III

Crecí enlazado a él, manso, como cachorro que agacha las orejas y se conforma con sobras. Yo tenía más que sobras. Compartía sus beneficios y, si examino fríamente el caso, quien chupaba más beneficios era yo porque aprendía a ganarme la vida. Dígame si hay plata que pague ese aprendizaje.

¿Nada me faltaba? Tal vez sí, pero no me daba cuenta. Me faltaba libertad, y estando cerca la hora en que tendría que volar con mis alas, empezaba a sentir rebeldías en la bodega de mi alma. Obedecía, pero me preguntaba por qué; me daba órdenes, y yo pensaba hasta cuándo; me tenía en su mano, y yo quería saber en qué momento podría quebrarle la voluntad. Si gusta añadir estos fuegos a los hervores del verano del ochenta en San Gabriel, puede hacerlo. Se suman con naturalidad y es probable que ayudasen al incendio salvaje sufrido por mí al arrimarnos a los barcos portugueses. Antes de poner Roque un pie sobre la cubierta del luso, ya me bullía el ansia ciega de emanciparme. Mi patrón trepó en solitario por la escala que le tendieron desde la borda, luego de indicarme que mantuviese vigilado el patache y que atendiese al timón para no chocar contra el casco del barco fondeado.

Recomendación sin sustancia. Aquellas gentes no venían con intenciones de robar pataches y tal vez les preocupaban más los mosquitos que los caboteadores. Las aguas, además, estaban muy sosegadas. Casi no había reflujo y pensar en un choque resultaba ridículo; cuando mucho un topetazo; ni tanto, un roce, un beso diría yo. Amadrinar me resultó lo más fácil del mundo. Y una vez concluida la maniobra, no me lancé escala arriba como un curioso desaforado. Corrí a la cámara de popa, un habitáculo a salvo de mojaduras durante las travesías, me quité las ropas de trabajo, enjugué con un pañuelo el sudor de mi frente, de mi pecho y de mis axilas, me puse otra camisa, otro pantalón y los zapatos que había comprado hacía un año a un marinero inglés cuyo capitán traficaba con cueros, y tras asomarme a la borda para mirarme en el espejo de las aguas, trepé, tembloroso, enardecido, por la escala.

Subí despacio, orgulloso. Roque había abordado el barco con sus trapos de fajina, sudoroso y hediendo. Yo lo hacía adornado como para una fiesta, reforzada mi juventud con telas reservadas para las grandes ocasiones. Ganaría de mano por sorpresa, descontando que, en cuanto me echasen el ojo las mozas extranjeras, me rodearían, admiradas de mi estampa y de mi dominio de su propia lengua.

Nadie había en el sector de la cubierta en que desemboqué. Anduve con paso vacilante unas varas hacia popa; luego, otras tantas hacia proa. Al rato, emergiendo de una escotilla, apareció un grumete con bultos al hombro, más joven que yo. Me saludó mecánicamente, como si me conociera o no hiciese caso de mi presencia, dejó el bulto junto con otros apoyándolo en el barandal y sin decir palabra desapareció por la escotilla.

Si algo había, era mucho trajín en el sollado y en el castillo de proa y también en el alcázar. De este último salían voces, risas, exclamaciones, ruidos de fardos arrojados al suelo, preguntas, órdenes. Por la puerta de babor, en la banda opuesta a la cual me hallaba, irrumpieron varios suboficiales, en camisa, con aire de haber trabajado durante horas, pero alegre el ánimo, charlando, riendo y pasándome por alto, como si no me viesen o como sí tuviesen mi presencia a bordo como el hecho más regular del mundo.

Me acerqué lentamente al portalón para escabullirme por la escala si se hacía indispensable. Sentía un afán muy fuerte por permanecer; al mismo tiempo, me zarandeaban los impulsos por hacerme humo. Al fin, me quedé sin dar bordadas. Ningún tripulante se distraería ante un muchacho al que habrían catalogado, desde mucho antes, como el peoncito del patrón que en esos momentos lengüeteaba con los oficiales dentro del alcázar. La voz de Roque, en su portugués bien aprendido y vibrante, me llegó como un puazo traidor. Se carcajeaba, vivaba al regente don Pedro, adulaba y expandía zalamerías con tanta desfachatez que, de haber sido yo un vergonzoso, me habría tirado por la borda. Por fortuna, la vergüenza jamás me escoció. Fue el único fuego que no me achicharró la sangre.

De espaldas a la amurada, simulando calma, cruzado de brazos y confiado en mi empaque, paré la oreja. Buscaba el vocerío de las hembras, el parloteo de cotorras —para mí de ángeles— que habría de provenir de los compartimentos del alcázar, las burlas ante la mala catadura del patrón del patache, las preguntas insolentes acerca del rapaz que había saludado con tan buena cara. Sólo escuché voces hombrunas y un odioso entrechocar de copas. El puazo traidor se me clavaba en las carnes.