III
Necesitó muy poco para resucitar. Los sonidos de mis pasos y las pisadas cautelosas de las mulas lo recobraron haciéndolo incorporar a medias, la espalda apenas alzada, los codos clavados en tierra para sostener el cuerpo. Admiré su sueño liviano, su cara amistosa, su expresión libre de sobresaltos y ojerizas, su modo particular de adormilarse sobre los pastos, al lado del sendero, sin temor de alimañas, de infieles o de patrullas. Me saludó en portugués; le respondí en castellano. Se alegró replicándome en mi lengua y yo lo imité sacando a relucir mis habilidades como lenguaraz. Echó el torso hacia adelante doblando las piernas, cruzándolas, respirando hondamente y desperezándose, al tiempo que me invitaba a tomar resuello, porque veía que yo tenía muchas leguas al hombro.
Después de tantas jornadas en soledad era bueno oír la voz de un prójimo. Orillaría los cuarenta años. Tenía cuerpo magro, calvicie pronunciada, respirar calmoso. Esto último me impresionó, tanto como su dormida al raso, al comenzar la mañana, bastante lejos de la población. Armas no portaba, por lo menos a la vista. Me felicité por haber viajado sin otros chismes dañinos que mi querida faca, celosamente guardada en vaina de cuero, bajo mi camisa.
Me miró con displicencia, a medias soñoliento, respirando con fuerza pero sin agitación ni prisa. Parecía agradecer al aire de la mañana, al sol naciente y a mi presencia. No sentí temores por interrogatorios ni por averiguaciones a quemarropa. Vestía como si fuese labriego o artesano. Tal vez había trabajado a bordo en fajinas de carpintería y se hallaba en esos momentos aligerado de labores. Sin que yo se lo preguntase, me dijo su nombre y el de su tierra. «Pedro Ferreira Cabral», habló, restregándose la cara, «del Alemtejo». Y se puso a observarme, aguardando mi correspondencia.
¿Mentirle de primera, a lo bruto? No había por qué. Si quería entrar en la Colonia, mi único salvoconducto era revelar algo parecido a la verdad. Cualquier embuste grosero habría sido desmentido por mis mulas, mi carga, mis ropas. Dije mi nombre y mi oficio; resumí mis vagabundeos y puse en el tapete mi propósito confesable: hallar a mi patrón, de quien los contratiempos me habían separado. «A estas horas debe maldecirme, arrepentido de haberme criado y creyéndome desertor o ladrón». Lo inconfesable, por ser tal, quedó sepultado en mi pecho. Los asuntos de hombre adentro siempre se callan y ni ante los del Santo Oficio se revelan.
Pedro Ferreira me miró, muy sereno. Más que mirarme, me registraba, esforzándose por recordar. Le relaté el episodio de los leñadores y mi zarpada con el patache. Una sombra pasó por su frente, ancha y llena de arrugas profundas, como las que suelen mostrar los bebedores después de largos meses a bordo. Argumenté que me habían forzado a navegar, a poner proa a Buenos Aires, a servir en la mensajería por la cual Garro tuvo confirmación del asentamiento de Lobo.
Sin dejar de mirarme, respondió que ni Lobo ni el último peón de la Colonia perdían el sueño por avisos ni por confirmación alguna, que los pobladores juraban haber puesto el pie en tierras del regente portugués, que estaban donde correspondía y donde tratados y leyes los amparaban, y que no ladrarían ni erizarían el pelo ante nadie que visitase la nueva Colonia en son de paz. «Así sean el mismísimo maese Garro o tú, rapaz», concluyó.
«¿La paz con todos? Dios lo quiera», comentó después de una honda aspiración. Y extendiendo un brazo hacia la Colonia, dijo en voz muy baja que a pesar de los deseos pacíficos, se respiraba tras la empalizada un aire malsano. «Veneno, mucho veneno», repetía, «mucha terquedad, no me gusta, no nací para empuñar con una mano la azada y con la otra el mosquete».
Mantuvo silencio, restregando nuevamente su cara. Yo me holgaba por haber tropezado con alguien de trato tan apacible y llano. Y como si hubiera adivinado mis pensamientos, alzó los brazos, miró hacia el cielo y exclamó: «¡Por los clavos de Cristo, qué vueltas da la vida!». Encarándome, dijo que yo era rapaz de mucha suerte, un muchacho afortunado en un mundo tan grande como aquél. Sólo así explicaba que no me hubiera plantado la zarpa encima quien había salido de la Colonia hacía pocos días largando fuego por los ojos y jurando castigar al ingrato ladroncito, al mocoso traidor que lo había dejado varado allí tras robar su patache.
«Roque…» dejé escapar en un ronquido, como si me hubiera atontado la noticia.
«El mismo», prosiguió, «o seor Roque», como le llamaron las autoridades y el vecindario desde que se molestó en saludar nuestra bandera a bordo de la capitana.
Me contó en pocas palabras cómo o seor Roque había conquistado la confianza del jefe, de los oficiales, de muchas gentes y sobre todo de los que pensaban vivir por sus manos y con trabajos del comercio. Ofreció su experiencia y su embarcación para ir y venir a Buenos Aires y colocar allí a precios inmejorables las mercaderías enviadas desde Brasil. No dejó puerta sin tocar ni conciencia sin halagar. Muy pronto lo tuvieron por amigo de la empresa lusitana. Él se tenía por amigo de todos, hablaba a favor de la gente de esta banda y de la otra, explicaba que las autoridades bonaerenses sufrían la rigidez de las normas castellanas y declaraba que los pobladores deberían entenderse por debajo de normas y de leyes —o por encima, según corrigió— y que sólo así progresarían y aplacarían enconos.
Fue prudente, mostró flexibilidad, supo contener a tiempo algunos fervores. Alabar a Manoel Lobo, por ejemplo, a quien congratulaba por la elección de San Gabriel pero sin los elogios excesivos que proferían los allegados al Maestre. No quiso prebendas ni distinciones. Cuando mucho, igualdad; y si había un poquito menos de igualdad para con su persona, mejor. «Un diablo para hacerse el chico», observó Pedro Ferreira sonriendo con picardía indulgente.
Sólo pifió Roque en un punto: el enojo grande, sin duda desmedido, al verse abandonado por su rapaz. «¡Lo crié como a un hijo!», gritaba, «pero hoy, como si fuese cuervo, me saca los ojos». A nadie agradó su fiereza, intempestiva y fea de ver. Y menos su decidida rabia al trasponer un día la empalizada y salir provisto de dos buenas cabalgaduras, arrojando humo por las orejas, bramando con afán vengativo.
«Supuse que se plegaría al buen proceder», indicó Pedro, «quiero decir, a los fueros de la justicia. De no ser así, ¿por qué tomarse tanto trabajo en fundar poblaciones? Quien funda, mete iglesia y tribunal de justicia antes que nada. Pero o seor Roque lo olvidó».
No hubo quien amagase, siquiera, disuadirlo. Ciertas gentes habían empezado a mirarlo con resabio. Hombre que rebasa la cincuentena ha de cuidar mucho de sí. Nunca dio pie para la queja, es cierto, pero las maledicencias se abren camino y enchastran los nombres más limpios. ¿Quién hubiera metido en las murmuraciones el nombre de Joanna? Sin embargo, así ocurrió, a pesar de que es modelo de honra y de entereza y de que la gente se mira en ella. Despierta admiración y orgullo. Si faltasen Lobo, quien anda con achaques serios, o la mano derecha de Lobo, el capitán Galvão, esa hembra tan pura y altiva y tan fiel como enérgica suplantaría a los dos, comandaría la plaza y muchos aplaudirían.
Manoel Galvão se atuvo a su ley, y aceptando la embajada, deshizo la madeja sin ruido. Conocía de qué forma preservaría Joanna su honra sin más armas que sus derechos, a los que haría valer por sí misma. Y daba por sentado que Roque no era ese bárbaro para el cual ver una mujer es desearla y desearla es atraparla como si fuese herramienta o mueble. Vivimos en regiones inhóspitas, no hechas todavía a los fueros, está claro. Pero hacer prevalecer la prudencia y la confianza es el modo mejor de acallar ruindades de las lenguas ociosas.
Yo escuchaba a Pedro sin despegar los labios, tragando saliva, arrepentido a medias por haber llegado hasta allí y a medias acicateado por la Joanna que veía alzarse de sus palabras. También reconocí que se trataba de su personal versión y que podría haber hecho en sus dichos una pintura que no correspondiese exactamente con la realidad. Por último, me convidó a entrar en la Colonia en su compañía, me prometió agua y comida y me ofreció su rancho para pernoctar mientras durase mi visita. Me aconsejó no huir de Roque sino aguardarlo. Era seguro que volvería a verlo pues existía más de un motivo para su regreso. Entonces se desataría el embrollo. De no haber solución con seso, la vara del magistrado intervendría. «Quien confiesa su falta y busca conciliación o perdones tiene enderezado el pleito», observó con convicción.
Emprendimos la marcha preguntando y respondiendo alternativamente. Yo deseaba más que nunca ver a Joanna, siquiera a distancia. Pero más que nunca la temía, sabiendo que, en efecto, había quedado sola.