I

Tocaban a degüello, redoblaban las cajas misioneras y alentaban los castellanos a sus piqueros con gritos penetrantes, como si también fuesen indios. Muchos soldados portugueses habían huido de los baluartes y se mezclaban con nuestra improvisada y despareja compañía. Joanna detenía a unos, atrapaba a otros de un brazo, les tironeaba las ropas. Sin dejarlos mover, les preguntaba por el capitán Galvão. Ninguno dio versiones fiables. Tal vez combatiese todavía, tal vez hubiese sido apresado, tal vez yacía sobre el polvo, la sangre, las pavesas, atravesado de parte a parte por la lanza guaraní.

Escuché algo que remachó mi desesperación: de los cuatrocientos lusitanos en pie de guerra al amanecer, no quedarían sanos ni doscientos. Y estaba recién nacida la mañana. Habían caído muchos oficiales, los artilleros se hallaban dispersos tras soportar el apedreo de los honderos, el ingeniero Correia Pinto no volvería a ver otra amanecida, varias familias lloraban al padre, al hermano o al hijo muertos o con heridas por las que harían estragos la fiebre y la gangrena. Ya no se combatía en regla: entre el caserío unos emprendían fugas, con las caras desencajadas, y otros perseguían con los filos en alto y enristradas las lanzas.

Más de la mitad de los techos ardían, había hogueras en las esquinas alimentadas por bancos rotos, artesas, varas y maderas de carros, mesas y sillas extraídas de los ranchos y arrojadas a las llamas crepitantes en medio de alaridos, blasfemias y jactancias. Nos movíamos sin concierto, tan pronto en avance, como si tuviésemos esperanzas de reconquistar la ciudadela, tan pronto en retroceso, ansiosos por retornar a la iglesia y sintiendo cómo nos hincaba el diente la incertidumbre. Vapuleados por el oleaje asesino, parecíamos náufragos que dan manotazos con despavorida ceguera. De cualquier parte podrían herirnos o matarnos y no era necesario tener al enemigo cara a cara. Las hondas, los arcos y los mosquetes disparaban de modo furtivo o azaroso, sin tomar puntería. Piedra, saeta o bala, atravesando sin rumbo los grupos, volarían enloquecidas para destrozarnos un miembro o clavarse en nuestros pechos y en nuestras espaldas.

El humo se nos metía en las narices y nos hacía lagrimear. Aquí y allá se elevaban columnas ennegrecidas, en gruesas espirales que se tocaban en lo alto hasta formar un techo y enturbiar la luz del sol. Día hermoso, día sereno, pero para los ángeles o las gaviotas que verían desde arriba las canalladas de los hombres. Para nosotros era como día nublado.

Y sin que supiésemos de qué manera ni de dónde, se nos plantó delante un batallón guaraní. Apareció en formación, desnudas las espadas de la fila delantera, levantadas las picas en las traseras, con las vestimentas enteras y limpias. No había comenzado para ellos el guerrear y se mostraban impacientes, apretadas las mandíbulas, espléndidos y bien conjuntados, si es lícito hablar así del enemigo. Dos oficiales españoles les daban órdenes alternativamente y los guaraníes, vivando a Cristo y al Hechizado, obedecían, aunque con tibieza. Porque a quien respondían era a un hombre semicalvo, con casaca negra y una espada recta, fina, brillante, en la mano izquierda y un crucifijo de metal, grande como un arma, en la derecha. Roque clavó la vista en el padre de la Compañía, dilató las narices, como puma al acecho de su presa, cerró el puño con fuerza en torno al mango de su faca, cuya hoja se irguió, vibrante, y maldijo con un ronquido.

¿Cargar contra ellos? Un despropósito. Cerrándonos el paso, sólo nos dejaban como alternativa aguardarlos y sostener su embestida, si Dios nos ayudaba, o replegarnos sin dispersión, paso a paso, tratando de no presentarles las espaldas y esquivando la pelea cuerpo a cuerpo. Si también Dios nos ayudaba.

Como Roque no quitaba el ojo al hombre del crucifijo, descuidó a Joanna, junto a quien se había desplazado hasta entonces, pues la capitana tenía por toda defensa un cuchillo de carnicero, viejo y mellado, que alguien le había cedido. Hacía una extraña figura, rodeada de artesanos con más susto que los ratones y de soldados exhaustos que vivaban al regente don Pedro y a sus cortesanos deseándoles largas vidas puesto que las suyas, y las de todos nosotros, en absoluto pintaban para largo.

En el atolondramiento propio de mi mocedad, acrecentado por circunstancias tan fieras, vi a Joanna indefensa, sin escolta ni escudo y me puse a su lado, remangado mi brazo derecho por pura ostentación y revoleando el acero. ¡Memoria de la mujer! Al mirarme, Joanna recordó y hasta hoy sigo creyendo que se le erizó la piel, y no de miedo. Recordó al mozo que brotó de la noche, en la orilla durante la pesca, y estampó más de un beso en su nuca y en sus hombros. Había un chisporroteo admirable en sus ojos. Si era del caso ir al sacrificio y rendir el alma en su compañía, lo haría gustoso. Algo me dijo, pero no le oí. Me acerqué cuanto pude y ella repitió sus palabras: «Rapazinho atrevido e muito quente», murmuró. «Mas está perdoado».

Quizá no dijo esto último. Quizá lo imaginé, atenaceado por deseos y por memorias angustiosas. Del batallón guaraní provino un grito fortísimo: «¡Por Santiago y por España! ¡A ellos!». Los indígenas, disciplinados y armados, como dicen, a la europea, respondieron al unísono: «¡Por nuestro rey don Carlos!». Y el batallón entero, seguro de su triunfo, se nos vino encima.