IV

Pero el puazo se transformó en bofetón. Por la puerta de babor salió una fila compuesta por oficiales, un par de prelados, comerciantes, hombres de calzón corto. Detrás, Roque, tan cambiado que me costó reconocerlo. También él traía calzón corto, camisa blanca, bordada, y completaba sus arreos con casaca verdeoscura, botas cortas, chapeo en la mano, listo para poner y quitar en señal de reverencia en cuanto irrumpiesen en cubierta maestres de campo, capitanes, damas. ¡Granuja de los diablos! ¡Cómo me aventajaba y me agarraba dormido! Siempre lo tuve por astuto y no había barco en el que diligenciase sin provecho. Pero siempre lo hacía conmigo, no como entonces, en contra de mí.

Le había alcanzado el tiempo para parlamentar, elegir, comprar, mudarse y hasta mirarse en algún espejo de las cámaras. Con qué mañas se agenció aquellas ropas flamantes venidas sin estrenar desde los telares lisboetas, nunca lo descubrí. Tampoco noté si me había visto o si me pasaba por alto con desprecio mayúsculo. El arte del disimulo era el pan y era la sal en nuestro oficio, según me había adoctrinado. Pero jamás imaginé que habría de darme tanta rabia. ¿Qué hacer, salvo tragarme el fastidio?

De golpe se abrió la otra puerta, la de estribor, sobre la banda en que me hallaba. ¡Cómo brincó mi corazón y con cuánta fuerza se me pegó al paladar la lengua! Igual que una bandada de gaviotines revoloteando alborotados en la orilla por la presencia de un buscador de huevos, así se dejó ver el tropel de servidoras negras, entre las que había varias de esas mulatas graciosas que sólo empolla el Brasil. Intenté adelantarme, extender los brazos, saludar con las finezas tantas veces oídas de labios de Roque. Temblé a pesar del calor o por culpa de él. Hay fuegos que se pasan de tales y se vuelven como heladas del invierno. Detrás del grupo de esclavas brillaba la rapaza que yo había ojeado desde el patache. Cuando el grupo —movedizo, casi bailarín, alegre por la conclusión del viaje— se abrió, vislumbré a la muchacha de cuerpo entero. Me pareció más alta. Sencilla de vestimenta, cuyas prendas eran todas blancas; aun así, la blancura de su piel, con ciertos tintes rosados, fulguraba sin empañarse. La miré con fijeza, tal vez sonreí, tal vez pensé en decir algo. Pero mis ojos buscaban más allá de la muchacha, quien se me antojaba embajadora de la otra, de la que contaba más años, más desparpajo y más poder. Al menos sobre mi ánima, pues sentía que no era bocado para olvidarle el sabor en un castañeteo.

Mi búsqueda terminó de mala manera. O ni siquiera comenzó. Revoleando el chapeo, inclinándose como si tuviera espinazo de mimbre, Roque se me interpuso, parloteó con las esclavas, halagó a la muchacha y se metió a hacer lo que yo: buscar a la otra.

Comprendí que ella al fin trasponía la puerta no porque la viese con claridad, pues las anchas espaldas de Roque estorbaban arteramente, sino por el flujo y reflujo de aquella marejada. Los varones, con Roque a la cabeza, moscardonearon en torno a la recién aparecida, de quien mis ojos, atónitos y enojados, sólo podían pescar una mano alzada para arreglarse el pelo sin necesidad, ya que no había viento, o los flancos de su saya, bien luciente, amplia, con basculaciones como de campana. Pero los moscardones no tienen mucho porvenir en cuanto zumba el abejorro, dueño de las flores.

Y aquella flor, tan entrevista como deseada, tenía dueño. Asomándose en la toldilla en compañía de un cincuentón con perfil realengo, delgado, demacrado y grave, señoreó la cubierta un hombrazo de veinticinco primaveras, coleto de piel de ante, tahalí escarlata, espada de las que se desenvainan con facilidad, botas hasta la rodilla. Llevaba la cabeza descubierta y su melena castaña, revuelta con arte, caía sobre sus hombros. Mientras el señorón adusto se aferraba a la barandilla, sin moverse, el de la espada bajó por la escalerilla, pisó la cubierta taconeando fuerte, le abrieron calle las negras y las mulatas, se esparcieron los moscardones, llegó hasta la dama principal, le pasó un brazo por el talle, estrechándola y besándola como enamorado consentido o como esposo querendón. Y ambas cosas era el caballero, surgido como pesadilla de lo escondido del barco.

Su grado, capitán de caballos; su nombre, Manoel Galvão; su valía y su honra, la confianza absoluta del jefe; su gloria, su propia esposa, llamada Joanna. No le hace si conocí tales títulos allí mismo, sufriendo, con el corazón arrugado como saco vacío, o si me fui enterando con los días, tranco a tranco. Usted, sargento, no merece que me las dé de contador sapiente y, por sapiente, demorado. ¿Para qué los jugueteos? En la soledad de esta isla, recién plantada la noche, no hay razón para muchas vueltas. Sí peco por algo, será por puntilloso, por machacar, por mentar otra vez al cincuentón que abandoné con las manos sobre la barandilla. Logró rara fama en estos parajes, en Buenos Aires y más allá. Era jefe supremo de la expedición. Le habían nombrado Maestre de Campo con poderes cabales para fundar, fortificar y poblar. Traía un pasado que daba repeluznos, amasado con sangre, guerras, cercos, emboscadas. Manoel Lobo le decían, hombre con el organismo minado por la enfermedad, con el espíritu endurecido, templado por los tajos y la pólvora, voluntarioso y terco como vizcaíno. Hay portugueses así. Y son de temer.

Antes de que Roque pudiese reponerse, tascando el freno pálido de envidia, observando cómo el capitán amarraba la hermosa barca que él creyó al garete, Lobo impartió una orden. Las mujeres fincarían en la nave hasta que se levantasen en tierra firme los ranchos apropiados y se completasen las fortificaciones, la empalizada y el foso. A bordo quedaría guardia armada. El capitán Galvão la comandaría.

¿Cree si le digo que la orden me dio gusto? Me apartaba por el momento del lote bonito, pero también apartaba a Roque. Me lamía por dentro adelantando nuestra charla en el patache, donde lo acribillaría a preguntas saboreando la sarta de explicaciones ingeniosas y de inventos con que procuraría envolverme. Al mismo tiempo, me abrasó un odio repentino al verlo darse vuelta en el aire como torta saltando de la sartén, con mucha rapidez.

Obstruido su camino hacia Joanna, obsequió a la rapaza de blanco sus cortesías. Sólo entonces reparé en que la muchacha ya no mostraba su larga melena suelta, sino que la había recogido con ese yeito que Dios regaló a todas desde el vientre de sus madres. Fue rasgo que me sedujo, lo digo sin ahorrar saliva, y que me provocó un sacudón de los bravos. Era moza libre, hasta un ciego lo advertía. Disputársela a Roque sería empresa cantada para mis ansias de cortar por las mías.

¡Engaño de juventud! Para no ser menos que Lobo, también Roque sentenció su orden. La expedición entera acataba al jefe; y yo habría de plegarme a los dictados del mío. Con seguridad irritante, sin consideración alguna, me mandó volver al patache y mantenerme fondeado a vista de tierra hasta que me llegasen sus nuevas instrucciones. Acompañaría él a la gente de Lobo, ofrecería servicios y examinaría las maneras de que todos salieran beneficiados. Dejaba ir a la deriva mi tutoría para ceñirse como rival de cabo en cabo. Aliado con los fundadores, andaría al husmo de las prendas; y yo, desde fuera, hinchándome de rencor, atosigándome con el desespero, me haría enemigo de la fundación.

De retorno en el detestado patache, rogué a los santos del cielo para que se descolgase gente armada de cualquier cuadrante, del infierno, de la indiada o de los distraídos y tardineros bonaerenses.