I

Era en la lancha como un bulto más, una imagen que parecía tallada en rica y blanca madera. No tan blanca, vayamos despacio. Los soles, la intemperie, el recuerdo de los fuegos, las penurias y el cansancio me la habían puesto algo tiznada, magra, prematuramente marchita. Sobre mí recaían todos los esfuerzos y aceptaba el peso gustoso, como quien paga un precio liviano. Remaba de sombra a sombra, pues navegábamos de noche para evitar la luz que avisase de nuestra presencia a los guaraníes o a las patrullas de Buenos Aires y de Santa Fe. Jamás le pedí que me ayudase con el remo. Cuando quisiera hacerlo sería por las suyas, sin que yo dijese nada, sólo por solidaridad con mis manos hinchadas y mi espinazo dolorido. Iba conmigo encerrada en un mutismo sepulcral, sin llorar, sin mirar nada durante los descansos en las riberas de vegetación tan tupida o en islas y en islotes enmarañados y perdidos entre canales y callejuelas de agua.

No consentía que le alargase mi mano para ayudarla a desembarcar ni para abordar después. Cuantas veces me le acercaba, sufría sus rechazos y la esquividad de sus ojos. Dormía ella poco y mal y yo también, con un espacio entre ambos que se me volvía grande en exceso. Cumplíamos con nuestras necesidades mediante requisitos enredados, laboriosos y con escrúpulos tales que, si no hubiésemos soportado circunstancias tan severas, me habrían dado risa. Las horas más acongojantes eran las del amanecer, a punto de concluir una singladura, cuando derivábamos en busca del refugio diurno. Entonces la veía invariablemente acurrucada en la proa, con las piernas dobladas y los brazos rodeando ambas piernas, inmóvil según solía, sin soltar un suspiro, como si no respirase.

Había que ser muy palurdo para ignorar cuánto sufría y una bestia cabal para que no sintiese partírseme el alma viéndola sufrir. Ya no existían Baltasares que hiciesen retratos, pero Irene encarnaba la imagen de la soledad y ningún dibujante la hubiese desdeñado por modelo para estampar, al pie del retrato, la leyenda: Sola en el mundo. Pero ¿a santo de qué la leyenda? Somos muchos los que no sabemos leer ni queremos aprender a hacerlo. Y viendo a Irene con las primeras luces, en esa difusa claridad del crepúsculo mañanero, todo hijo de mujer calibraría el tamaño, el espesor y el metal de aquella soledad. Era cierto: a nadie tenía en el mundo. Ya no contaría con Joanna ni con el capitán, ni con las negras ni con las mulatas ni con los recaderos. No habría vecinos ni guardias, ni altares ni iglesias ni Maestre de Campo.

El infortunado Manoel Lobo, llevado como prisionero a Buenos Aires, moriría en una prisión de esa ciudad luego de haber quedado retenido dos años en Córdoba; y su rival José de Garro conocería la humillación. Le acusarían de cometer demasías, le quitarían la gobernación, pretenderían desterrarlo a Tucumán hasta que por último le darían como gracia el mando en Chile. Canalladas de las autoridades españolas por cuyas banderas tanto había hecho el guipuzcoano. Por fortuna, yo me enteraría mucho después, en tiempos en que las ingratitudes y las maldades sólo me hacían encoger de hombros.

Asuntos más inmediatos me desvelaban: faltaban a Irene suelo donde echar raíces y motivos que diesen sentido a su viaje y a su sacrificio cuando apenas había comenzado a vivir.

¿Quién era yo, al fin, para ella? Tal vez nadie. Tal vez alguien a quien había cobrado miedo o desprecio, el instrumento ciego que tejió una madeja de contratiempos, el nefasto avisador en Buenos Aires de la arribada lusa, el mala cabeza que contribuyó, sin querer, a las desgracias. En el mejor de los casos, el mozo listo para administrar las puercas provisiones de la lancha y combinarlas con lo que pescaba, el bueno en el arte de evitar encuentros, el diligente en proteger su vida acrecentando su soledad en un territorio poblado únicamente por pájaros ruidosos, por alimañas furtivas, por serpientes y yacarés y estremecido durante las noches por los ronquidos del jaguar. El sabedor del paraje.

En esto último acertaba. Yo ponía en obra las enseñanzas de Roque y me convertía en el perfecto errabundo capaz de mantenerse por sí mismo. Pescaba, armaba trampas, obtenía leña, fogoneaba a lo zorro, encubriendo las lumbres a fin de no delatarme, y me habría sustentado de frutas y raíces en caso de que hubiese desaparecido la pesca y se hubiesen agotado en la lancha las galletas y la harina.

Navegamos varios días rumbo al norte, por el Uruguay; y sólo cuando estuve seguro de que no me vendrían peligros de Santo Domingo ni de parte alguna, y de que aún me hallaba muy lejos de las reducciones jesuíticas, viré y di bordadas discretas haciéndole la corte al sur pero sin casarme con ninguna zona de firmeza. Las islas y nada más que las islas comenzaron a ser mis dominios y a asomar en el horizonte de mi vagabunda existencia como el único asiento donde anidar y convertir a Irene en mi mujer.

Propósito malogrado al principio. Los días pasaban y pasaban las respectivas noches y las semanas. Decayó el invierno, se anunció la primavera y yo soñé con que Irene, quien se avenía a dirigirse a mí con monosílabos, florecería levantando su condena por el episodio de la orilla cuando nos fugamos de la Colonia.

Jamás le hablé del lance, cuya tétrica sangre atormentaba mis horas, envenenaba mis pensamientos y remordía mi conciencia con el más salvaje de los fuegos. Para zafarme de ellos no valía el doctrinaje de Roque, maestro en subsistir puertas afuera del alma, pero avaro en aclararme las miserias alma adentro. Me exculpaba aferrándome a una creencia: Baltasar y Roque habían disputado como toros en celo por la posesión de Irene y en mi acero fió el destino matar al que había triunfado. Pudo haber sido al revés y yo hubiera actuado de la misma manera. Sólo vi predadores, ladrones de faldas, aprovechadores dispuestos a la villanía, uno de ellos tumbado y el otro en pleno robo. Me arrastró la rabia, me inflamaron los celos, me envalentonó el aire de matanza que atosigaba a todos. ¿Cabía otra cosa? ¿Cómo hallar, en medio del fuego, la verdad? Me llevó tiempo descubrirla.