I
Rogar es un decir. Quien suplica ha de apoyar el alma en algo firme, en una creencia siempre a flote. Y yo andaba a los bandazos. Amanecía picado por la curiosidad queriendo saber qué ocurría en la nave capitana, cuándo desembarcarían las mujeres, cómo encerraría Lobo su manada en la punta de San Gabriel. Al anochecer me adormecía cebando odios. En ciertas horas, sólo habitaba mi cabeza la figura de Joanna, asociada al calor y al fuego; más tarde, ponía el pensamiento en la otra moza, a quien imaginaba hermana, sobrina o prima de la mujer de Galvão. Me inundaban los deseos o me dejaban en seco, como en bajante penosa. ¿Vaivén de juventud? No únicamente. La vida entera se nos pasa en ese juego. Una mañana el mundo está repleto de flores, de colores apetitosos, de buen ver, de ganas de reír. Pero no ha llegado aún la noche y quedan apenas un bulto, una osamenta, unas cenizas bajo seis palmos de tierra. Da para enloquecer, como enloquecía yo de guardia en el patache, yéndome de golpe hasta Joanna, un bien ajeno, y hallándome, también de golpe, esperanzado con Irene.
¿Cómo averigüé su nombre? Al principio resonó Irene; con las horas y los días repicó otro. Más rarezas no podía haber en aquel mundo y en todos los mundos. Un mocetón sirve para algo mientras obedece a medias. Sin picardías ni desacatos, ¿qué valen los pocos años? Debía estar a las órdenes, fondeado sin remedio, aguardando las decisiones o los caprichos de mi patrón. Durante el día yo era modelo de disciplina. Ojeaba cada tanto hacia la costa, por si Roque me enviaba señales. Por la noche, encendía un fanal de posición. En caso de que Roque resolviese mensajearme en horario de lechuzas, la luz le diría que yo permanecía a bordo, como secuaz leal. Además del bote auxiliar, llevado de a rastras en las singladuras y con el que mi patrón había viajado a tierra, teníamos un chinchorro bien trincado en el pañol de popa. Gracias a esa hermosura hallé respiros.
Con rapidez, en silencio, a lo diestro, resucitaba al chinchorro, lo abordaba, remaba fuerte mientras mi corazón apuraba el paso y me llegaba hasta la nave portuguesa. Eran excursiones cuidadosas, no tengo por qué subrayarlo. Asimismo eran breves, para no dar ocasión a la mala suerte y a un reclamo nocturno del patrón. Poca cosa, pensará, pero no disponía de mejor remedio. Elegía horas apropiadas, cuando en la nave aún no había silencio completo, o cuando, antes de la amanecida, se reanudaban las diligencias y los trajines. Tenía dos aliados formidables: mi osadía y el calor. Este último, sobre todo, favorecía mis arrimadas. ¿Quién duerme de corrido en las cámaras cuando el verano aprieta? Más de una vez, manos que yo hubiera bendecido sacaban hamacas a la cubierta y enganchándolas a la amurada, las destinaban al reposo de la gente insomne. Hube de bendecir mucho más. A mi estrella, en primer término; al sueño espantadizo que levantaba de las hamacas a unas figuras graciosas; a esas mismas figuras que sentían compasión o curiosidad por el visitante que desafiaba la noche, el río, la guardia, con tal de pasar breves ratos cerca de aquéllas por quienes tampoco él dormía.
Es así de simple, no hay que gastarse en dibujos. Yo las buscaba y ellas a mí. No sostengo que Joanna procediese de ese modo, ni que compareciese con regularidad en la borda para mirar las aguas y la noche fingiendo matar el tiempo. Los taconeos del capitán Galvão, quien se paseaba por la cámara o la toldilla, me anunciaban su disposición de matar, y no exactamente el tiempo. Nunca viví tropiezos por ese lado; y si alguna vez creí vislumbrar a Joanna, lo achaco a mis ansias o a las penumbras.
La mocita, en cambio, se hizo visible en más de una oportunidad, escoltada por esclavas cuyas frentes sudadas y retintas recogían los reflejos de los fanales. De una de estas personas recibí, tras preguntar yo, de pie en el chinchorro, estirándome cuanto me daban los huesos, el nombre de la agraciada. «Irene», escuché, notando que una figura se destacaba por la blancura, fuese ésta del cuello y los brazos desnudos o de las vestiduras, y que se movía inquieta, amortiguando la risa. A la noche siguiente, bien sujetos los remos dentro del chinchorro, vi tan sólo a una esclava acodada en la borda. Susurré inquiriendo dónde estaba a mocinha. Pero debió sonar mal mi portugués o la interrogada trabucó los sonidos, pues me respondió con otra pregunta: «¿Arminia?». Y al cabo agregó: «Hoy no. ¿Mañana? Tal vez…».
Remé de vuelta hacia el patache, frustrado y confuso. Podía suceder que la dueña de tanta blancura llevase dos nombres, aunque quizá una de las oscuras, llamada Arminia, entrometiéndose, buscase guerra particular conmigo. Al mismo tiempo, era probable que me tomasen el pelo mañosamente. Durante tres noches seguidas practiqué mis navegaciones sin que criatura viviente asomase por la borda. Sospeché que ya habría ocurrido el desembarco, pero a la cuarta vez descarté la sospecha. Por una de las ventanas del alcázar, ubicada sobre el espejo de popa, se escapaba una luz, encubierta a medias por un paño de tejido fino. No lograba yo ver hacia adentro pero una silueta, por lo pronto, se dibujaba en el lienzo. Mis ojos no se engañaban; mis deseos tampoco. La silueta esbozada era de mujer, bien madurada y mejor provista. Yo estaba a punto de hervir y carbonizar el chinchorro. Se trataba de Joanna, porque las proporciones, el movimiento de los brazos quitándose las ropas, la apostura de la cabeza, girando a izquierda y a derecha con orgullo, sólo habían de pertenecer a la Galvão. Ninguna tendría, frente a ella, ni para empezar.
Lo que empezaba, en cambio, era el baile en el interior de la cámara. Escuché el taconeo del capitán y reconocí enseguida su traza, que invadía por completo la superficie del lienzo. En pocos instantes, los perfiles desaparecieron pero nadie perdió el resuello por apagar la candela. Importarían un bledo al capitán los merodeadores. Serían grumetes aislados y zonzos como yo, ¿por qué molestarse? Sentí murmullos, risas contenidas, palabras entrecortadas pronunciadas en un portugués muy cerrado para mí. Comencé a alejarme dando remadas con fuerza, soliviantado, como con fiebre. No me cuidé de hacer ruido. Si los lusos se daban el lujo de parecer sordos, ¿por qué iba yo a emperrarme con melindres? Tanto en la capitana como en el resto de la flota pernoctaban todos con tranquilidad pasmosa. También en tierra, la gente de pico y pala roncaría a pierna suelta, soñando con que esa comarca les pertenecía, como les pertenecían los barcos, las aguas, los pastizales vecinos, las armas, los bastimentos. Y las mujeres.
Envidiándoles el dormir, preparé mi cena en el patache. Quien no pegaría un ojo sería yo, para rumiar en vigilia mi despique. Los portugueses podrán madrugar. Pero por uno que madrugase, habría otro que no se acostaría. Y ése ganaría la partida.