales. Que además de ir bien armados, habrían de robustecerse con la fe católica. Que se reunieran en Santo Domingo, donde convergerían los otros contingentes para quedar todos al mando del Maestre de Campo Antonio Vera y Muxica, hombre experto, pausado, sesentón. Que así serían tres mil doscientos cincuenta combatientes y cuatro mil caballos. ¡Y que temblase el intruso!

Todos temblaríamos. Yo me puse a rezar por Roque, quien debía hallarse aún en la Colonia, según mi estima. Y por mi destino, para que me dejase poner mano en Joanna, en Irene, o en la que el cielo decretase, y sacar sin daño, de entre la tormenta que se venía al galope, a quienes yo ansiaba cada día más por bravias, por distintas, por esquivas.