I
Mire esos cielos, mire cómo amanece, primero el rosado, después el celeste pálido. Es amanecer de invierno, lento, frío y un poco triste. Pero es amanecer y basta. Es hora buena, hora para vivir de otro modo, para prometernos ser buenos también, al menos hasta mañana. Demos descanso a la botella, estiremos las piernas, vayamos a pasear por esta isla para acercarnos al montón de piedra y tierra apisonada y cavilar un rato.
Salvo regresarse a su mujer, ¿qué otra prisa le corre? La volverá a ver, está más que claro, es lo mejor que usted puede hacer. En su caso, no lo dudaría. Volvería contento, con el corazón al galope, me abrazaría con mi otra mitad, y ya no me arrancarían de allí ni emperadores ni reyes ni maestres con delirios de fundadores. Me cosería a las faldas de mi bien querida y que vinieran después corregidores o sargentos a pedir mi concurso. Que digan lo que quieran, que nos llamen maricas; nosotros, ni mus. A eso llamo sabiduría.
Antes de despedirnos, mientras no arrían sus mozos el trapo del dormir, viendo la amanecida al lado de este pedacito de tierra que es, en verdad, mi campo santo, quiero decirle ciertas cosas. Se las debo, me consta. Gustará conocer en qué paró mi alocada carrera, a quién hallé en el embarcadero, qué fue de los fugitivos. Les fue mal, se cae de maduro.
Algunas lanchas se habían despegado de la costa y los tripulantes remaban con vehemencia. Otras no habían logrado zarpar. Los guaraníes, rápidos en el correr, se anticiparon; y con las macanas, las hachas y los cuentos de las lanzas rompían las maderas de las embarcaciones, cargadas hasta los topes por gente implorante. Y allí mismo, en la orilla, amarradas aún, se desfondaban, se rajaban las tablas y quedaban los fugitivos flotando, braceando y moviendo las patas como escarabajos caídos al agua cuando los persiguen las gallinetas. Entonces las lanzas, castigando de punta, atravesaban pechos y espaldas. Y lo que iniciaba la lanza, lo concluían la maza y el puñal. Piedras de la orilla, aguas, charcos y maderas rotas se teñían de sangre y yo sofrenaba a duras penas mi corazón espeluznado tratando de descubrir por dónde andaría Irene.
Las lanchas desamarradas, las que habían empezado a poner distancia entre sus bordas y la costa, no tuvieron suerte mejor. Indios y castellanos recién llegados se complacían en flechar y mosquetear cuanta figura navegase impulsada por los remos. Y entre los estampidos y los silbidos mortíferos llegaban desde las aguas voces que rogaban clemencia, ayes y gritos fortísimos.
Ni la vista ni el oído me ayudaban. Al contrario, confundían mi alma, naturalmente atribulada, apesadumbrada por la búsqueda que se me hacía estéril, y por la carnicería en la que chapaleaba. Eché de menos la agudeza de mi olfato, tan útil para husmear hembras en tiempos de paz. Tenía las narices, la garganta y los pulmones atiborrados de olor a pólvora, a sangre, a excrementos y a vómitos provocados por la repugnancia y el miedo, a humo de ranchos incendiados y de fogatas improvisadas por la crudeza saqueadora, más el aroma penetrante y macabro de la carne achicharrada que iba de un lado al otro como maldición arrastrada por ráfagas densas.
Sólo me quedó un filón del recuerdo y de él me agarré, como los náufragos baleados y asaeteados a los trozos flotantes de las lanchas destruidas. Era un recuerdo fresco aún en medio de la chamusquina y vivo entre tanta muerte. Conservaba mi memoria los vericuetos de un sendero semisecreto que Roque había utilizado para llegar hasta donde guarecía una lancha y una canoa, reparadas como sólo él sabía. Irene conocía el pasaje, por haberlo revelado el propio Roque, una vez, a ella y a mí. Entré por ese camino corriendo, lo devoré corriendo y dando vueltas y más vueltas, adaptándome a las curvas, viboreando, pegando saltos; y no dejé de correr hasta que tuve ante mis pies el fin del sendero.
Lo que allí vi, junto al agua mansa, entre la lancha, cargada con provisiones, y la canoa, con sus remos ya en los toletes, me estrujó el corazón de furia, me nubló la vista de odio y llevó mi mano al puño de la faca, desenvainada en un parpadeo.